De la Alienación
Roger Garaudy
“Ser radical es atacar el problema por la raíz. Pero
para el hombre la raíz es el hombre mismo.”1 Marx subrayaba así que
el punto de partida de su doctrina es el hombre. Pero no el hombre abstracto de
los metafísicos o las exigencias piadosas de los moralistas, sino la situación
del hombre en la economía capitalista.
Esta
situación es la de un desgarramiento del hombre.
La
dialéctica inmanente de esta situación contradictoria engendra a la vez la
destrucción del hombre, su subordinación a la lógica inhumana de fuerzas que él
ha creado y que reaccionan sobre él, y también las ilusiones y las alienaciones
de su pensamiento que confirman su esclavitud.
Pero la
propia dialéctica inmanente crea las condiciones para la superación de esta
situación, de sus contradicciones y sus ilusiones, es decir, las condiciones de
un regreso del hombre a sí mismo con la reintegración de todas sus fuerzas
alienadas y dispersadas por el capitalismo.
Tal es el
centro de la perspectiva de la filosofía marxista.
La
economía política marxista comienza con el análisis de la mercancía, lo mismo
que la filosofía marxista. De esta manera se expresa una original solidaridad:
la clave de la filosofía marxista se encuentra en la economía, y,
recíprocamente, la economía marxista solo es comprensible a partir de una
filosofía que no es la del positivismo, sino la de la dialéctica materialista.
El marxismo nació el día en que Marx cobró conciencia de esta interdependencia.2
Economía
política y filosofía tienen en común el estudio del hombre en sus relaciones
con las cosas. Estas relaciones no son intemporales, sino históricas. En el
mundo capitalista, el mundo que rodea al hombre -objeto de sus necesidades y
condición de su vida- es un mundo de mercancía: la “naturaleza”, las cosas, no
se encuentran en la prolongación directa de sus trabajos ni de sus necesidades;
toda una serie de mediaciones se intercalan entre el trabajo y el producto del
trabajo, entre la necesidad y su satisfacción. Y sin embargo, toda esta
“naturaleza”, todas esas cosas, han sido creadas por el trabajo de las
generaciones pasadas, para satisfacer sus necesidades. Esa naturaleza,
amasada con los esfuerzos y los pensamientos de los hombres, se ha tornado
humana. “Esta naturaleza antecesora de la historia humana no es la naturaleza
en que vivimos nosotros… La naturaleza en el primer sentido no existe hoy en
ninguna parte, si se exceptúa una que otra isla de coral, de formación
reciente”.3
No solo
el pan es obra del hombre, sino también el trigo; y no solo la máquina, sino
también el hierro. Este mundo de productos es trabajo cristalizado.
Sin
embargo ya no muestra las huellas del que lo ha realizado, la marca
propia, individual, del artista o del artesano. Es cierta suma de trabajo
abstracto, sin rostro, intercambiable o, más sencillamente cambiable.
Tiene el
mismo carácter de fría impersonalidad en sus relaciones con nuestras
necesidades: antes de tener “propiedades” que responden a nuestros deseos,
tiene un “valor” que lo torna accesible o no a dichos deseos.
Esta
situación es rica en paradojas. La naturaleza, tan cargada de humanidad, ha
dejado de ser “el cuerpo inorgánico del hombre”, según la profunda expresión de
Marx. Se ha vuelto extraña al hombre. El trabajo acumulado en el curso de
milenios, el trabajo muerto, testigo de la potencia del hombre, se yergue ante
éste, ante el trabajo vivo y los deseos concretos, como una potencia exterior.
El valor de cada mercancía, que parece no tener relación con las necesidades
que ésta satisface o con el trabajo que la produce, tiene la objetividad
implacable de las cosas. En ese universo en que todo se compra y todo se vende
-hasta el aire o la luz negados a los tugurios-, en ese universo creado por el
hombre, parece que ya no hubiera más que cosas.
La
economía burguesa acepta como un dato inicial este universo de cosas; se
conforma con descubrir las relaciones de las mismas y extraer las constantes de
esas relaciones.
Contra
semejante positivismo, la economía marxista se remonta a las fuentes de dichos
productos y de tales ilusiones: más allá de las apariencias no hay otra cosa
que hombres que trabajan. ¿Qué relaciones han podido crearse esos hombres para
que la realidad aparezca invertida? Lo que es relación entre los hombres
adquiere la apariencia de relaciones entre las cosas.
Todos los
misterios de esta realidad económica inhumana se solucionarán por el análisis
de las relaciones humanas que los engendran. La división del trabajo afirma una
solidaridad, que es negada por la propiedad privada. Tal es la contradicción
inicial del universo de las mercancías; en ese universo los hombres son a la
vez complementarios entre sí por sus trabajos y antagónicos por sus
propiedades. El trabajo muerto, el de las generaciones pasadas, ha sido
acaparado por algunos, y se opone al trabajo vivo de las multitudes como una
fuerza extraña, misteriosa opresiva, que da a los amos un poder absoluto.
Existe un divorcio entre el hombre trabajador y su propia potencia. El
desarrollo histórico de la mercancía, en el primer libro de El capital, nos
hace asistir al nacimiento de un dios.
Este dios
es el poder alienado de la humanidad: el dinero.
Con el
dinero, nos dice Marx, “el poderío social se convierte en poderío privado de
los particulares”.4
Lenin
estimaba que no se puede entender perfectamente El capital de Marx, y en
particular el libro primero, sin haber asimilado la Lógica de Hegel.5
Para
convencerse de ello basta con comparar el primer libro de El capital con
el primer capítulo de la Lógica de Hegel. El problema del “punto de
partida” se plantea en ellos en términos análogos: el punto de partida del
conocimiento, como el de la realidad, es necesariamente concreto, pero este
concreto es ya un todo complejo, un balance. Y es necesario descomponerlo en
sus elementos constituyentes, con sus relaciones contradictorias.
El
devenir, en Hegel, es la primera realidad concreta, pero en él se enfrentan,
como momentos, el ser y el no ser, “que existen por sí mismos”.6
Lo mismo rige
para la mercancía en Marx. Ella es la primera realidad concreta. Pero solo
resulta inteligible si no se la considera como un dato bruto, sino en las
relaciones internas y contradictorias que la constituyen: es a la vez valor de
uso y valor de cambio. “Nos encontramos con contradicciones que reclaman una
solución. Pero como aquí no seguimos un proceso discursivo abstracto… sino una
sucesión real de hechos… estas contradicciones se habrán planteado también en
la práctica y en ella habrán encontrado también, probablemente, su solución.”7
¿Cuáles
son estas contradicciones y cómo han nacido? Un producto se convierte en
mercancía, “pura y simplemente [por] el hecho de que a la cosa, al
producto, vaya ligada una relación entre dos personas o comunidades, la
relación entre el productor y el consumidor, que aquí no se confunden ya en la
misma persona. He aquí un ejemplo de un hecho que ha producido lamentables
confusiones en las cabezas de los economistas burgueses. La economía no trata
de cosas, sino de relaciones entre personas y, en última instancia, entre
clases, si bien estas relaciones van siempre unidas a cosas y aparecen como
cosas.”8
Tal es,
en economía política como en filosofía, el descubrimiento fundamental de Marx:
el descubrimiento de las relaciones reales entre los hombres y las cosas. Este
descubrimiento -ya lo veremos más adelante- permitió a Marx, en filosofía,
superar las oposiciones tradicionales entre idealismo y materialismo vulgar, y
en economía política (como por lo demás en todas las ciencias) superar la
oposición entre el dogmatismo metafísico y el positivismo agnóstico.
Por el
momento sigamos el desarrollo de la economía mercantil bajo el impulso de las
contradicciones que la mercancía lleva en su seno; con la generalización de los
intercambios, escribe Marx: “se consolida la separación entre la utilidad de
los objetos para las necesidades directas de quien los produce y su utilidad
para cambiarlos por otros… o sea, entre su valor de uso y su valor de cambio”.9
Pero la simple multiplicación de los cambios hace aparecer la imposibilidad
material, técnica, de atribuir a cualesquier mercancía la función de
equivalente general; esta función será entonces atribuida a una mercancía
especial cuyas propiedades son tales (incorruptibilidad, divisibilidad,
transporte fácil, etc.), que encarnará, de alguna manera, al valor de cambio.
“La cristalización del dinero es un producto necesario del proceso de
cambio, en que se equiparan entre sí de un modo efectivo diversos productos del
trabajo, convirtiéndose con ello, real y verdaderamente, en mercancías.”10
La simple
acumulación cuantitativa de las operaciones de cambio ha engendrado así una
nueva realidad: la del dinero, y una relación económica nueva: el
desdoblamiento de la mercancía en mercancía y dinero. La contradicción entre
valor de uso y valor de cambio se ha solucionado históricamente, en la vida,
creando “la forma en que estos valores pueden moverse”11 es decir,
el dinero.
El
proceso lógico es al mismo tiempo un proceso histórico. La transformación del
trabajo concreto de un individuo en trabajo social abstracto y cristalizado en
la mercancía en general no es una visión del espíritu; esta abstracción se
realiza constantemente, fuera de nosotros, de nuestros deseos o de nuestra
conciencia, en el hecho de que la hora de trabajo en determinada rama de un
oficio es pagada a un precio determinado, y en el hecho de que la resultante
ciega y brutal de la competencia en el mercado de trabajo ha creado ese patrón
común, haciendo en primer lugar que el trabajo de Pedro y el de Juan sean
impersonales e intercambiables, y reduciendo al mismo denominador el trabajo
simple del jornalero y el trabajo complejo del obrero profesional. “El trabajo
se ha convertido -no solo en el plano de las categorías, sino también en la
realidad misma- en un medio para crear la riqueza en general, y, en tanto que
determinación, ha dejado de ser una sola cosa con los individuos.”12
Esta no
es aún otra cosa que una etapa del desarrollo de la “alienación” del hombre en
la sociedad mercantil y, más particularmente, en la sociedad capitalista. Las
nuevas contradicciones nacidas de la oposición entre las mercancías en general
y el dinero crean las nuevas formas del desarrollo de la economía monetaria al
engendrar el capital.
En
efecto, primitivamente el dinero no es más que el medio universal de
circulación de las mercancías. Pero a partir del momento en que el valor de las
mercancías se despega de ellas, se separa e incluso se opone a ellas bajo la
forma de dinero, aparece una nueva posibilidad de desarrollo de la riqueza, una
nueva ley de movimiento de la sociedad; a medida que rueda y se hincha ”el río
de olas de plata y oro”13,
ese dinero adquiere una gran autonomía en relación con las demás
mercancías, se convierte en el sinónimo de toda riqueza y, por consiguiente,
aparece como capaz de acrecentarse y reproducirse.
“El valor
se presenta de golpe como una sustancia motriz por sí misma… dinero que brota y
avanza constantemente, y que, como tal, es capital”.14
Al
adquirir el dinero su autonomía en relación con todas las demás mercancías,
adquiere una nueva función, en relación con la circulación tradicional de
mercancías, en la que el productor vendía lo que no necesitaba para comprar lo
que le hacía falta. De ahora en más, se consuma la ruptura con la necesidad y
el movimiento puede invertirse: el capital compra lo que no le hace falta
(medios de producción, materias primas, mano de obra) para vender y reencontrar
lo que puso en la compra, pero aumentado por un excedente.
¿Mas cómo
explicar este excedente? Por el hecho de que existe en el mercado una mercancía
capaz de crear valor: el hombre, con su fuerza de trabajo.
Aquí
comienza una tercera forma de movimiento, que no es ya la de la mercancía, ni
la del dinero, sino la del capital. Con ella surgen nuevas contradicciones, que
impulsarán al sistema hacia su descomposición y que engendran una nueva forma
de movimiento histórico, con nuevas leyes de desarrollo: el comunismo.
No
estudiaremos estos diversos pasajes desde el punto de vista económico, sino
solo en sus relaciones con la situación del hombre, investigando al mismo
tiempo, con Marx, las verdaderas relaciones humanas que hay detrás de las
apariencias.
¿Cuál es
la situación del hombre en la sociedad capitalista, es decir, en una sociedad
en la cual, habiéndose hecho social el trabajo en razón del progreso de la
técnica, la propiedad de los productos del trabajo sigue siendo privada?
La
primera característica de la situación del hombre en semejante sociedad emana
de la división del trabajo: se trata del “desmenuzamiento del hombre”15
La
división del trabajo se presenta bajo distintas formas y con diferentes
consecuencias en el conjunto de la sociedad y en el interior de la fábrica.
La división
social del trabajo caracteriza la producción mercantil en general. Es
por lo tanto anterior a la sociedad capitalista, pero lleva en sí numerosas
contradicciones: “La división del trabajo trae consigo una posibilidad
-posibilidad convertida en realidad-: la de que las actividades espirituales y
materiales sean ejercidas por individuos diferentes; que unos gocen y otros
trabajen, unos produzcan y otros consuman.”16
Con esta
forma de producción se torna necesariamente desigual el reparto de los trabajos
y de los productos del trabajo, y por consiguiente de la propiedad. “División
del trabajo y propiedad privada son expresiones idénticas; en la primera se
expresa con relación a la actividad lo que en la otra se expresa con relación
al producto de la actividad.”17
Ese es el
fundamento objetivo de una profunda contradicción: como el reparto de las
tareas no se hace en forma consciente y voluntaria, sino según las exigencias
espontáneas y ciegas del mercado, la potencia propia del hombre, que se expresa
en el entrelazamiento social de los trabajos de todos, se convierte para cada
hombre en “una potencia extranjera exterior que lo subyuga en lugar de ser
dominada por él”.18
En la
división del trabajo se expresa entonces la potencia de la actividad creadora
del hombre, no en tanto que individuo, sino en tanto que especie; se expresa en
una forma exteriorizada, alienada, que aplasta al individuo en lugar de
exaltarlo.
La
primera forma de esta división social del trabajo fue la separación de la ciudad
y el campo. Condenó durante siglos enteros a la población rural -apartada de
las grandes corrientes de intercambios materiales y espirituales-, y mutiló al
mismo tiempo al trabajador de las ciudades, al obligarlo a sacrificar sus
posibilidades físicas e intelectuales para el perfeccionamiento unilateral de
una sola aptitud. “Al dividir el trabajo se divide también al hombre.”19
En la
ciudad continúa la subdivisión del trabajo con la separación de la producción y
del comercio. Esta subdivisión da nacimiento al “mercado” en el pleno sentido
de la palabra; en el límite ningún productor fabrica ya el producto
directamente para el consumidor, sino para el cambio. El mercado se aparece
entonces a los productores como una fuerza exterior, tan impersonal como una
fuerza de la naturaleza, y obediente a las leyes que tienen el mismo carácter
de necesidad ciega que las estaciones o las enfermedades.
Cada
productor tiene libre acceso al mercado. Pero ignora qué le espera a su
producto. Lo que sucederá en el mercado es para él un azar imprevisible. No hay
vinculación consciente entre la producción y las necesidades, y el equilibrio
solo se establece después de largas fluctuaciones.
La
reducción al mismo denominador de los diferentes trabajos, así como de las distintas
mercancías, se produce en forma independiente de la conciencia, de los deseos,
de las previsiones de los productores o de los mercaderes. Su elección
subjetiva, su decisión de consagrarse a la venta de determinado producto, son
orientadas fuera de ellos, independientemente de ellos, por las leyes
necesarias del mercado. Las proporciones del cambio, escribe Marx, evolucionan
“independientemente de la voluntad y las previsiones de los productores”.20
El
mercado domina a los productores. Rige sus actividades según una “ley que está
en las cosas y que no depende de la voluntad y de los deseos de los
productores”.21 Las acciones de cada productor son así inspiradas, a
pesar de él, por esa necesidad exterior, y es por ello que existe una
discordancia constante entre los objetivos perseguidos y los resultados
alcanzados. En el caos de las intenciones y las pasiones individuales, que son,
en último análisis, dictadas por la necesidad ciega, se multiplican las
oposiciones de voluntades, los choques, las luchas que lo convierten todo en
una verdadera selva.
La
sociedad burguesa no ha salido de las formas animales de la economía,22
escribía Marx a Engels después de haber leído a Darwin.
“Hay pues
innumerables fuerzas que se entrecruzan, una serie infinita de paralelogramos
de fuerza que dan origen a una resultante: el hecho histórico. A su vez, éste
puede considerarse como producto de una fuerza que, tomada en su conjunto,
trabaja inconscientemente y sin volición. Pues lo que desea cada individuo es
obstaculizado por otro, resultando algo que nadie quería.”23
La ley
del valor se manifiesta en la anarquía de las avideces enfrentadas. Marx y
Engels han subrayado con fuerza esta separación entre las actividades
individuales, sugeridas por impulsos subjetivos, en apariencia sin ley, y la
necesidad que en último análisis las rige.
“La
esfera de la concurrencia, si solo se tiene en cuenta cada caso separadamente,
es dominada por el azar; la ley interior que se afirma en estos azares y los
rige no se muestra, pues, más que cuando se reúne toda una multitud de dichos azares,
en tanto que los diversos agentes de la producción no la ven ni la entienden.”24
De ahí
nace lo que Marx llama en sus primeras obras “alienación”, y en El capital
“fetichismo”.25 En el intercambio los hombres se aparecen ante sí
mismos como independientes los unos de los otros, pero en el mercado, que los
vincula entre sí e independientemente de su voluntad, dicha independencia
personal aparente choca con una dependencia recíproca que no es querida por
nadie y que por consiguiente parece impuesta por las cosas.
Por una
parte “la concurrencia aísla a los individuos”26, que no vuelven a
encontrarse sino en el intercambio, forma característica y fundamental de las
relaciones humanas en la sociedad capitalista, y, al mismo tiempo, “la libre concurrencia
impone a los capitalistas las leyes inmanentes de la producción capitalista
como leyes coercitivas externas”.27
Ya no
depende, por ejemplo, de la buena voluntad del capitalista el tener en cuenta
al hombre: si tratara individualmente, más allá de ciertos límites, de
disminuir la jornada de trabajo de sus obreros o de aumentarles los salarios,
sería despedazado por la competencia. Estas “leyes inmanentes” del capitalismo
adquieren la forma de un destino trascendente, de una necesidad ciega e inhumana.
“Ganar
dinero [es el] principio motor de la producción capitalista”,28 y
tampoco esto depende del capitalista: el capitalista solo se mantiene
desarrollándose. Sin el perfeccionamiento constante de la maquinaria no es
posible resistir a la competencia, y esta renovación exige una constante
acumulación de capital.
Éste
aparece así como un “monstruo animado”,29 un Moloch devorador de
hombres, que se desencadena en la sociedad con la impersonalidad bestial de los
elementos y que crea la desdicha de los hombres como una fatalidad extraña,
todopoderosa y cruel.
Y sin
embargo “el capital es una relación social entre personas, relación que se
establece por intermedio de las cosas”,30 pero, como en el caso de
la mercancía y del dinero, “la ilusión proviene aquí del hecho de que una
relación social se presenta bajo la forma de un objeto”.31
La forma
extrema de esta alienación, en la que el capital parece crearse y re-crearse
por sí mismo, se encuentra en el capital que produce interés. En efecto, en él
se encuentra en forma pura el dinero, es decir, una mercancía ninguna de cuyas
propiedades físicas tiene relación alguna con una necesidad del hombre, una
mercancía que no tiene valor alguno de uso y sí solo un valor de cambio.
Por tanto
es el objeto por excelencia.
Al mismo
tiempo el dinero resume en sí todo el poder alineado de la humanidad.
Confiere
al individuo que lo posee la suma todopoderosa de los esfuerzos y las obras
acumuladas por la humanidad, en cuanto especie, a lo largo de los milenios.
Marx
gusta de subrayar que Shakespeare, en el Renacimiento, en el momento en que la
producción mercantil se convierte en la forma característica de la economía, ha
descrito perfectamente ese poder omnímodo del dinero en su Timón de Atenas:
“¿Oro? ¿Oro precioso, rojo, fascinante? Con él se torna blanco el negro y
hermoso el feo; bueno el malo, joven el viejo, valiente el cobarde, noble el
ruin… ¡Oh dioses! ¿Por qué es esto? ¿Por qué es esto, oh dioses? Y retira la
almohada al convaleciente; sí, este esclavo rojo ata y desata vínculos
consagrados; bendice al maldito; hace amable la lepra; honra al ladrón y le da
rango, pleitesía e influencia en el consejo de los senadores; conquista
pretendientes a la viuda vieja y encorvada: …¡Oh maldito metal, vil ramera de
los hombres!”32
Shakespeare
tuvo conciencia del momento en que, en la economía mercantil que se convertía
en economía capitalista, todo, inclusive los hombres, con sus sentimientos, sus
deseos, sus opiniones y sus voluntades, entraba en la circulación de las
mercancías.
También
la abstracción del trabajo es llevada a la perfección: el trabajo cristalizado
en la mercancía ha perdido, en el dinero, todo rastro del hombre y de su obra.
Al
trasformar el producto del trabajo en mercancía, la división del trabajo
trasforma las relaciones entre el productor y el producto de su trabajo.
El
productor es separado primeramente del producto de su trabajo porque este
producto adquiere un carácter impersonal y abstracto.
Mientras
el hombre trabaja para crear un valor de uso, su producto tiene un carácter
concreto, personal, humano; encarna en cierto modo las fuerzas físicas e
intelectuales del hombre, en primer lugar porque responde a una necesidad
personal, luego porque resulta de un trabajo personal. Es humano por su origen
y por su fin. Como el arco que el propio Ulises ha fabricado y que solo él
puede tender, y en el cual encuentra, en Itaca, la más alta confirmación de sí
mismo.
El valor
de cambio, por el contrario, es indiferente a los esfuerzos y a los deseos de
los hombres; es una simple entidad abstracta, impersonal. “El trabajo concreto
se convierte en forma o manifestación de su antítesis, o sea, del trabajo
humano abstracto.”33
En la
mercancía desaparece toda relación viva entre el hombre y su obra, la “riqueza”
deja de ser función de las necesidades; deja de ser una propiedad del hombre,
de expresar la complejidad de sus relaciones con el mundo.
Esta
deshumanización comienza con los principios de la forma capitalista de la
producción. Y, ya lo veremos, solo es socialismo la abolirá.
Toda
riqueza es en adelante mercancía, y por lo mismo se encuentra ubicada fuera del
hombre y por encima de él, “como una potencia extraña”34
Las
relaciones económicas pierden todo carácter humano. Ya no existe “una relación
inmediata entre la cosa y el hombre”.35
Cuando,
en la producción de interés, el capital crea dinero y el dinero crea capital,
es decir, cuando el hombre es “completamente aliendo”,36 cuando el
capital se le sustituye para regir a la vez el movimiento de la sociedad y las
relaciones entre los individuos que la componen, entonces el hombre, en su función
propia de creador, de productor, de trabajador, aparece solo como un momento
del proceso del capital, como un eslabón en el ciclo por el cual el capital se
reproduce. En ese estadio no es ya el obrero quien produce el capital, sino que
es el capital quien produce al obrero.
El
obrero, en el circuito, no es ya más que una mercancía como las otras que
compra el capital; sin el capital el obrero pierde su razón de ser, su
existencia: sus propiedades humanas solo se expresan concretamente en la medida
en que el capital las pone en funciones.
Las
necesidades del obrero en cuanto tal, como instrumento necesario del capital,
son las que exigen la mantención y la reproducción de su fuerza de trabajo. Su
salario forma parte de los gastos necesarios del capital, a igual título que el
combustible de una máquina. La economía política burguesa, sobre todo en la
época clásica, implica así una moral: “su ideal es el avaro ascético
pero usurero, y el esclavo ascético pero productor”.37
El ahorro es ponderado como virtud fundamental; a la inversa del Colas
Breugnon de Romain Rolland, que expresa su ansia de vivir en esta máxima:
“Cuanto menos tengo más soy…”, Marx resume la moral de la economía política en
este axioma: “Cuanto menos tienes, menos exteriorizas tu vida; cuanto más
posees, más crece tu vida alienada”.38
La
significación de la existencia humana se ve invertida por esta alienación del
hombre. La riqueza humana pierde su carácter humano; ya no consiste en asimilar
todas las creaciones anteriores del hombre y en agregar algo personal a esa
obra milenaria del trabajo de la especie humana. El hombre “rico” ya no es “el
que -según la admirable fórmula de Marx- tiene necesidad de una totalidad de
manifestaciones humanas de vida, el hombre en quien su propia realización
existe como una necesidad interior, como algo imprescindible”.39
Esta
desposesión de la humanidad encuentra su expresión suprema en la situación del
obrero.
Esta
situación se caracteriza por el lugar que la división del trabajo asigna al obrero.40
A medida
que el mercado se extiende, sus exigencias revolucionan la producción: la
producción individual, artesanal, sucumbe ante la producción social, más masiva
y menos costosa, realizada en el taller y luego en la fábrica.
Entonces
aparece una nueva forma de la división del trabajo en el interior de la
fábrica. A diferencia de la división social del trabajo que reina en la mayor
parte de las formaciones sociales, la división fabril es una creación original
del capitalismo. Ha permitido una productividad del trabajo sin comparación con
todas las anteriores formas de organización, sobre todo debido al desarrollo
del progreso técnico y del maquinismo, que constituyen uno de los más grandes
méritos históricos del capitalismo.
Entre la
división social y la división fabril del trabajo no existe solo una diferencia
de grado, sino de naturaleza.
Por
empezar, en la división fabril del trabajo “los trabajadores parcelarios no
producen mercancías. Solo el producto colectivo de su trabajo se convierte en
mercancía”.41 Y las consecuencias de este hecho son considerables;
en las formas medievales de producción, en los talleres individuales o
familiares, no se planteaba el problema de saber a quién pertenecía el producto
del trabajo. El poseedor del taller y de las herramientas es al mismo tiempo el
productor; el trabajo realizado por cuenta ajena, la ayuda de un compañero, no
cambian para nada el hecho de que la propiedad de los productos reposa en el
trabajo personal. Con la concentración de los medios de producción en grandes
talleres, el dueño de los medios de trabajo continuó apropiándose el producto
del trabajo, incluso cuando éste dejó por completo de ser obra suya y se
convirtió exclusivamente en producto del trabajo ajeno. Mientras la producción
se tornaba social, el modo de apropiación siguió siendo privado. El capitalista
no se apropia solo del producto del trabajo vivo de los obreros, sino también
-gracias a la propiedad de los medios de producción- del producto del trabajo
social de las generaciones pasadas. La obra común de la humanidad, en cuanto
especie, se convierte en un instrumento de su poderío personal. Estos medios de
producción se han vuelto también sociales, “pero se los somete a una forma de
apropiación que presupone la producción privada individual, es decir, aquella
en que cada cual es dueño de su propio producto y, como tal, acude con él al
mercado. El régimen de producción se ve sujeto a esta forma de apropiación, a
pesar de que destruye el supuesto sobre el cual descansa. En esta
contradicción… se encierra ya, en germen, todo el conflicto de los tiempos
actuales”.42
Como el
producto no pertenece al obrero, y como el salario del obrero corresponde a lo
estrictamente necesario para mantener y reproducir la fuerza de trabajo que
necesita el capital, resulta de ello que crece sin cesar la separación entre
las riquezas producidas por el obrero y su propia miseria.
Esta
alienación, descrita por Marx en sus Manuscritos de 1844 (capítulo sobre
“El trabajo alienado”), caracteriza la situación del obrero en el régimen
capitalista, y las leyes de la pauperización relativa y absoluta, en El
Capital, serán su expresión económica.
Cuando
más se gasta el obrero trabajando, más poderoso se vuelve el mundo extraño y
objetivo que él crea frente a sí, más se empobrecen él y su mundo interior, al
mismo tiempo que le pertenecen cada vez menos objetos. El mismo fenómeno se
comprueba en la religión. Cuanto más se entrega el hombre a Dios, menos se
posee a sí mismo. El obrero coloca su vida en el objeto, y desde entonces su
vida ya no le pertenece; es del objeto. Cuanto mayor es esta actividad más
privado se ve el obrero de objetos. El despojo en beneficio de su producto
significa, no solo que su trabajo se convierte en un objeto, adquiere una
existencia exterior, sino que significa también que su trabajo existe fuera de
él, independientemente de él y extraño a él, y que el trabajo se convierte en
una potencia autónoma frente al obrero. Ello significa que la vida prestada por
el obrero al objeto termina levantándose ante su autor como una fuerza enemiga
y extraña.
“La
alienación del obrero en beneficio de su objeto se expresa, según los
principios de la economía política, de la siguiente manera: cuanto más produce
el obrero, menos le queda para consumir, cuantos más valores crea, más pierde
su valor y su dignidad; cuanta más forma adquiere su producto, más deforme se
vuelve el obrero; cuanto más civilizado es el objeto, más bárbaro se torna el obrero;
cuanto más poderoso el trabajo, más impotente el obrero; cuanto más inteligente
el trabajo, más se bestializa el trabajador y más esclavo se vuelve de la
naturaleza.
“Es
cierto que el trabajo produce maravillas para los ricos, pero para el trabajador
produce el despojo. Produce palacios, pero para el obrero produce tugurios.
Produce la belleza, pero para el trabajador la enfermedad. Remplaza el trabajo
con máquinas, pero lanza a una parte de los obreros a un trabajo bárbaro y
trasforma a la otra parte en máquinas. Produce el espíritu, pero en el obrero
produce la estupidez, el cretinismo.”43
La
división del trabajo en la fábrica tiene otras consecuencias.
En la
división social del trabajo, el reparto de la producción entre los diversos
productores y las diversas ramas se produce en forma espontánea, por el juego
ciego de la competencia, independientemente de la conciencia y de la voluntad
de los productores individuales. El equilibrio y las proporciones solo se
establecen, por lo tanto, a posteriori, y la ley del valor desempeña un
papel regulador que aparece como una “necesidad fatal, oculta, muda,
aprehensible solamente en las variaciones barométricas de los precios del
mercado, que se impone y domina por medio de catástrofes la arbitrariedad
desatinada de los productores de mercancías”.44
Por el
contrario, en la división del trabajo en la fábrica la afectación de una
cantidad determinada de obreros a determinadas tareas obedece a leyes
establecidas por la práctica, pero que el patrón y sus técnicos determinan
conscientemente. Esta división del trabajo implica la autoridad del capitalista
sobre los hombres trasformados en engranaje de un mecanismo que le pertenece,
en tanto que la división social del trabajo se opera entre productores independientes
que no conocen otras leyes que las de la competencia y de una guerra permanente
de todos contra todos.
En
resumen: “La anarquía en la división social y el despotismo en la división
fabril del trabajo caracterizan a la sociedad burguesa”.45
Los
economistas y los sociólogos de la burguesía han atenuado a menudo las
diferencias entre las dos formas de división del trabajo. Adam Smith no veía en
ellas otra cosa que una diferencia “subjetiva”, y Durkheim una diferencia de
grado. La práctica revela con rapidez la superchería que representa esa
asimilación; la misma burguesía que exalta la división del trabajo en la
fábrica y la estricta reglamentación de su disciplina como condición de la
productividad, grita a voz en cuello cuando se habla de fiscalizar o
reglamentar la producción en su conjunto: ¡se trata de atentados a la
“libertad”! ¡La disciplina solo es buena para los proletarios!
No solo
el producto de su trabajo se vuelve extraño al obrero, sino también su trabajo
mismo.
Por
empezar, porque su producto se le escapa; por lo tanto no encuentra en su
trabajo la expresión de su fuerza creadora. El trabajo, que es acto propio del
hombre; el trabajo, que constituye la diferencia del hombre en relación con
todas las especies animales, ya que transforma la naturaleza en lugar de
adaptarse a ella, y ya que crea un medio humano en lugar de soportar su medio
natural, deja de ser el objeto de su vida para no ser más que un medio de
satisfacer necesidades limitadas; se trata de un trabajo forzado, el precio del
pan. “Lo que es animal se torna humano, y lo que es humano se vuelve animal”,
escribe Marx en sus Manuscritos de 1844 (capítulo sobre “El trabajo
alienado”).
Y esta
situación se agrava tanto más cuanto el desarrollo del maquinismo subdivide ese
trabajo. En la función parcelaria, en el cumplimiento de algunos gestos
mecánicos cuya inhumanidad subraya Tiempos modernos, de Chaplin, la
potencia social, la de la humanidad como especie, o sea la fuerza creadora que
resulta de la colaboración de los individuos, se le aparece cada vez más al
obrero como una fuerza exterior cuyo origen y objetivo desconoce, y que lo
tritura entre sus engranajes.
La
ideología mixtificadora de la burguesía pretende plantar las raíces de la
libertad en ese caos. Es cierto que la competencia, la guerra de todos contra
todos, engendra, a cada paso, lo imprevisible. La libertad florecería en ese
mundo precisamente porque parece no obedecer a ninguna ley. La libertad,
entonces, es el derecho de gozar del azar. No es otra cosa que la arbitrariedad
ciega de los hombres, que se ejerce en el seno de la contingencia aparente de
las cosas. Es la peor de las servidumbres porque, en efecto, si las condiciones
de vida se aparecen a los individuos como contingentes, éstos están
igualmente subordinados a una potencia objetiva, tanto más aplastante cuanto
que sus leyes son ignoradas.
La
desposesión del hombre se expresa en el trabajo mismo por el debilitamiento de
la parte de humanidad que interviene en los gestos cotidianos de la fábrica. La
iniciativa, la inteligencia, los conocimientos técnicos necesarios para la
producción solo se despliegan en la escala de la empresa en su conjunto y se
retiran cada vez más de las operaciones de detalle.
Lo que
hay de pensamiento y de espíritu en la producción se convierte así en cosa del
jefe de la empresa o de sus técnicos, en tanto que en el obrero parcelario solo
se trata de utilizar la máquina de huesos, músculos y nervios que lleva en sí. La
proporción de obreros calificados en las grandes empresas desciende
constantemente. Y a los peones cada vez más numerosos que utiliza el capital,
el ingeniero Taylor podría volver a decirles lo que se jacta de exigir a sus
obreros: “El pensamiento hace más lento el ritmo de los reflejos. Les prohíbo
que piensen, Ya pago a otros para eso”.
Las
consecuencias de este divorcio entre el trabajo intelectual y el trabajo manual
son envilecedoras para la clase que es su víctima y engañosas para la que se
beneficia de ello. Esta última ya es engañada por el uso de los símbolos
monetarios. La moneda, característica de toda economía mercantil, encubre la
realidad profunda de las relaciones entre los hombres; separa de lo concreto el
pensamiento y la acción del hombre, no solo porque todo se compra y se vende, y
se encuentra reducido a una misma denominación abstracta; no solo porque la
potencia de un hombre, por ejemplo, no es función de sus cualidades propias,
sino de la cantidad de dinero o de capital que posee; también porque las
ilusiones ideológicas renacen a cada instante por el hecho mismo de la
existencia de la moneda y de su poder. En el que posee dicha potencia se
produce una especie de mistificación a la segunda potencia; solo trabaja sobre
los símbolos del lenguaje, para concebir tanto como para ordenar. Por lo tanto
puede creer que la conciencia es otra cosa que la conciencia de la práctica
existente, y que tiene una realidad autónoma. Los fenómenos de clase indican,
entonces, necesariamente, las ilusiones teológicas o idealistas, y, de una
manera más general, las alienaciones ideológicas, que examinaremos más
adelante.
Para el
trabajador, la división del trabajo en la fábrica conduce a su mutilación. El
debilitamiento de ese hombre crece en cada etapa de la división del trabajo.
Cuando en una fábrica se instala una máquina-robot al comienzo de una “cadena”,
para imponer su ritmo de metal a todos los obreros de la cadena, el hombre ya
no es más que un apéndice de carne en una máquina de acero. El obrero no es
siquiera ubicado en el rango de la máquina, sino en el de accesorio de la
máquina. Y de ahí nace toda una patología de la productividad.46
“Al que
desde su infancia, día tras día y durante doce horas o más, ha fabricado
cabezas de alfiler o limado ruedas dentadas, y vivido, además, en las
condiciones de un proletario inglés, ¿cuántos sentimientos y facultades dignos
de un hombre pueden quedarle cuando llega a sus treinta años de edad?,
preguntaba Engels en su Situación de la clase obrera en Inglaterra.47
Y Marx
respondía en El capital: “La subdivisión del trabajo es el asesinato de
un pueblo.”48
De la
doble alienación del hombre en relación con el producto de su trabajo y en
relación con su trabajo mismo surgen las otras formas de alienación.
El hombre
se encuentra separado de la naturaleza. Para el hombre primitivo la naturaleza
es una fuerza extraña, todopoderosa y temible. Pero el trabajo social domestica
a la naturaleza, la humaniza sometiéndola a las necesidades y usos del hombre.
A diferencia del animal, que se esfuerza por vivir en los poros de la
naturaleza, el hombre, que también vive de ella, la trasforma toda, y esa es la
marca más irrecusable de su universalidad: “La universalidad del hombre
-escribe Marx- aparece, desde el punto de vista práctico, justamente en la
universalidad que hace de la naturaleza toda, su cuerpo orgánico.”49
La
alienación del trabajo tiene por consecuencia, ya lo hemos visto, la de hacer
del trabajo, es decir, de la más alta afirmación de la humanidad en cuanto a
especie actuante y creadora, no ya el objetivo de la expansión humana, sino el
medio precario y doloroso de satisfacer las necesidades individuales, aquellas
en las cuales se expresa su vida biológica (comer, beber, conseguir vivienda).
Lo que caracteriza la vida propiamente humana no es más que un medio para
conservar la existencia física del individuo. En sus Manuscritos de 1844
Marx resume este movimiento diciendo que la alienación lleva al hombre a hacer
“de su esencia un simple medio para su existencia”.50
Esta es
la más trágica inversión del sentido de la historia humana.
El hombre
se torna un extraño para sí mismo a la vez que se convierte en un extraño para
la naturaleza, ya que es separado de lo que hace que su realidad sea específicamente
humana. Al producir sus relaciones con la naturaleza, y al hacer de ésta una
realidad exterior y hostil, el hombre produce con ello sus relaciones con los
otros hombres, que se le aparecen como relaciones con cosas.
El
trabajador, zarandeado por todas las tempestades del mundo capitalista, es
succionado de pronto por la fábrica tentacular y de pronto rechazado por ella
para quedar a merced de las crisis y los colapsos económicos. Desocupado, deja
de tener existencia para el capital, ya que no participa entonces en el proceso
de la producción del mismo. No le queda otra cosa que el papel anónimo y
mortífero de pesar -por su existencia misma- sobre las condiciones de salario y
de vida de los que han continuado trabajando. Así comienza la destrucción del
hombre.
___________
(1) Carlos Marx: “Contribución a la crítica…”, etc.,
ed. cit. Pág. 10.
(2) “El primer trabajo que emprendí para resolver las
dudas que me asaltaban fue el de la revisión crítica de la Filosofía del
derecho de Hegel… Mis investigaciones llegaron al resultado de que las
relaciones jurídicas -así como las formas del Estado- no pueden ser entendidas
por sí mismas ni por la pretendida evolución general del espíritu humano, sino
que, por el contrario, tienen sus raíces en las condiciones materiales de la
existencia… y que la anatomía de la sociedad civil tiene que ser buscada, a su vez,
en la economía política.” (Crítica a la economía política. Ed. Lautaro, B.
Aires, 1945, pág. 9).
(3) Carlos Marx: La ideología alemana. Ed. Vita
Nuova, México, 1938, pág. 72. Ed. Epu, 1959, pág. 47.
(4) Carlos Marx: El capital.
(5) Lenin: Cuadernos filosóficos, pág. 149, Ed.
sociales, 1955.
(6) Hegel: Ciencia de la lógica, pág. 84.
(8) F. Engels: “Contribución…”, etc., Ibid., pág. 248.
(9) C. Marx: El capital, Ed. Cartago, B. Aires,
1956, Libro I, t. I, pág. 75.
(10) C. Marx, ibid., pág. 74.
(11) C. Marx, ibid., cap. III.
(12) C. Marx: Crítica de la economía política,
ed. cit.
(13) C. Marx: El capital.
(14) C. Marx: El capital.
(15) C. Marx: El capital.
(16) C. Marx: La ideología alemana, ed. cit.,
pág. 45.
(17) Ídem, pág. 46.
(18) Ídem, pág. 50.
(19) F. Engels: Anti-Dühring, Ed. Hemisferio, B.
Aires, 1956, pág. 274.
(20) C. Marx: El capital, Libro I, tomo I, pág.
64.
(21) F. Engels: Anti-Dühring, ed. cit., pág. 254.
(22) Ver Correspondencia Marx-Engels, ed.
Costes, t. VII, pág. 119.
(23) F. Engels: “Carta a J. Bloch”, en Correspondencia
Marx-Engels, Ed. Cartago, B. Aires, 1957, págs. 309-310.
(24) C. Marx: El capital, trad. Molitor, t.
XIV, pág. 127.
(25) Para evitar toda confusión conviene hacer aquí
dos observaciones: a) No es posible conformarse con identificar pura y
simplemente “alienación” y “fetichismo de la mercancía”. El primer término
tiene más extensión que el segundo; hay una alienación, religiosa, política,
ideológica, etc., en tanto que el “fetichismo de la mercancía” solo corresponde
a una forma de alienación: la alienación económica. En la continuación de este
capítulo solo abordaremos la alienación económica, e incluso en una forma aun
más restringida, la alienación económica en la sociedad capitalista. En este
dominio, todavía poco explorado, en que los problemas siguen estando muy
“abiertos”, sería interesante examinar otros problemas, como por ejemplo el que
sigue: ¿cuáles son las formas y las fuentes de la alienación? -y todavía más-,
existe alienación, en el sentido cabal del término, en las sociedades
primitivas sin clases?
b) La
alienación es a la vez una situación del hombre, y es también las ilusiones
que engendra esta situación. Para evitar el equívoco, ya que solo querríamos
hablar de las ilusiones, diremos: “el punto de vista de la alienación”.
(26) La ideología alemana, ed. cit.
(27) C. Marx: El capital.
(28) Ibid.
(29) Ibid.
(30) Ibid.
(31) Ibid.
(32) Shakespeare: Timón de Atenas, Cuarto Acto,
escena III; citado por Marx en El capital, pág. 108, t. I.
(33) C. Marx: El capital, Libro I, t. I, pág.
51.
(34) C. Marx: “Manuscritos de 1844”, Obras
filosóficas, t. VI, pág. 67.
(35) Id., pág. 37.
(36) C. Marx: “Manuscritos de 1844”, Obras
filosóficas, t. VI, pág. 114. (Véase también Historia de las doctrinas
económicas, t. VIII, págs. 124 a 129).
(37) Ibidem, t. VI, pág. 54.
(38) Ídem, trad. revisada.
(39) Id., pág. 37.
(40) Se entiende que se trata de la división del
trabajo en una sociedad de clases. Lo que engendra la alienación no es
la simple organización técnica del trabajo; la deshumanización y las
ilusiones que resultan de ella nacen de la explotación, para exclusivo provecho
de una clase, de esa técnica y de esa división del trabajo. En un régimen
comunista, el trabajador puede cumplir una función parcelaria sin convertirse
en un hombre parcelario mutilado, gracias a su participación creadora en la
gestión de la empresa y en el conjunto de la vida social, gracias a su
educación “politécnica”, a su participación en la cultura, etc.
(41) C. Marx: El capital.
(42) F. Engels: Anti-Dühring, pág. 253.
(43) C. Marx: Manuscritos de 1844, capítulo
sobre “El trabajo alienado”.
(44) C. Marx: El capital.
(45) Ibidem.
(46) Para mostrar cómo es atacado de ese modo el
individuo “en la raíz misma de su vida”, según la expresión de Marx, basta con
presentar algunas cifras:
-De 1947
a 1954 la cantidad de accidentes de trabajo pasó de 1.567.000 a 1.920.000 por
año, lo que representa un aumento de 22 por ciento. La cantidad de accidentes
graves culminados con la muerte o con una incapacidad permanente para el
trabajo aumentó en un 70 por ciento, pasando de 37.500 en 1848 a 63.790 en
1953. En las fábricas Citroën, en París, todos los días quedan heridos 600
obreros. Mientras el promedio de mortalidad infantil es de 36,3 por mil para
toda Francia, llega al 82 por mil en Péthune y a 159 por mil en Carvin, en el
corazón de la cuenca minera. Entre las mujeres que trabajan en las fábricas; la
proporción de partos prematuros es del 39 por ciento, en lugar del 4 por ciento
para las demás.
-La
cantidad de internados por alienación mental crece actualmente en Francia al
ritmo de 5.000 por año. En el Sena la cantidad de enfermos mentales se duplica
en un año: pasa de 10.499 en 1954 a 21.000 en 1955. En las fábricas Renault, en
un año, de 1952 a 1953, las afecciones llamadas “neuropsíquicas” han pasado de
290 a 421.
(47) Tomo I, págs. 202-203, Ed. Costes, 1933.
(48) Libro I.
(49) C. Marx: Manuscritos de 1844, capítulo
sobre “El trabajo alienado”.
(50) Ibid.
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