Las Bases de los Juicios Morales
(Quinta Parte)
Howard Selsam
LA FILOSOFÍA DEL PLACER, como se
llamaba, se vió puesta al margen durante muchos siglos. Reapareció en el
Renacimiento, posteriormente en Inglaterra, en forma apropiadamente moderada, y
finalmente alcanzó un nuevo apogeo en la Francia del siglo XVIII. Esta vez se
hizo posible para disfrutar de toda clase de placeres; pero los problemas
sociales intensos y la resultante exigencia de un cambio radical, provenientes
de las clases medias y de los intelectuales, llevó hacia una reconstrucción
profunda de todo el sistema hedonista. Helvetius dirigió la empresa, no sin
hacer algunos sacrificios personales, pues su libro “Del l’ Espirit” fue
quemado públicamente por las autoridades de París, cuando apareció, en 1758,
mientras su autor se veía obligado a huir del país. Parece que Helvetius hizo,
al tratarse de los seres humanos, lo que Newton había hecho al tratarse de los
cuerpos celestes, es decir, descubrir las leyes básicas de todos los actos
humanos. Parece también que él llegó a suponer que, en la misma forma que un
ordenado sistema surge y marcha obedeciendo a las leyes de la gravitación
universal, así también puede surgir y marchar una sociedad armoniosa siguiendo
las leyes básicas de la conducta humana. Esta ley consistía en que el hombre
actúa siempre, en cualquier circunstancia, en la forma que le parece conveniente
a sus intereses –de este modo, el interés personal fue el principio de toda
conducta. – Pero (aquí es donde aparece el gran genio de Helvetius), los
hombres son un producto de su ambiente; de tal manera que, todo lo que ellos
juzgan benéfico para su interés, está determinado por las costumbres, tradición
y educación. Hace falta agregar, claro está, la premisa negativa de que el
hombre no nace con ideas innatas y que, fundamentalmente, no es un ser desigual
en dotes naturales.
Helvetius
pasa por alto lo que el hombre encuentra que es su interés personal –salvo al
tratarse de la forma en que sus actos afectan a lo que otros hombres creen que
es su interés personal.– Así dice, por ejemplo, en un pasaje impresionante de
la obra citada anteriormente, que el hombre virtuosos no es aquel que sacrifica
sus placeres y pasiones al interés público, por la sencilla razón de que ello
resulta inútil. En cambio, es virtuosos el hombre en quien la pasión más fuerte
está armonizada con el interés general en tal forma que él resulta ser
virtuosos por necesidad26. Y este representante vigoroso, optimista,
de la joven burguesía francesa, voceaba la opinión de que todo dependía, en
este caso, de la educación. Los hombres no aprendieron a valorizar
correctamente lo que significa su interés, pues, si no hubiera sido así, habría
una perfecta armonía social. ¿Esto es ingenuo? No tanto como parece a simple
vista. La educación viene a ser, para Helvetius, todo el conjunto de las
influencias del ambiente, no solamente lo que se enseña en las escuelas;
significa lo que una sociedad hace valer por medio de su organización y
funcionamiento; lo que hace que los hombres aprecien, busquen, deseen o rechacen.
De esta manera, él puede llegar a la conclusión justa de que las instituciones
sociales son las culpables cada vez que los hombres se encuentran ante un
conflicto al tratarse del ejercicio de la ley natural del interés personal. Helvetius
piensa que precisamente este conflicto es lo que se ha producido casi siempre
en el pasado y lo que sigue produciéndose en la actualidad. La sociedad elogia
una virtud, pero da en recompensa un vicio. Las instituciones existentes y la
enseñanza de las cuestiones morales separan nuestros intereses de los de
nuestros semejantes; mientras, por otro lado, nuestro interés personal nos
enseña que cada individuo puede vivir dichosamente solo en caso de que marchen
bien nuestros intereses personales.
Karl
Marx escribe, refiriéndose a las escuelas éticas materialistas francesas del
siglo XVIII, lo siguiente:
“No hace
falta una gran agudeza para ver el vínculo necesario que existe entre el bien
original, las virtudes inteligentes del hombre, el poder de la experiencia, costumbres
y educación, la influencia de las condiciones exteriores sobre el hombre, la
extrema importancia de la industria, la justificación de la dicha, etc., de un
lado, y el comunismo y el socialismo, del otro.
Si el
hombre recibe todas sus impresiones y forma todos sus conceptos según el mundo
de sus sentidos, deduciendo también sus experiencias según este mismo mundo de
sus sentidos, surge naturalmente la deducción de que el mundo empírico debe
construirse en tal forma que pueda ofrecer una gran riqueza de verdaderas
experiencias humanas.
Si el
interés personal ennoblecido es el principio de toda moralidad, fácil es
deducir que los intereses privados de los hombres deben armonizarse con los
intereses humanos. Si el hombre no es libre en el sentido materialista, es
decir, si es libre, no en razón de su fuerza negativa para evitar esto o
aquello, sino en razón de su fuerza positiva para afirmar su verdadera
individualidad, en tal caso, el hombre no debe castigar los crímenes de los
individuos sino destruir las causas antisociales del crimen y dar a cada
persona un campo social suficiente para la expresión de su propia
individualidad. Si el hombre está formado por las circunstancias, en tal caso,
solo dentro de la sociedad podrá desarrollar su naturaleza. Y la fuerza de su
naturaleza debe medirse, no por la fuerza del individuo aislado, sino por la
fuerza de la sociedad”27.
Marx
no quiere decir que Helvetius y sus correligionarios fueran socialistas o
comunistas, ni que ellos hayan desarrollado una ética para el comunismo. Lo que
él trata de hacer ver, más bien, es que la burguesía radical, en su periodo
revolucionario, desarrolló una ética que trascendió de sus intereses y
necesidades particulares. Marx escribe, en otra parte, que ninguna clase
particular puede ejercer el poder sin alegar que lo hace así en nombre de los
derechos generales de la sociedad28. Y este sector de la burguesía,
al hacer tal alegato, contribuyó sustancialmente a la formación de la teoría
moral. Nosotros no tenemos necesidad de examinar mayormente la clase de
sociedad que Helvetius y su discípulo Holbach trataban de organizar siguiendo
los dictados de su ética; bastará, en este caso, con darnos cuenta de la manera
cómo transformaron ellos, el interés personal, en una exigencia para la
organización de una sociedad racional. Holbach manifiesta que una sociedad
racional es aquella que puede hacer felices a los hombres, y que ello requiere,
en primer lugar, que se le satisfagan las necesidades materiales de la vida y,
después, que esto se haga en tal forma que no se vea la diferencia entre el
interés de cada individuo y el de los demás. Esto excluye en absoluto una
sociedad de categorías o un Estado que se sitúe por encima de los individuos:
lo único que propugna es la vinculación total de las relaciones individuales
que constituye una sociedad.
La
continuación de esta doctrina se llevó a cabo en Inglaterra, en forma de
utilitarismo, desarrollado especialmente por Jeremy Bentham y John Stuart Mill.
Pero esta “evolución” de Helvetius daba demasiada importancia al aspecto
superficial de su doctrina en detrimento de su contenido profundo. Como Belfort
Bax, uno de los últimos socialistas ingleses del siglo XIX, lo hizo ver, “el
interés personal ennoblecido” se hizo la ética de los bellacos y de los
millonarios. Teóricamente, la doctrina comete la falta de identificar la fuerza
impulsora de la conducta humana con el objetivo que se busca. Aristóteles hizo
ver magistralmente, en la “Etica a Nicómano”, que el hombre encuentra en todos
sus actos voluntarios cierta satisfacción, pero que la naturaleza de esta
satisfacción es tan amplia y ramificada según sea la naturaleza de cada uno.
Hay hombres que solo encuentran satisfacciones del estómago, otros en la
sensualidad, mientras que hay otros que las encuentran en el honor, en las
obras artísticas, en los descubrimientos científicos y en el sacrificio de sí
mismos en bien de los demás –de un grupo, clase o sociedad– con el cual ellos
están identificados.
De
esta manera, el interés personal es, en su mejor aspecto, una descripción
ambigua de los motivos de la conducta humana, y, en la forma como lo
interpretan los teóricos burgueses, resulta totalmente incapaz de explicar los
sacrificios, ya sea de los capitalistas o de los trabajadores, en beneficio de
su propia clase, su país o el orden social que les es más querido. Solo a causa
de una fantástica limitación del término puede afirmarse que el heroico
sacrificio de los cristianos primitivos y de otros hombres que murieron
defendiendo su causa se debió únicamente al impulso del “interés personal”. En
casos como estos, el hombre sacrifica el interés personal y hasta su vida misma
en bien de una aspiración que se ha hecho su ideal, el beneficio de su clase, su
pueblo o su nación. El bien personal es, pues, una pésima explicación de toda
la conducta humana. Además, en las manos de los escritores ingleses, la
doctrina presupone la existencia de individuos atómicos, separados de sus
múltiples y dinámicas relaciones dentro de la sociedad constituida.
Históricamente,
puede decirse que la ética de Helvetius degeneró, de ser un impulso militante,
que tendía a la transformación de las instituciones sociales, a ser ahora una
defensa de las instituciones existentes, alegando que ellas están basadas en
los intereses del hombre, dentro de los moldes económicos y sociales del
sistema capitalista de explotación. La causa de esta degeneración radica en la
falsa suposición económica de que las relaciones de producción capitalista
operan en interés de todos los hombres y los materialistas predicaron a los
capitalistas, por eso, la conveniencia de moderar su pillería en interés de su
perpetuidad como clase. Por otra parte, elogiaron ante los trabajadores el
maravilloso funcionamiento de la ley natural por medio del sistema capitalista,
dentro del cual el bien de cada uno era el bien de todos. En la actualidad esta
doctrina está muerta teórica y prácticamente, pues ya no sirve como desafío
revolucionario ni como defensa plausible. Los pueblos lucharán hasta lo último
por la conservación de las instituciones democráticas, pero no por la defensa
del “libre cambio” capitalista. Ciertamente, en su forma fascista, el
capitalismo no puede presentarse adecuado al “interés especial” del pueblo.
Como
otras formas de la ética del espiritualismo, con sus preocupaciones por la
salvación del alma de cada individuo, así también la ética del “interés
personal”, que pretende ser empírica y práctica, resulta disolvente en la misma
forma que el primitivo “laissez- faire”, o competencia libre en los negocios,
abre el camino al imperialismo político. Parafraseando a Bax, mientras el
burgués puede pensar que no hay nada bueno fuera del alma individual y del
talonario de cheques, el trabajador encuentra que su individualidad está
sumergida en la existencia colectiva de su clase de productores. La verdadera
naturaleza de la industria en gran escala, que ha sumido el trabajo del
individuo en el del grupo, ha fusionado asimismo los intereses de los trabajadores
individuales con los de la clase trabajadora en un todo orgánico. La ética
marxista empieza donde la teoría del capitalismo fenece, cuando la práctica del
capitalismo la ha encarnado en la abrumadora masa del pueblo.
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(26) Helvetius, ob. Cit. Discurso III.
Cap. 16.
(27) Karl Marx. “La Sagrada Familia”.
(28)
Marx. “Crítica de la filosofía del derecho de Hegel”.