Capítulo 1.
Marco Teórico General
Julio Carmona
“Abrenuncio
no admitió que la mentira fuera una condición de las
artes. ‘Cuanto más transparente es la escritura más se ve la poesía’, dijo.”
Gabriel García Márquez. Del amor y otros demonios. Editorial Norma, 1994, p. 45.
1.1 Ser y no
saber nada y ser sin rumbo cierto[1]
Por lo común, dentro de la historia literaria, los creadores
(prácticos del arte literario) no han sido muy pródigos en cuanto a
especulación teórica se refiere. Lo que no quiere decir que cuando
incursionaban en ella lo hicieran mal. Ocurría que no se sentían muy atraídos
por explicar la (o su) creación.[2]
Esa tarea, pues, de explicar o razonar sobre el poema, se la dejaban a los
filósofos, pensadores o intelectuales que, a lo largo de la historia literaria,
se fueron especializando como críticos, teóricos o historiadores de la
literatura. Fue aquélla una desidia de los artistas [para incursionar ellos
mismos en la teorización estética y/o poética] que permitió a los otros, a los
“especialistas”, les negaran -después- autoridad para opinar en un terreno que
-desde ya- consideraron de su exclusividad, como un coto cerrado. Veamos, a
manera de ejemplo, la siguiente opinión de José Ortega y Gasset:
En
nuestro país -dice- los artistas suelen suponer que la estética es cosa de
ellos cuando, en realidad, se trata de una de las ciencias que requieren más
difícil técnica filosófica, psicológica y hasta fisiológica. De ordinario el
artista no sabe nada de estética ni le hace falta ninguna, como la camelia
ignora por fortuna la botánica. (E-1985: 206-207.)
La opinión de Ortega responde a un prurito
aristocrático -discriminante- que suele aquejar al “intelectual especializado”.
Pero ante su lectura, de primera intención, surge la pregunta: ¿por qué los
artistas -sea cual fuere su nacionalidad- estarían incapacitados para entrar en
los dominios de la estética? ¿Por qué pensar de ellos que ‘no saben nada de
estética’ y, menos, que ésta ‘no les hace ninguna falta’? Máxime, si ellos
dominan el campo práctico del arte; y esto lo admite el mismo Ortega cuando
dice que ‘sólo los pintores, en verdad, saben de pintura’ (Op. cit.: 66.) Además, no debe
obviarse que, sobre el mismo tópico de la pintura, Ortega dice que:
… no creo
pernicioso que cada cual haga un intento honrado para orientarse en lo que
desconoce. Yo trato de ponerme en claro a mí mismo el origen de aquellas
emociones que se desprendieron de los cuadros de Zuloaga la primera vez que los
vi: nada más. Allá los pintores dirán después qué haya de acertado en tales
reflexiones, porque, en verdad, sólo ellos saben de pintura. (Op. cit.: 133. Cursiva y negrita mías.)
Y, en otro momento,
se refiere al poeta Valle-Inclán y dice de él que “es un grande artista de
nuestra tierra [y] que, como grande artista, posee una genial intuición
de la esencia del arte.” (Ibídem.) Y, más aún, si también el mismo Ortega dice que la
acción del artista ‘consiste en expresar lo que la humanidad no ha podido ni
podrá jamás expresar de otra manera’ (op. cit.: 69), cabe hacerse, pues, el
siguiente cuestionamiento: si el artista ‘posee una genial intuición de la
esencia del arte’ y es quien
expresa a través del arte algo que ningún otro hombre ‘ha expresado ni podrá
expresar de otra manera’, ese hombre excepcional que sabe interpretar lo más
profundo de la humanidad, ¿no puede, asimismo, razonar sobre su propia
producción o la de otros, con atendible justeza?
Don Marcelino Menéndez y Pelayo, en su gigantesco
trabajo sobre la estética (E-1953: 13 tomos ¡y bien que sabía de estética el
maestro![3]), opina que los propios artistas están ligados necesariamente a una
concepción filosófica:
No admitimos -dice
don Marcelino- que se dé arte alguno sin cierto género de teoría estética,
explícita o implícita, manifiesta o latente; ni en el rigor de los términos
confesaremos jamás que pueda crearse ninguna obra propiamente artística, por
mera espontaneidad, con ausencia de toda reflexión, como si trabajase una
fuerza inconsciente y fatal. El arte, como toda obra humana digna de este
nombre, es obra reflexiva; sólo que la reflexión del poeta es cosa muy distinta
de la reflexión del crítico y del filósofo. (Cf. Opinión similar de Paul Valéry
en la nota 2 de este capítulo.)
En la última parte
de esta cita no hay contradicción con lo que venimos diciendo nosotros, en
tanto don Marcelino distingue la reflexión del poeta de la del crítico y del
filósofo cuando la del primero se da en su producción artística; pero se
sobreentiende que su reflexión sobre el arte puede tener la misma validez que
la del esteta, el filósofo o el crítico. Es decir, que un poeta, al practicar
su arte, reflexiona como tal, poeta, mas no por ello está impedido de hacerlo
como crítico (y, en este caso, su reflexión será distinta.)[4] Como decía
Gerardo Diego: “El poeta, siempre inequívocamente poeta en verso, en versículo
o en prosa creadora, cuando aborda la prosa discursiva parece otro.”[5]
Por otro lado, cuando Ortega -negándole
‘capacidad estética’ al artista- hace la comparación de éste con la camelia y
dice ‘que no sabe de estética como la camelia no sabe de botánica’, lo único
que está demostrando es incapacidad técnico-poética para el uso del símil,
puesto que la camelia tiene la belleza en sí misma y el artista, no; pero,
además, éste crea belleza en su obra utilizando toda su potencialidad humana
que tiene también de filosófica, psicológica y aun fisiológica, y la camelia
no.[6]
O sea, que la comparación de Ortega sale sobrando. Es desfasada. Además se anexa al
pensamiento romántico, irracionalista, de un Novalis -por ejemplo- quien,
comparando el canto del poeta con el canto de los pájaros, decía: ‘Si el pájaro
supiera que canta, qué es lo que canta y por qué canta, no cantaría’. Sí, pues,
pero el poeta no es un pájaro ni el pájaro es un poeta. En esto MV tiene una
visión más ecuánime. Y dice:
A diferencia del gorjeo de los pájaros o el
espectáculo del sol hundiéndose en el horizonte, un poema, una novela, no están
simplemente allí, fabricados por el azar o la Naturaleza. Son una creación
humana, y es lícito indagar cómo y por qué nacieron, y qué han dado a la
humanidad para que la literatura, cuyos remotos orígenes se confunden con los
de la escritura, haya durado tanto
tiempo. (D-2001: 32).
Aprovechemos esta opinión de MV, asimismo,
para ilustrar la diferencia entre la reflexión del artista y la del crítico.
Veamos. Es evidente que MV exagera cuando dice que ‘los orígenes de la
literatura se confunden con los de la
escritura’, puesto que no hay indicios fácticos de que así sea, máxime si
se considera que -al menos para Occidente- es sólo a partir de Homero, entre
los siglos X y VIII a. de C., que se conservan textos literarios, pese a que la
escritura tuvo su aparición treinta siglos antes (4 000 a. de C.), es decir, si
‘aparición de la escritura’ no es sinónimo de ‘aparición de la literatura’
¿cómo precisar que los orígenes de la literatura se dieron paralelamente con
los de la escritura, si no queda testimonio de ello? Que tales orígenes de la
literatura se quisieran llevar más
lejos: a la aparición de la lengua articulada -hecho que es más antiguo y no ha
sido precisado- sería otra cosa: una especulación maximalista, no una
afirmación objetiva. Si esa exageración la expresase el narrador de una de las
ficciones de MV, pasaría a ser reflexión poética y, por tanto,
admisible; pero, en el caso que nos ocupa, siendo reflexión crítica del
autor se convierte en un error o mentira teórica. Serían, pues, dos
opiniones divergentes (poeta/esteta) de una misma persona. Pero opiniones, al
fin.
Y
por lo que respecta a la validez que debe asignarse a la opinión de los
artistas en materia poestética, debemos
reconocer que MV también opina sobre el tema hasta aquí tratado, y lo hace a
favor de esa validez: “... mi convencimiento de que, por lo general, los
creadores han tenido mejor olfato que los críticos para descubrir lo nuevo,
parte del artículo de Baudelaire sobre Madame Bovary.” (B-1975: 47.)
Porque el error no está en
los testimonios mismos de los artistas, de cuya sinceridad nadie tiene derecho a dudar (aunque sí se pueda
discrepar de ellos) y cuya validez es -para dichos artistas y sus seguidores-
cabal y hasta, si se quiere,
absoluta (derecho inalienable
que asiste a todo opinante.) El error -perceptible por
sus contrarios ideológicos- estará en su alejamiento de la verdad “científica”
que -por ese derecho inalienable arriba aludido- no es totalmente absoluta, más
aún tratándose de las ciencias humanas. Y ese “error”, si de penetración
estética se trata, no será tampoco de absoluta negatividad, en tanto es el
contrario requerible para dar concreción a otra ‘verdad’ (que, a su vez, será
‘error’ para aquélla.) Es decir, es positivo que exista en esos testimonios un
trasfondo ideológico, filosófico, detectable, pues éste -siempre- estará
definiendo su cercanía o alejamiento de esa verdad científica (penetrante o
epidérmica) del arte.[7]
Desde luego que en estos, como en otros, tópicos es deseable la libertad total;
pero también hay que admitir que con una ‘libertad absoluta’ -como dice Theodor
Adorno- “se corre el riesgo de caer en el vacío por falta de un contrario
dialéctico.” (E-1966: 60.)
1.2 ¿Es tan
estrecho el camino/ que por él no quepan cien?[8]
Pese a que la
especulación teórico-literaria es muy antigua: Sócrates, Platón, Aristóteles,
Horacio, Montagne, Boileau, Luzán, etc.[9], los creadores que
incursionaron en ella -incluido Horacio- hasta el siglo XIX d. C., se cuentan
con los dedos: Cervantes (dentro de su propia obra), Lope (también dentro de su
obra), Góngora (en cartas), perteneciendo los tres al s. XVII, Diderot, del s.
XVIII, y Goethe, Poe, Baudelaire, etc. del siglo XIX, pero con estos tres
últimos poetas se empezará a desechar el prejuicio que atribuía al crítico o
teórico la condición de “poeta frustrado”. En el siglo XX esa bipolaridad se
rompió de manera casi definitiva. Y es así como muchos creadores desarrollaron
una actividad teórico-crítica de grandes méritos: Unamuno, Machado, Valéry,
Brecht, Sartre (en Europa), Borges, Huidobro (en América), y en el Perú:
Vallejo, Hidalgo, el propio Eguren, etc. (y conste que después este etcétera se
hará más extenso.) Es, pues, a fines del siglo XIX y, para ser más precisos,
con el modernismo, inaugurado por Rubén Darío, que los estudios literarios se
enriquecen con los aportes de los mismos escritores que empiezan a preocuparse
por reflexionar sobre su propio trabajo artístico.[10] Y en esto hay coincidencia de opiniones. El
mismo MV opina sobre el particular y dice que -en sus épocas de estudiante
sanmarquino- en un seminario dirigido por Luis Alberto Sánchez, conoció “... al
Darío esencial y desgarrado, el fundador de la poesía española moderna, sin
cuya poderosa revolución verbal hubieran sido inconcebibles figuras tan
dispares como Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, en España, y Vallejo y
Neruda en Hispanoamérica.”[11] Obsérvese que el mismo MV
está sugiriendo la existencia de ‘más de un Darío’, pues él se refiere al
‘esencial y desgarrado’ y lo asocia a ‘la revolución verbal’ que, en efecto,
impulsara. Pero hay que completar la idea. Porque, si bien es cierto el joven
Darío en 1896, en la presentación de sus Prosas profanas, llegó a decir:
“yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer”[12], con evidente
desgarramiento frente a la realidad de los pueblos de nuestra América, y si
también no menos cierto es el calificativo de ‘revolución verbal’ que lideró,
tampoco deja de ser cierto que -conforme va madurando su conciencia de ciudadano
de América, y frente a las agresiones desembozadas de la penetración
económica e interferencia política de los Estados Unidos- Darío,
sin abandonar lo
mejor de sus conquistas formales (...) escribe el primer gran poema político de
la literatura latinoamericana en este siglo [XX]: ‘A Roosvelt’, donde resuena
uno de los más fuertes ‘No’ de nuestra poesía.[13] Y el asunto volverá
incluso mezclado al tema (en apariencia sólo esteticista) de ‘Los cisnes’, a
quienes Darío interroga: ‘¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? / ¿Tantos
millones de hombres hablaremos inglés?’. (Fernández R., Ibídem.)[14]
De tal suerte, pues
que esa duplicidad esteticista y ciudadana de Darío (y de los mejores poetas
del modernismo que él inauguró) también se proyectará en el écran
gigantesco de nuestra historia literaria como la bipolaridad (tanto en la
práctica como en la teoría literarias) del formalismo (esteticista) y el
realismo (histórico-social.)[15] Esto lo reconoce el mismo
MV, dice: “La guerra entre ‘realistas’ y ‘formalistas’, que ven por igual a
Madame Bovary como un libro precursor, es algo que empezó [en el siglo XIX] en
vida de Flaubert.” (B-1975: 253.)[16] Pero, desde luego, en su
apreciación de Darío -y el modernismo- escamotea ese lado masculino
(esencial) de su personalidad creadora, y se queda sólo con el lado femenino
(superficial.)[17]
Y esta es una visión de MV que, habiéndose iniciado -como ya dijimos- en su
juventud de estudiante universitario, permanecerá inalterable hasta ahora. En
el texto ya citado (C-1993), aludiendo a su primera tesis universitaria: “Bases
para una interpretación de Rubén Darío”, dice:
Ese trabajo me permitió leer mucho a un poeta
de una fabulosa riqueza verbal, a cuya inspiración y destreza debe la lengua
castellana una de las revoluciones seminales de su historia. Porque con Rubén
Darío -punto de partida de todas las futuras vanguardias- la poesía en España y
América Latina empezó a ser moderna. (p. 468.)
Y todo eso es cierto. Pero incompleto. Porque
hay que precisar las causas del surgimiento de Darío y de la modernidad
literaria en América. Pues no es lícito separar lo inseparable -como dice A.
Porchia: “Creías que destruir lo que separa era unir. Y has destruido lo que
separa. Y has destruido todo. Porque no hay nada sin lo que separa.” (Cit. por
Carlos D. Pérez, op. cit.: 171.) Se puede aventurar la siguiente hipótesis
ucrónica: si Darío hubiera nacido treinta años antes (1837, Darío nació en
1867) y publicado su primer libro -Azul- no en 1888 sino en 1858, lo más
probable es que hubiera sido uno de los más grandes poetas románticos de
América (no olvidemos su famosa frase: “¿Quién que es, no es romántico?”).[18] Pero Darío se nutre de la
modernidad europea, la misma que tenía en el ámbito literario la impronta de
los dos grandes movimientos poéticos que impulsaban una nueva visión de la
literatura: el parnasianismo y el simbolismo. Los mismos que preconizaban no
sólo la importancia de nuevas técnicas que enriquecieran el lenguaje poético
sino que, además, pugnaban por establecer una más marcada autonomía de la
literatura respecto de otros órdenes de la realidad social y cultural. Y siendo
esa una exigencia de la época, Darío no pudo escapar a su signo. No obstante
-hay que reiterarlo-, ese no es todo
Darío.
A partir de los dos
grandes movimientos ya señalados: parnasianismo y simbolismo, pertenecientes
ambos a la tendencia formalista, la literatura establece su “bella diferencia”,
frente a la nunca extinta tendencia del realismo. Es una diferencia u oposición
de contrarios que se resume en la terminología clave del epígrafe: aventura y
orden, respectivamente.[20] Son, pues, dos entidades
artísticas que no nacen recién a fines del siglo XIX. Es una controversia que
se remonta a los orígenes del arte. Herder,
pensador alemán del siglo XIX dijo que:
La poesía en tiempos de Homero era una cosa
diferente de la de los tiempos de Longino, aun en su concepto. También era algo
muy distinto lo que se imaginaban como poesía el romano y el monje, el árabe y
el cruzado, y el erudito que descubría la Antigüedad, o en distintas épocas y
naciones los poetas y el pueblo. El nombre mismo es un concepto tan desgastado
y tan ambivalente, que desaparece como un espejismo si no se le documenta
nítidamente con casos individuales. (Cit. por W. Muschg, E-1965: 19.)
Puede decirse que en un principio, en los momentos
fundacionales de los pueblos, los poetas asumían la misión de explicar el origen
de esos pueblos, cantando las hazañas de sus héroes, de sus fundadores, o de
otro lado pretendían explicar también el origen del hombre o del universo[21],
para lo cual se valieron de un género apropiado para el caso: la poesía épica, la misma que se corresponde
con la moderna narrativa: novela, cuento[22]
que, de acuerdo con las exigencias epocales, se centra en los avatares del
individuo. Y es evidente que en cada caso (tanto de la épica como de la
narrativa), por la objetividad que les es característica, sus relaciones con la
sociedad sean fácilmente discernibles. Sin embargo, este aserto no debe
llevarnos a la conclusión de que en el caso contrario, de un género en el que
predomine la subjetividad como es el caso del lírico, esa relación con la sociedad
sea nula. Este
es -en realidad- un “espejismo” (para usar la expresión de Herder) que ha
llevado a muchos a creer que la poesía lírica (e incluso toda la literatura,
para los más recalcitrantes) es independiente de la realidad: naturaleza y
sociedad. Se dice que ella es una “nueva realidad”, con vida propia, con
absoluta autonomía. Esta argumentación vamos a tener oportunidad de confutarla
más adelante; pero vale recordar al viejo Hegel quien solía decir que “para
todo hay argumento”, hasta para las más descabelladas lucubraciones. Y para verificarlo veamos -de la misma época- el
siguiente poema de Anacreonte (s. VII a. C.):
Quiero cantar de
Cadmo,
cantar de los
atridas,
pero dulces amores
suena sólo mi
lira.
Mudo todas las
cuerdas,
mudo la lira
misma,
canto trabajos de
Hércules,
y ella de amores
vibra.
Héroes, preciso es
daros
eterna
despedida,
porque dulces
amores
canta sólo mi
lira.
Se sabe que
Anacreonte, como todos los artistas (poetas, pintores, escultores) de la
Antigüedad, no pertenecía a la aristocracia gobernante (eran en todo caso, sus
protegidos.) Para ilustrar esta idea de cómo eran considerados socialmente los
artistas en la Antigüedad, veamos una cita que Arnold Hauser hace de Plutarco
sobre el particular:
Plutarco dice:
“Ningún joven de buen natural deseará, al contemplar el Zeus de Olimpia o la
Hera de Argos, ser Fidias o Policleto.” Esto habla suficientemente claro contra
los pintores y escultores; pero a continuación se añade que el tal joven
tampoco querrá ser Anacreonte, Filemón o Arquíloco; pues si bien, como Plutarco
dice, nosotros nos gozamos en las obras, sus autores no merecen ser
necesariamente emulados. (E-1964-1: 147.)
Vale hacer esta aclaración del tan venido a menos
quehacer artístico en la sociedad antigua, para explicarnos cómo Anacreonte que
es un servidor cortesano está “adulando el gusto” de sus protectores. A
Anacreonte -dice Ramón de Perés- “tocóle vivir en una época de lujo, en la
corte de Polícrates, parecida a la de los príncipes orientales, quien consideró
como el mejor ornato de ella el tener junto a sí un poeta tan celebrado y tan
artista como Anacreonte, que cantaba en fáciles versos los atractivos de una
vida sensual, dedicada al amor, a la música, al vino, sin grandes pasiones que
vengan a entenebrecerla.”[23]
La época, entonces, había cambiado sus gustos. La nueva aristocracia, cortesana
y no guerrera como en la época de Homero o de Hesíodo prefiere cantarle a los
placeres y no a los héroes o a los dioses (Cadmo: fundador de Tebas; los
atridas: Agamenón y Menelao, hijos de Atreo, héroes legendarios de Troya, cuyas
hazañas ha cantado Homero en la Ilíada, y el mismo Hércules que es un semidiós
cuyos “trabajos” son también hazañas que refiere la mitología.) La poesía
lírica sustituye a la épica en los gustos del público (por eso dice Anacreonte:
“Héroes, preciso es daros/ eterna despedida.”) El poeta se aviene a eso. Y
aunque es una realidad que él trata de justificar aduciendo que el amor es el
tema de su preferencia, lo cierto es que está recusando a una corriente poética
opuesta a la suya y que le hace competencia en el favoritismo de la sociedad. Y
esta oposición de una poesía realista y una poesía idealista se proyectó
-adoptando otras denominaciones: clásica y romántica, renacentista y barroca,
social y pura, por ejemplo- a lo largo de toda la historia de la literatura,
hasta nuestros días. Pero, insistimos, no quiere decir que sea verdad aquello
de que la poesía idealista o pura deje de ser social o que no tenga relación
con la sociedad; del mismo modo como su opuesta, la poesía realista, tampoco
deja de tener cierta “pureza”, pues “la poesía -al decir de Pablo Neruda- tuvo
siempre la pureza del agua y del fuego que lavan o queman, sin embargo.”[24]
O sea, que cuando esa
curiosidad por los orígenes ya se ve satisfecha, los intereses cambian, y la
poesía busca otras motivaciones (como hemos visto ocurrió en el poema de
Anacreonte: incluso de manera beligerante o antagónica con la poesía
precedente.) Por lo demás, puede percibirse, de modo subyacente en ese poema de
Anacreonte, una propuesta teórica, una concepción acerca de lo que es la
poesía, es decir que a veces sin proponérselo el poeta deja traslucir su visión
respecto de su trabajo, y siempre será su punto de vista desde la sociedad o en
relación con los intereses que pugnan en ésta.
Las relaciones entre pensamiento, lenguaje y
realidad no siempre han sido, pues, las mismas a lo largo de la historia del
hombre occidental, desde el griego clásico. Para éste el lenguaje no era
vehículo; era la expresión misma del pensar; es decir, para el griego antiguo,
lenguaje y pensamiento constituían una unidad. Entre los griegos, dice Rodolfo
Mondolfo, la dualidad de ser y pensar es, realmente, unidad, pues “el mundo de
las ideas adquiere vida, alma y movimiento cuando también al ser le son
atribuidos movimiento, vida, alma e intelecto, y aquel ‘conocer es hacer’.”
(E-1961: 62.) Dice Borges:
Si (como el griego
afirma en el Cratilo)
El nombre es
arquetipo de la cosa,
En las letras de
rosa está la rosa
Y todo el Nilo en
la palabra Nilo.
(“El Golem”)
O sea que el pensar
no era algo distinto de la realidad sino un modo de ser de ésta. Verdad no era
para el griego concordancia entre la realidad y lo que se dice de la realidad,
sino develamiento de la realidad. La separación entre lenguaje y realidad, que
se observa ya en el período helenístico-romano, significa una ruptura en el
modo de pensar y concebir la realidad. Esta ruptura se dará en la Edad Media. Aunque el panorama genérico no será distinto a lo
ocurrido en la Antigüedad.[25]
Desde el momento en que se
reinicia la actividad poética[26]
(así como en los tiempos aurorales de la literatura occidental, en que destacan
los poemas homéricos: es decir, la poesía épica, aquella que habla de hechos
objetivos, externos al poeta), a partir del s. XI, con la Canción de Roldán, en
Francia, el poema del Mío Cid, en España (s. XII), y el Cantar de los
Nibelungos, en Alemania (s. XIII), la épica en verso sirve de medio para, otra
vez, tratar de explicar el origen de los pueblos que se han formado en el
transcurso de esos “cinco siglos de oscuridad”, luego de los cuales, en
realidad, se ignora lo ocurrido en ellos.[27]
Esos héroes (Roldán, Rodrigo Díaz de Vivar o Sigfrido, respectivamente) son los
paradigmas, los modelos de virtudes, dignos de imitarse y de venerarse como
fundadores de sus respectivas naciones. Y esto se da por la época que Arnold
Hauser denomina la Plena Edad Media, la de la nobleza cortesana, cuando los
ímpetus bélicos han menguado.[28] A fines de la Edad Media (o Baja Edad Media, ss. XIV
y XV), los cambios sociales van a ser los que decidirán el hecho de que los
poetas e intelectuales en general se preocupen por descubrir las obras de la
Antigüedad (a las que llamarán clásicas, pues las considerarán como paradigmas
o como modelos dignos de imitarse.)
Debemos dejar sentado aquí
que durante la Edad Media y aun en la Edad Moderna, es decir desde el s. V d.
C. hasta fines del s. XVIII, se tuvo como invariable el respeto a la autoridad
en materia estética y/o artística. Así, tanto Platón como Aristóteles se
convertirán en verdaderos dictadores de la práctica y de la teoría del arte y
la literatura. Se tuvo que esperar hasta el s. XIX para que, por ejemplo, el
concepto de belleza, que se había convertido en un ídolo que presidía las
reuniones académicas, fuera sacudido de su pedestal.[29]
En el s. XIX (especialmente a fines del mismo), por
ejemplo, los artistas y escritores reivindicaron su derecho a describir y a
expresar las cosas “feas”, de esa nueva concepción surgen Las flores del mal
de Baudelaire. Es también de aquella época la famosa frase de Arturo Rimbaud:
“Un día senté a la belleza en mis rodillas, la sentí insulsa, y la injurié.”
Pero podemos resumir la influencia del punto de vista social en el ámbito
literario, reconociendo que muchas de las ideas en este sentido, sugeridas ya en
el s. XVIII por personalidades como Diderot[30], en Francia; Herder, los hermanos Schelegel y el mismo Goethe, en
Alemania, y Samuel Johnson en Inglaterra, cobrarán plena vigencia a partir de
1830 en que se percibirán profundos transtornos y rupturas en la historia de la
literatura y de la crítica. A la muerte de esos precursores aludidos, una nueva
generación toma la palabra... y la acción.
[2] “Algunos llegan a pensar que aun la meditación sobre
su arte, el rigor del razonamiento aplicado al cultivo de las rosas, no pueden
sino perder a un poeta, pues el objeto principal y más encantador de su deseo
debe ser comunicar la impresión de un estado naciente (y felizmente naciente) de emoción creadora que, por virtud de la
sorpresa y del placer, pueda sustraer indefinidamente el poema a toda reflexión
crítica ulterior.” (Paul Valéry, E-1965-a: 164.) Y el mismo Valéry sostiene que
“hay tantas interpretaciones de textos como miradas.” (Op. Cit: 103.) De ser
cierto lo aseverado por este autor, entonces, la interpretación o explicación
del poema se convierte en un ejercicio ocioso, puesto que nunca se ha de llegar
a una determinación o explicación definitivas. Sin embargo, el mismo Valéry
-como reconociendo lo exagerado de su proposición- aclara seguidamente que no
se trata de decir o creer y hacer creer (enseñar, dice él) “que un poeta no
siempre es incapaz de razonar una regla de tres; ni que un lógico no siempre es
incapaz de ver en las palabras otra cosa que conceptos, clases y simples
pretextos de silogismos. Y aun añadiré sobre este punto una opinión paradójica:
que si el lógico no pudiera jamás ser sino lógico, no sería y no podría ser un
lógico; y que si el otro no fuera jamás sino poeta, sin la menor esperanza de
abstraer y de razonar, no dejaría tras de sí ninguna huella poética. Pienso muy
sinceramente que si cada hombre no pudiera vivir una cantidad de vidas
distintas de la suya, no podría vivir la suya.” (op. cit.: 171.)
[3] Y no pasemos por alto el hecho de que Ortega
reconoce ser discípulo de Menéndez Pelayo: “El pensamiento español, dice
Menéndez Pelayo, dice Unamuno, es realista. (…) ¿Qué voy a hacer yo, discípulo
de estos egregios compatriotas, si no tirar una raya y a hacer la suma?” (Op. cit., t. 1: 91.)
[4] Más
adelante habrá ocasión de desarrollar la idea de que a la reflexión sobre la
propia obra se la denomine ‘poética’ y a la reflexión sobre el arte en general,
‘estética’ (dos acciones que, con toda legitimidad, pueden asumir los
creadores, artistas o poetas, en general.)
Nº 8, Buenos Aires, Codex, 1967, p. 6.
[6] El símil de Ortega
es distinto del siguiente de Marx: “Milton produjo el Paraíso perdido por el
mismo motivo por el que un gusano de seda produce seda. Era una manifestación
de su naturaleza.” (E-1976: 187). Y es distinto, porque Marx no dice que
-esa similitud- los haga iguales, hasta el extremo de estar el poeta -como el
gusano- desprovisto de ideas filosóficas, psicológicas y estéticas.
[7] No se olvide que en la ciencia del arte -que es la
Estética y que viene a ser la teoría del arte, es decir, su “ciencia general”-
cada manifestación artística tiene también, aparte, su propia teoría: de la
música, de la pintura, del cine. A la teoría de la literatura se le llama
también Poética o ciencia de la literatura o estudios literarios. Umberto Eco
propone llamar ‘poéticas’ a las teorías específicas de cada arte en particular,
y reservar el de ‘estética’ para las teorías comunes a todas las artes en
general (E-1972-a: 14.)
[8] “Carta
tónico-biliosa a una amiga: Juana Manuela Gorriti”, Sección “Artículos y
versos”, op. cit. p. 1453.
[9] Nótese que
el recorrido es bastante amplio: Desde el siglo V a. C. hasta el siglo XVIII d.
C., y obsérvese que, con la excepción de Horacio, los mencionados no se
caracterizaron por la creación artística propiamente dicha.
[11] Esto lo
escribe en El pez en el agua (C-1993: 402), libro en el que -dígase de
paso- asume la actitud soberbia de los dioses del Olimpo, y reparte
absoluciones y condenas a todos los que puede y/o se le cruzan por la mente. Y
si esa actitud en los dioses del Olimpo -que conocemos a través de los clásicos
griegos- fue injusta en muchos casos, ya se puede colegir cuál es el resultado
en el caso de MV.
[12] Citado por
Roberto Fernández Retamar, “La contribución de las literaturas de la América
Latina a la Literatura Universal en el siglo XX”, en: Revista de Crítica
Literaria Latinoamericana N° 4, Segundo semestre, 1976, p. 18.
[13] Este es el poema en que Darío le increpa a Roosvelt su
prepotencia y le dice: “Eres los Estados Unidos, / eres el futuro invasor / de
la América ingenua que tiene sangre indígena / que aun reza a Jesucristo y aun
habla en español.” Y termina diciéndole
que no podrán “tenernos en vuestras férreas garras. / Y pues contáis con todo,
falta una cosa: Dios.”
[14] El delfín de MV (Álvaro) dice que “hasta Rubén
Darío, mareado de cisnes y de alcoholes milita entusiasmado con sus poemas
antiimperialistas”, citado del libro El perfecto idiota latinoamericano
(de AV et. al.) por Rafael Romero, Respuesta
a Vargas Llosa (E-2000: 91.) Por supuesto para AV (y también para MV) la
actitud ‘antiimperialista’ es una de las características del “perfecto idiota
latinoamericano”.
[15] Desde luego, la expresión histórico-social es
limitante, puesto que el realismo es mucho más de lo que establecen sus
coordenadas. La usamos sólo como punto de referencia que marca distancia
respecto de su opuesto: el esteticismo, que sí hace par con el formalismo.
[16] Y en otro
momento dice: “los autores franceses del ‘nouveau roman’, formalista a
ultranza, lo llamaron [a Flaubert] su precursor.” Y agrega MV: “Una escala
importante en esa línea de descendientes ‘artísticos’ [para oponerlos, con una
fórmula esquemática, a los realistas] es Proust.” (Op. cit.: 257.) Y cabe
preguntar: ¿por qué no siguió usando el término ‘formalistas’ en lugar de
‘artísticos’ (en el uso de éste hay un trasfondo capcioso.)
[17] Aclaremos
que no se trata de jerarquías maniqueas, sino de “funciones, a las que podemos
denominar masculina y femenina”, considerando que ésta es seducida por el
brillo o el gesto que sólo son ‘fenómenos de piel’, mientras que la otra las
obvia a favor de lo sobrio, lo parco y lo frugal. Cf. Carlos D. Pérez, Masculino-femenino
o la bella diferencia, Buenos Aires, Paidós, 1982, pp. 43-68.
[18] José
Carlos Mariátegui plantea una hipótesis similar en relación con Eguren. Dice:
“Nacida medio siglo antes, la poesía de Eguren habría sido romántica, aunque no
por esto de mérito menos imperecedero. Nacida bajo el signo de la decadencia
novecentista, tenía que ser simbolista.” (E-1980: 302.)
[19] Expresión tomada del poema “Calligrammes” de Guillaume Apollinaire, y
corresponde al siguiente verso: “Je juge cette longue querelle de la tradition
et de l’invention/ de l’ordre et de l’aventure.” Una traducción aproximada o literal sería la
siguiente: ‘Yo juzgo esta larga querella de la tradición y de la invención/ del
orden y de la aventura’.
[21] Ejemplo de este tipo de poemas teológicos o
filosóficos son La Biblia o De rerum Natura (De la naturaleza
de las cosas), de Lucrecio.
[22] “El arte épico es, en esencia, narración, y Homero
es un narrador consumado”, dice George Finsler, La poesía Homérica,
Buenos Aires, Labor, 1930, p. 67. Y, en efecto, la palabra “épica” deriva del
prefijo griego ‘epos’ que significa: “narrar”, “contar”. Pero, en tanto las
características del género épico han dejado de tener vigencia, es la
denominación de “narrativa” la que se ha impuesto en su reemplazo.
[23] Agrega R. de Perés que cuando el tirano de Samos,
Polícrates, protector de Anacreonte fue derrocado, el rey de Atenas, Hippias,
“mandó un navío para que llevara a Anacreonte
a Atenas, y el poeta halló allí otro centro delicioso en que seguir
cantando el amor, las rosas, el vino, por más que fuera ya sólo un viejo
alegre, amigo de los placeres y grato cortesano que se disputaban todos los
reyes.” (E-1975: 118).
[24] Palabras de
presentación al libro Canción de gesta, La Habana, Imprenta Nacional de
Cuba, 1960, p. 1.
[25] “Por de pronto, el nuevo ideal de vida
cristiana cambia no las formas externas, sino la función social del arte. Para
la Antigüedad clásica la obra de arte tenía ante todo un sentido estético; para
el cristianismo, este sentido era extraestético. La autonomía de las formas fue
lo primero que se perdió de la herencia espiritual de la Antigüedad. Para el
pensamiento de la Edad Media no existen, en relación con la religión, ni un
arte existente por sí mismo, despreocupado de la fe, ni una ciencia autónoma.
El mismo arte, por lo menos en lo que se refiere a su efecto de difusión, es
incluso el más valioso instrumento de la obra educativa de la Iglesia.” (Hauser, E-1964-I: 157).
[27] Las
principales actividades de la Alta Edad Media (aquella en que predomina una
aristocracia guerrera) serán, precisamente, la guerra y el ritual religioso,
cristiano. Y la cultura fue asumida por la Iglesia, en función a sus intereses.
Por eso las actividades mundanas, no vinculadas a la religión prácticamente
pasan desapercibidas.
[28] “La unidad de la Edad Media como período histórico es
artificial -dice Hauser. En realidad la Edad Media se divide en tres períodos
culturales completamente independientes: el del feudalismo, de economía
natural, de la Alta Edad Media; el de la caballería cortesana, de la Plena Edad
Media, y el de la burguesía ciudadana, de la Baja Edad Media. Los cortes entre
estas épocas son, en todo caso, más profundos que los que existen al comienzo y
al fin de la Edad entera.” (Hauser, E-1964-1: 151.)
[29] Aunque aún puede verse que sobrevive -en estado
degradado, y, sin embargo, belicoso- en las teorías formalistas o del “arte por
el arte.”
[30] De este autor dice Henri Lefebvre que “puede ser
considerado como el creador de la estética moderna.” (E-1956: 20.)
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