¿Qué Deben los Historiadores a Karl Marx?
Eric
Hobsbawm
El siglo XIX, aquella
era de civilización burguesa, tiene en su haber varios logros intelectuales de
importancia, pero la disciplina académica de la historia que creció durante
dicho período no es uno de ellos. De hecho, en todo, excepto en las técnicas de
investigación, señaló un claro paso atrás a partir de los ensayos con
frecuencia mal documentados, especulativos y demasiado generales en los cuales
los testigos de la era más profundamente revolucionaria —la de las revoluciones
francesa e industrial— intentaron comprender la transformación de las
sociedades humanas. La historia académica, tal como la inspiraron las
enseñanzas y el ejemplo de Leopold von Ranke y divulgaron las publicaciones
especializadas que surgieron en las postrimerías del siglo, hizo bien en
oponerse a la generalización apoyada de forma insuficiente por hechos, o
respaldada por hechos poco fidedignos. En cambio, concentró todos sus esfuerzos
en la tarea de determinar los «hechos» y de esta manera aportó poco a la
historia, excepto una serie de criterios empíricos para valorar ciertas clases
de documentos (por ejemplo, registros manuscritos de acontecimientos en los que
intervino la decisión consciente de individuos influyentes) y las técnicas
auxiliares necesarias para este fin.
Raramente indicaba que
estos documentos y procedimientos sólo eran aplicables a una serie limitada de
fenómenos históricos, toda vez que aceptaba sin espíritu crítico que ciertos
fenómenos eran merecedores de estudio especial mientras que otros no lo eran.
Así, no era su intención concentrarse en la «historia de los acontecimientos»
—de hecho, en algunos países tenía un claro sesgo institucional—, pero su
metodología se prestaba mucho a la narración cronológica. En modo alguno se limitaba
por completo a la historia de la política, la guerra y la diplomacia (o en la
versión simplificada pero no atípica que enseñaban los maestros de escuela y
estaba relacionada con reyes, batallas y tratados), pero no cabe duda de que
tendía a dar por sentado que esto formaba el conjunto central de los
acontecimientos que incumbían al historiador. Esto era historia en singular.
Otros temas, al ser tratados con erudición y método, podían dar origen a varias
historias, calificadas por medio de epítetos descriptivos (constitucional,
económica, eclesiástica, cultural, del arte, de la ciencia o de la filatelia,
etcétera). Su relación con el cuerpo principal de la historia era oscura o no
recibía la atención apropiada, exceptuando unas cuantas especulaciones vagas
sobre el Zeitgeist de las cuales los historiadores profesionales preferían
abstenerse.
Los historiadores
filosófica y metodológicamente académicos tendían a demostrar una inocencia
igualmente sorprendente. Es verdad que los resultados de esta inocencia
coincidían con lo que en las ciencias naturales era una metodología consciente,
aunque controvertida, a la que de forma poco rigurosa podemos llamar
«positivismo», pero es dudoso que muchos historiadores académicos (fuera de los
países latinos) supiesen que eran positivistas. En la mayoría de los casos eran
meramente hombres que, de la misma manera que aceptaban que determinado tema
(por ejemplo, la historia político-militar-diplomática) y determinada zona
geográfica (la Europa occidental y central, pongamos por caso) eran los más
importantes, también aceptaban, entre otras ideés
recues, las del pensamiento científico popularizado, por ejemplo, que las
hipótesis surgen automáticamente del estudio de «hechos», que la explicación
consiste en un conjunto de cadenas de causa y efecto, o los conceptos del
determinismo, la evolución y así sucesivamente. Daban por sentado que, del
mismo modo que la erudición científica podía determinar el texto y la sucesión
definitivos de los documentos que publicaban en complejas e inapreciables
series de volúmenes, también determinaría la verdad definitiva de la historia.
La Cambridge Modern History de lord Acton fue un ejemplo tardío pero típico de
tales creencias.
Incluso si se juzga de
acuerdo con los modestos criterios de las ciencias humanas y sociales del siglo
XIX, la historia era, pues, una disciplina atrasadísima, casi podría decirse
que deliberadamente atrasada. Sus aportaciones a la comprensión de la sociedad
humana, pasada y presente, eran insignificantes y accidentales. Debido a que
para comprender la sociedad se requiere comprender la historia, era inevitable
que tarde o temprano se encontraran formas más fructíferas de explorar el
pasado humano. El tema del presente trabajo es la aportación del marxismo a
esta búsqueda.
Cien años después de
Ranke, Arnaldo Momigliano resumió los cambios habidos en la historiografía bajo
cuatro encabezamientos:
1. La historia
política y religiosa había decaído de forma acusada, a la vez que las
«historias nacionales parecen anticuadas». A cambio de ello se había producido
una notable inclinación a la historia socioeconómica.
2. Ya no era habitual,
o, mejor dicho, fácil, utilizar «ideas» como explicación de la historia.
3. Las explicaciones
predominantes se daban ahora «en términos de fuerzas sociales», aunque esto
planteaba de forma más aguda que en tiempos de Ranke el asunto de la relación
entre la explicación de acontecimientos históricos y la explicación de acciones
individuales.
4. Ahora (1954)
resultaba difícil hablar de progreso o siquiera de evolución con sentido de los
acontecimientos en cierta dirección (1).
Era más probable que la última
observación de Momigliano —y le citamos como informador del estado de la
historiografía más que como analista— se hiciese en el decenio de 1950 que en
decenios anteriores o posteriores, pero las otras tres representan claramente
tendencias de reconocida solidez y duraderas en el movimiento contrario a Ranke
dentro de la historia. A partir de mediados del siglo XIX, según ya se señaló
en 1910 (2), se había intentado sistemáticamente sustituir el marco idealista
por otro materialista, lo cual llevó al declive de la historia política y al
auge de la «económica o sociológica»: sin duda bajo el estímulo cada vez más
apremiante del «problema social» que «dominó» la historiografía en la segunda
mitad de dicho siglo (3) Obviamente, tomar las fortalezas de las facultades
universitarias y escuelas de archivos requirió bastante más tiempo del que
supusieron los enciclopedistas entusiásticos. En 1914 las fuerzas atacantes
habían ocupado poco más que los puestos periféricos de la «historia económica»
y la sociología de orientación histórica y los defensores no tuvieron que
emprender una retirada total —aunque en modo alguno fueron derrotados— hasta
después de la segunda guerra mundial (4). No obstante, el carácter y el triunfo
generales del movimiento contrario a Ranke no se ponen en duda.
El interrogante
inmediato que se nos plantea es hasta qué punto esta nueva orientación se ha
debido a la influencia marxista. Un segundo interrogante es de qué manera la
influencia marxista sigue contribuyendo a ella.
No cabe duda de que la
influencia del marxismo fue muy grande desde el principio. Hablando en términos
generales, sólo otra escuela o corriente del pensamiento que apuntaba a la
reconstrucción de la historia tuvo influencia en el siglo XIX: el positivismo
(ya sea con pe minúscula o mayúscula). El positivismo, hijo tardío de la
Ilustración del siglo XVIII, no pudo ganarse nuestra admiración sin límites en
el siglo XIX. Su principal aportación a la historia fue introducir conceptos,
métodos y modelos de las ciencias naturales en la investigación social y
aplicar a la historia los descubrimientos de las ciencias naturales que
parecieran apropiados. Estos logros no fueron insignificantes, pero sí
limitados, tanto más cuanto que lo más próximo a un modelo del cambio
histórico, una teoría de la evolución cuyo modelo era la biología o la geología
y que a partir de 1859 recibió estímulo y ejemplo del darvinismo, es sólo una
guía muy esquemática e insuficiente de la historia. En consecuencia, los
historiadores inspirados por Comte o Spencer han sido pocos y, al igual que
Buckle o incluso historiadores más grandes como Taine o Lamprecht, su
influencia en la historiografía fue limitada y temporal. La debilidad del
positivismo (o del Positivismo) fue que, a pesar de que Comte estaba convencido
de que la sociología era la más elevada de las ciencias, tenía poco que decir
acerca de los fenómenos que caracterizan a la sociedad humana, a diferencia de
los que podían derivarse directamente de la influencia de factores no sociales
o tener por modelo las ciencias naturales. Las opiniones que tenía sobre el
carácter humano de la historia eran especulativas, cuando no metafísicas.
Así pues, el ímpetu
principal para la transformación de la historia salió de las ciencias sociales
con orientación histórica (por ejemplo, la «escuela histórica» alemana en la
ciencia económica), pero en especial de Marx, cuya influencia se reconocía como
tan grande que a menudo se le atribuían logros que él mismo no reivindicaba
como suyos. El materialismo histórico se calificaba habitualmente —a veces incluso
por parte de los marxistas— de «determinismo económico». Aparte de negar esta
expresión, es seguro que Marx también hubiera negado que él fuese el primero en
recalcar la importancia de la base económica del desarrollo histórico, o en
escribir la historia de la humanidad como la de una sucesión de sistemas
socioeconómicos. Desde luego, negó la originalidad al introducir el concepto de
clase y de lucha de clases en la historia, pero fue en vano. «Marx ha
introdotto nella storiografia il concertó di classe», dice la Enciclopedia
Italiana.
No es la intención del
presente artículo examinar paso a paso la aportación específica de la
influencia marxista a la transformación de la historiografía moderna.
Evidentemente, fue distinta en cada país. Así, en Francia fue relativamente
pequeña, al menos hasta después de la segunda guerra mundial, debido a la
penetración notablemente tardía y lenta de las ideas marxistas en la vida intelectual
de dicho país (5). Aunque en el decenio de 1920 las influencias marxistas ya
habían penetrado hasta cierto punto en el campo sumamente político de la
historiografía de la Revolución francesa —pero, como demuestra la obra de
Jaurés y Georges Lefebvre, en combinación con ideas sacadas de tradiciones
nativas del pensamiento—, la gran reorientación de los historiadores franceses
fue encabezada por la escuela de los Anuales, que, desde luego, no necesitó que
Marx le llamara la atención sobre las dimensiones económicas y sociales de la
historia. (Sin embargo, la identificación popular de un interés en tales
asuntos con el marxismo es tan fuerte, que hasta hace poco (6) el Times
Literary Supplement ponía incluso a Fernand Braudel bajo la influencia de Marx).
A la inversa, hay países en Asia o en América Latina en los cuales la
transformación, cuando no la creación, de la historiografía moderna casi puede
identificarse con la penetración del marxismo. Siempre y cuando se acepte que,
hablando en términos globales, la influencia fue considerable, no hay necesidad
de insistir más en el asunto en el contexto presente.
Lo hemos sacado a
colación no tanto para demostrar que la influencia marxista ha interpretado un
papel importante en la modernización de la historiografía, como para ilustrar
una gran dificultad que se presenta cuando se quiere determinar su aportación
exacta. Porque, como hemos visto, la influencia marxista entre los
historiadores se ha identificado con unas cuantas ideas relativamente
sencillas, aunque dotadas de gran fuerza, que de una manera u otra se han
asociado con Marx y los movimientos inspirados en su pensamiento, pero que en
absoluto son necesariamente marxistas, o que, en la forma que más influencia ha
ejercido, no son necesariamente representativas del pensamiento maduro de Marx.
Llamaremos a este tipo de influencia «marxista vulgar» y el problema principal
del análisis consiste en separar los componentes marxista vulgar y marxista en
el análisis histórico.
Pondré algunos
ejemplos. Parece claro que el «marxismo vulgar» comprendía principalmente los
siguientes elementos:
1) La «interpretación
económica de la historia», esto es, la creencia de que «el factor económico es
el factor fundamental del cual dependen los demás» (según dice R. Stammler); y,
de modo más específico, del cual dependían fenómenos que hasta ahora no se
consideraban muy relacionados con asuntos económicos.
2) El modelo de «base
y superestructura» (que se usa de la forma más generalizada para explicar la
historia de las ideas). A pesar de las advertencias de los propios Marx y
Engels y de las sutiles observaciones de algunos de los primeros marxistas, por
ejemplo Labriola, este modelo solía interpretarse como una simple relación de
dominio y dependencia entre la «base económica» y la «superestructura», mediada
a lo sumo por
3) «El interés de
clase y la lucha de clases». Uno tiene la impresión de que varios historiadores
marxistas vulgares no leyeron mucho más allá de la primera página del Manifiesto comunista, y la frase de que «la
historia [escrita] de todas las sociedades que han existido hasta ahora es la
historia de las luchas de clases».
4) «Las leyes
históricas y la inevitabilidad histórica.» Se creía, acertadamente, que Marx
insistía en una evolución sistemática y necesaria de la sociedad humana en la
historia, de la cual se excluía en gran parte lo contingente, en todo caso en
el nivel de la generalización sobre los movimientos a largo plazo. De ahí la
constante preocupación de los primeros escritores sobre historia marxista por
problemas como el papel del individuo o de la casualidad en la historia. Por
otro lado, esto podía interpretarse —y así se hacía en gran parte— como una
regularidad rígida e impuesta, por ejemplo en la sucesión de formaciones
socioeconómicas, o incluso un determinismo mecánico que a veces se acercaba a
sugerir que no había ninguna alternativa en la historia.
5) Temas específicos
de la investigación histórica que se derivaban de los intereses del propio
Marx: por ejemplo, el interés por la historia del desarrollo capitalista y la
industrialización, pero, a veces, también de comentarios más o menos fortuitos.
6) Temas específicos
de la investigación que se derivaban no tanto de Marx como del interés de los
movimientos asociados con su teoría: por ejemplo, el interés por la agitación
de las clases oprimidas (campesinos, obreros), o por las revoluciones.
7) Varias
observaciones sobre la naturaleza y los límites de la historiografía, que se
derivaban principalmente del número 2 y servían para explicar los motivos y los
métodos de los historiadores que afirmaban no ser nada más que buscadores de la
verdad y se enorgullecían de determinar sencillamente wie es eigentlich
gewesen.
En seguida resultará obvio que esto
representaba, en el mejor de los casos, una selección de las opiniones de Marx
sobre la historia y, en el peor (como ocurre a menudo con Kautsky), una
asimilación de las mismas a las opiniones no marxistas —por ejemplo, evolucionistas
y positivistas— contemporáneas. También será evidente que parte de ello no
representaba a Marx en absoluto, sino la clase de interés que de forma natural
se despertaría en cualquier historiador asociado con los movimientos populares,
obreros y revolucionarios, y que se hubiera despertado incluso sin la
intervención de Marx, como el interés por anteriores ejemplos de lucha social e
ideología socialista. Así, en el caso de la antigua monografía de Kautsky sobre
Tomás Moro, no hay nada especialmente marxista en la elección del tema y su tratamiento
es marxista vulgar. i
Sin embargo, esta
selección de elementos del marxismo o asociados con él no fue arbitraria. Los
elementos 1-4 y 7 del breve resumen del marxismo vulgar que acabamos de hacer
representaban cargas concentradas de explosivo intelectual creadas para volar
partes importantísimas de las fortificaciones de la historia tradicional, y,
como tales, eran inmensamente potentes; tal vez más potentes de lo que hubieran
sido versiones menos simplificadas del materialismo histórico y, desde luego,
suficientemente potentes en su capacidad de dejar entrar la luz en lugares
hasta ahora oscuros, para tener a los historiadores satisfechos durante mucho
tiempo. Es difícil captar de nuevo el asombro que sentiría un científico social
inteligente y culto de finales del siglo XIX al encontrar las siguientes
observaciones marxistas sobre el pasado: «Que la Reforma misma se atribuye a
una causa económica, que la duración de la guerra de los Treinta Años se debió
a causas económicas; las Cruzadas, al hambre feudal de tierra; la evolución de
la familia, a causas económicas; y que la visión cartesiana de los animales
como máquinas puede relacionarse con el crecimiento del sistema de
manufacturas» (7). Con todo, los que recordamos nuestros primeros encuentros
con el materialismo histórico todavía podemos dar fe de la inmensa fuerza
liberadora de semejantes descubrimientos sencillos.
Sin embargo, si era,
por ende, natural, y quizá necesario, que el efecto inicial del marxismo
cobrase una forma simplificada, la selección propiamente dicha de elementos de
Marx también representó una elección histórica. Así, unos cuantos comentarios
que Marx hace en El capital sobre las
relaciones entre el protestantismo y el capitalismo ejercieron una influencia
inmensa, es de suponer que debido a que el problema de la base social de la ideología
en general, y de la naturaleza de las ortodoxias religiosas en particular, era
un asunto que despertaba interés inmediato e intenso (8). En cambio, algunas de
las obras en las cuales el propio Marx más cerca estuvo de escribir como
historiador, como en el caso de la magnífica El dieciocho brumario, no estimularon a los historiadores hasta
mucho después, probablemente porque los problemas sobre los que más luz arrojan
—la conciencia de clase y el campesinado, pongamos por caso— parecían de
interés menos inmediato.
El grueso de lo que
consideramos la influencia marxista en la historiografía ha sido sin duda
marxista vulgar en el sentido que hemos descrito antes. Consiste en la especial
atención que se presta en general a los factores económicos y sociales de la
historia que han dominado desde el fin de la segunda guerra mundial en todos
los países excepto en una minoría (por ejemplo, hasta hace poco la Alemania
Occidental y los Estados Unidos) y que continúan ganando terreno. Debemos
repetir que esta tendencia, aunque sin duda es principalmente fruto de la
influencia marxista, no tiene ninguna conexión especial con el pensamiento de
Marx.
Es casi seguro que el
efecto principal que las ideas específicas del propio Marx han tenido en la
historia y en las ciencias sociales en general es el de la teoría de «la base y
la superestructura», es decir, el de su modelo de sociedad compuesta de
diferentes «niveles» que interactúan. No hay necesidad de aceptar la jerarquía
de niveles o el modo de interacción del propio Marx (en la medida en que lo
haya proporcionado) (9) para que el modelo general sea valioso. A decir verdad,
ha sido muy bien acogido de forma general como aportación valiosa incluso por
los no marxistas. El modelo específico de desarrollo histórico de Marx —que
incluye el papel de los conflictos de clase, la sucesión de formaciones
socioeconómicas y el mecanismo de transición de una a otra— ha seguido siendo
mucho más controvertido, incluso, en algunos casos, entre los marxistas. Está
bien que sea objeto de debate y, en particular, que se le apliquen los
criterios habituales de verificación histórica. Es inevitable que se abandonen
algunas de sus partes por estar basadas en datos insuficientes o engañosos, por
ejemplo en el campo del estudio de las sociedades orientales, donde Marx
combina una profunda visión interior con suposiciones erróneas, como en lo que
se refiere a la estabilidad interna de algunas de tales sociedades. No
obstante, el presente artículo sostiene que el principal valor de Marx para los
historiadores de hoy reside en sus afirmaciones sobre la historia y no en sus
afirmaciones sobre la sociedad en general.
La influencia marxista
(y marxista vulgar) que hasta ahora ha sido más eficaz forma parte de una
tendencia general a transformar la historia en una de las ciencias sociales,
tendencia a la que algunos se resisten con mayor o menor sutileza pero que
indiscutiblemente es la predominante en el siglo XX. La principal aportación
del marxismo a esta tendencia en el pasado ha sido la crítica del positivismo,
esto es, de los intentos de asimilar el estudio de las ciencias sociales al de
las naturales, o lo humano a lo no humano. Esto entraña el reconocimiento de
las sociedades como sistemas de relaciones entre seres humanos, de las cuales
las que se establecen para fines de producción y reproducción son principales
para Marx. También entraña el análisis de la estructura y el funcionamiento de
estos sistemas como entes que se mantienen, tanto en sus relaciones con el entorno
exterior —no humano y humano— como en sus relaciones internas. El marxismo está
muy lejos de ser la única teoría estructural-funcionalista de la sociedad,
aunque tiene buenos motivos para que se le considere la primera de ellas, pero
difiere de la mayoría de las demás en dos cosas. Insiste, en primer lugar, en
una jerarquía de fenómenos sociales (como, por ejemplo, la «base» y la
«superestructura»), y, en segundo lugar, en que en toda sociedad existen
tensiones internas («contradicciones») que contrarrestan la tendencia del
sistema a mantenerse como empresa en marcha (10).
La importancia de
estas peculiaridades del marxismo está en el campo de la historia, pues son
ellas las que le permiten explicar —a diferencia de otros modelos
estructurales-funcionales de la sociedad— por qué y cómo las sociedades cambian
y se transforman: dicho de otro modo, los hechos de la evolución social (11).
La inmensa fuerza de Marx ha radicado siempre en su insistencia tanto en la
existencia de estructura social como en su historicidad o, dicho de otra
manera, su dinámica interna de cambio. Hoy día, cuando se acepta generalmente
la existencia de sistemas sociales, pero a expensas de su análisis ahistórico,
cuando no antihistórico, la especial atención que presta Marx a la historia
como dimensión necesaria es tal vez más esencial que nunca.
Esto entraña dos
críticas específicas de teorías que predominan en las ciencias sociales de hoy.
La primera es la
crítica del mecanismo que domina una parte tan grande de las ciencias sociales,
especialmente en los Estados Unidos, y que recibe su fuerza tanto de la notable
fecundidad de depurados modelos mecánicos en la actual fase de avance
científico como de la búsqueda de métodos para alcanzar el cambio social que no
lleven aparejada la revolución social. Quizá cabría añadir que debido a la
abundancia de dinero y de ciertas tecnologías nuevas y apropiadas para
utilizarlas en el campo social, y de las que se dispone ahora en los países
industriales más ricos, este tipo de «ingeniería social» y las teorías en que
se basa son muy atractivas en tales países. Estas teorías son en esencia
ejercicios de «resolución de problemas». Son extremadamente primitivas y es
probable que sean más rudimentarias que la mayoría de las teorías correspondientes
en el siglo XIX. Así, muchos científicos sociales, ya sea de modo consciente o
de facto, reducen el proceso de la historia a un solo cambio de la sociedad «tradicional»
a la «moderna» o «industrial» (la «moderna se define en términos de los países
industriales avanzados, o incluso de los Estados Unidos a mediados del siglo
XIX, y la «tradicional» como la que carece de «modernidad»). En la práctica,
este gran paso único puede subdividirse en pasos más pequeños, tales como las
etapas de crecimiento económico de Rostow. Estos modelos eliminan la mayor parte
de la historia y se concentran en un período corto, aunque se reconoce que
importantísimo, a la vez que simplifican demasiado los mecanismos de cambio
histórico incluso para tratar este breve espacio de tiempo. Afectan a los
historiadores principalmente porque el tamaño y el prestigio de las ciencias
sociales que crean tales modelos alientan a los investigadores históricos a
embarcarse en proyectos que acusan su influencia. Es, o debería ser, muy
evidente que no pueden proporcionar ningún modelo satisfactorio de cambio
histórico, pero debido a su popularidad actual es importante que los marxistas
nos lo recuerden constantemente.
La segunda es la crítica
de las teorías estructurales-funcionales que, aunque inmensamente más
depuradas, en algunos aspectos son todavía más estériles por cuanto pueden
negar la historicidad totalmente, o transformarla en otra cosa. Estos puntos de
vista son más influyentes incluso dentro del ámbito de influencia del marxismo,
porque parecen proporcionar un medio de liberarlo del característico
evolucionismo del siglo XIX, con el cual se combinaba tan a menudo, aunque a
expensas de liberarlo también del concepto de «progreso» que también era
característico del pensamiento del siglo XIX, incluido el de Marx. Pero ¿por
qué desearíamos hacerlo? (12). Desde luego, el propio Marx no lo hubiera
deseado; se brindó a dedicar el segundo volumen de El capital a Darwin, y no hubiese discrepado de la famosa frase de
alabanza que Engels pronunció junto a su tumba por haber descubierto la ley de
la evolución en la historia humana, como Darwin había hecho en la naturaleza
orgánica. (Sin duda alguna no hubiera deseado disociar el progreso de la
evolución y, de hecho, culpó específicamente a Darwin por convertirlo en un
derivado meramente accidental de la misma) (13).
La cuestión
fundamental en historia entraña el descubrimiento de un mecanismo tanto para la
diferenciación de varios grupos sociales humanos como para la transformación de
un tipo de sociedad en otro, o la falta de tal descubrimiento. En ciertas cosas
que los marxistas y el sentido común consideran cruciales, como, por ejemplo,
el control que el hombre ejerce sobre la naturaleza, entraña, desde luego,
cambio o progreso unidireccional, al menos durante un período suficientemente
largo. Mientras no supongamos que los mecanismos de tal evolución social son
los mismos que los de la evolución biológica, o semejantes a ellos, parece que
no hay ninguna buena razón para abstenerse de utilizar la palabra «evolución»
para referirnos a ello.
La discusión, por
supuesto, es más que terminológica. Oculta dos clases de desacuerdo: acerca del
juicio de valor sobre diferentes tipos de sociedades, o, dicho de otro modo, la
posibilidad de clasificarlas en cualquier clase de orden jerárquico, y acerca
de los mecanismos de cambio. Los funcionalismos estructurales han tendido a
rehuir la clasificación de las sociedades en «superiores» e «inferiores», en
parte debido a la grata negativa de los antropólogos sociales a aceptar la
pretensión de los «civilizados» en el sentido de que gobiernan a los «bárbaros»
gracias a su presunta superioridad en la evolución social, y en parte porque,
de acuerdo con los criterios formales de la función, en realidad no existe tal
jerarquía. Los esquimales resuelven los problemas de su existencia como grupo
social (14) tan bien a su manera como los habitantes blancos de Alaska, y
algunos estarían tentados de decir que mejor. En ciertas circunstancias y según
ciertos supuestos, el pensamiento mágico puede ser tan lógico a su modo como el
pensamiento científico e igualmente apropiado para su fin. Y así sucesivamente.
Estas observaciones
son válidas, aunque no son muy útiles en la medida en que el historiador, o
cualquier otro científico social, desee explicar el contenido específico de un
sistema más que su estructura general (15). Pero, en todo caso, son ajenas a la
cuestión del cambio evolutivo, cuando no son, de hecho, tautológicas. Las
sociedades humanas, para persistir, deben ser capaces de administrarse bien, y,
por consiguiente, todas las que existen tienen que ser apropiadas desde el punto
de vista funcional; en caso contrario, se habrían extinguido, como se
extinguieron los shakers,* por falta de un sistema de procreación sexual o de
captación de miembros en el resto de la sociedad. Comparar sociedades en lo que
se refiere a su sistema de relaciones internas entre los miembros es
inevitablemente comparar cosas iguales. Es al comparar su capacidad de
controlar la naturaleza exterior cuando las diferencias saltan a la vista.
La segunda
discrepancia es más fundamental. La mayoría de las versiones del análisis
estructural-funcional son sincrónicas, y cuanto más complejas y sutiles son,
más se limitan a la estática social, en la cual, si el tema interesa al
pensador, debe introducirse algún elemento dinamizador (16). Que esto pueda o
no hacerse de forma satisfactoria es objeto de debate incluso entre los estructuralistas.
Que el mismo análisis no puede usarse para explicar tanto la función como el
cambio histórico parece ser algo que se acepta comúnmente. Lo importante aquí
no es que sea ilegítimo crear modelos analíticos independientes para lo
estático y lo dinámico, como los esquemas marxistas de reproducción sencilla y
extensa, sino que la investigación histórica haga deseable que estos modelos
diferentes estén relacionados. El camino más sencillo para el estructuralista
consiste en omitir el cambio y dejar que de la historia se ocupe otro, o
incluso, como algunos de los anteriores antropólogos sociales británicos, negar
virtualmente su pertinencia. Sin embargo, dado que existe, el estructuralismo
debe encontrar maneras de explicarlo.
Sugiero que estas
maneras o bien deben acercarlo más al marxismo o llevar a una negación del
cambio evolutivo. Esto último es lo que me parece que hace el planteamiento de
Lévi-Strauss (y el de Althusser). Aquí el cambio histórico se convierte
sencillamente en la permutación y combinación de ciertos «elementos» (análogos
a los genes en genética, como dice Lévi-Strauss) de los cuales cabe esperar
que, en un plazo suficientemente largo, se combinen para formar pautas
diferentes y, si son suficientemente limitados, agotar las posibles
combinaciones (17). La historia es, por así decirlo, el proceso de agotar todas
las variantes en la etapa final de una partida de ajedrez. Pero ¿en qué orden?
En este caso la teoría no nos proporciona ninguna orientación.
Con todo, este es
precisamente el problema específico de la evolución histórica. Es verdad, desde
luego, que Marx previó semejante combinación y recombinación de elementos o
«formas», como recalca Althusser, y en este sentido, al igual que en otros, fue
un estructuralista avant la lettre; o, más exactamente, un pensador del cual
Lévi-Strauss (como reconoció él mismo) pudo tomar en préstamo el término, al
menos en parte (18). Es importante que recordemos un aspecto del pensamiento de
Marx que es indudable que anteriores tradiciones marxistas descuidaron, con
unas pocas excepciones (entre las cuales, curiosamente, hay que contar algunas
de las realizaciones del marxismo soviético durante el período de Stalin,
aunque no eran del todo conscientes de las consecuencias de lo que estaban
haciendo). Es aún más importante que recordemos que el análisis de los
elementos y sus posibles combinaciones proporciona (igual que en genética) un
saludable control sobre las teorías de la evolución, al determinar lo que es
teóricamente posible e imposible. También es posible —aunque esta cuestión debe
quedar pendiente de respuesta— que tal análisis pudiera dar mayor precisión a
la definición de los diversos «niveles» sociales (la base y la superestructura)
y sus relaciones, como sugiere Althusser (19). Lo que no hace es explicar por qué
la Gran Bretaña del siglo XX es muy diferente de la del neolítico, o la
sucesión de formaciones socioeconómicas, o el mecanismo de las transiciones de
unas a otras, o, para el caso, por qué Marx dedicó una parte tan grande de su
vida a responder a estos interrogantes.
Para responder a
ellos, son necesarias las dos peculiaridades que distinguen el marxismo de
otras teorías estructurales-funcionales: el modelo de los niveles, de los
cuales el de las relaciones sociales de producción es el principal, y la
existencia de contradicciones internas dentro de los sistemas, de las cuales el
conflicto de clases no es más que un caso especial.
La jerarquía de
niveles es necesaria para explicar por qué la historia tiene una dirección. La
creciente emancipación del hombre respecto de la naturaleza y su creciente
capacidad de controlarla son lo que hacen que la historia en su conjunto
(aunque no cada uno de sus campos y períodos) sea «orientada e irreversible»,
por citar una vez más a Lévi-Strauss. Una jerarquía de niveles que no surgieran
de la base de las relaciones sociales de producción no tendría necesariamente
esta característica. Además, dado que el proceso y el progreso del control de
la naturaleza por parte del hombre llevan aparejados cambios no sólo en las
fuerzas de producción (técnicas nuevas, por ejemplo), sino también en las
relaciones sociales de producción, entraña cierto orden en la sucesión de
sistemas socioeconómicos. (No supone la aceptación de la lista de formaciones
que en el prefacio de la Crítica de la economía política se indican como
cronológicamente sucesivas, cosa que es probable que Marx no creyera que
fuesen, y aún menos una teoría de la evolución universal en una línea única.
Sin embargo, significa que no se puede concebir que ciertos fenómenos sociales
apareciesen en la historia antes que otros: por ejemplo, que las economías en
las que se da la dicotomía ciudad-campo apareciesen antes que aquellas en las
que no ocurre así.) Y por el mismo motivo quiere decir que esta sucesión de
sistemas no puede ordenarse sencillamente en una sola dimensión tecnológica
(que tecnologías inferiores precedan a otras superiores) ni económica (que la
Geldwirtschaft suceda a la Naturalwirtschaft), sino que también debe ordenarse
en términos de sus sistemas sociales (20). Porque una característica esencial
del pensamiento histórico de Marx es no ser ni «sociológico» ni «económico»,
sino ambas cosas a la vez. Las relaciones sociales de producción y reproducción
(esto es, organización social en el sentido más amplio) y las fuerzas
materiales de producción no pueden separarse.
Dada esta
«orientación» de la evolución histórica, las contradicciones internas de los
sistemas socioeconómicos proporcionan
el mecanismo para el cambio que se
convierte en evolución. (Cabría argüir que sin él se limitarían a producir
fluctuaciones cíclicas, un proceso interminable de desestabilización y
reestabilización; y, por supuesto, los cambios que pudieran surgir de los
contactos y conflictos de sociedades diferentes.) Lo importante de tales contradicciones
internas es que no pueden definirse sencillamente como «disfunciones» excepto
basándose en el supuesto de que la estabilidad y la permanencia son la norma y
el cambio es la excepción; o incluso en el supuesto más ingenuo, frecuente en
las ciencias sociales vulgares, de que un sistema específico es el modelo al
que aspira todo cambio (21). Se trata más bien de que, como ahora reconocen los
antropólogos sociales de forma mucho más generalizada que antes, un modelo
estructural que prevea sólo el mantenimiento de un sistema es insuficiente. Es
la existencia simultánea de elementos estabilizadores y perturbadores lo que
debe reflejar tal modelo. Y es en esto en lo que se ha basado el modelo
marxista, aunque no las versiones marxistas vulgares del mismo.
Esta clase de modelo
(dialéctico) dual es difícil de crear y utilizar, porque en la práctica es
grande la tentación de emplearlo, según el gusto o la ocasión, bien como modelo
de funcionalismo estable o de cambio revolucionario, mientras que lo
interesante en él reside en que es ambas cosas. Es igualmente importante que
las tensiones internas puedan a veces reabsorberse en un modelo autoestabilizador
volviendo a introducirlas en él como elementos estabilizadores funcionales, y
que a veces ello no sea posible. El conflicto de clases puede regularse por
medio de una especie de válvula de seguridad, como en tantos motines de
plebeyos urbanos en las ciudades preindustriales, o institucionalizarse como
«rituales de rebelión» (por citar la iluminadora expresión de Max Gluckman) o
de otras maneras; pero a veces no se puede. Normalmente, el estado legitimará
el orden social controlando el conflicto de clases dentro de un marco estable
de instituciones y valores, colocándose de modo ostensible por encima y fuera
de ellos (el rey remoto como «fuente de justicia») y perpetuando así una
sociedad que de otro modo se vería partida en dos por sus tensiones internas.
Esta es, de hecho, la teoría marxista clásica de su origen y su función, como
se expone en La sagrada familia (22).
Con todo, hay situaciones en que pierde esta función y —hasta en opinión de sus
súbditos— esta capacidad de legitimar y aparece meramente como, según dice
Tomás Moro, «una conspiración de los ricos en beneficio propio», cuando no, de
hecho, como la causa directa de las miserias de los pobres.
Esta naturaleza
contradictoria del modelo puede disimularse señalando la existencia indudable
de fenómenos diferentes dentro de la sociedad que representan estabilidad y
subversión reguladas: grupos sociales que supuestamente pueden integrarse en la
sociedad feudal, tales como el «capital mercantil» y los que no pueden
integrarse, por ejemplo una «burguesía industrial», o movimientos sociales que
son puramente reformistas y los que son «revolucionarios» de manera consciente.
Pero aunque tales separaciones existen, y, donde existen, indican cierta etapa
en la evolución de las contradicciones internas de la sociedad (que no son,
para Marx, exclusivamente las del conflicto de clases) (23) es igualmente
significativo que los mismos fenómenos puedan, según la situación, cambiar sus
funciones: movimientos para la restauración del antiguo orden regulado de la
sociedad clasista que se convierten (como en el caso de algunos movimientos
campesinos) en revoluciones sociales, partidos conscientemente revolucionarios
que son absorbidos en el statu quo (24).
Aunque puede resultar
difícil, científicos sociales de varios tipos (incluidos, cabe señalar,
aquellos que investigan la ecología animal, especialmente los estudiosos de la
dinámica demográfica y del comportamiento social de los animales) han empezado
a construir modelos de equilibrios basados en la tensión o el conflicto, y con
ello se acercan más al marxismo y se alejan progresivamente de los modelos
antiguos de la sociología que consideraban que el problema del orden era
lógicamente anterior al del cambio y hacían hincapié en los elementos
integradores y normativos de la vida social. Al mismo tiempo, hay que reconocer
que el modelo del propio Marx debe hacerse más explícito de lo que es en sus
escritos, que tal vez requiera que se amplíe y perfeccione, y que ciertos
vestigios del positivismo del siglo XIX, más evidentes en las formulaciones de
Engels que en el pensamiento del propio Marx, deben quitarse de en medio.
Nos quedan todavía
entonces los problemas históricos específicos acerca de la naturaleza y la sucesión
de las formaciones socioeconómicas, y los mecanismos de su evolución interna y
su influencia recíproca. Son campos donde el debate ha sido intenso desde Marx
(25) y no en menor medida durante los pasados decenios, y en algunos sentidos
el avance con respecto a Marx ha sido impresionante (26). Asimismo, análisis
recientes han confirmado la brillantez y la profundidad del planteamiento y la
visión generales de Marx, aunque también han llamado la atención sobre las
omisiones de su tratamiento, en particular de los períodos precapitalistas. Sin
embargo, estos temas no pueden analizarse, ni siquiera de la forma más somera,
excepto en términos de conocimiento histórico concreto, esto es, no pueden
analizarse en el contexto del presente coloquio. Al ser imposible analizarlos
como es debido, lo único que puedo hacer es reafirmar mi convicción de que el
planteamiento de Marx todavía es el único que nos permite explicar la historia
de la humanidad en toda su extensión, y forma el punto de partida más
fructífero para el análisis moderno.
Nada de todo esto es
especialmente nuevo, aunque en realidad algunos de los textos que contienen las
reflexiones más maduras de Marx sobre temas históricos no estuvieron a nuestra
disposición hasta el decenio de 1950, en particular la Grundrisse de 1857-1858.
Además, los rendimientos decrecientes de la aplicación de los modelos marxistas
vulgares han sido la causa de que en decenios recientes se efectuara una importante
depuración de la historiografía marxista (27. A decir verdad, uno de los rasgos
más característicos de la historiografía marxista occidental de hoy es la
crítica de los esquemas mecánicos y sencillos de tipo económico-determinista.
Con todo, tanto si han
avanzado mucho más allá de Marx como si no, la aportación de los historiadores
marxistas de hoy tiene una importancia nueva que se debe a los cambios que se
están produciendo en las ciencias sociales. Mientras que la función principal
del materialismo histórico en el primer medio siglo después de la muerte de
Engels fue acercar la historia a las ciencias sociales, al tiempo que se evitaban
las simplificaciones excesivas del positivismo, hoy se encuentra ante la rápida
adopción de la perspectiva histórica por parte de las propias ciencias
sociales. Al no recibir ayuda de la historiografía académica, dichas ciencias
han empezado a improvisar de modo creciente la suya propia y aplican sus
propios procedimientos característicos al estudio del pasado, con resultados
que a menudo son técnicamente depurados pero que, como se ha señalado, se basan
en modelos de cambio histórico que en algunos sentidos son aún más imperfectos
que los del siglo XIX (28). El materialismo histórico de Marx resulta aquí muy
valioso, aunque es natural que los científicos sociales de mentalidad histórica
tengan menos necesidad de la insistencia de Marx en la importancia de los
elementos económicos y sociales en la historia que los historiadores de principios
del siglo XX; y, a la inversa, que puedan sentirse más estimulados por aspectos
de la teoría de Marx que no causaron gran efecto en los historiadores de las
generaciones inmediatamente posmarxistas.
Otra cosa es si esto
explica la importancia de las ideas marxistas en el análisis de ciertos campos
de las ciencias sociales con orientación histórica de hoy (29). La insólita
importancia que en la actualidad tienen los historiadores marxistas, o los
historiadores formados en la escuela marxista, sin duda se debe en gran parte a
la radicalización de los intelectuales y los estudiantes en el pasado decenio,
los efectos de las revoluciones en el tercer mundo, la ruptura de las
ortodoxias marxistas adversas a la obra científica original, e incluso a un
factor tan sencillo como es la sucesión de las generaciones. Porque los
marxistas que llegaron a publicar libros que fueron muy leídos y a ocupar
puestos importantes en la vida académica en el decenio de 1950 con frecuencia
no eran más que los estudiantes radicalizados de los decenios de 1930 o 1940
que alcanzaban la cumbre normal de su carrera. No obstante, mientras celebramos
el 150 aniversario del nacimiento de Marx y el centenario de El capital, no podemos por menos de
señalar —con satisfacción si somos marxistas— que una influencia significativa
del marxismo en el campo de la historiografía coincide con un número importante
de historiadores que se han inspirado en Marx o que muestran en su labor los
efectos de su formación en las escuelas marxistas.
_____________________
*Miembros de la Iglesia milenarista,
fundada en el siglo xvm, que era partidaria del celibato, la propiedad común y
la vida estricta y sencilla. Les llamaban shakers («los que tiemblan») debido a
que formaba parte de su ritual un baile durante el cual agitaban el cuerpo. (N.
del r.)
Notas:
[1] Arnaldo Momigliano, “One Hundred
Years after Ranke”, en Studies in Historiography, Londres, 1966.
*La
publicación del presente escrito es un homenaje al historiador británico
fallecido el 1 de octubre de 2012. ¿Qué
deben los Historiadores a Karl Marx?
fue preparado para el simposio «El papel
de Karl Marx en la evolución del pensamiento científico contemporáneo», que se celebró en París, bajo los
auspicios de la UNESCO, en mayo de 1968. Después el escrito fue incorporado por
el autor como capítulo 10 del libro Sobre
la Historia. Además de este libro, Eric Hobsbawn ha dejado otros de la
importancia de Naciones y Nacionalismo
desde 1780; Rebeldes Primitivos; La Era de la Revolución, 1789-1848; La Era
del Capital, 1848-1875; La Era del Imperio, 1875-1914; Historia del Siglo XX,
entre otras. El escrito aquí publicado puede ser asumido o rechazado, en parte
o completamente, pero en cualquier caso
es un estímulo para reafirmarse en el mejor marxismo, para decirlo de algún
modo. (El Comité de Redacción).
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