viernes, 18 de enero de 2013

¿Qué Deben los Historiadores a Karl Marx?, Eric Hobsbawm



¿Qué Deben los Historiadores a Karl Marx?


Eric Hobsbawm



El siglo XIX, aquella era de civilización burguesa, tiene en su haber varios logros intelectuales de importancia, pero la disciplina académica de la historia que creció durante dicho período no es uno de ellos. De hecho, en todo, excepto en las técnicas de investigación, señaló un claro paso atrás a partir de los ensayos con frecuencia mal documentados, especulativos y demasiado generales en los cuales los testigos de la era más profundamente revolucionaria —la de las revoluciones francesa e industrial— intentaron comprender la transformación de las sociedades humanas. La historia académica, tal como la inspiraron las enseñanzas y el ejemplo de Leopold von Ranke y divulgaron las publicaciones especializadas que surgieron en las postrimerías del siglo, hizo bien en oponerse a la generalización apoyada de forma insuficiente por hechos, o respaldada por hechos poco fidedignos. En cambio, concentró todos sus esfuerzos en la tarea de determinar los «hechos» y de esta manera aportó poco a la historia, excepto una serie de criterios empíricos para valorar ciertas clases de documentos (por ejemplo, registros manuscritos de acontecimientos en los que intervino la decisión consciente de individuos influyentes) y las técnicas auxiliares necesarias para este fin.

Raramente indicaba que estos documentos y procedimientos sólo eran aplicables a una serie limitada de fenómenos históricos, toda vez que aceptaba sin espíritu crítico que ciertos fenómenos eran merecedores de estudio especial mientras que otros no lo eran. Así, no era su intención concentrarse en la «historia de los acontecimientos» —de hecho, en algunos países tenía un claro sesgo institucional—, pero su metodología se prestaba mucho a la narración cronológica. En modo alguno se limitaba por completo a la historia de la política, la guerra y la diplomacia (o en la versión simplificada pero no atípica que enseñaban los maestros de escuela y estaba relacionada con reyes, batallas y tratados), pero no cabe duda de que tendía a dar por sentado que esto formaba el conjunto central de los acontecimientos que incumbían al historiador. Esto era historia en singular. Otros temas, al ser tratados con erudición y método, podían dar origen a varias historias, calificadas por medio de epítetos descriptivos (constitucional, económica, eclesiástica, cultural, del arte, de la ciencia o de la filatelia, etcétera). Su relación con el cuerpo principal de la historia era oscura o no recibía la atención apropiada, exceptuando unas cuantas especulaciones vagas sobre el Zeitgeist de las cuales los historiadores profesionales preferían abstenerse.

Los historiadores filosófica y metodológicamente académicos tendían a demostrar una inocencia igualmente sorprendente. Es verdad que los resultados de esta inocencia coincidían con lo que en las ciencias naturales era una metodología consciente, aunque controvertida, a la que de forma poco rigurosa podemos llamar «positivismo», pero es dudoso que muchos historiadores académicos (fuera de los países latinos) supiesen que eran positivistas. En la mayoría de los casos eran meramente hombres que, de la misma manera que aceptaban que determinado tema (por ejemplo, la historia político-militar-diplomática) y determinada zona geográfica (la Europa occidental y central, pongamos por caso) eran los más importantes, también aceptaban, entre otras ideés recues, las del pensamiento científico popularizado, por ejemplo, que las hipótesis surgen automáticamente del estudio de «hechos», que la explicación consiste en un conjunto de cadenas de causa y efecto, o los conceptos del determinismo, la evolución y así sucesivamente. Daban por sentado que, del mismo modo que la erudición científica podía determinar el texto y la sucesión definitivos de los documentos que publicaban en complejas e inapreciables series de volúmenes, también determinaría la verdad definitiva de la historia. La Cambridge Modern History de lord Acton fue un ejemplo tardío pero típico de tales creencias.

Incluso si se juzga de acuerdo con los modestos criterios de las ciencias humanas y sociales del siglo XIX, la historia era, pues, una disciplina atrasadísima, casi podría decirse que deliberadamente atrasada. Sus aportaciones a la comprensión de la sociedad humana, pasada y presente, eran insignificantes y accidentales. Debido a que para comprender la sociedad se requiere comprender la historia, era inevitable que tarde o temprano se encontraran formas más fructíferas de explorar el pasado humano. El tema del presente trabajo es la aportación del marxismo a esta búsqueda.

Cien años después de Ranke, Arnaldo Momigliano resumió los cambios habidos en la historiografía bajo cuatro encabezamientos:

1. La historia política y religiosa había decaído de forma acusada, a la vez que las «historias nacionales parecen anticuadas». A cambio de ello se había producido una notable inclinación a la historia socioeconómica.
2. Ya no era habitual, o, mejor dicho, fácil, utilizar «ideas» como explicación de la historia.
3. Las explicaciones predominantes se daban ahora «en términos de fuerzas sociales», aunque esto planteaba de forma más aguda que en tiempos de Ranke el asunto de la relación entre la explicación de acontecimientos históricos y la explicación de acciones individuales.
4. Ahora (1954) resultaba difícil hablar de progreso o siquiera de evolución con sentido de los acontecimientos en cierta dirección (1).

Era más probable que la última observación de Momigliano —y le citamos como informador del estado de la historiografía más que como analista— se hiciese en el decenio de 1950 que en decenios anteriores o posteriores, pero las otras tres representan claramente tendencias de reconocida solidez y duraderas en el movimiento contrario a Ranke dentro de la historia. A partir de mediados del siglo XIX, según ya se señaló en 1910 (2), se había intentado sistemáticamente sustituir el marco idealista por otro materialista, lo cual llevó al declive de la historia política y al auge de la «económica o sociológica»: sin duda bajo el estímulo cada vez más apremiante del «problema social» que «dominó» la historiografía en la segunda mitad de dicho siglo (3) Obviamente, tomar las fortalezas de las facultades universitarias y escuelas de archivos requirió bastante más tiempo del que supusieron los enciclopedistas entusiásticos. En 1914 las fuerzas atacantes habían ocupado poco más que los puestos periféricos de la «historia económica» y la sociología de orientación histórica y los defensores no tuvieron que emprender una retirada total —aunque en modo alguno fueron derrotados— hasta después de la segunda guerra mundial (4). No obstante, el carácter y el triunfo generales del movimiento contrario a Ranke no se ponen en duda.

El interrogante inmediato que se nos plantea es hasta qué punto esta nueva orientación se ha debido a la influencia marxista. Un segundo interrogante es de qué manera la influencia marxista sigue contribuyendo a ella.

No cabe duda de que la influencia del marxismo fue muy grande desde el principio. Hablando en términos generales, sólo otra escuela o corriente del pensamiento que apuntaba a la reconstrucción de la historia tuvo influencia en el siglo XIX: el positivismo (ya sea con pe minúscula o mayúscula). El positivismo, hijo tardío de la Ilustración del siglo XVIII, no pudo ganarse nuestra admiración sin límites en el siglo XIX. Su principal aportación a la historia fue introducir conceptos, métodos y modelos de las ciencias naturales en la investigación social y aplicar a la historia los descubrimientos de las ciencias naturales que parecieran apropiados. Estos logros no fueron insignificantes, pero sí limitados, tanto más cuanto que lo más próximo a un modelo del cambio histórico, una teoría de la evolución cuyo modelo era la biología o la geología y que a partir de 1859 recibió estímulo y ejemplo del darvinismo, es sólo una guía muy esquemática e insuficiente de la historia. En consecuencia, los historiadores inspirados por Comte o Spencer han sido pocos y, al igual que Buckle o incluso historiadores más grandes como Taine o Lamprecht, su influencia en la historiografía fue limitada y temporal. La debilidad del positivismo (o del Positivismo) fue que, a pesar de que Comte estaba convencido de que la sociología era la más elevada de las ciencias, tenía poco que decir acerca de los fenómenos que caracterizan a la sociedad humana, a diferencia de los que podían derivarse directamente de la influencia de factores no sociales o tener por modelo las ciencias naturales. Las opiniones que tenía sobre el carácter humano de la historia eran especulativas, cuando no metafísicas.

Así pues, el ímpetu principal para la transformación de la historia salió de las ciencias sociales con orientación histórica (por ejemplo, la «escuela histórica» alemana en la ciencia económica), pero en especial de Marx, cuya influencia se reconocía como tan grande que a menudo se le atribuían logros que él mismo no reivindicaba como suyos. El materialismo histórico se calificaba habitualmente —a veces incluso por parte de los marxistas— de «determinismo económico». Aparte de negar esta expresión, es seguro que Marx también hubiera negado que él fuese el primero en recalcar la importancia de la base económica del desarrollo histórico, o en escribir la historia de la humanidad como la de una sucesión de sistemas socioeconómicos. Desde luego, negó la originalidad al introducir el concepto de clase y de lucha de clases en la historia, pero fue en vano. «Marx ha introdotto nella storiografia il concertó di classe», dice la Enciclopedia Italiana.

No es la intención del presente artículo examinar paso a paso la aportación específica de la influencia marxista a la transformación de la historiografía moderna. Evidentemente, fue distinta en cada país. Así, en Francia fue relativamente pequeña, al menos hasta después de la segunda guerra mundial, debido a la penetración notablemente tardía y lenta de las ideas marxistas en la vida intelectual de dicho país (5). Aunque en el decenio de 1920 las influencias marxistas ya habían penetrado hasta cierto punto en el campo sumamente político de la historiografía de la Revolución francesa —pero, como demuestra la obra de Jaurés y Georges Lefebvre, en combinación con ideas sacadas de tradiciones nativas del pensamiento—, la gran reorientación de los historiadores franceses fue encabezada por la escuela de los Anuales, que, desde luego, no necesitó que Marx le llamara la atención sobre las dimensiones económicas y sociales de la historia. (Sin embargo, la identificación popular de un interés en tales asuntos con el marxismo es tan fuerte, que hasta hace poco (6) el Times Literary Supplement ponía incluso a Fernand Braudel bajo la influencia de Marx). A la inversa, hay países en Asia o en América Latina en los cuales la transformación, cuando no la creación, de la historiografía moderna casi puede identificarse con la penetración del marxismo. Siempre y cuando se acepte que, hablando en términos globales, la influencia fue considerable, no hay necesidad de insistir más en el asunto en el contexto presente.

Lo hemos sacado a colación no tanto para demostrar que la influencia marxista ha interpretado un papel importante en la modernización de la historiografía, como para ilustrar una gran dificultad que se presenta cuando se quiere determinar su aportación exacta. Porque, como hemos visto, la influencia marxista entre los historiadores se ha identificado con unas cuantas ideas relativamente sencillas, aunque dotadas de gran fuerza, que de una manera u otra se han asociado con Marx y los movimientos inspirados en su pensamiento, pero que en absoluto son necesariamente marxistas, o que, en la forma que más influencia ha ejercido, no son necesariamente representativas del pensamiento maduro de Marx. Llamaremos a este tipo de influencia «marxista vulgar» y el problema principal del análisis consiste en separar los componentes marxista vulgar y marxista en el análisis histórico.

Pondré algunos ejemplos. Parece claro que el «marxismo vulgar» comprendía principalmente los siguientes elementos:

1) La «interpretación económica de la historia», esto es, la creencia de que «el factor económico es el factor fundamental del cual dependen los demás» (según dice R. Stammler); y, de modo más específico, del cual dependían fenómenos que hasta ahora no se consideraban muy relacionados con asuntos económicos.
2) El modelo de «base y superestructura» (que se usa de la forma más generalizada para explicar la historia de las ideas). A pesar de las advertencias de los propios Marx y Engels y de las sutiles observaciones de algunos de los primeros marxistas, por ejemplo Labriola, este modelo solía interpretarse como una simple relación de dominio y dependencia entre la «base económica» y la «superestructura», mediada a lo sumo por
3) «El interés de clase y la lucha de clases». Uno tiene la impresión de que varios historiadores marxistas vulgares no leyeron mucho más allá de la primera página del Manifiesto comunista, y la frase de que «la historia [escrita] de todas las sociedades que han existido hasta ahora es la historia de las luchas de clases».
4) «Las leyes históricas y la inevitabilidad histórica.» Se creía, acertadamente, que Marx insistía en una evolución sistemática y necesaria de la sociedad humana en la historia, de la cual se excluía en gran parte lo contingente, en todo caso en el nivel de la generalización sobre los movimientos a largo plazo. De ahí la constante preocupación de los primeros escritores sobre historia marxista por problemas como el papel del individuo o de la casualidad en la historia. Por otro lado, esto podía interpretarse —y así se hacía en gran parte— como una regularidad rígida e impuesta, por ejemplo en la sucesión de formaciones socioeconómicas, o incluso un determinismo mecánico que a veces se acercaba a sugerir que no había ninguna alternativa en la historia.
5) Temas específicos de la investigación histórica que se derivaban de los intereses del propio Marx: por ejemplo, el interés por la historia del desarrollo capitalista y la industrialización, pero, a veces, también de comentarios más o menos fortuitos.
6) Temas específicos de la investigación que se derivaban no tanto de Marx como del interés de los movimientos asociados con su teoría: por ejemplo, el interés por la agitación de las clases oprimidas (campesinos, obreros), o por las revoluciones.
7) Varias observaciones sobre la naturaleza y los límites de la historiografía, que se derivaban principalmente del número 2 y servían para explicar los motivos y los métodos de los historiadores que afirmaban no ser nada más que buscadores de la verdad y se enorgullecían de determinar sencillamente wie es eigentlich gewesen.

En seguida resultará obvio que esto representaba, en el mejor de los casos, una selección de las opiniones de Marx sobre la historia y, en el peor (como ocurre a menudo con Kautsky), una asimilación de las mismas a las opiniones no marxistas —por ejemplo, evolucionistas y positivistas— contemporáneas. También será evidente que parte de ello no representaba a Marx en absoluto, sino la clase de interés que de forma natural se despertaría en cualquier historiador asociado con los movimientos populares, obreros y revolucionarios, y que se hubiera despertado incluso sin la intervención de Marx, como el interés por anteriores ejemplos de lucha social e ideología socialista. Así, en el caso de la antigua monografía de Kautsky sobre Tomás Moro, no hay nada especialmente marxista en la elección del tema y su tratamiento es marxista vulgar.         i

Sin embargo, esta selección de elementos del marxismo o asociados con él no fue arbitraria. Los elementos 1-4 y 7 del breve resumen del marxismo vulgar que acabamos de hacer representaban cargas concentradas de explosivo intelectual creadas para volar partes importantísimas de las fortificaciones de la historia tradicional, y, como tales, eran inmensamente potentes; tal vez más potentes de lo que hubieran sido versiones menos simplificadas del materialismo histórico y, desde luego, suficientemente potentes en su capacidad de dejar entrar la luz en lugares hasta ahora oscuros, para tener a los historiadores satisfechos durante mucho tiempo. Es difícil captar de nuevo el asombro que sentiría un científico social inteligente y culto de finales del siglo XIX al encontrar las siguientes observaciones marxistas sobre el pasado: «Que la Reforma misma se atribuye a una causa económica, que la duración de la guerra de los Treinta Años se debió a causas económicas; las Cruzadas, al hambre feudal de tierra; la evolución de la familia, a causas económicas; y que la visión cartesiana de los animales como máquinas puede relacionarse con el crecimiento del sistema de manufacturas» (7). Con todo, los que recordamos nuestros primeros encuentros con el materialismo histórico todavía podemos dar fe de la inmensa fuerza liberadora de semejantes descubrimientos sencillos.

Sin embargo, si era, por ende, natural, y quizá necesario, que el efecto inicial del marxismo cobrase una forma simplificada, la selección propiamente dicha de elementos de Marx también representó una elección histórica. Así, unos cuantos comentarios que Marx hace en El capital sobre las relaciones entre el protestantismo y el capitalismo ejercieron una influencia inmensa, es de suponer que debido a que el problema de la base social de la ideología en general, y de la naturaleza de las ortodoxias religiosas en particular, era un asunto que despertaba interés inmediato e intenso (8). En cambio, algunas de las obras en las cuales el propio Marx más cerca estuvo de escribir como historiador, como en el caso de la magnífica El dieciocho brumario, no estimularon a los historiadores hasta mucho después, probablemente porque los problemas sobre los que más luz arrojan —la conciencia de clase y el campesinado, pongamos por caso— parecían de interés menos inmediato.

El grueso de lo que consideramos la influencia marxista en la historiografía ha sido sin duda marxista vulgar en el sentido que hemos descrito antes. Consiste en la especial atención que se presta en general a los factores económicos y sociales de la historia que han dominado desde el fin de la segunda guerra mundial en todos los países excepto en una minoría (por ejemplo, hasta hace poco la Alemania Occidental y los Estados Unidos) y que continúan ganando terreno. Debemos repetir que esta tendencia, aunque sin duda es principalmente fruto de la influencia marxista, no tiene ninguna conexión especial con el pensamiento de Marx.

Es casi seguro que el efecto principal que las ideas específicas del propio Marx han tenido en la historia y en las ciencias sociales en general es el de la teoría de «la base y la superestructura», es decir, el de su modelo de sociedad compuesta de diferentes «niveles» que interactúan. No hay necesidad de aceptar la jerarquía de niveles o el modo de interacción del propio Marx (en la medida en que lo haya proporcionado) (9) para que el modelo general sea valioso. A decir verdad, ha sido muy bien acogido de forma general como aportación valiosa incluso por los no marxistas. El modelo específico de desarrollo histórico de Marx —que incluye el papel de los conflictos de clase, la sucesión de formaciones socioeconómicas y el mecanismo de transición de una a otra— ha seguido siendo mucho más controvertido, incluso, en algunos casos, entre los marxistas. Está bien que sea objeto de debate y, en particular, que se le apliquen los criterios habituales de verificación histórica. Es inevitable que se abandonen algunas de sus partes por estar basadas en datos insuficientes o engañosos, por ejemplo en el campo del estudio de las sociedades orientales, donde Marx combina una profunda visión interior con suposiciones erróneas, como en lo que se refiere a la estabilidad interna de algunas de tales sociedades. No obstante, el presente artículo sostiene que el principal valor de Marx para los historiadores de hoy reside en sus afirmaciones sobre la historia y no en sus afirmaciones sobre la sociedad en general.

La influencia marxista (y marxista vulgar) que hasta ahora ha sido más eficaz forma parte de una tendencia general a transformar la historia en una de las ciencias sociales, tendencia a la que algunos se resisten con mayor o menor sutileza pero que indiscutiblemente es la predominante en el siglo XX. La principal aportación del marxismo a esta tendencia en el pasado ha sido la crítica del positivismo, esto es, de los intentos de asimilar el estudio de las ciencias sociales al de las naturales, o lo humano a lo no humano. Esto entraña el reconocimiento de las sociedades como sistemas de relaciones entre seres humanos, de las cuales las que se establecen para fines de producción y reproducción son principales para Marx. También entraña el análisis de la estructura y el funcionamiento de estos sistemas como entes que se mantienen, tanto en sus relaciones con el entorno exterior —no humano y humano— como en sus relaciones internas. El marxismo está muy lejos de ser la única teoría estructural-funcionalista de la sociedad, aunque tiene buenos motivos para que se le considere la primera de ellas, pero difiere de la mayoría de las demás en dos cosas. Insiste, en primer lugar, en una jerarquía de fenómenos sociales (como, por ejemplo, la «base» y la «superestructura»), y, en segundo lugar, en que en toda sociedad existen tensiones internas («contradicciones») que contrarrestan la tendencia del sistema a mantenerse como empresa en marcha (10).

La importancia de estas peculiaridades del marxismo está en el campo de la historia, pues son ellas las que le permiten explicar —a diferencia de otros modelos estructurales-funcionales de la sociedad— por qué y cómo las sociedades cambian y se transforman: dicho de otro modo, los hechos de la evolución social (11). La inmensa fuerza de Marx ha radicado siempre en su insistencia tanto en la existencia de estructura social como en su historicidad o, dicho de otra manera, su dinámica interna de cambio. Hoy día, cuando se acepta generalmente la existencia de sistemas sociales, pero a expensas de su análisis ahistórico, cuando no antihistórico, la especial atención que presta Marx a la historia como dimensión necesaria es tal vez más esencial que nunca.

Esto entraña dos críticas específicas de teorías que predominan en las ciencias sociales de hoy.

La primera es la crítica del mecanismo que domina una parte tan grande de las ciencias sociales, especialmente en los Estados Unidos, y que recibe su fuerza tanto de la notable fecundidad de depurados modelos mecánicos en la actual fase de avance científico como de la búsqueda de métodos para alcanzar el cambio social que no lleven aparejada la revolución social. Quizá cabría añadir que debido a la abundancia de dinero y de ciertas tecnologías nuevas y apropiadas para utilizarlas en el campo social, y de las que se dispone ahora en los países industriales más ricos, este tipo de «ingeniería social» y las teorías en que se basa son muy atractivas en tales países. Estas teorías son en esencia ejercicios de «resolución de problemas». Son extremadamente primitivas y es probable que sean más rudimentarias que la mayoría de las teorías correspondientes en el siglo XIX. Así, muchos científicos sociales, ya sea de modo consciente o de facto, reducen el proceso de la historia a un solo cambio de la sociedad «tradicional» a la «moderna» o «industrial» (la «moderna se define en términos de los países industriales avanzados, o incluso de los Estados Unidos a mediados del siglo XIX, y la «tradicional» como la que carece de «modernidad»). En la práctica, este gran paso único puede subdividirse en pasos más pequeños, tales como las etapas de crecimiento económico de Rostow. Estos modelos eliminan la mayor parte de la historia y se concentran en un período corto, aunque se reconoce que importantísimo, a la vez que simplifican demasiado los mecanismos de cambio histórico incluso para tratar este breve espacio de tiempo. Afectan a los historiadores principalmente porque el tamaño y el prestigio de las ciencias sociales que crean tales modelos alientan a los investigadores históricos a embarcarse en proyectos que acusan su influencia. Es, o debería ser, muy evidente que no pueden proporcionar ningún modelo satisfactorio de cambio histórico, pero debido a su popularidad actual es importante que los marxistas nos lo recuerden constantemente.

La segunda es la crítica de las teorías estructurales-funcionales que, aunque inmensamente más depuradas, en algunos aspectos son todavía más estériles por cuanto pueden negar la historicidad totalmente, o transformarla en otra cosa. Estos puntos de vista son más influyentes incluso dentro del ámbito de influencia del marxismo, porque parecen proporcionar un medio de liberarlo del característico evolucionismo del siglo XIX, con el cual se combinaba tan a menudo, aunque a expensas de liberarlo también del concepto de «progreso» que también era característico del pensamiento del siglo XIX, incluido el de Marx. Pero ¿por qué desearíamos hacerlo? (12). Desde luego, el propio Marx no lo hubiera deseado; se brindó a dedicar el segundo volumen de El capital a Darwin, y no hubiese discrepado de la famosa frase de alabanza que Engels pronunció junto a su tumba por haber descubierto la ley de la evolución en la historia humana, como Darwin había hecho en la naturaleza orgánica. (Sin duda alguna no hubiera deseado disociar el progreso de la evolución y, de hecho, culpó específicamente a Darwin por convertirlo en un derivado meramente accidental de la misma) (13).

La cuestión fundamental en historia entraña el descubrimiento de un mecanismo tanto para la diferenciación de varios grupos sociales humanos como para la transformación de un tipo de sociedad en otro, o la falta de tal descubrimiento. En ciertas cosas que los marxistas y el sentido común consideran cruciales, como, por ejemplo, el control que el hombre ejerce sobre la naturaleza, entraña, desde luego, cambio o progreso unidireccional, al menos durante un período suficientemente largo. Mientras no supongamos que los mecanismos de tal evolución social son los mismos que los de la evolución biológica, o semejantes a ellos, parece que no hay ninguna buena razón para abstenerse de utilizar la palabra «evolución» para referirnos a ello.

La discusión, por supuesto, es más que terminológica. Oculta dos clases de desacuerdo: acerca del juicio de valor sobre diferentes tipos de sociedades, o, dicho de otro modo, la posibilidad de clasificarlas en cualquier clase de orden jerárquico, y acerca de los mecanismos de cambio. Los funcionalismos estructurales han tendido a rehuir la clasificación de las sociedades en «superiores» e «inferiores», en parte debido a la grata negativa de los antropólogos sociales a aceptar la pretensión de los «civilizados» en el sentido de que gobiernan a los «bárbaros» gracias a su presunta superioridad en la evolución social, y en parte porque, de acuerdo con los criterios formales de la función, en realidad no existe tal jerarquía. Los esquimales resuelven los problemas de su existencia como grupo social (14) tan bien a su manera como los habitantes blancos de Alaska, y algunos estarían tentados de decir que mejor. En ciertas circunstancias y según ciertos supuestos, el pensamiento mágico puede ser tan lógico a su modo como el pensamiento científico e igualmente apropiado para su fin. Y así sucesivamente.

Estas observaciones son válidas, aunque no son muy útiles en la medida en que el historiador, o cualquier otro científico social, desee explicar el contenido específico de un sistema más que su estructura general (15). Pero, en todo caso, son ajenas a la cuestión del cambio evolutivo, cuando no son, de hecho, tautológicas. Las sociedades humanas, para persistir, deben ser capaces de administrarse bien, y, por consiguiente, todas las que existen tienen que ser apropiadas desde el punto de vista funcional; en caso contrario, se habrían extinguido, como se extinguieron los shakers,* por falta de un sistema de procreación sexual o de captación de miembros en el resto de la sociedad. Comparar sociedades en lo que se refiere a su sistema de relaciones internas entre los miembros es inevitablemente comparar cosas iguales. Es al comparar su capacidad de controlar la naturaleza exterior cuando las diferencias saltan a la vista.

La segunda discrepancia es más fundamental. La mayoría de las versiones del análisis estructural-funcional son sincrónicas, y cuanto más complejas y sutiles son, más se limitan a la estática social, en la cual, si el tema interesa al pensador, debe introducirse algún elemento dinamizador (16). Que esto pueda o no hacerse de forma satisfactoria es objeto de debate incluso entre los estructuralistas. Que el mismo análisis no puede usarse para explicar tanto la función como el cambio histórico parece ser algo que se acepta comúnmente. Lo importante aquí no es que sea ilegítimo crear modelos analíticos independientes para lo estático y lo dinámico, como los esquemas marxistas de reproducción sencilla y extensa, sino que la investigación histórica haga deseable que estos modelos diferentes estén relacionados. El camino más sencillo para el estructuralista consiste en omitir el cambio y dejar que de la historia se ocupe otro, o incluso, como algunos de los anteriores antropólogos sociales británicos, negar virtualmente su pertinencia. Sin embargo, dado que existe, el estructuralismo debe encontrar maneras de explicarlo.

Sugiero que estas maneras o bien deben acercarlo más al marxismo o llevar a una negación del cambio evolutivo. Esto último es lo que me parece que hace el planteamiento de Lévi-Strauss (y el de Althusser). Aquí el cambio histórico se convierte sencillamente en la permutación y combinación de ciertos «elementos» (análogos a los genes en genética, como dice Lévi-Strauss) de los cuales cabe esperar que, en un plazo suficientemente largo, se combinen para formar pautas diferentes y, si son suficientemente limitados, agotar las posibles combinaciones (17). La historia es, por así decirlo, el proceso de agotar todas las variantes en la etapa final de una partida de ajedrez. Pero ¿en qué orden? En este caso la teoría no nos proporciona ninguna orientación.

Con todo, este es precisamente el problema específico de la evolución histórica. Es verdad, desde luego, que Marx previó semejante combinación y recombinación de elementos o «formas», como recalca Althusser, y en este sentido, al igual que en otros, fue un estructuralista avant la lettre; o, más exactamente, un pensador del cual Lévi-Strauss (como reconoció él mismo) pudo tomar en préstamo el término, al menos en parte (18). Es importante que recordemos un aspecto del pensamiento de Marx que es indudable que anteriores tradiciones marxistas descuidaron, con unas pocas excepciones (entre las cuales, curiosamente, hay que contar algunas de las realizaciones del marxismo soviético durante el período de Stalin, aunque no eran del todo conscientes de las consecuencias de lo que estaban haciendo). Es aún más importante que recordemos que el análisis de los elementos y sus posibles combinaciones proporciona (igual que en genética) un saludable control sobre las teorías de la evolución, al determinar lo que es teóricamente posible e imposible. También es posible —aunque esta cuestión debe quedar pendiente de respuesta— que tal análisis pudiera dar mayor precisión a la definición de los diversos «niveles» sociales (la base y la superestructura) y sus relaciones, como sugiere Althusser (19). Lo que no hace es explicar por qué la Gran Bretaña del siglo XX es muy diferente de la del neolítico, o la sucesión de formaciones socioeconómicas, o el mecanismo de las transiciones de unas a otras, o, para el caso, por qué Marx dedicó una parte tan grande de su vida a responder a estos interrogantes.

Para responder a ellos, son necesarias las dos peculiaridades que distinguen el marxismo de otras teorías estructurales-funcionales: el modelo de los niveles, de los cuales el de las relaciones sociales de producción es el principal, y la existencia de contradicciones internas dentro de los sistemas, de las cuales el conflicto de clases no es más que un caso especial.

La jerarquía de niveles es necesaria para explicar por qué la historia tiene una dirección. La creciente emancipación del hombre respecto de la naturaleza y su creciente capacidad de controlarla son lo que hacen que la historia en su conjunto (aunque no cada uno de sus campos y períodos) sea «orientada e irreversible», por citar una vez más a Lévi-Strauss. Una jerarquía de niveles que no surgieran de la base de las relaciones sociales de producción no tendría necesariamente esta característica. Además, dado que el proceso y el progreso del control de la naturaleza por parte del hombre llevan aparejados cambios no sólo en las fuerzas de producción (técnicas nuevas, por ejemplo), sino también en las relaciones sociales de producción, entraña cierto orden en la sucesión de sistemas socioeconómicos. (No supone la aceptación de la lista de formaciones que en el prefacio de la Crítica de la economía política se indican como cronológicamente sucesivas, cosa que es probable que Marx no creyera que fuesen, y aún menos una teoría de la evolución universal en una línea única. Sin embargo, significa que no se puede concebir que ciertos fenómenos sociales apareciesen en la historia antes que otros: por ejemplo, que las economías en las que se da la dicotomía ciudad-campo apareciesen antes que aquellas en las que no ocurre así.) Y por el mismo motivo quiere decir que esta sucesión de sistemas no puede ordenarse sencillamente en una sola dimensión tecnológica (que tecnologías inferiores precedan a otras superiores) ni económica (que la Geldwirtschaft suceda a la Naturalwirtschaft), sino que también debe ordenarse en términos de sus sistemas sociales (20). Porque una característica esencial del pensamiento histórico de Marx es no ser ni «sociológico» ni «económico», sino ambas cosas a la vez. Las relaciones sociales de producción y reproducción (esto es, organización social en el sentido más amplio) y las fuerzas materiales de producción no pueden separarse.

Dada esta «orientación» de la evolución histórica, las contradicciones internas de los sistemas socioeconómicos proporcionan
el mecanismo para el cambio que se convierte en evolución. (Cabría argüir que sin él se limitarían a producir fluctuaciones cíclicas, un proceso interminable de desestabilización y reestabilización; y, por supuesto, los cambios que pudieran surgir de los contactos y conflictos de sociedades diferentes.) Lo importante de tales contradicciones internas es que no pueden definirse sencillamente como «disfunciones» excepto basándose en el supuesto de que la estabilidad y la permanencia son la norma y el cambio es la excepción; o incluso en el supuesto más ingenuo, frecuente en las ciencias sociales vulgares, de que un sistema específico es el modelo al que aspira todo cambio (21). Se trata más bien de que, como ahora reconocen los antropólogos sociales de forma mucho más generalizada que antes, un modelo estructural que prevea sólo el mantenimiento de un sistema es insuficiente. Es la existencia simultánea de elementos estabilizadores y perturbadores lo que debe reflejar tal modelo. Y es en esto en lo que se ha basado el modelo marxista, aunque no las versiones marxistas vulgares del mismo.





Esta clase de modelo (dialéctico) dual es difícil de crear y utilizar, porque en la práctica es grande la tentación de emplearlo, según el gusto o la ocasión, bien como modelo de funcionalismo estable o de cambio revolucionario, mientras que lo interesante en él reside en que es ambas cosas. Es igualmente importante que las tensiones internas puedan a veces reabsorberse en un modelo autoestabilizador volviendo a introducirlas en él como elementos estabilizadores funcionales, y que a veces ello no sea posible. El conflicto de clases puede regularse por medio de una especie de válvula de seguridad, como en tantos motines de plebeyos urbanos en las ciudades preindustriales, o institucionalizarse como «rituales de rebelión» (por citar la iluminadora expresión de Max Gluckman) o de otras maneras; pero a veces no se puede. Normalmente, el estado legitimará el orden social controlando el conflicto de clases dentro de un marco estable de instituciones y valores, colocándose de modo ostensible por encima y fuera de ellos (el rey remoto como «fuente de justicia») y perpetuando así una sociedad que de otro modo se vería partida en dos por sus tensiones internas. Esta es, de hecho, la teoría marxista clásica de su origen y su función, como se expone en La sagrada familia (22). Con todo, hay situaciones en que pierde esta función y —hasta en opinión de sus súbditos— esta capacidad de legitimar y aparece meramente como, según dice Tomás Moro, «una conspiración de los ricos en beneficio propio», cuando no, de hecho, como la causa directa de las miserias de los pobres.

Esta naturaleza contradictoria del modelo puede disimularse señalando la existencia indudable de fenómenos diferentes dentro de la sociedad que representan estabilidad y subversión reguladas: grupos sociales que supuestamente pueden integrarse en la sociedad feudal, tales como el «capital mercantil» y los que no pueden integrarse, por ejemplo una «burguesía industrial», o movimientos sociales que son puramente reformistas y los que son «revolucionarios» de manera consciente. Pero aunque tales separaciones existen, y, donde existen, indican cierta etapa en la evolución de las contradicciones internas de la sociedad (que no son, para Marx, exclusivamente las del conflicto de clases) (23) es igualmente significativo que los mismos fenómenos puedan, según la situación, cambiar sus funciones: movimientos para la restauración del antiguo orden regulado de la sociedad clasista que se convierten (como en el caso de algunos movimientos campesinos) en revoluciones sociales, partidos conscientemente revolucionarios que son absorbidos en el statu quo (24).

Aunque puede resultar difícil, científicos sociales de varios tipos (incluidos, cabe señalar, aquellos que investigan la ecología animal, especialmente los estudiosos de la dinámica demográfica y del comportamiento social de los animales) han empezado a construir modelos de equilibrios basados en la tensión o el conflicto, y con ello se acercan más al marxismo y se alejan progresivamente de los modelos antiguos de la sociología que consideraban que el problema del orden era lógicamente anterior al del cambio y hacían hincapié en los elementos integradores y normativos de la vida social. Al mismo tiempo, hay que reconocer que el modelo del propio Marx debe hacerse más explícito de lo que es en sus escritos, que tal vez requiera que se amplíe y perfeccione, y que ciertos vestigios del positivismo del siglo XIX, más evidentes en las formulaciones de Engels que en el pensamiento del propio Marx, deben quitarse de en medio.

Nos quedan todavía entonces los problemas históricos específicos acerca de la naturaleza y la sucesión de las formaciones socioeconómicas, y los mecanismos de su evolución interna y su influencia recíproca. Son campos donde el debate ha sido intenso desde Marx (25) y no en menor medida durante los pasados decenios, y en algunos sentidos el avance con respecto a Marx ha sido impresionante (26). Asimismo, análisis recientes han confirmado la brillantez y la profundidad del planteamiento y la visión generales de Marx, aunque también han llamado la atención sobre las omisiones de su tratamiento, en particular de los períodos precapitalistas. Sin embargo, estos temas no pueden analizarse, ni siquiera de la forma más somera, excepto en términos de conocimiento histórico concreto, esto es, no pueden analizarse en el contexto del presente coloquio. Al ser imposible analizarlos como es debido, lo único que puedo hacer es reafirmar mi convicción de que el planteamiento de Marx todavía es el único que nos permite explicar la historia de la humanidad en toda su extensión, y forma el punto de partida más fructífero para el análisis moderno.

Nada de todo esto es especialmente nuevo, aunque en realidad algunos de los textos que contienen las reflexiones más maduras de Marx sobre temas históricos no estuvieron a nuestra disposición hasta el decenio de 1950, en particular la Grundrisse de 1857-1858. Además, los rendimientos decrecientes de la aplicación de los modelos marxistas vulgares han sido la causa de que en decenios recientes se efectuara una importante depuración de la historiografía marxista (27. A decir verdad, uno de los rasgos más característicos de la historiografía marxista occidental de hoy es la crítica de los esquemas mecánicos y sencillos de tipo económico-determinista.

Con todo, tanto si han avanzado mucho más allá de Marx como si no, la aportación de los historiadores marxistas de hoy tiene una importancia nueva que se debe a los cambios que se están produciendo en las ciencias sociales. Mientras que la función principal del materialismo histórico en el primer medio siglo después de la muerte de Engels fue acercar la historia a las ciencias sociales, al tiempo que se evitaban las simplificaciones excesivas del positivismo, hoy se encuentra ante la rápida adopción de la perspectiva histórica por parte de las propias ciencias sociales. Al no recibir ayuda de la historiografía académica, dichas ciencias han empezado a improvisar de modo creciente la suya propia y aplican sus propios procedimientos característicos al estudio del pasado, con resultados que a menudo son técnicamente depurados pero que, como se ha señalado, se basan en modelos de cambio histórico que en algunos sentidos son aún más imperfectos que los del siglo XIX (28). El materialismo histórico de Marx resulta aquí muy valioso, aunque es natural que los científicos sociales de mentalidad histórica tengan menos necesidad de la insistencia de Marx en la importancia de los elementos económicos y sociales en la historia que los historiadores de principios del siglo XX; y, a la inversa, que puedan sentirse más estimulados por aspectos de la teoría de Marx que no causaron gran efecto en los historiadores de las generaciones inmediatamente posmarxistas.

Otra cosa es si esto explica la importancia de las ideas marxistas en el análisis de ciertos campos de las ciencias sociales con orientación histórica de hoy (29). La insólita importancia que en la actualidad tienen los historiadores marxistas, o los historiadores formados en la escuela marxista, sin duda se debe en gran parte a la radicalización de los intelectuales y los estudiantes en el pasado decenio, los efectos de las revoluciones en el tercer mundo, la ruptura de las ortodoxias marxistas adversas a la obra científica original, e incluso a un factor tan sencillo como es la sucesión de las generaciones. Porque los marxistas que llegaron a publicar libros que fueron muy leídos y a ocupar puestos importantes en la vida académica en el decenio de 1950 con frecuencia no eran más que los estudiantes radicalizados de los decenios de 1930 o 1940 que alcanzaban la cumbre normal de su carrera. No obstante, mientras celebramos el 150 aniversario del nacimiento de Marx y el centenario de El capital, no podemos por menos de señalar —con satisfacción si somos marxistas— que una influencia significativa del marxismo en el campo de la historiografía coincide con un número importante de historiadores que se han inspirado en Marx o que muestran en su labor los efectos de su formación en las escuelas marxistas.

_____________________
*Miembros de la Iglesia milenarista, fundada en el siglo xvm, que era partidaria del celibato, la propiedad común y la vida estricta y sencilla. Les llamaban shakers («los que tiemblan») debido a que formaba parte de su ritual un baile durante el cual agitaban el cuerpo. (N. del r.)

Notas:
[1] Arnaldo Momigliano, “One Hundred Years after Ranke”, en Studies in Historiography, Londres, 1966.





*La publicación del presente escrito es un homenaje al historiador británico fallecido el 1 de octubre de 2012. ¿Qué deben los Historiadores a Karl Marx? fue preparado para el simposio «El papel de Karl Marx en la evolución del pensamiento científico contemporáneo», que se celebró en París, bajo los auspicios de la UNESCO, en mayo de 1968. Después el escrito fue incorporado por el autor como capítulo 10 del libro Sobre la Historia. Además de este libro, Eric Hobsbawn ha dejado otros de la importancia de Naciones y Nacionalismo desde 1780; Rebeldes Primitivos; La Era de la Revolución, 1789-1848; La Era del Capital, 1848-1875; La Era del Imperio, 1875-1914; Historia del Siglo XX, entre otras. El escrito aquí publicado puede ser asumido o rechazado, en parte o completamente,  pero en cualquier caso es un estímulo para reafirmarse en el mejor marxismo, para decirlo de algún modo. (El Comité de Redacción).  

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.