lunes, 21 de diciembre de 2020

EDICIÓN EXTRAORDINARIA: ¡VIVA EL 141 ANIVERSARIO DEL NATALICIO DE STALIN!

EDICIÓN EXTRAORDINARIA: ¡VIVA EL 141 ANIVERSARIO DEL NATALICIO DE STALIN!


Nota:

 

Publicamos los textos que siguen a continuación en celebración del 141 Aniversario del natalicio de José Stalin, jefe durante treinta años de la revolución rusa, del partido comunista de la Unión Soviética y del movimiento comunista internacional. Estos textos son una contribución al esclarecimiento de los hechos que marcaron la actuación de José Stalin. No es necesario coincidir al cien por cien con sus contenidos. Nosotros, por ejemplo, no coincidimos con algunos puntos de vista y con algunas calificaciones que algunos autores hacen de algunos hechos.

 

La cuestión es que, en general, los textos, entre otras cosas, desenmascaran el carácter reaccionario de la leyenda negra –para tomar la frase de uno de los autores– tejida contra Stalin, en primer lugar por el nazismo, y continuada –con agregados perversos– por tendencias, dizque marxistas, entre ellas las representadas por personajes como Trotski, Tito, Jruschov, Brezhnev, entre otros, amplificada por el imperialismo norteamericano especialmente y esgrimida hasta hoy por una legión de intelectuales pequeño burgueses que encuentran en José Stalin el pretexto ideal –en su óptica retorcida– para intentar disimular su oposición a la dictadura del proletariado.

 

La posición marxista es diferente. En principio, defendemos a Stalin como un gran dirigente marxista, defensor del leninismo, constructor del socialismo, vencedor del imperialismo nazi. En seguida, criticamos con argumentos –no con falacias ni sofismas–  sus errores teóricos y políticos, con el único propósito de esclarecer los hechos históricos y continuar desbrozando el camino de la gran causa del proletariado.  

 

Esperamos pues que los textos seleccionados sirvan al lector para tomar posición firme en defensa de las conquistas teóricas, políticas, económicas y culturales alcanzados por el socialismo bajo la dirección de José Stalin, así como en la intelección de los factores gnoseológicos e históricos que dieron lugar a sus errores, que, como es obvio, pesan mucho menos que sus aciertos.

 

21.12.2020.

Comité de Redacción.


TEXTOS SOBRE STALIN Y LA URSS QUE DIRIGIÓ:



-LA URSS: DESMINTIENDO LA PROPAGANDA BURGUESA. RECOPILACIÓN DE ARCHIVOS PARA DESMENTIR LA PROPAGANDA BURGUESA EN CONTRA DE LA UNIÓN DE REPÚBLICAS SOCIALISTAS SOVIÉTICAS DESDE 1922 HASTA 1945.

https://albagranadanorthafrica.wordpress.com/2017/07/20/la-urss-desmintiendo-la-propaganda-burguesa-1922-1945-colectivo-2-de-febrero/


-K. VOROSHILOV: STALIN Y EL EJÉRCITO ROJO

https://marxists.architexturez.net/espanol/voroshilov/1939/stalin-y-el-ejercito-rojo.pdf


-LUDO MARTENS: OTRA VISIÓN DE STALIN

https://asturiesdixebra.files.wordpress.com/2014/08/otra-mirada-sobre-stalin.pdf


-GROVER FURR: STALIN Y LA LUCHA POR LA REFORMA DEMOCRÁTICA

https://www.abertzalekomunista.net/images/Liburu_PDF/Internacionales/Furr_Grover/Stalin_y_la_lucha_por_la_reforma_democrtica-K.pdf


TEXTOS DE JOSÉ STALIN:

https://www.pceml.info/actual/images/Biblioteca/Biblioteca_STALIN/La_Gran_Guerra_Patria_I.S.pdf


FRAGMENTOS DEL LIBRO DE DOMENICO LOSURDO SOBRE STALIN


  

Stalin. Historia y Crítica de Una Leyenda Negra

(Extractos)

Domenico Losurdo

El giro radical en la historia de la imagen de Stalin.

 

 

                        De la guerra fría al Informe Kruschov

 

Tras la desaparición de Stalin se sucedieron imponentes manifestaciones de duelo: en el transcurso de su agonía «millones de personas se agolparon en el centro de Moscú para rendir el último homenaje» al líder que estaba muriendo; el 5 de marzo de 1953, «millones de ciudadanos lloraron la pérdida como si se tratase de un luto personal». La misma reacción se produjo en los rincones más recónditos de todo el país, por ejemplo en un «pequeño pueblo» en el que, apenas se supo de lo ocurrido, se cayó en un luto espon­táneo y coral. La «consternación general» se difundió más allá de las fronteras de la URSS: «Por las calles de Budapest y de Praga muchos lloraban».

 

A miles de kilómetros del campo socialista, también en Israel la reacción fue de luto: «Todos los miembros del MAPAM, sin excepción, lloraron»; se trataba del partido al que pertenecían «todos los líderes veteranos» y «casi todos los ex-combatientes». Al dolor siguió la zozobra: «El sol se ha puesto» titulaba el periódico del movimiento de los kibbutz, “Al-Hamishmar”. Tales sentimientos fueron durante cierto tiempo compartidos por personajes de primera línea del aparato estatal y militar: «Noventa oficiales que habían par­ticipado en la guerra del ‘48, la gran Guerra de independencia de los judíos, se unieron en una organización clandestina armada filo-soviética [aparte de filo-estalinista] y revolucionaria. De estos, once ascendieron a generales y uno a ministro, y todavía hoy son honrados como padres de la patria de Israel».

 

En Occidente, entre los que homenajearon al líder desaparecido no se en­contraban solamente los dirigentes y militantes de los partidos comunistas ligados a la Unión Soviética. Un historiador (Isaac Deutscher), que por lo de­más era un ferviente admirador de Trotsky, escribió un una necrológica llena de reconocimientos:

 

Tras tres decenios, el rostro de la Unión Soviética se ha transfor­mado completamente. Lo esencial de la acción histórica del estalinismo es esto: se ha encontrado con una Rusia que trabajaba la tierra con arados de madera, y la deja siendo dueña de la pila ató­mica. Ha alzado a Rusia hasta el grado de segunda potencia indus­trial del mundo, y no se trata solamente de una cuestión de mero progreso material y de organización. No se habría podido obtener un resultado similar sin una gran revolución cultural en la que se ha enviado al colegio a un país entero para impartirle una amplia enseñanza.

En definitiva, aunque condicionado y en parte desfigurado por la herencia asiática y despótica de la Rusia zarista, en la URSS de Stalin «el ideal socialista tenía una innata, compacta integridad».

 

En este balance histórico no había ya sitio para las feroces acusaciones di­rigidas en su momento por Trotski al líder desaparecido. ¿Qué sentido tenía condenar a Stalin como traidor al ideal de la revolución mundial y preconizador del socialismo en un sólo país, en un momento en el que el nuevo orden social se expandía por Europa y Asia y la revolución rompía su «casca­rón nacional»? Ridiculizado por Trotsky como un «pequeño provinciano transportado, como si de un chiste de la historia se tratase, al plano de los grandes acontecimientos mundiales», en 1950 Stalin había surgido, en opi­nión de un ilustre filósofo (Alexandre Kojève), como encarnación del hege­liano espíritu del mundo y había sido por tanto llamado a unificar y a dirigir la humanidad, recurriendo a métodos enérgicos y combinando en su práctica sabiduría y tiranía.

 

Al margen de los ambientes comunistas, es decir de la izquierda filo-co­munista, y pese al recrudecimiento de la Guerra fría y la persistencia de la guerra caliente en Corea, en Occidente la muerte de Stalin dio pie a necrológicas por lo generai «respetuosas» o «equilibradas»: en aquél momento «él era todavía considerado un dictador relativamente benigno e incluso un estadista, y en la conciencia popular persistía el recuerdo afectuoso del “tío Joe”, el gran líder de la guerra que había guiado a su pueblo a la victoria sobre Hitler y había ayudado a salvar a Europa de la barbarie nazi». No habían menguado aún las ideas, impresiones y emociones de los años de la Gran Alianza contra el Tercer Reich y sus aliados, en la medida en que -recordaba Deutscher en 1948- «estadistas y generales extranjeros fueron conquistados por el excep­cional dominio con el que Stalin se ocupaba de todos los detalles técnicos de su maquinaria de guerra»^

 

Entre las personalidades “conquistadas” se encontraba también aquél que en su momento había defendido una intervención militar contra el país de la Revolución de Octubre, esto es, Winston Churchill, que a propósito de Stalin se había expresado reiteradas veces en estos términos: «Este hombre me gus­ta». En ocasión de la Conferencia de Teherán, en noviembre de 1943, el es­tadista inglés había saludado al homólogo soviético como «Stalin el Grande»: era digno heredero de Pedro el Grande; había salvado a su país, preparándolo para derrotar a los invasores. Ciertos aspectos habían fascinado también a Averell Harriman, embajador estadounidense en Moscú entre 1943 y 1946, que siempre había retratado al líder soviético de manera bastante positiva en el plano militar: «Me parecía mejor informado que Roosevelt y más realista que Churchill, en cierto modo el más eficiente de los líderes de la con­tienda». En términos incluso enfáticos se había expresado en 1944 Alcide De Gasperi, que había celebrado «el mérito inmenso, histórico, secular, de los ejércitos organizados por el genio de José Stalin». Tampoco los reconoci­mientos del eminente político italiano se limitaban al plano meramente mi­litar:

    

Cuando veo que Hitler y Mussolini perseguían a los hombres por su raza, e inventaban aquella terrible legislación antijudía que co­nocemos, y contemplo cómo los rusos, compuestos por 160 razas diferentes, buscan la fusión de éstas, superando las diferencias existentes entre Asia y Europa, este intento, este esfuerzo hacia la uni­ficación de la sociedad humana, dejadme decir: esto es cristiano, esto es eminentemente universalista en el sentido del catolicismo.

 

El prestigio del que Stalin había gozado y continuaba gozando entre los grandes intelectuales no era ni menos intenso ni menos generalizado. Harold J. Laski, prestigioso exponente del partido laborista inglés, conversando en otoño de 1945 con Norberto Bobbio, se había declarado «admirador de la Unión Soviética» y de su líder, describiéndolo como alguien «muy sabio» (très sagef). En aquél mismo año Hannah Arendt había dejado escrito que el país dirigido por Stalin se había distinguido por el «modo, completamente nuevo y exitoso, de afrontar y armonizar los conflictos entre nacionalidades, de orga­nizar poblaciones diferentes sobre la base de la igualdad nacional»; se trataba de una suerte de modelo, era algo «al que todo movimiento político y nacio­nal debería prestar atención».

 

A su vez, escribiendo poco antes y poco después del final de la segunda guerra mundial, Benedetto Croce había reconocido a Stalin el mérito de ha­ber promovido la libertad no sólo a nivel internacional, al haber contribuido a la lucha contra el nazifascismo, sino también en su propio país. Sí, diri­giendo la URSS se encontraba «un hombre dotado de genio político», que desarrollaba una función histórica en conjunto positiva: respecto a la Rusia pre-revolucionaria «el sovietismo ha sido un progreso de libertad», así como «en relación con el régimen feudal» también la monarquía absoluta fue «un progreso de la libertad que generó ulteriores y mayores progresos de ésta». Las dudas del filósofo liberal se concentraban sobre el futuro de la Unión Soviética, sin embargo estas mismas, por contraste, resaltaban aún más la grandeza de Stalin: había ocupado el lugar de Lenin, de modo que a un ge­nio le había seguido otro, ¿pero qué sucesores depararía a la URSS «la Pro­videncia»?

 

Aquellos que, con el comienzo de la crisis de la Gran Alianza, comenza­ban a aproximar la Unión Soviética de Stalin y la Alemania de Hitler, habían sido duramente reprobados por Thomas Mann. Lo que caracterizaba al Tercer Reich era la «megalomania racial» de la sedicente «raza de Señores», que había puesto en marcha una «diabólica política de despoblación», y antes, de extirpación de la cultura en los territorios conquistados. Hitler se había limitado así a la máxima de Nietzsche: «Si se desean esclavos es estúpido educarlos co­mo amos». La orientación del «socialismo ruso» era directamente la contraria; difundiendo masivamente instrucción y cultura, había demostrado no querer «esclavos», sino más bien «hombres pensantes», y por tanto, pese a todo, había estado dirigida «hacia la libertad». Resultaba por consiguiente inacepta­ble la aproximación entre los dos regímenes. Es más, aquellos que argumen­taban así podían ser sospechosos de complicidad con el fascismo que pretendían condenar: Colocar en el mismo plano moral el comunismo ruso y el nazifas­cismo, en la medida en que ambos serían totalitarios, en el mejor de los casos es una superficialidad; en el peor es fascismo. Quien insiste en esta equiparación puede considerarse un demócrata, pero en verdad y en el fondo de su corazón es en realidad ya un fascista, y desde luego sólo combatirá el fascismo de manera aparente e hi­pócrita, mientras deja todo su odio para el comunismo.

 

Después estalló la guerra fría y, al publicar su libro sobre el totalitarismo, Arendt llevaría a cabo en 1951 precisamente aquello que Mann denunciaba. Y sin embargo, casi simultáneamente, Kojéve señalaba a Stalin como el pro­tagonista de un giro histórico decididamente progresivo y de dimensiones planetarias. En el mismo Occidente la nueva verdad -el nuevo motivo ideo­lógico de la lucha ecuánime contra las diferentes manifestaciones del totali­tarismo-, tenía aún dificultades en afianzarse.

 

En 1948 Laski había reafirmado en cierto modo el punto de vista expre­sado tres años antes: para definir a la URSS retomaba una categoría utilizada por otra representante de primer nivel del laborismo inglés. Beatrice Webb, que ya en 1931, aunque también durante la segunda guerra mundial y hasta su muerte, había hablado del país soviético en términos de «nueva civiliza­ción». Sí -confirmaba Laski-, con el formidable impulso dado a la promo­ción social de las clases durante tanto tiempo explotadas y oprimidas, y con la introducción en la fábrica y en los puestos de trabajo de nuevas relaciones que ya no se apoyaban en el poder soberano de los propietarios de los medios de producción, el país guiado por Stalin había despuntado como el «pionero de una nueva civilización». Desde luego ambos se habían apresurado a pre­cisar que sobre la «nueva civilización» que estaba surgiendo todavía pesaba el lastre de la «Rusia bárbara». Esta se expresaba en formas despóticas, pero -subrayaba en especial Laski- para formular un juicio correcto sobre la Unión Soviética era necesario no perder de vista un hecho esencial: «Sus lí­deres llegaron al poder en un país acostumbrado a una tiranía sangrienta» y estaban obligados a gobernar en una situación caracterizada por un «estado de sitio» más o menos permanente y por una «guerra en potencia o en acto». Además, en situaciones de crisis aguda, también Inglaterra y los Estados Uni­dos habían limitado de manera más o menos drástica las libertades tradicio­nales.

 

Al referirse a la admiración expresada por Laski respecto a Stalin y al país dirigido por él, Bobbio escribirá mucho más tarde: «Al día siguiente de una victoria contra Hitler, a la cual los soviéticos habían contribuido de manera determinante con la batalla de Stalingrado, [tal declaración] no me impre­sionó especialmente». En realidad, en el intelectual laborista inglés el home­naje rendido a la URSS y a su líder iban bastante más allá del plano militar. Por otro lado, ¿difería tanto de la posición del filósofo turinés en aquél mo­mento? En 1954 este último publicaba un ensayo que señalaba como mérito de la Unión Soviética (y de los Estados socialistas) el haber «iniciado una nueva fase de progreso civil en países políticamente atrasados, introduciendo instituciones tradicionalmente democráticas: de democracia formal, como el sufragio universal y la elegibilidad de los cargos, y de democracia substancial, como la colectivización de los instrumentos de producción»; se trataba enton­ces de arrojar «una gota de aceite [liberal] en la maquinaria de la revolución ya realizada». Como se puede ver, el juicio expresado sobre el país todavía de luto por la muerte de Stalin era todo menos negativo.

 

En 1954 todavía latía en el pensamiento de Bobbio la herencia del socia­lismo liberal. Pese a subrayar con fuerza el valor irrenunciable de la libertad y de la democracia, en los años de la guerra de España Cario Rosselli había contrapuesto negativamente los países liberales («La Inglaterra oficial está con Franco, mata de hambre a Bilbao») a una Unión Soviética empeñada en ayudar a la República española agredida por el nazifascismo. Tampoco se trataba solamente de la política internacional. Frente a un mundo caracterizado por la «fase del fascismo, de las guerras imperialistas y de la decadencia capita­lista», Cario Rosselli había puesto el ejemplo de un país que, pese a estar to­davía bien lejos de un socialismo democrático maduro, en todo caso había dejado atrás el capitalismo y representaba «un capital de valiosas experiencias» para cualquiera comprometido con la construcción de una sociedad mejor: «Hoy, con la gigantesca experiencia rusa [...] disponemos de un material po­sitivo inmenso. Todos sabemos qué significa revolución socialista, organiza­ción socialista de la producción».

 

En conclusión, durante todo un período histórico, en círculos que iban bastante más allá del movimiento comunista, el país guiado por Stalin, así como el mismo Stalin, gozaron de interés y simpatía, de estima y quizás in­cluso de admiración. Desde luego, hay que contar con la grave desilusión provocada por el pacto con la Alemania nazi, pero Stalingrado ya se había ocupado de borrarla. Es por esto por lo que en 1953, y en los años siguientes, el homenaje al líder desaparecido unió al campo socialista, pareció por mo­mentos fortalecer al movimiento comunista pese a las anteriores pérdidas, y acabó en cierto modo teniendo eco en el mismo Occidente liberal, que se había volcado ya en una Guerra fría dirigida por ambas partes, sin concesio­nes. No es casual que, en el discurso de Fulton en el que había dado comien­zo oficialmente a la Guerra fría, Churchill se expresara de este modo: «Siento gran admiración y respeto por el valiente pueblo ruso y por mi compañero en tiempos de guerra, el mariscal Stalin». No hay duda; según aumentaba en intensidad la guerra fría, los tonos se iban haciendo más ásperos. Y sin embargo, todavía en 1952, un gran historiador inglés que había trabajado al servicio del Foreign Office, Arnold Toynbee, había podido permitirse com­parar al líder soviético con «un hombre de genio: Pedro el Grande»; sí, «la prueba del campo de batalla ha acabado justificando el tiránico impulso de occidentalización tecnológica llevado a cabo por Stalin, tal y como ocurrió antes con Pedro el Grande». Es más, continuaba estando justificado incluso más allá de la derrota infligida al Tercer Reich: después de Hiroshima y Nagasaki, Rusia se encontraba de nuevo ante «la necesidad de acelerar la marcha para alcanzar a la tecnología occidental» que de nuevo la había «adelantado fulminantemente».

 


En pos de una comparativa global

 

De modo que, más aún que la Guerra fría, es otro acontecimiento histó­rico el que imprime un giro radical a la historia de la imagen de Stalin; el dis­curso de Churchill del 5 de marzo de 1946 tiene un papel menos importante que otro discurso, el pronunciado diez años después, para ser más exactos el 25 de febrero de 1956, por Nikita Kruschov en ocasión del XX Congreso del partido comunista de la Unión Soviética.

 

Durante más de tres decenios este Informe, que dibujaba el retrato de un dictador enfermizamente sanguinario, vanidoso y bastante mediocre -o in­cluso ridículo- en el plano intelectual, ha satisfecho a casi todos. Permitía al nuevo grupo dirigente que gobernaba la URSS el presentarse como el depo­sitario único de la legitimidad revolucionaria en el ámbito del país, del campo socialista y del movimiento comunista internacional, que miraba a Moscú como su centro neurálgico. Reforzado en sus antiguas convicciones y con nuevos argumentos a disposición para emprender la Guerra fría, también Oc­cidente tenía razones para estar satisfecho (o entusiasta). En los Estados Uni­dos la sovietologia había manifestado la tendencia a desarrollarse alrededor de la CIA y otras agencias militares y de intelligence, previa eliminación de los elementos sospechosos de albergar simpatías por el país de la Revolución de Octubre. Se había perfilado un proceso de militarización de la disciplina clave para el desarrollo de la Guerra fría; en 1949 el presidente de la American Historical Association había declarado: «No nos podemos permitir no ser or­todoxos», ya no se permitirá más la «pluralidad de objetivos y de valores». Es necesario aceptar «amplias medidas de alistamiento» puesto que la «guerra total, sea caliente o fría, nos recluta a cada uno de nosotros y nos llama a cumplir con nuestro deber. De esta obligación se libra tan poco el historiador como el físico». En 1956 no sólo no se disipa la fuerza de estas consignas, sino que a partir de entonces, una sovietologia más o menos militarizada puede disfrutar de la comodidad y apoyo proveniente del mismo corazón del mundo comunista.

 

Es verdad; más que el comunismo en cuanto tal, el Informe Kruschov pone bajo el dedo acusador a una única persona, pero en aquellos años era opor­tuno, también desde el punto de vista de Washington y de sus aliados, no ampliar demasiado el blanco, y concentrar el fuego sobre el país de Stalin. Con la firma del «pacto balcánico» de 1953, firmado con Turquía y Grecia, Yugoslavia se convirtió en una especie de miembro externo de la OTAN, y unos veinte años después también China cerrará con los EEUU una alianza de facto contra la Unión Soviética. Es a esta superpotencia a la que hay que aislar, y a la que se insta a realizar una “desestalinización” cada vez más radi­cal, hasta quedar privada de toda identidad y autoestima, y tener que resig­narse a la capitulación y a la disolución final.

 

Finalmente, gracias a las “revelaciones” provenientes de Moscú, los gran­des intelectuales podían olvidar tranquilamente el interés, la simpatía e in­cluso la admiración con la que habían mirado hacia la URSS estaliniana. Además de estos, también los intelectuales que tenían en Trotsky su punto de referencia encontraron consuelo en aquellas “revelaciones”. Durante mu­cho tiempo había sido este último quien había encarnado, a ojos de los ene­migos de la Unión Soviética, la ignominia del comunismo, y el que había sido el representante privilegiado del “exterminador”, es más, el «exterminador judío»; todavía en 1933, exiliado ya desde hacía algu­nos años, para Spengler Trotsky continuaba representando al «bolchevique asesino de masas» {bolschewistischer Massenmörder. A partir del giro realizado en el XX Congreso del PCUS, en el museo de los horrores se colocó sola­mente a Stalin y sus colaboradores más estrechos. Sobre todo, ejerciendo su influencia bastante más allá del ámbito trotskista, el Informe Kruschov cumplía una función de consuelo en los ambientes de cierta izquierda marxista, que se sentía así exonerada de la penosa obligación de repensar la teoría del Maes­tro y la historia de los efectos desplegados por ella. Es cierto, en vez de extin­guirse, en los países gobernados por comunistas el Estado se encontraba bastante sobredimensionado; lejos de disolverse, las identidades nacionales cumplían un papel cada vez más importante en los conflictos que llevarían al desmembramiento y entierro definitivo del campo socialista; no se vislum­braba signo alguno de superación del dinero o del mercado, que con el desa­rrollo económico acaso tendían a expandirse. Sí, todo era incontestable, pero la culpa era... ¡de Stalin y del “estalinismo”! Y por lo tanto no había razones para poner en discusión las esperanzas o certezas que habían acompañado a la revolución bolchevique y que remitían a Marx.

 

Pese a encontrarse en posiciones contrapuestas, estas áreas político-ideo-lógicas elaboraban una imagen de Stalin a partir de abstracciones colosales, arbitrarias. En la izquierda se procedía a una virtual eliminación de la historia del bolchevismo, y con mayor razón de la historia del marxismo, de aquél que durante más tiempo que ningún otro había ejercido el poder en el país surgido de la revolución preparada y llevada a cabo según las ideas de Marx y Engels. A su vez, los anticomunistas sobrevolaban con desenvoltura tanto la historia de la Rusia zarista como la historia de la Segunda guerra de los treinta años, en cuyo ámbito se coloca el desarrollo contradictorio y trágico de la Rusia soviética y de los tres decenios estalinianos. Y así cada una de las dife­rentes áreas político-ideológicas tomaba impulso del discurso de Kruschov para cultivar su propia mitología, ya se tratase de la pureza de Occidente, o de la pureza del marxismo y del bolchevismo. El estalinismo era el terrible término de comparación que permitía a cada uno de los antagonistas el autocelebrarse, por contraste, en su infinita superioridad moral e intelectual.

 

Basadas en abstracciones notablemente diferentes entre ellas, estas lecturas acababan sin embargo produciendo cierta convergencia metodológica. Al in­vestigar el terror sin prestar demasiada atención a la situación objetiva, lo re­ducían a la iniciativa de una única personalidad o de una restringida clase dirigente, decidida a reafirmar por todos los medios su poder absoluto. A par­tir de tal presupuesto, si se podía comparar a alguna otra gran personalidad política, esta sólo podía ser la de Hitler; por consiguiente, para el fin de la comprensión de la URSS estaliniana, la única comparación posible era con la Alemania nazi. Es un motivo que se repite ya a finales de los años treinta con Trotsky, que recurre repetidas veces a la categoría de «dictadura totalitaria» y, en el ámbito de este genus, distingue, por un lado, la species «estalinista» y, por el otro, la «fascista» (y sobre todo la hitleriana, recurriendo a una contextualización que se convertirá después en el sentido común de la Guerra fría y en la ideología hoy dominante.

 

¿Es convincente este modo de argumentar, o conviene más bien recurrir a una comparativa global, sin perder de vista ni la historia de Rusia en su to­talidad ni los países implicados en la Segunda guerra de los treinta años? Es verdad, de este modo se procede a una comparación entre países y líderes con características bastante diferentes entre ellas; pero tal diversidad, ¿debe explicarse exclusivamente a través de las ideologías, o juega también un papel importante la situación objetiva, es decir, la colocación geopolítica y el bagaje histórico de cada uno de los países implicados en la Segunda guerra de los treinta años? Cuando hablamos de Stalin, nuestro pensamiento nos lleva inmediatamente a la personalización del poder, al universo concentracionario, a la deportación de grupos étnicos enteros. Sin embargo, estos fenómenos y prácticas, ¿remiten solamente a la Alemania nazi, aparte de la URSS, o se manifiestan también en otros países, en modalidades diferentes según la mayor o menor intensidad del estado de excepción y de su duración más o menos extensa, incluidos aquellos con una tradición liberal más consolidada? Desde luego, no se debe perder de vista el papel de las ideologías; pero la ideología de la que Stalin se reclama heredero, ¿puede realmente equipararse a la que inspira a Hitler, o en este campo, llevada a cabo sin prejuicios, la comparación acaba produciendo resultados inesperados? En perjuicio de los teóricos de la “pureza”, debe tenerse en cuenta que un movimiento o régimen político no puede ser juzgado en base a la excelencia de los ideales en los que declara inspirarse: en la valoración de estos mismos ideales no podemos pasar por alto la Wirkungsgeschichte, la «historia de los efectos» producidos por ellos; pero tal aproximación, ¿debe aplicarse globalmente, o solamente al movi­miento que se inspiró en Lenin o Marx?

 

Estos interrogantes se muestran superfinos o incluso engañosos a aquellos que omiten el problema de la cambiante imagen de Stalin basándose en la creencia de que Kruschov habría sacado a la luz finalmente la verdad oculta. No obstante, daría muestra de una total despreocupación metodológica el historiador que quisiese considerar 1956 como el año de la revelación defini­tiva y última, sorteando descaradamente los conflictos e intereses que estimulaban la campaña de desestalinización y sus diversos aspectos, y que aún antes habían animado la sovietologia de la Guerra fría. El contraste radical entre las diversas imágenes de Stalin debería animar al historiador no sólo a no absolutizar una sola, sino más bien a problematizarlas todas.


Cómo arrojar un dios al infierno. El Informe Kruschov

 

 

Un «enorme, siniestro, caprichoso y degenerado monstruo humano»

 

Si analizamos hoy Sobre el culto de la personalidad y sus consecuencias, leído por Kruschov en una reunión a puerta cerrada del Congreso del PCUS, y cé­lebre después bajo el nombre de Informe secreto, un detalle llama inmediata­mente la atención: estamos en presencia de un discurso reprobatorio que se propone liquidar a Stalin en todos los aspectos. El responsable de tantos crí­menes horrendos era un individuo despreciable tanto en el plano moral como en el plano intelectual. Aparte de despiadado, el dictador era también ridí­culo: conocía el campo y la situación agrícola «sólo a través de las películas», películas que por lo demás «embellecían» la realidad hasta el punto de hacerla irreconocible. Más que por una lógica política o de Realpolitik, la represión sangrienta desencadenada por él habría sido dictada por el capricho personal y por una patológica libido dominandi. Surgía así -observaba satisfecho Deutscher en junio de 1956, sacudido por las “revelaciones” de Kruschov y olvi­dando así el respetuoso y a ratos admirado retrato de Stalin realizado por él mismo tres años antes- el retrato de un «enorme, siniestro, caprichoso y de­generado monstruo humano». El despiadado déspota había carecido hasta tal punto de escrúpulos que se sospechaba hubiese tramado el asesinato del que era -o parecía ser- su mejor amigo, Kírov, para poder acusar de este cri­men y liquidar así uno tras otro a sus opositores, reales o potenciales, verda­deros o imaginarios. La despiadada represión tampoco se había cebado solamente con individuos y grupos políticos. No, ésta había conllevado «las deportaciones en masa de enteras poblaciones», arbitrariamente acusadas y condenadas en bloque por connivencia con el enemigo. ¿Habría al menos contribuido Stalin a salvar a su país y al mundo del horror del Tercer Reich? Al contrario -apremiaba Kruschov- la Gran guerra patriótica se había ganado pese a la locura del dictador: que inicialmente las tropas del Tercer Reich hu­biesen conseguido penetrar tan profundamente en el territorio soviético, sem­brando tanta muerte y destrucción, fue solamente a causa de su imprevisión, su obstinación y su ciega confianza en Hitler.

 

Sí: por culpa de Stalin la Unión Soviética había acudido a la trágica cita sin preparación e indefensa: «Empezamos a modernizar nuestro equipa­miento militar sólo en vísperas de la guerra [...]. Al comenzar la guerra care­cíamos también de un número suficiente de fusiles para armar a los efectivos movilizados». Como si todo ello no bastase, «después de las primeras derrotas y los primeros desastres en el frente» el responsable de todo ello se había abandonado al abatimiento e incluso a la apatía. Vencido por la sensación de derrota («Todo lo que Lenin ha creado lo hemos perdido para siempre»), incapaz de reaccionar, Stalin «se abstuvo durante mucho tiempo de dirigir las operaciones militares, y dejó de ocuparse de cualquier cosa». Es verdad, transcurrido cierto tiempo, plegándose finalmente a la insistencia de los otros miembros del Buró Político, había vuelto a su puesto. iOjalá no lo hubiera hecho! Aquél que dirigió monocráticamente la Unión Soviética, también en el plano militar, cuando ésta se enfrentaba a una prueba mortal, había sido un dictador tan incompetente que no tenía «familiaridad alguna con la direc­ción de operaciones militares». Es un cargo en el que el Informe secreto insiste con fuerza: «Es necesario tener en cuenta que Stalin preparaba sus maniobras en un mapamundi. Sí, compañeros, él señalaba la línea del frente en un ma­pamundi». Pese a todo, la guerra concluyó favorablemente; y, sin embargo, la paranoia sanguinaria del dictador se había agravado ulteriormente. Llega­dos a este punto se puede considerar completo el retrato del «degenerado monstruo humano» que emerge, según la observación de Deutscher, del In­forme secreto.

 

Habían transcurrido apenas tres años desde las manifestaciones de aflic­ción provocadas por la muerte de Stalin, y tan fuerte y persistente era todavía su popularidad que, al menos en la URSS, la campaña lanzada por Kruschov encontró inicialmente una «fuerte resistencia»:

 

El 5 de marzo de 1956, en ocasión del tercer aniversario de su muerte los estudiantes de Tiflis salieron a la calle para colocar flores en el monumento dedicado a Stalin, y este gesto en honor a Stalin se transformó en una protesta contra las deliberaciones del XX Congreso. Las manifestaciones y asambleas continuaron realizán­dose durante cinco días, hasta que la tarde del 9 de marzo, se en­viaron tanques a la ciudad para restaurar el orden.

 

Quizás esto da cuenta de las características del texto que estamos exami­nando. En la URSS y en el campo socialista se estaba librando una enconada lucha política, y el retrato caricaturesco de Stalin servía perfectamente para deslegitimar a los “estalinistas” que podían hacer sombra al nuevo líder. El «culto a la personalidad», que había reinado hasta aquel momento, no per­mitía juicios matizados: un dios debía ser arrojado al infierno. Un decenio antes, en el transcurso de otra batalla política, de características diferentes pero no menos intensa, Trotsky había esbozado también él un retrato de Sta­lin dirigido no solamente a condenarlo en el plano político y moral, sino también con la intención de ridiculizarlo en el plano personal: había sido un «pequeño provinciano», un individuo caracterizado desde el comienzo por una irremediable mediocridad y torpeza, que daba a menudo una pésima imagen tanto en el ámbito político, como en el militar e ideológico, y que nunca conseguía desembarazarse de la «tosquedad del campesino». Desde luego, en 1913 había publicado un ensayo de innegable valor teórico {El mar­xismo y la cuestión nacional}, aunque el auténtico autor era Lenin, mientras que aquél que firmaba el texto debía entrar en la categoría de «usurpadores» de los «derechos intelectuales» del gran revolucionario.

 

Entre los dos retratos no faltan puntos de encuentro. Kruschov insinúa que el auténtico instigador del asesinato de Kírov había sido Stalin, y este úl­timo había sido acusado (o al menos considerado sospechoso) por Trotsky de haber acelerado, con «ferocidad mongólica», la muerte de Lenin'. El In­forme secreto reprocha a Stalin la cobarde evasión de sus responsabilidades a comienzos de la agresión nazi, pero el 2 de septiembre de 1939, antes aún de la operación Barbarroja, Trotsky había escrito que «la nueva aristocracia» en el poder se caracterizaba por «su incapacidad para comandar una guerra»; la «casta dominante» en la Unión Soviética estaba destinada a adoptar la actitud «propia de todos los regímenes destinados al ocaso: “después de nosotros, el diluvio”».

 

Ampliamente convergentes entre ellos, ¿hasta qué punto estos dos retratos resisten la contrastación histórica? Conviene empezar a analizar el Informe secreto, que, hecho oficial por un Congreso del PCUS y por los máximos diri­gentes del partido gobernante, se impone rápidamente como la revelación de una verdad largamente ocultada, pero ya incontestable.

 


La Gran guerra patriótica y las «invenciones» de Kruschov

 

A partir de Stalingrado y de la derrota infligida al Tercer Reich (una po­tencia que parecía invencible), Stalin había adquirido un enorme prestigio en todo el mundo. Y no es casual que Kruschov se detenga en este punto. El nuevo dirigente describe en términos catastróficos la falta de preparación mi­litar de la Unión Soviética, cuyo ejército, en algunos casos, habría carecido incluso del armamento más elemental. Directamente opuesta es la imagen que surge de una investigación que parece provenir de los ambientes de la Bundeswehr y que en todo caso recurre ampliamente a sus archivos militares. Se describe la «múltiple superioridad del Ejército Rojo en infantería mecani­zada, aviones y artillería»; por otro lado, «la capacidad industrial de la Unión Soviética había alcanzado dimensiones tales como para procurar a las fuerzas armadas soviéticas un armamento casi inimaginable». Este crece a ritmos cada vez más intensos según se acerca la operación Barbarroja. Un dato es espe­cialmente revelador: si en 1940 la Unión Soviética fabricaba 358 carros de combate del tipo más avanzado, netamente superiores a aquellos disponibles para otros ejércitos, en el primer semestre del año siguiente fabricaba 1.503. A su vez, los documentos provenientes de los archivos rusos demuestran que, al menos en los dos años inmediatamente anteriores a la agresión del Tercer Reich, Stalin está literalmente obsesionado con el problema del «incremento cuantitativo» y de la «mejora cualitativa de todo el aparato militar». Algunos datos son de por sí elocuentes: si en el primer plan quinquenal llegan al 5,4 % del gasto estatal, en 1941 los presupuestos para la defensa suben hasta el 43,4 %; «en septiembre de 1939, siguiendo órdenes de Stalin, el Politburó tomó la decisión de construir antes de 1941 nueve fábricas nuevas para la fa­bricación de aviones»; en el momento de la invasión nazi «la industria había producido 2.700 aviones modernos y 4.300 carros de combate». A juzgar por estos datos, pueden decirse muchas cosas, excepto que la URSS haya lle­gado poco preparada a la trágica cita con la guerra.

 

Por otro lado, han pasado ya diez años desde que una historiadora norte­americana asestara un duro golpe al mito del derrumbe moral y evasión de responsabilidades por parte del dirigente soviético apenas iniciada la invasión nazi: «pese al impacto inicial, el día del ataque Stalin convocó una reunión de once horas con los dirigentes del partido, del gobierno y del ejército, y en los días siguientes hizo lo mismo». El caso es que ahora tenemos acceso al registro de los visitantes del despacho de Stalin en el Kremlin, descubierto a comienzos de los años noventa: parece ser que desde las horas inmediata­mente siguientes a la agresión militar, el líder soviético se sumerge en una in­cesante sucesión de reuniones e iniciativas para organizar la resistencia. Son días y noches caracterizadas por una «actividad [...] extenuante», pero orde­nada. En cualquier caso, «todo el episodio [narrado por Kruschov] es una completa invención», esta «historia es falsa». En realidad desde comienzos de la operación Barbarroja, Stalin no sólo toma las decisiones más compro­metedoras, dando órdenes para el traslado de la población y de las instala­ciones industriales lejos del frente, sino que «controla todo de manera minuciosa, desde el tamaño y forma de las bayonetas hasta los autores y tí­tulos de los artículos de “Pravda”». No hay pruebas de pánico ni de histeria. Leamos la correspondiente entrada del diario de Dimitrov: «A las 7 de la ma­ñana me han reclamado con urgencia en el Kremlin. Alemania ha atacado a la URSS. Ha comenzado la guerra [...]. Sorprendente calma, firmeza y segu­ridad en Stalin y en todos los demás». Sorprende todavía más la claridad de ideas. No se trata solamente de proceder a la «movilización general de nues­tras fuerzas». Es necesario también definir la situación política. Sí, «solamente los comunistas pueden vencer a los fascistas», dando fin a la ascensión aparentemente imparable del Tercer Reich, pero no hay que perder de vista la naturaleza real del conflicto: «Los partidos [comunistas] impulsan sobre el terreno un movimiento en defensa de la URSS. No plantean la cuestión de la revolución socialista. El pueblo soviético combate una guerra patriótica contra la Alemania fascista. El problema es la derrota del fascismo, que ha sometido a una serie de pueblos e intenta someter a otros».

 

La estrategia política que habría precedido a la Gran guerra patriótica está claramente trazada. Ya algunos meses antes Stalin había subrayado que al expansionismo aplicado por el Tercer Reich «en pos del sometimiento, de la su­misión de otros pueblos», esto0s respondían con justificadas guerras de resistencia y liberación nacional. Por otro lado, a aquellos que escolásticamente oponían patriotismo e internacionalismo, la Internacional comunista había replicado ya antes de la agresión hitleriana, como demuestra la entrada del diario de Dimitrov del 12 de mayo de 1941, que

    

… es necesario desarrollar la idea que conjuga un sano nacionalis­mo, correctamente entendido, con el internacionalismo proletario. El internacionalismo proletario debe apoyarse en este nacionalismo de cada país [...]. Entre el nacionalismo correctamente entendido y el internacionalismo proletario no existe y no puede existir contra­dicción alguna. El cosmopolitismo sin patria, que niega el senti­miento nacional y la idea de patria, no tiene nada en común con el internacionalismo proletario.

 

Lejos de ser una reacción improvisada y desesperada a la situación creada con el comienzo de la Operación Barbarroja, la estrategia de la Gran guerra patriótica señalaba una orientación teórica de carácter general madurada desde hacía tiempo: el internacionalismo y la causa internacional de la eman­cipación de los pueblos apuntaban concretamente hacia las guerras de liberación nacional, necesarias dada la pretensión de Hitler de retomar y radicalizar la tradición colonial, sometiendo y esclavizando en primer lugar a las supues­tas razas serviles de Europa oriental. Son temas retomados en los discursos y declaraciones pronunciados por Stalin en el transcurso de la guerra: éstos constituyen «importantes piedras angulares en la clarificación de la estrategia militar soviética y sus objetivos políticos, y jugaron un papel importante a la hora de reforzar la moral popular; alcanzaron además una importancia tam­bién internacional, como observaba contrariado Goebbels a propósito del discurso radiado el 3 de julio de 1941, que «suscita enorme admiración en Inglaterra y en los EEUU».

 

Una serie de campañas de desinformación y la operación Barbarroja

 

Incluso en el estricto ámbito de la conducta militar, el Informe secreto ha perdido toda credibilidad. Según Kruschov, obviando las «advertencias» que de todos lados le llegaban sobre la inminencia de la invasión, Stalin se preci­pita hacia el desastre. ¿Qué decir de esta acusación? Mientras tanto, también las informaciones provenientes de un país amigo pueden resultar erróneas: por ejemplo, el 17 de junio de 1942 Franklin Delano Roosevelt pone sobre aviso a Stalin de un inminente ataque japonés, que después no se produce. Y es que en los albores de la agresión nazi la URSS se ve obligada a orientarse entre gigantescas maniobras de distracción y desinformación. El Tercer Reich se dedica intensamente a hacer creer que la acumulación de tropas al este tiene como objetivo solamente el camuflar el inminente salto más allá del Canal de la Mancha, cosa que parecía bastante creíble después de la conquista de la isla de Creta. «Todo el aparato estatal y militar está movilizado», anota complacido Goebbels en su diario (31 de mayo de 1941), para escenificar la «primera gran oleada de mimetización» de la operación Barbarroja. Así, «14 divisiones son transportadas hacia el oeste»'; además, todas las tropas des­plegadas sobre el frente occidental son puestas en estado de máxima alerta. Unas dos semanas después la edición berlinesa del “Völkischer Beobachter” publica un artículo que señala la ocupación de Creta como modelo para el proyectado ajuste de cuentas con Inglaterra: pocas horas después el original es secuestrado con el fin de dar la impresión de que haya sido desvelado a traición un secreto de gran importancia. Tres días después (14 de junio) Goebbels anota en su diario: «Las radios inglesas declaran ya que nuestro desplie­gue contra Rusia solamente es un bluff, detrás del cual buscábamos esconder nuestros preparativos para la invasión [de Inglaterra]. A esta campaña de desinformación Alemania añadía otra: se hacían circular voces según las cua­les el despliegue militar en el este se proponía presionar a la URSS, llegado el caso recurriendo a un ultimátum, para que Stalin aceptase redefinir las cláu­sulas del pacto germano-soviético y se comprometiese a exportar mayor can­tidad de cereales, petróleo y carbón, necesitados por un Tercer Reich inmerso en una guerra que no parecía concluir. Se quería por tanto hacer creer que la crisis se podía resolver con nuevas negociaciones y con alguna concesión su­plementaria por parte de Moscú. A esta conclusión llegaban en Gran Bre­taña los servicios de información del ejército y los mandos militares, que todavía a fecha del 22 de mayo advertían a su Gabinete de guerra: «Hitler no ha decidido todavía si perseguir sus objetivos [la URSS] a través de la persuasión o con la fuerza de las armas». El 14 de junio Goebbels anota satis­fecho en su diario: «En general creen todavía que puede ser un farol, o bien un intento de chantaje».

 

No se debe subestimar tampoco la campaña de desinformación escenifi­cada en el lado opuesto y ya iniciada dos años antes: en noviembre de 1939 la prensa francesa publica un inexistente discurso (pronunciado frente al Politburó el 19 de agosto de ese mismo año) en el que Stalin habría expuesto un plan para debilitar Europa, promoviendo en su interior una guerra fratri­cida, para después sovietizarla. No hay dudas: se trata de un texto falso, que intentaba hacer saltar el pacto de no agresión germano-soviético y dirigir hacia el este la furia expansionista del Tercer Reich. Según una difundida leyenda historiográfica, en la víspera de la agresión nazi el gobierno de Londres habría puesto en guardia a Stalin repetidas veces y de manera desinteresada, quien sin embargo, como buen dictador, se habría fiado solamente de su homólogo berlinés. En realidad, si por un lado comunica a Moscú las informaciones re­lativas a la operación Barbarroja, por el otro lado Gran Bretaña difunde rumo­res sobre un inminente ataque de la URSS contra Alemania o los territorios ocupados por ella. Es evidente y comprensible el interés por hacer inevitable o acelerar el conflicto germano-soviético.

 

Entra en juego después el misterioso vuelo de Rudolf Hess a Inglaterra, claramente movido por la esperanza de reconstruir la unidad de Occidente en la lucha contra el bolchevismo, confiriendo así concreción al programa enunciado en Main Kampf: alianza y solidaridad de los pueblos germánicos en su misión civilizadora. Los agentes soviéticos en el exterior informan al Kremlin de que el número dos del régimen nazi ha emprendido la iniciativa con la aquiescencia del Führer. Por otro lado, personalidades de cierto re­lieve en el Tercer Reich han defendido sin fisuras la tesis según la cuál Hess había actuado animado por Hitler. Este, en todo caso, siente la necesidad de enviar inmediatamente a Roma al ministro de Asuntos Exteriores Joachim von Ribbentrop con el fin de despejar en Mussolini cualquier sospecha de que Alemania esté preparando un acuerdo de paz exclusivo con Gran Bretaña. Obviamente, todavía más fuerte es la preocupación en Moscú por este golpe de efecto, sobre todo en la medida en que la actitud del gobierno bri­tánico no hace sino alimentarlo: éste no aprovecha la oportunidad de «cap­turar al lugarteniente del Führer» y conseguir así «un máximo efecto propagandístico, cosa que tanto Hitler como Goebbels se temían»; es más, el interrogatorio de Hess -informa a Stalin desde Londres el embajador Ivan Maysky- es confiado a un promotor de la política de appeasement. Mientras dejan la puerta abierta a una reaproximación anglosoviética, los servicios se­cretos de Su Majestad se dedican a alimentar los rumores ya existentes de una inminente paz firmada entre Londres y Berlín; todo ello con el objetivo de incrementar la presión sobre la Unión Soviética (que quizás habría buscado evitar la temida alianza entre Gran Bretaña y el Tercer Reich con un ataque preventivo del Ejército rojo contra la Wehrmacht) y reforzar en todo caso la capacidad negociadora de Inglaterra.

 

Se comprenden bien la cautela y desconfianza del Kremlin: el peligro de una reedición de Múnich, a escala más amplia y trágica, estaba muy presente. Quizás se pueda especular con que la segunda campaña de desinformación escenificada por el Tercer Reich haya jugado un papel relevante. Basándonos al menos en la transcripción conservada en los archivos del partido comunista soviético, pese a dar por descontada a corto plazo la entrada de la URSS en el conflicto, Stalin subraya en su discurso del 5 de mayo de 1941, dirigido a los graduados de la Academia militar, cómo históricamente Alemania había conseguido la victoria cuando se había concentrado en un solo frente, mien­tras que había sufrido la derrota cuando había sido obhgada a combatir contemporáneamente a este y oeste. Desde luego, Stalin podría haber subestimado la seriedad con la que Hitler valoraba la posibilidad de agredir a la URSS. Por otro lado, él sabía bien que una precipitada movilización total habría proporcionado al Tercer Reich en bandeja de plata el casus belli, tal y como había ocurrido con la Primera guerra mundial. Hay en todo caso una cuestión indudable: pese a moverse con circunspección en una situación notablemente complicada, el líder soviético procede a «acelerar los preparati­vos de guerra». En efecto, «entre mayo y junio se llaman a filas a 800.000 re­servistas, a mediados de mayo 28 divisiones se desplazan en los territorios occidentales de la Unión Soviética», mientras se siguen a un ritmo constante los trabajos de fortificación de fronteras y de camuflaje de los objetivos militares más sensibles. «En la noche entre el 21 y 22 de junio se les da la alarma a todas estas fuerzas y son llamadas a prepararse para un ataque por sorpresa por parte alemana».

 

Para desacreditar a Stalin, Kruschov insiste en las espectaculares victorias iniciales del ejército invasor, pero obvia las previsiones realizadas en Occi­dente en su momento. Después del desmembramiento de Checoslovaquia y la entrada en Praga de la Wehrmacht, Lord Halifax había continuado recha­zando la idea de una reaproximación de Inglaterra y la URSS recurriendo a este argumento: no tenía sentido aliarse con un país cuyas fuerzas armadas eran «insignificantes». En la víspera de la operación Barbarroja o en el mo­mento de su comienzo, los servicios secretos británicos habían calculado que la Unión Soviética habría sido «liquidada en 8 o 10 semanas»; a su vez, los consejeros del Secretario de Estado norteamericano (Heruy L. Stimson) ha­bían previsto el 23 de junio que todo habría concluido en un período de entre uno y tres meses”. Por otra parte, la fulminante penetración de la Wehrmacht en el territorio soviético -observa actualmente un ilustre historiador militar- se explica fácilmente con un poco de geografía:

       

La extensión del frente -1.800 millas- y la escasez de obstáculos naturales ofrecían al agresor inmensas ventajas a la hora de infil­trarse y maniobrar. Pese a las colosales dimensiones del Ejército rojo, la relación entre sus fuerzas y el espacio era tan desfavorable que las unidades mecanizadas alemanas podían encontrar fácilmente ocasiones para realizar maniobras indirectas a espaldas de su adversario. Además, las ciudades ampliamente separadas, donde convergían carreteras y vías de ferrocarril, ofrecían al agresor la po­sibilidad de apuntar a objetivos alternativos, poniendo al enemigo en la difícil situación de adivinar la dirección real de la marcha, y afrontar un dilema después de otro.

 

El rápido desenlace negativo de la guerra relámpago

 

No debe dejarse cegar por las apariencias: observado cuidadosamente, el proyecto del Tercer Reich de reeditar en el este el triunfo realizado en el lado occidental comienza a mostrarse problemático ya en las primeras semanas del gigantesco choque. A tal propósito resultan reveladores los diarios de Joseph Goebbels.

 

En la víspera de la agresión destaca lo imparable que resultaría a la postre el ataque alemán, «sin duda el más poderoso que la historia haya jamás conocido»; nadie podrá discutir el «despliegue más poderoso de la historia universal». Y por tanto: «Tenemos delante una marcha triunfal sin precedentes [...]. Considero la fuerza militar de los rusos muy baja, todavía más baja de lo que pueda considerarla el Führer. Si hubo y si hay una acción de resultado cierto, es ésta». En realidad no es inferior la se­guridad de Hitler, que algunos meses antes delante de un diplomático búlgaro se había referido al ejército soviético de esta manera: es sólo un «chiste».

 

Lo cierto es que desde el inicio los invasores se encuentran, pese a todo, con sorpresas desagradables: «El 25 de junio, en ocasión del primer asalto a Moscú, la defensa antiaérea demuestra tal eficacia que desde ese momento la LufhvaíFe se ve obligada a limitarse a ataques nocturnos a rangos reducidos». Bastan diez días de guerra para que comiencen a entrar en crisis las certezas anteriores. El 2 de julio Goebbels anota en su diario: «En conjunto, se com­bate muy dura y obstinadamente. De ningún modo puede hablarse de paseo. El régimen rojo ha movilizado al pueblo». Los sucesos se siguen y el humor de los dirigentes nazis cambia de manera radical, tal y como se comprueba en el diario de Goebbels.

 

24 de julio:

 

No podemos conservar duda alguna acerca del hecho de que el ré­gimen bolchevique, que existe desde hace casi un cuarto de siglo, ha dejado profundas huellas en los pueblos de la Unión Soviética [...]. Sería por lo tanto justo subrayar con claridad, frente al pueblo alemán, la dureza del combate que se libra en el este. Debe decírsele a la nación que esta operación es muy difícil, pero que podemos superarla y la superaremos.

 

1° de agosto:

 

En el cuartel general del Führer [...] también se admite abierta­mente que se ha errado un poco en la valoración de la fuerza mlitar soviética. Los bolcheviques revelan una resistencia mayor de la que habríamos supuesto; sobre todo los medios materiales a su disposición son mayores de lo que pensábamos.

 

19 de agosto:

 

El Führer está en privado muy irritado consigo mismo por el hecho de haberse dejado engañar hasta tal punto sobre el potencial de los bolcheviques, a través de los informes provenientes de [agentes ale­manes enviados a] la Unión Soviética. Sobre todo su subestima­ción de la infantería acorazada y la aviación del enemigo nos ha creado muchos problemas. Ha sufrido mucho. Se trata de una grave crisis [...]. Comparadas, las campañas llevadas a cabo hasta ahora eran casi paseos [...]. En lo que respecta al oeste el Führer no tiene ningún motivo de preocupación [...]. Con nuestro rigor y objetividad los alemanes siempre hemos subestimado al enemigo, con la excepción en este caso de los bolcheviques.

 

16 de septiembre:

 

Hemos calculado el potencial de los bolcheviques de modo com­pletamente erróne.

 

Los investigadores en materia de estrategia militar subrayan las dificultades imprevistas en las que al entrar en la Unión Soviética se ve inmersa una maquinaria de guerra poderosa, experimentada y rodeada por el mito de la imbatibilidad como era la alemana. Resulta «especialmente significativa para el éxito de la guerra oriental la batalla de Smolensk, en la segunda mitad de julio de 1941 (hasta ahora oculta en las investigaciones por la sombra de otros acontecimientos)». La observación es de un ilustre historiador alemán, que cita después estas elocuentes entradas del diario del general Fedor von Bock, del 20 y 26 de julio respectivamente:

 

El enemigo quiere reconquistar Smolensk a cualquier precio y constantemente moviliza nuevas tropas hacia allí. La hipótesis ex­presada en alguna parte de que el enemigo actúe sin una estrategia no se apoya en hecho alguno [...]. Se constata que los rusos han llevado a cabo alrededor del frente construido por mí un nuevo y compacto despliegue de fuerzas. En muchos puntos intentan pasar al ataque. Sorprendente para un adversario que ha sufrido golpes similares; debe poseer una cantidad increíble de material, de hecho nuestras tropas lamentan todavía hoy el potente efecto de la arti­llería enemiga.

 

Todavía más inquieto y de hecho decididamente pesimista es el almirante Wilhelm Canaris, dirigente del contraespionaje, que, hablando con el general Von Bock el 17 de julio, comenta: «Lo veo muy negro».

 

El ejército soviético no sólo no huye en desbandada en los primeros días y semanas del ataque, oponiendo de hecho una «tenaz resistencia», sino que demuestra estar bien dirigido, como revela por lo demás la «resolución de Stalin a la hora de frenar el avance alemán en el punto exacto para él». Los resultados de este atento liderazgo militar se revelan también en el plano di­plomático: «impresionado por el tenaz combate ofrecido en el área de Smolensk», Japón, presente allí con observadores, decide rechazar la propuesta del Tercer Reich de participar en la guerra contra la Unión Soviética. El aná­lisis del historiador alemán, ferozmente anticomunista, es confirmado plena­mente por investigadores rusos partidarios del Informe Kruschov y destacados como campeones de la lucha contra el “estalinismo”: «Los planes del Blitzkrieg [alemán] habían naufragado ya a mediados de julio». En este contexto no parece puramente formal el homenaje que Churchill y F. D. Roosevelt reali­zan el 14 de agosto de 1941 a la «espléndida defensa» del ejército soviético. Al margen de los círculos diplomáticos y gubernamentales, en Gran Bretaña -según nos informa una entrada del diario de Beatrice Webb- ciudadanos normales e incluso de ideario conservador muestran un «vivo interés por el coraje e iniciativa sorprendentes y por el magnífico equipamiento de las fuer­zas del Ejército Rojo, el único Estado soberano capaz de enfrentarse a la po­tencia casi mítica de la Alemania de Hitler»’. En la misma Alemania, tres semanas después del comienzo de la Operación Barbarroja, empiezan a oírse voces que ponen radicalmente en cuestión la versión triunfalista del régimen. Es lo que aparece en el diario de un eminente intelectual alemán de origen judío: al parecer, en el este «sufrimos una inmensa cantidad de bajas, había­mos infravalorado la capacidad de resistencia de los rusos», a los que «no se les acaban nunca los hombres y el material bélico».

 

Durante mucho tiempo leída como una expresión de ignorancia político-militar o incluso de ciega confianza respecto al Tercer Reich, la conducta extremadamente cauta de Stalin en las semanas que preceden al estallido de las hostilidades aparece ahora bajo una luz completamente diferente: «La con­centración de fuerzas de la Wehrmacht a lo largo de la frontera con la URSS, la violación del espacio aéreo soviético y otras numerosas provocaciones te­nían una única finalidad: atraer al grueso del Ejército Rojo lo más cerca po­sible de la frontera. Hitler pretendía ganar la guerra en una única y gigantesca batalla». Incluso generales de entre los más valiosos se sintieron atraídos por la trampa, y previendo la irrupción del enemigo, instan a un masivo despla­zamiento de tropas hacia la frontera: «Stalin rechazó categóricamente la peti­ción, insistiendo en la necesidad de mantener reservas a gran escala a considerable distancia de la línea del frente». Más tarde, siendo consciente de los planes estratégicos de los ideadores de la Operación Barbarroja, el ma­riscal Georgy K. Zhukov reconocía el acierto de la línea seguida por Stalin: «El mando de Hitler contaba con un desplazamiento del grueso de nuestras tropas hacia la frontera, con la intención de rodearlo y destruirlo».

 

De hecho, en los meses que preceden a la invasión de la URSS el Führer señala, discutiendo con sus generales: «Problema del espacio ruso. La ampli­tud infinita del espacio hace necesaria la concentración en puntos decisivos». Más tarde, con la Operación Barbarroja ya comenzada, en una conversación aclara ulteriormente su opinión: «En la historia mundial ha habido hasta ahora solamente tres batallas de aniquilación: Cannes, Sedan y Tannenberg. Pode­mos estar orgullosos del hecho de que dos de ellas han sido victoriosamente combatidas por ejércitos alemanes». Sin embargo, para Alemania la tercera y más grandiosa batalla decisiva de aniquilación y sometimiento, tan ansiada por Hitler, se le complica cada vez más, y una semana después se ve obligado a reconocer que la Operación Barbarroja había infravalorado gravemente al enemigo: «la preparación bélica de los rusos debe considerarse fantástica». Queda clara aquí la actitud de un jugador de cartas intentando justificar el fracaso de sus previsiones. Y sin embargo, el experto inglés en estrategia mi­litar antes citado llega a conclusiones no muy diferentes: el motivo de la de­rrota de los franceses residió «no en la cantidad o calidad de su material sino en su doctrina militar»; es más, un despliegue demasiado avanzado del ejército influye desastrosamente, ya que «compromete gravemente su ductilidad estratégica»; un error similar había cometido también Polonia, favorecido por «la ferocidad nacional y la excesiva confianza de los militares». Nada de todo esto se da en el caso de la Unión Soviética.

 

Más importante que cada una de las batallas es la imagen de conjunto: «El sistema estaliniano consiguió movilizar a la gran mayoría de la población y la práctica totalidad de los recursos»; en particular la «capacidad de los so­viéticos» fue «extraordinaria», en una situación tan difícil como la creada en los primeros meses de la guerra, a «la hora de evacuar y de reconvertir después a la producción militar un número considerable de industrias». Sí, «puesto en pie dos días después de la invasión alemana, el Comité de evacuación con­siguió desplazar al este 1.500 grandes fábricas, tras la realización de operacio­nes titánicas de una gran complejidad logística». Por otro lado, este proceso de deslocalización había comenzado ya en las semanas o meses que preceden a la agresión nazi, confirmando ulteriormente el carácter fan­tástico de la acusación lanzada por Kruschov.

 

Hay más. El grupo dirigente soviético había intuido de algún modo el desarrollo de la guerra que se perfilaba en el horizonte, ya desde el momento mismo en que impulsó la industrialización del país: con un giro radical res­pecto a la situación precedente, había identificado «un punto central en la Rusia asiática», a distancia y resguardado de posibles agresores. En efecto, sobre ello Stalin había insistido con fuerza, repetidas veces.

 

31 de enero de 1931: se imponía la «creación de un campo industrial nue­vo y bien dotado en los Urales, en Siberia, en Kazajistán». Pocos años des­pués, el representado el 26 de enero de 1934 en el XVII Congreso del PCUS había llamado con satisfacción la atención sobre el poderoso desarro­llo industrial que se había producido «en Asia central, en Kazajistán, en las Repúblicas Buriatas, Tártaras y Baskirias, en los Urales, en Siberia oriental y occidental, en el extremo oriente, etc.». Las implicaciones de todo ello no se le habían escapado a Trotsky, que pocos años después, al analizar los peli­gros de la guerra y el grado de preparación de la Unión Soviética, y al subrayar los resultados alcanzados por la «economía planificada» en el ámbito «militar», había observado: «La industrialización de regiones remotas, principal­mente de Siberia, confiere a las regiones de la estepa y bosque una nueva im­portancia». Solamente ahora los grandes espacios asumían todo su valor y hacían más complicada que nunca la guerra-relámpago utilizada por el estado mayor alemán.

 

Es precisamente en el ámbito del aparato industrial edificado en previsión de la guerra donde el Tercer Reich se ve obligado a afrontar las sorpresas más amargas, como muestran dos anotaciones de Hitler.

 

29 de noviembre de 1941: «¿Cómo es posible que un pueblo tan primitivo pueda alcanzar tales objetivos técnicos en tan poco tiempo?

 

26 de agosto de 1942: «En lo que respecta a Rusia, es incontestable que Stalin ha alzado el nivel de vida. El pueblo ruso no sufría el hambre [en el momento del comienzo de la Operación Barbarroja]. En conjunto es necesario reconocer que: han sido construi­dos talleres de la importancia de las Hermann Goering Werke allí donde hasta hace dos años no existían sino aldeas desconocidas. Nos encontramos con líneas de ferrocarril que no están en los mapas».

 

Llegados a este punto es conveniente dar la palabra a tres expertos, nota­blemente diferentes entre ellos (uno ruso y los otros dos occidentales). El pri­mero, que en su momento dirigió el Instituto soviético de historia militar, y que ha compartido el antiestalinismo militante de los años de Gorbachov, parece movido por la intención de retomar y radicalizar la requisitoria del Informe Kruschov. Y sin embargo, por los mismos resultados de su investiga­ción, se ve obligado a formular un juicio bastante más matizado: sin ser un especialista y mucho menos el genio descrito por la propaganda oficial, ya en los años que preceden al estallido de la guerra Stalin se ocupa intensamen­te de los problemas de la defensa, de la industria de defensa y de la economía de guerra en su conjunto. Sí, en el plano estrictamente militar, únicamente a través de pruebas y errores, incluso graves, y «gracias a la dura praxis de la vida militar cotidiana» él «aprende gradualmente los principios básicos de estrategia». En otros campos, sin embargo, su pensamiento se muestra «más desarrollado que el de muchos líderes militares soviéticos». Gracias también a la larga práctica en la gestión del poder político, Stalin no pierde nunca de vista el rol central de la economía de guerra, y contribuye a reforzar la resistencia de la URSS con la transferencia hacia el interior del aparato bélico industrial; «es casi imposible subestimar la importancia de este empeño». El líder so­viético presta finalmente una gran atención a la dimensión político-moral de la guerra. En este ámbito «tenía ideas totalmente fuera de lo habitual», como demuestra la decisión «valiente y clarividente», tomada pese al escepticismo de sus colaboradores, de efectuar el desfile militar conmemorativo del ani­versario de la Revolución de octubre, el 7 de noviembre de 1941, en una Moscú asediada y acosada por el enemigo nazi. En síntesis, puede decirse que respecto a los militares de carrera y al círculo de sus colaboradores, «Stalin da prueba de un pensamiento más universal». Y es un pensamiento -puede añadirse- que no pasa por alto ni siquiera los aspectos más ínfimos de la vida y de la moral de los soldados: informado del hecho de que se habían quedado sin cigarrillos, gracias también a su capacidad para despachar «una enorme carga de trabajo», «en el momento crucial de la batalla de Stalingrado, él [Sta­lin] encontró tiempo para llamar por teléfono a Akaki Mgeladze, jefe del partido en Abjasia, la principal región productora de tabaco: “¡Nuestros soldados ya no pueden firmar! ¡Sin cigarrillos el frente no aguanta!”.

 

En la apreciación positiva de Stalin como líder militar los dos autores oc­cidentales van aún más allá. Si Kruschov insiste en los arrolladores éxitos ini­ciales de la Wehrmacht, el primero de los dos expertos mencionados expresa esta misma evidencia con un lenguaje bastante diferente: no sorprende que «la mayor invasión de la historia militar» haya conseguido éxitos iniciales: la réplica del Ejército rojo tras los devastadores golpes de la invasión alemana en junio de 1941 fue «la mayor producción de armas que el mundo hubiese visto nunca». El segundo investigador, docente de una academia militar es­tadounidense, a partir de la comprensión del conflicto en términos de su larga duración, de la atención reservada tanto a la retaguardia como al frente, de la dimensión económica y política, así como la propiamente militar de la guerra, habla de Stalin como un «gran estratega», de hecho como «el primer auténtico estratega del siglo veinte». Es una valoración de conjunto amplia­mente coincidente con la del otro investigador occidental antes citado, cuya tesis de fondo, resumida en las solapas del libro, ve en Stalin al «mayor líder militar del siglo veinte». Obviamente se pueden discutir o matizar estas valoraciones tan lisonjeras; queda sin embargo claro el hecho de que, al menos en lo que respecta al tema de la guerra, el paisaje trazado por Kruschov ha perdido toda credibilidad.

 

Sobre todo por el hecho de que llegado el momento del examen defini­tivo, la URSS se muestra bastante preparada también desde otro punto de vista esencial. Volvamos a dar la palabra a Goebbels, que, al explicar las in­opinadas dificultadas de la operación Barbarroja, aparte del potencial bélico del enemigo, remite también a otro factor:

 

Para nuestros hombres de confianza y a nuestros espías era casi im­posible penetrar en el interior de la Unión Soviética. No podían adquirir una visión precisa. Los bolcheviques se han esforzado directamente en engañamos. De toda una serie de armas que poseían, sobre todo armas pesadas, no hemos podido sacar nada en claro. Exactamente lo contrario de lo que se ha producido en Francia, donde lo sabíamos prácticamente todo y no podríamos haber sido sorprendidos de ningún modo.

 


La carencia de «sensatez» y las «deportaciones en masa de pueblos enteros»

 

Autor en 1913 de un libro que le había consagrado como teórico de la cuestión nacional, y comisario del pueblo para las nacionalidades inmedia­tamente después de la Revolución de Octubre, por la manera en que había desarrollado su labor, Stalin se había ganado el reconocimiento de persona­lidades tan diferentes como Arendt y De Gasperi. La reflexión sobre la cuestión nacional había desembocado finalmente en un ensayo sobre lingüística dirigido a demostrar que, lejos de disolverse tras el derrocamiento de una clase social determinada, la lengua de una nación tiene una notable estabi­lidad, al igual que goza de estabilidad la nación que se sirve de ella. Este en­sayo había contribuido también a consolidar la fama de Stalin como teórico de la cuestión nacional. Todavía en 1965, pese a hacerlo desde una posición de dura condena, Louis Althusser atribuirá a Stalin el mérito de haberse opuesto a la «locura» que pretendía «a cualquier precio, hacer de la lengua una superestructura» ideológica: gracias a estas «simples paginitas» -con­cluirá el filósofo francés- «vislumbramos que el uso del criterio de clase no era ilimitado». La desacralización-liquidación en la que participó Kruschov en 1956 no podía dejar de prestar atención, para ridiculizarlo, al teórico y político que había dedicado una atención especial a la cuestión nacional. Al condenar «las deportaciones en masa de naciones enteras», el Informe secreto sentencia:

 

No es necesario ser marxistas-leninistas para entenderlo: cualquier persona de buen juicio se pregunta cómo es posible hacer a nacio­nes enteras responsables de actos hostiles, sin hacer excepción con las mujeres, niños, viejos, comunistas y miembros del Komsomol [la juventud comunista] hasta el extremo de emprender contra ellos una represión general, arrojándolos a la miseria y sufrimiento sin otro motivo que la venganza por algún error perpetrado por indi­viduos o grupos aislados.

 

Fuera de discusión están el castigo colectivo, la deportación impuesta a poblaciones sospechosas de escasa lealtad patriótica. Desgraciadamente, lejos de remitir a la locura de un único individuo, esta práctica caracteriza en pro­fundidad a la Segunda guerra de los Treinta años, comenzando por la Rusia zarista, que pese a ser aliada del Occidente liberal, durante el primer conflicto mundial conoce «una oleada de deportaciones» de «dimensiones desconoci­das en Europa», que afectaron a alrededor de un millón de personas (sobre todo de origen judío o alemán). De dimensiones más reducidas, pero igualmente significativa, es la medida que se toma durante la Segunda guerra mun­dial con los americanos de origen japonés, deportados y encerrados en campos de concentración.

 

Aparte de la intención de eliminar una potencial quinta columna, la ex­pulsión y deportación de pueblos enteros puede ser llevada a cabo en función de la reconstrucción o redefinición de la geografía política. En el transcurso de la primera mitad del siglo veinte, esta práctica arrecia a nivel planetario, desde el Medio Oriente, donde los hebreos que habían conseguido escapar a la «solución final» obligan a huir a árabes y palestinos, hasta Asia, donde la división en India y Pakistán de la joya del Imperio británico pasa a través de la «mayor migración forzada, a nivel mundial, del siglo». Quedándonos to­davía en el continente asiático, merece la pena echar un vistazo a lo que ocurre en una región administrada por una personalidad o nombre de una personalidad (el 14° Dalai Lama), destinada posteriormente a conseguir el premio Nobel de la Paz y a convertirse en sinónimo de no-violencia: «En julio de 1949 todos los han residentes [durante varias generaciones] en Lhasa fueron expulsados del Tíbet» con el fin tanto de «hacer frente a la posibilidad de una “quinta co­lumna”», como de hacer más homogénea la composición demográfica.

 

Aquí se trata de una práctica no solamente llevada a cabo en las áreas geo­gráficas y político-culturales más variadas, sino en aquellos años respaldada teóricamente por grandes personalidades. En 1938 David Ben Gurion, el fu­turo padre de la patria de Israel, declara: «Estoy a favor del traslado forzado [de los árabes palestinos]; no le veo nada de inmoral». De hecho, a este programa se ceñirá él mismo diez años después.

 

Pero aquí es necesario concentrar la atención sobre todo en Europa cen­tro-oriental, donde se produce una tragedia silenciada, si bien de las más gran­des del siglo veinte. En total, alrededor de dieciséis millones y medio de alemanes fueron obligados a abandonar sus casas, y dos millones y medio no sobrevivieron a la gigantesca operación de limpieza, o contra-limpieza, étnica. En este caso es posible proceder a una comparación directa entre Stalin por un lado, y los estadistas occidentales y filo-occidentales por el otro. ¿Qué actitud asumieron estos últimos en tales circunstancias? Lo analizaremos siempre a partir de una historiografía que no puede ser sospechosa de indulgencia respecto a la Unión Soviética:

 

Fue el gobierno británico el que desde 1942 impulsó un traslado de poblaciones desde los territorios alemanes orientales y desde los Sudetes [...]. El subsecretario de Estado Sargent fue más lejos que nadie, al pedir una investigación para determinar «si Gran Bretaña no debería impulsar el traslado a Siberia de los alemanes de Prusia oriental y del Alta Silesia».

 

En una intervención en la Cámara de los Comunes, el 15 de diciembre de 1944, sobre el programado «traslado de varios millones» de alemanes, Churchill dejó clara de esta manera su opinión:

 

Por lo que hemos podido comprender, la expulsión es el método más satisfactorio y más duradero. No habrá más mezcla de pobla­ciones provocando un desorden sin fin, como ha ocurrido en el caso de Alsacia y Lorena. Se realizará un corte limpio. No me alarma la perspectiva de la separación entre las poblaciones, así como no me alarman los traslados a gran escala, que en las condi­ciones modernas son mucho más factibles de lo que hayan sido nunca en el pasado.

 

F. D. Roosevelt se adheriría poco después, en junio de 1943, a los planes de deportación: «Stalin cedió casi al momento a las presiones de Benes para la expulsión de Checoslovaquia de los alemanes de los Sudetes». Un histo­riador estadounidense cree poder ahora concluir que

 

[al] final, sobre la cuestión de la expulsión de los alemanes en Che­coslovaquia o en la Polonia de postguerra, no hubo ninguna dife­rencia entre políticos comunistas y no comunistas: respecto a este tema Benes y Gottwald, Mikolajczyk y Bierut, Stalin y Churchill, hablaban todos la misma lengua.

 

Esta conclusión ya bastaría por sí sola a refutar la contraposición en blanco y negro implícita en el Informe Kruschov. En realidad, al menos en lo que res­pecta a los alemanes de Europa oriental, quien tomó la iniciativa respecto a las «deportaciones en masa de pueblos enteros» no fue Stalin; las responsa­bilidades no se distribuyen de manera equivalente. Acaba por reconocerlo el mismo historiador estadounidense antes citado. En Checoslovaquia, Jan Masaryk expresó la convicción según la cual «el alemán no tiene alma, y las pa­labras que mejor entiende son las ráfagas de ametralladora». No es una actitud aislada: «También la Iglesia católica checa hace oír su voz. Monseñor Bohumil Stasek, canónigo de Vysehrad, declaró: «Tras mil años ha llegado el momento de ajustar cuentas con los alemanes, gente malvada para los que el mandamiento “Ama a tu prójimo” no se aplica». En estas circunstancias, un tes­timonio alemán recuerda: «A menudo tuvimos que pedir ayuda a los rusos contra los checos, cosa que hicieron a menudo, siempre que no se tratara de poner las manos encima a una mujer». Pero hay más. Demos de nuevo la palabra al historiador estadounidense: «En el antiguo campo nazi de Theresienstadt, los alemanes internados se preguntaban qué les habría ocurrido si el comandante ruso local no les hubiese protegido de los checos». Un informe secreto soviético enviado al Comité central del partido comunista, en Moscú, informaba de las súplicas dirigidas a las tropas soviéticas para que permanecieran: «”Si el Ejército Rojo se va, estamos acabados”. Las manifestaciones de odio contra los alemanes son evidentes. [Los checos] no los matan pero los atormentan como si se tratara de bestias salvajes. Los consideran anima­les.» En efecto -continúa el historiador al que cito- «el horrible trato dado por los checos les llevó a la desesperación. Según estadísticas checas, sola­mente en 1946 los alemanes que se suicidaron fueron 5.558». Algo parecido ocurrió en Polonia. En conclusión:

 

Los alemanes encontraron al personal militar ruso mucho más hu­mano y responsable que los encargados checos o polacos. En oca­siones, los rusos dieron de comer a niños alemanes hambrientos, allí donde los checos les dejaban morir de inanición. A veces las tropas soviéticas daban a los exhaustos alemanes un paseo en sus vehículos durante las largas marchas para salir del país, mientras los checos se quedaban mirándolos con desprecio o indiferencia.

 

El historiador estadounidense habla de «checos» o de «polacos» en general, pero de manera no completamente correcta, como se observa en su mismo relato:

 

La cuestión de la expulsión de los alemanes puso a los comunistas checos -y de otros países- en serias dificultades. Durante la guerra, la posición de los comunistas, definida por Dimitrov en Moscú, consistía en que los alemanes responsables de la guerra y de sus crímenes, tuvieran que ser procesados y condenados, mientras los obreros y campesinos alemanes debían ser reeducados.

 

De hecho «en Checoslovaquia fueron los comunistas, una vez conquis­tado el poder en febrero de 1948, los que pusieron fin a la persecución de las pocas minorías étnicas que habían sobrevivido».

 

Al contrario de lo que insinuaba Kruschov, en comparación con los diri­gentes burgueses de Europa occidental y centro-oriental, al menos en este caso son Stalin y el movimiento comunista dirigido por él los que demuestran estar menos desprovistos de «sentido común».

 

Aquello no fue casual. Si hacia el final de la guerra F. D. Roosevelt afirma estar «más sediento que nunca de sangre alemana» a causa de las atrocidades cometidas por ellos, e incluso llega a acariciar por algún tiempo la idea de la «castración» de un pueblo tan perverso, Stalin actúa de manera muy diferente, y apenas desencadenada la operación Barbarroja afirma que la resistencia so­viética puede contar con el apoyo de «todos los mejores hombres de Alema­nia» e incluso del «pueblo alemán a las órdenes de los oficiales hitlerianos». Especialmente solemne es la toma de posición de febrero de 1942:

 

Sería ridículo identificar a la camarilla hitleriana con el pueblo ale­mán, con el Estado alemán. La experiencia histórica demuestra que los Hitler vienen y van, pero que el pueblo alemán, el Estado alemán, permanece. La fuerza del Ejército rojo reside en el hecho de que no nutre ni puede nutrir ningún odio racial contra otros pue­blos, y por tanto tampoco contra el pueblo alemán; está educado en el espíritu de la igualdad de todos los pueblos y todas las razas, en el espíritu del respeto de los derechos de los otros pueblos.

 

Incluso un anticomunista inflexible como Ernst Nolte se ve obligado a reconocer que la actitud asumida por la Unión Soviética respecto al pueblo alemán no muestra esos tonos racistas, por lo demás bien presentes en las po­tencias occidentales. Para concluir a este respecto: si bien distribuida desi­gualmente, la carencia de “sentido común” estaba bastante difundida entre los líderes políticos del siglo veinte.

 

Hasta aquí me he ocupado de las deportaciones provocadas por la guerra y por el período de guerra, es decir por la reconstrucción y redistribución de la geografía política. Al menos hasta los años cuarenta, en los Estados Unidos continúan sin embargo arreciando las deportaciones realizadas en los centros urbanos, que quieren ser, como advierten los carteles colocados en su entrada, para whites only. Aparte de los afroamericanos, los perjudicados también son mexicanos, reclasificados como no-blancos en base a un censo de 1930: se ven así deportados a México «miles de trabajadores y sus familias, incluidos muchos americanos de origen mexicano». Las medidas de expulsión y depor­tación de las ciudades que quieren ser «sólo para blancos» es decir «sólo para caucásicos» no eximen ni siquiera a los judíos.

 

El Informe secreto retrata a Stalin como un tirano tan privado del sentido de la realidad que, al tomar medidas colectivas contra determinados grupos étnicos, no duda en castigar a inocentes y a sus mismos compañeros de par­tido. Viene a la memoria el caso de los exiliados alemanes (en su mayoría enemigos declarados de Hitler) que, apenas acabada la guerra con Alemania, son recluidos en bloque en los campos de concentración franceses. Pero es inútil querer buscar un esfuerzo de análisis comparado en el dis­curso de Kruschov.

 

Su intención es dar la vuelta a dos temas hasta aquel momento difundidos no sólo por la propaganda oficial, sino también por la opinión pública y los medios internacionales: el gran líder que había contribuido de manera deci­siva a la destrucción del Tercer Reich se transforma así en un torpe diletante que apenas consigue orientarse en un mapamundi; el destacado teórico de la cuestión nacional se revela precisamente como alguien carente de todo «sen­tido común». Los reconocimientos hasta aquel momento tributados a Stalin son todos atribuidos a un culto de la personalidad que ahora hay que liquidar para siempre.

 


El culto a la personalidad en Rusia: de Kerensky a Stalin

 

La denuncia del culto a la personalidad es el argumento principal de Kmschov. En su Informe sin embargo no aparece una pregunta que parecería obligatoria: ¿tiene que ver con la vanidad y el narcisismo de un único líder político, o con un fenómeno de carácter más general que hunde sus raíces en un contexto objetivo determinado? Puede ser interesante leer las observaciones realizadas por Bujarin mientras en EEUU se ultiman los prepara­tivos para la intervención en la Primera guerra mundial:

 

Puesto que la máquina estatal está más preparada para las tareas militares, se transforma por sí misma en una organización militar, al mando de la cuál hay un dictador. Este dictador es el presidente Wilson. Se le han concedido poderes excepcionales. Tiene un po­der casi absoluto. Y se intenta instalar en el pueblo sentimientos serviles hacia el “gran presidente”, como en la antigua Bizancio, donde divinizaron al propio monarca.

 

En situaciones de crisis aguda la personalización del poder tiende a en­trelazarse con la transfiguración del líder que lo detenta. Cuando llega a Francia en diciembre de 1918, el presidente americano victorioso es acla­mado como el salvador y sus catorce puntos son comparados con el Sermón de la montaña.

 

Sobre todo, dan que pensar los procesos políticos que se producen en Estados Unidos, en el período que va desde la Gran crisis a la Segunda guerra mundial. Elegido presidente con la promesa de poner remedio a una situa­ción social y económica bastante preocupante, F. D. Roosevelt ostentará el cargo durante cuatro mandatos consecutivos (aunque muere al comienzo del cuarto): un caso único en la historia de su país. Más allá de la larga du­ración de esta presidencia, fuera de lo común son también las previsiones y esperanzas que lo rodean. Destacadas personalidades hablan de «dictador nacional» e invitan al nuevo presidente a dar muestra de toda su energía: «Se convierte en un tirano, un déspota, un auténtico monarca. Durante la guerra mundial tomamos nuestra Constitución, la apartamos a un rincón hasta que no hubo acabado la guerra». La permanencia del Estado de excep­ción exige no dejarse atrapar en excesivos escrúpulos legalistas. El nuevo líder de la nación está llamado a ser y es ya definido como «una persona providencial», esto es, en palabras del cardenal O’Connell: «un hombre en­viado por Dios». La gente de la calle escribe y se dirige a F. D. Roosevelt en términos aún más enfáticos, mirándolo «casi como se mira a Dios» y espe­rando poder colocarle algún día «en el Panteón de los inmortales, al lado de Jesús». Invitado a comportarse como un dictador y hombre de la Provi­dencia, el nuevo presidente hace un amplísimo uso de su poder ejecutivo ya desde el primer día u horas de su mandato. En su mensaje inaugural exige «un amplio poder del Ejecutivo [...] tan grande como sería el que se me concedería si fuésemos invadidos por un enemigo extranjero». Con el es­tallido de las hostilidades en Europa, antes aún de Pearl Harbor, F. D. Roo­sevelt comienza por iniciativa propia a arrastrar al país a la guerra, al lado de Inglaterra; a continuación, con una orden ejecutiva emitida de manera so­berana, impone la reclusión en campos de concentración de todos los ciu­dadanos americanos de origen japonés, incluidos mujeres y niños. Es una presidencia que, si por un lado goza de una gran devoción popular, por otro lado hace saltar las alarmas por el peligro «totalitario» {totalitarian): ello ocu­rre en ocasión de la Gran crisis (cuando el que pronuncia la acusación es concretamente el ex-presidente Hoover) y sobre todo en los meses que pre­ceden a la intervención en el segundo conflicto mundial (en cuya ocasión es el senador Burton K. Wheeler el que acusa a Roosevelt de ejercer un «poder dictatorial» y de promover una «forma totalitaria de gobierno»). Al menos desde el punto de vista de los adversarios del presidente, el totalitarismo y el culto a la personalidad habían atravesado el Atlántico.

 

Desde luego, el fenómeno que aquí estamos investigando (la personali­zación del poder y el culto de la personalidad vinculado con ésta) en la República norteamericana se presenta solamente en forma embrionaria, pro­tegida por el océano de cualquier intento de invasión, y llevando a sus espal­das una tradición política bien diferente de la de Rusia. Es en este país en el que se debe concentrar la atención. Veamos lo que ocurre entre febrero y octubre de 1917, antes por lo tanto de la llegada al poder de los bolcheviques. Empujado por su vanidad personal, pero también por el deseo de estabilizar la situación, nos encontramos a Kerensky «adoptando la forma de Napoleón»: pasa lista a las tropas «con el brazo metido en la chaquetilla»; por otro lado «en el escritorio de su despacho en el ministerio de la guerra resplandecía un busto del emperador de los franceses». Los resultados de esta puesta en escena no tardan en manifestarse: florecen las poesías que homenajean a Kerensky como a un nuevo Napoleón. En la vigilia de la ofensiva de verano, que cambiaría definitivamente la suerte del ejército ruso, el culto reservado para Kerensky (en ciertos círculos restringidos) al­canza su paroxismo:

 

En todas partes era aclamado como un héroe, los soldados lo alza­ban a hombros, le arrojaban flores, se tiraban a sus pies. Una en­fermera inglesa pudo presenciar anonadada cómo hombres de la tropa le besaban, besaban su coche y la tierra sobre la que ponía los pies. Muchos caían de rodillas y rezaban, otros lloraban.

 

Como puede verse no tiene mucho sentido explicar, como hizo Kruschov, la forma exaltada que alcanza a partir de cierto momento el culto a la perso­nalidad en la URSS, a través del narcisismo de Stalin. En realidad, cuando Kaganovich le propone sustituir la expresión de marxismo-leninismo por la de marxismo-leninismo-estalinismo, el líder al que está destinado tal homenaje responde: «Quieres comparar la polla con la torre de bomberos». Al menos, en comparación con Kerensky, Stalin parece acaso más modesto. Lo confirma la actitud que asume al concluir una guerra ya ganada, no imagina­riamente, como en el caso del dirigente menchevique amante de las poses napoleónicas. Inmediatamente después del desfile de la victoria, un grupo de mariscales contactan con Molotov y Malenkov: proponen solemnizar el triunfo alcanzado durante la Gran guerra patriótica, otorgando el título de «héroe de la Unión Soviética» a Stalin, quien sin embargo declina la oferta. El líder soviético rehuye la exageración retórica también en ocasión de la Conferencia de Potsdam: «Tanto Churchill como Truman se tomaron tiempo para pasear entre las ruinas de Berlín; Stalin no mostró tal interés. Sin hacer ruido, llegó con el tren, ordenando incluso a Zhukov que cancelara cualquier ceremonia de bienvenida con una banda militar y una guardia de honor». Cuatro años después, en la víspera de su septuagésimo aniversario, se des­arrolla en el Kremlin una conversación que vale la pena citar:

 

[Stalin] convoca a Malenkov y le advierte: «Que no se le pase por la cabeza honrarme de nuevo con una “estrella”.» «Pero camarada Stalin, iun aniversario así! El pueblo no lo enten­dería.» «No se remita al pueblo. No quiero discutir. iNinguna iniciativa personal! ¿Me han entendido?» «Desde luego, camarada Stalin, pero los miembros del politburó opinan...» Stalin interrumpe a Malenkov y declara cerrada la cuestión.

 

Naturalmente, puede decirse que en las circunstancias aquí referidas juega un papel más o menos importante el cálculo político (y sería muy extraño que no lo jugase); es un hecho, sin embargo, que la vanidad personal no toma las riendas. Y mucho menos en la medida en que están en juego decisiones vitales de carácter político o militar: en el transcurso de la segunda guerra mundial Stalin invita a sus interlocutores a expresarse sin rodeos, discute animadamente e incluso se pelea con Molotov, que a su vez, pese a cuidarse bien de poner en duda la jerarquía, continúa defendiendo su opinión. A juz­gar por el testimonio del almirante Nikolai Kuznetsov, el líder supremo «apre­ciaba especialmente a aquellos compañeros que pensaban por su cuenta y no dudaban en expresar su punto de vista sin ambages».

 

Interesado en señalar a Stalin como el único responsable de todas las ca­tástrofes acaecidas a la URSS, lejos de liquidar el culto a la personalidad, Kruschov se limita a transformarlo en un culto negativo. Queda clara la ima­gen en base a la cuál in principio erat Stalin! También al afrontar el capítulo más trágico de la historia de la Unión Soviética (el terror y las sangrientas purgas, que se propagaron a gran escala sin hacer excepción con el propio partido comunista), el Informe secreto no tiene dudas; es un horror del que se debe culpar exclusivamente a un individuo sediento de poder y poseído por una paranoia sangrienta.

 

Los bolcheviques, del conflicto ideológico
a la guerra civil

 

                        La Revolución rusa y la dialéctica de Saturno

 

A ojos de Kruschov, Stalin se mancha con crímenes horrendos en perjuicio de sus mismos compañeros de partido, desviándose del leninismo y del bol­chevismo, y traicionando los ideales del socialismo. De hecho, es precisamen­te la acusación recíproca de traición la que, estimulando o profundizando el desangramiento interno del mismo grupo dirigente de la revolución de octu­bre de 1917, contribuye de manera destacada a las tragedias acaecidas en la Rusia soviética. ¿Cómo explicar este desangramiento? La dialéctica en base a la cuál “Saturno devora a sus hijos” no es ciertamente una característica ex­clusiva de la Revolución de Octubre; la unidad coral que antecede al derro­camiento de un antiguo régimen rechazado por la mayoría de la población inevitablemente se pudre o disuelve en el momento en el que se intenta de­cidir el nuevo orden que debe ser construido. Esto vale también para la Re­volución inglesa y la americana. Pero esta dialéctica se ha manifestado en Rusia de manera especialmente violenta y prolongada. Ya en el momento del derrumbe de la autocracia zarista, mientras se siguen los intentos de restau­ración monárquica o de instauración de una dictadura militar, entre aquellos que también están decididos a evitar el retorno al pasado se imponen en todo caso decisiones bastante dolorosas: ¿esforzarse antes por la paz o, como sos­tienen los mencheviques, continuar o incluso intensificar los esfuerzos béli­cos, agitando ahora también en Rusia las proclamas del intervencionismo democrático?

 

La consolidación de la victoria de los bolcheviques no acaba desde luego con la dialéctica de Saturno, que de hecho se intensifica aún más. El llamado de Lenin a la conquista del poder y a la transformación en sentido socialista de la revolución aparece como una intolerable desviación del marxismo a ojos de Kamenev y de Zinoviev, que ponen al corriente de la situación a los mencheviques y así atraen sobre sí la acusación de traición lanzada por la ma­yoría del partido bolchevique. Es un debate que atraviesa las fronteras de Rusia y del mismo movimiento comunista: los primeros en poner la voz en grito por el abandono de la ortodoxia, que excluía la revolución socialista en un país que todavía no había alcanzado un pleno desarrollo capitalista, son en primer lugar los socialdemócratas, mientras que por un lado Karl Kautsky, y por otro Rosa Luxemburg condenaban la aceptación por parte de Lenin del lema de “la tierra para los campesinos” como un abandono del camino hacia el socialismo.

 

Pero conviene aquí concentrarse sobre las rupturas que ocurren dentro del mismo grupo dirigente bolchevique. Una explicación de la fuerza espe­cialmente devastadora que asume la dialéctica de Saturno es la actitud mesiánica suscitada por un cúmulo de circunstancias, objetivas y subjetivas. El azoramiento e indignación, universalmente compartidos, por la innombrable carnicería y el enfrentamiento entre los diferentes Estados como si de san­guinarios Moloch se tratase, decididos a sacrificar a millones y millones de hombres en el altar de la defensa de la patria, cuando en realidad compiten en una carrera imperialista por la hegemonía mundial, todo ello estimula la reivindicación de un orden político-social completamente nuevo: se trataba de arrancar de una vez por todas las raíces de las que surgieron los horrores acaecidos desde 1914. Alimentada ulteriormente por una visión del mundo (que con Marx y Engels parece invocar un futuro carente de límites naciona­les, de relaciones mercantiles, de aparato estatal e incluso de coerción jurídica) y por una relación casi religiosa con los textos de los padres fundadores del movimiento comunista, esta reivindicación no puede verse desilusionada a medida que la construcción del nuevo orden comienza a tomar cuerpo.

 

He aquí por qué, poco antes de irrumpir en el núcleo de la reflexión de Trotsky, y después de haber aparecido ya durante el derrumbe de la autocracia zarista, el motivo de la revolución traicionada acompaña como su sombra a la historia iniciada con la llegada al poder de los bolcheviques. La acusación o la sospecha de traición emerge a cada paso de esta revolución especialmente tortuosa, impulsada por las necesidades para la actuación del gobierno de re­pensar ciertos motivos utópicos originarios y en todo caso obligada a medir sus grandes ambiciones con la extremada dificultad de la situación objetiva.

 

El primer desafío afrontado por el nuevo poder es el representado por la disolución del aparato estatal y por la continuidad del anarquismo, muy ex­tendido entre los campesinos (todavía más acá de toda visión estatal y na­cional, por tanto sustancialmente indiferentes al drama de las ciudades, carentes de recursos alimentarios). Inclinado a fundar efímeras «Repúblicas campesinas», el anarquismo estaba presente también entre los desertores, ya refractarios a toda disciplina (lo confirma el surgimiento en un distrito de Besarabia de una «República libre de los desertores»). En este caso, el califi­cado de traidor es Trotsky, que como dirigente del ejército está en primera fila en el restablecimiento del poder central y del principio mismo de Estado; es entonces cuando campesinos desertores (entre los cuales no faltan deser­tores del Ejército rojo) y desplazados invocan al “auténtico” socialismo y a los “verdaderos” Soviets, añoran a Lenin (había avalado o estimulado la re­vuelta contra el poder estatal) y consideran a Trotsky y a los judíos vulgares usurpadores. En este mismo contexto puede colocarse la revuelta de los marineros de Kronstadt en 1921. Por lo que parece, en tal ocasión Stalin se habría pronunciado en favor de un enfoque más cauto, es decir, mantenerse a la espera en función de las reservas de víveres y combustible a disposición de la fortaleza asediada; pero, en una situación en la que no se habían di­luido todavía los peligros de la guerra civil interna y la intervención de las potencias contrarrevolucionarias, acaba por imponerse una rápida solución militar. De nuevo, el que es considerado «defensor de la organización buro­crática», «dictador» y en última instancia traidor al espíritu originario de la revolución, es el «gendarme», o el «mariscal» Trotsky. Este, a su vez, sospecha que Zinoviev haya alimentado durante semanas la agitación desembocada después en la revuelta, agitando demagógicamente la bandera de la «demo­cracia obrera [...] como en 1917». A juzgar por estos hechos, la primera acusación de “traición” marca el paso -inevitable en toda revolución pero tanto más doloroso por cuanto se da en una revolución realizada también en nombre de la extinción del Estado- del derrocamiento del antiguo régi­men a la construcción del nuevo orden; de la fase “libertaria” a la “autorita­ria”. Y, naturalmente, la acusación o sospecha de «traición» se entrelaza con las ambiciones personales y la lucha por el poder.

 

La retórica patriotera y las odas nacionales, en parte “espontáneas”, en parte conscientemente azuzadas, habían desembocado en la pesadilla de la guerra imperialista. La necesidad de acabar con todo ello se hace imperiosa. De este modo, en ciertos sectores del movimiento comunista surge un inter­nacionalismo opuesto a todo realismo, y que tiende a liquidar como un sim­ple prejuicio las diversas identidades nacionales. Veamos en qué términos, a comienzos de 1918, Bujarin se opone no solamente a la paz de Brest-Litovsk sino a cualquier intento por parte del poder soviético de utilizar las contra­dicciones entre las varias potencias imperialistas, estipulando acuerdos o com­promisos con una u otra: «¿Qué estamos haciendo? Estamos transformando el partido en un montón de estiércol [...]. Siempre hemos dicho [...] que antes o después la Revolución rusa habría chocado contra el capital interna­cional. Ese momento ha llegado».

 

Se comprenden bien la desilusión y la desazón de un Bujarin que, unos dos años antes, contra la guerra a muerte entre las grandes potencias capita­listas y los diversos Estados nacionales, y contra el viraje chovinista de la socialdemocracia, había defendido la perspectiva de una humanidad finalmente unificada y hermanada gracias a la «revolución social del proletariado inter­nacional, que armado derroca la dictadura del capital financiero». Derrotados, junto a la burguesía, «los epígonos socialistas del marxismo» (responsables de haber olvidado u ocultado «la conocida tesis del Manifiesto comunista» según la cuál «los proletarios no tienen patria»), «se agota la última forma de limi­tación de la concepción del mundo del proletariado: su limitación nacional-estatal, su patriotismo»; «surge el lema de la abolición de las fronteras estatales y de la convergencia de los pueblos en una única familia socialista».

 

No se trata de la fantasía de una única persona. Al asumir el cargo de co­misario del pueblo para asuntos exteriores, Trotsky había declarado: «Emitiré alguna proclama revolucionaria a los pueblos del mundo, después cerraré la ventanilla». Con la llegada, sobre las ruinas de la guerra y siguiendo a la re­volución mundial, de una humanidad unificada a nivel planetario, el primer ministerio en mostrarse superfino habría sido el que normalmente se ocupa de las relaciones entre los diferentes Estados. Respecto a esta perspectiva tan exaltada, ¡cuán mediocres y degenerados parecían la realidad y el proyecto político subrayados por las negociaciones de Brest-Litovsk, con el retomo de los límites estatales y nacionales, y con la reaparición incluso de la razón de Es­tado! No pocos militantes y dirigentes bolcheviques viven este acontecimiento como el derrumbe, es más, como el abandono vil y traicionero, de todo un mundo de ideales y esperanzas. Desde luego, no era fácil resistir al ejército de Guillermo II, pero ceder al imperialismo alemán solamente porque los campesinos rusos, mezquinamente apegados a sus intereses e ignorantes de las tareas impuestas por la revolución mundial, rechazaban continuar com­batiendo... ¿no era la prueba de la incipiente «degeneración campesina de nuestro partido y del poder soviético»? A finales de 1924 Bujarin describe el clima espiritual dominante en tiempos de Brest-Litovsk entre «los comunistas de izquierda “purasangre”» y los «ambientes que simpatizaban con el camarada Trotsky»: se distinguió en particular el «camarada Riazanov, que entonces salió del partido porque en su opinión habíamos perdido la pureza revolucionaria». Más allá de las personalidades individuales, son importantes orga­nizaciones de partido las que declaran: «En interés de la revolución internacional consideramos oportuno admitir la posibilidad de perder el poder soviético, que se está convirtiendo ahora en algo puramente formal». Se trata de palabras «extrañas y monstruosas» a ojos de un Lenin que, rodeado por la sospecha o acusación de traición, llega incluso a ser el objetivo de un proyecto -por poco claro que resultara- de golpe de Estado por parte de Bujarin.

 

Se requiere todo el prestigio y toda la energía del gran dirigente revolu­cionario para superar la crisis. Esta, sin embargo, retorna algunos años des­pués. Con la derrota de los Imperios centrales y la irrupción de la revolución en Alemania, Austria, Hungría, y su prepotente acercamiento a otros países, la perspectiva de la que los bolcheviques tuvieron que despedirse en Brest-Litovsk parece volver a adquirir nueva actualidad. Al concluir el I Congreso de la Internacional comunista, es el mismo Lenin el que declara: «La victoria de la revolución proletaria en todo el mundo está asegurada. Se aproxima la fundación de la República soviética internacional». Por tanto, a la inminente derrota del capitalismo a escala mundial le habría seguido rápidamente la fusión de las diversas naciones y los diferentes Estados en un único orga­nismo; ¡de nuevo el ministerio de asuntos exteriores estaba a punto de quedar obsoleto!

 

El ocaso de estas ilusiones coincide con la enfermedad y la muerte de Lenin. Mucho más grave es la nueva crisis por el hecho de que ahora, dentro del partido bolchevique, falta una autoridad indiscutida. Desde el punto de vista de Trotsky y de sus aliados y seguidores no puede haber dudas: lo que prescribía la elección del «socialismo en un sólo país», con el consiguiente abandono de la idea de revolución mundial, no era el realismo político y el cálculo de las relaciones de fuerza, sino solamente la rutina burocrática, el oportunismo, la cobardía; en última instancia, la traición.

 

El primero en recibir esta acusación es Stalin, que desde el comienzo había dedicado una atención muy especial a la cuestión nacional, con miras a la victoria de la revolución a nivel internacional, pensando antes en Rusia. Entre febrero y octubre de 1917 había presentado la revolución proletaria como el instrumento necesario no solamente para construir el nuevo orden social sino también para reafirmar la independencia nacional de Rusia. La Entente in­tentaba obligarla por cualquier medio disponible a continuar combatiendo y a desangrarse, e intentaba igualmente transformarla de algún modo «en una colonia de Inglaterra, de América y de Francia»; peor aún, se comportaba en Rusia como si estuviese «en África central»; de esta operación eran cómpli­ces los mencheviques, que con su insistencia en la continuación de la guerra se plegaban al Diktat imperalista, se dirigían hacia la «venta gradual de Rusia a los capitales extranjeros», llevaban al país «a la ruina» y se revelaban por tanto como los auténticos «traidores» de la nación. En contraposición a todo ello, la revolución que debía realizarse no solamente promovía la emancipa­ción de las clases populares sino que abría «el camino hacia la liberación efec­tiva de Rusia».

 

Después de Octubre, la contrarrevolución desencadenada por los Blancos, apoyados o aguijoneados por la Entente, también había sido derrotada gracias al llamado de los bolcheviques al pueblo ruso para rechazar la invasión de potencias imperialistas decididas a reducir a Rusia a colonia o semicolonia de Occidente; es por esto que al nuevo poder soviético le habían dado su apoyo también oficiales de extracción noble. En la defensa de esta línea se había distinguido de nuevo Staiin, que había descrito así la situación durante la guerra civil:

 

La victoria de Denikin y de Kolchak significa la pérdida de la inde­pendencia de Rusia, la transformación de Rusia en una copiosa fuente de dinero para los capitalistas anglofranceses. En este sen­tido el gobierno Denikin-Kolchak es el gobierno más antipopular y más antinacional. Y en este sentido el gobierno soviético es el único gobierno popular y nacional en el mejor significado del término, porque este lleva consigo no solamente la liberación de los trabajadores del capital, sino también la liberación de toda Rusia del yugo del imperialismo mundial: la transformación de Rusia de colonia a país libre e independiente.

 

En los campos de batalla se enfrentaban por un lado «oficiales rusos que se han vendido, han olvidado a Rusia, han perdido su honor y están listos para pasar al lado de los enemigos de la Rusa obrera y campesina»; por el otro los soldados del Ejército rojo, conscientes de «luchar no por los benefi­cios de los capitalistas, sino por la liberación de Rusia». Desde esta pers­pectiva, lucha social y lucha nacional se entrelazan: sustituyendo a la «unidad imperialista» (es decir a la unidad basada en la opresión nacional) una unidad fundada en el reconocimiento del principio de igualdad entre naciones, la nueva Rusia soviética habría puesto fin a la «disgregación» y a la «completa ruina» que había supuesto la vieja Rusia zarista; por otro lado, incrementando su «fuerza» y su «peso», la nueva Rusia soviética habría contribuido al debilitamiento del imperialismo y a la causa de la victoria de la revolución mundial.

 

Sin embargo, cuando la guerra civil y la lucha contra la intervención ex­tranjera estaban yendo hacia mejor, se había difundido la ilusión de una rá­pida expansión del socialismo al ritmo de los éxitos del Ejército rojo y de su avance más allá de los límites sancionados por Brest-Litovsk. Gracias a su rea­lismo y sobre todo a su aguda sensibilidad por la cuestión nacional, Stalin había señalado los peligros derivados del internarse en profundidad dentro de territorio polaco:

 

La retaguardia de los ejércitos polacos [...] difiere notablemente de las de Kolchak y Denikin, en favor de Polonia. A diferencia de las retaguardias de Kolchak y Denikin, las de las tropas polacas son homogéneas y de una única nacionalidad. De ahí su unidad y su estabilidad. En el espíritu de sus pueblos predomina el “senti­miento patriótico”, que se transmite al frente polaco por numero­sas vías, generando en las tropas unidad nacional y firmeza.

 

Por tanto, una cosa era derrotar en Rusia a un enemigo desacreditado también en el plano nacional, pero otra cosa era afrontar fuera de Rusia a un enemigo nacionalmente motivado. Por tanto, las proclamas en favor de una «marcha sobre Varsovia», y las declaraciones según las cuales se podía «aceptar solamente una “Varsovia roja, soviética”» eran expresión de vacuas «fanfarronadas» y de un «sentido de autosuficiencia dañino para la causa».

 

El fracasado intento de exportar el socialismo en Polonia, que hasta hacía poco tiempo formara parte del Imperio zarista, había reforzado a Stalin en sus convicciones. En 1929 señala un fenómeno en gran parte inesperado por los protagonistas de la Revolución de octubre: «la estabilidad de las naciones es colosalmente sólida»: parecían destinadas a ser una fuerza vital durante un largo período histórico. Por consiguiente, durante un largo período de tiempo la humanidad habría continuado dividida no solamente entre dife­rentes sistemas sociales, sino también entre diferentes identidades lingüísticas, culturales, nacionales.

 

¿Qué relación se habría establecido entre ellas? En 1936, en una entrevista a Roy Howard (del Times), Stalin afirma:

 

La exportación de la revolución es una patraña. Cada país puede hacer su propia revolución si lo desea, pero si no quiere, no habrá revolución. Nuestro país ha querido hacer una revolución, y la ha hecho.

 

Escandalizado, Trotsky comenta:

 

De la teoría del socialismo en un sólo país es natural el paso a la teoría de la revolución en un sólo país [...]. Hemos proclamado infinitas veces que al proletariado del país re­volucionario victorioso se le considera moralmente obligado a ayudar a las clases oprimidas que se rebelan, y esto no solamente en el campo de las ideas sino también, si es posible, con las armas. No nos hemos limitado a declararlo. Hemos defendido con las armas a los obreros de Finlandia, de Estonia, de Georgia. Hemos intentado, haciendo marchar sobre Varsovia a los ejércitos rojos, ofrecer al proletariado polaco la ocasión propicia para una insurreccion.

 

Oscurecida la perspectiva de una rápida llegada de la «República soviética internacional», con la consiguiente disolución definitiva de los límites esta­tales y nacionales, Stalin hacía valer el principio de coexistencia pacífica entre países con diferentes regímenes sociales. Pero este nuevo principio, que era el resultado de un proceso de aprendizaje y que en todo caso garantizaba a la Unión Soviética el derecho a la independencia en un mundo hostil y mi­litarmente más poderoso, era a ojos de Trotsky la traición al internacionalismo proletario; el rechazo de la solidaridad recíproca entre los oprimidos y explo­tados del mundo como deber inexcusable. Su actividad polémica es incansa­ble, contra la transmutación de la política «intemacionalista-revolucionaria» inicial en una política «nacional-conservadora»; contra «la política exterior nacional-pacifista del gobierno soviético»; contra la obligación del principio en base al cuál el único Estado obrero debe hacer en solitario de «líder de la revolución mundial». En cualquier caso, como no es pensable el paso pa­cífico del capitalismo al socialismo, «un Estado socialista no puede integrarse y desarrollarse (hineinwachsen) pacíficamente en el ámbito del sistema capita­lista mundial». Es una actitud que Trotsky defiende todavía en 1940: habría sido mejor no implicarse en la guerra contra Finlandia, Pero una vez comen­zada, esta debería haber sido «conducida hasta el final, es decir, hasta la sovietización de Finlandia».

CREACIÓN HEROICA