miércoles, 2 de agosto de 2023

Filosofía

De la Alienación

Roger Garaudy

“Ser radical es atacar el problema por la raíz. Pero para el hombre la raíz es el hombre mismo.”1 Marx subrayaba así que el punto de partida de su doctrina es el hombre. Pero no el hombre abstracto de los metafísicos o las exigencias piadosas de los moralistas, sino la situación del hombre en la economía capitalista.

        Esta situación es la de un desgarramiento del hombre.

        La dialéctica inmanente de esta situación contradictoria engendra a la vez la destrucción del hombre, su subordinación a la lógica inhumana de fuerzas que él ha creado y que reaccionan sobre él, y también las ilusiones y las alienaciones de su pensamiento que confirman su esclavitud.

        Pero la propia dialéctica inmanente crea las condiciones para la superación de esta situación, de sus contradicciones y sus ilusiones, es decir, las condiciones de un regreso del hombre a sí mismo con la reintegración de todas sus fuerzas alienadas y dispersadas por el capitalismo.

        Tal es el centro de la perspectiva de la filosofía marxista.

        La economía política marxista comienza con el análisis de la mercancía, lo mismo que la filosofía marxista. De esta manera se expresa una original solidaridad: la clave de la filosofía marxista se encuentra en la economía, y, recíprocamente, la economía marxista solo es comprensible a partir de una filosofía que no es la del positivismo, sino la de la dialéctica materialista. El marxismo nació el día en que Marx cobró conciencia de esta interdependencia.2

        Economía política y filosofía tienen en común el estudio del hombre en sus relaciones con las cosas. Estas relaciones no son intemporales, sino históricas. En el mundo capitalista, el mundo que rodea al hombre -objeto de sus necesidades y condición de su vida- es un mundo de mercancía: la “naturaleza”, las cosas, no se encuentran en la prolongación directa de sus trabajos ni de sus necesidades; toda una serie de mediaciones se intercalan entre el trabajo y el producto del trabajo, entre la necesidad y su satisfacción. Y sin embargo, toda esta “naturaleza”, todas esas cosas, han sido creadas por el trabajo de las generaciones pasadas, para satisfacer sus necesidades. Esa naturaleza, amasada con los esfuerzos y los pensamientos de los hombres, se ha tornado humana. “Esta naturaleza antecesora de la historia humana no es la naturaleza en que vivimos nosotros… La naturaleza en el primer sentido no existe hoy en ninguna parte, si se exceptúa una que otra isla de coral, de formación reciente”.3

        No solo el pan es obra del hombre, sino también el trigo; y no solo la máquina, sino también el hierro. Este mundo de productos es trabajo cristalizado.

        Sin embargo ya no muestra las huellas del que lo ha realizado, la marca propia, individual, del artista o del artesano. Es cierta suma de trabajo abstracto, sin rostro, intercambiable o, más sencillamente cambiable.

        Tiene el mismo carácter de fría impersonalidad en sus relaciones con nuestras necesidades: antes de tener “propiedades” que responden a nuestros deseos, tiene un “valor” que lo torna accesible o no a dichos deseos.

        Esta situación es rica en paradojas. La naturaleza, tan cargada de humanidad, ha dejado de ser “el cuerpo inorgánico del hombre”, según la profunda expresión de Marx. Se ha vuelto extraña al hombre. El trabajo acumulado en el curso de milenios, el trabajo muerto, testigo de la potencia del hombre, se yergue ante éste, ante el trabajo vivo y los deseos concretos, como una potencia exterior. El valor de cada mercancía, que parece no tener relación con las necesidades que ésta satisface o con el trabajo que la produce, tiene la objetividad implacable de las cosas. En ese universo en que todo se compra y todo se vende -hasta el aire o la luz negados a los tugurios-, en ese universo creado por el hombre, parece que ya no hubiera más que cosas.

        La economía burguesa acepta como un dato inicial este universo de cosas; se conforma con descubrir las relaciones de las mismas y extraer las constantes de esas relaciones.

        Contra semejante positivismo, la economía marxista se remonta a las fuentes de dichos productos y de tales ilusiones: más allá de las apariencias no hay otra cosa que hombres que trabajan. ¿Qué relaciones han podido crearse esos hombres para que la realidad aparezca invertida? Lo que es relación entre los hombres adquiere la apariencia de relaciones entre las cosas.

        Todos los misterios de esta realidad económica inhumana se solucionarán por el análisis de las relaciones humanas que los engendran. La división del trabajo afirma una solidaridad, que es negada por la propiedad privada. Tal es la contradicción inicial del universo de las mercancías; en ese universo los hombres son a la vez complementarios entre sí por sus trabajos y antagónicos por sus propiedades. El trabajo muerto, el de las generaciones pasadas, ha sido acaparado por algunos, y se opone al trabajo vivo de las multitudes como una fuerza extraña, misteriosa opresiva, que da a los amos un poder absoluto. Existe un divorcio entre el hombre trabajador y su propia potencia. El desarrollo histórico de la mercancía, en el primer libro de El capital, nos hace asistir al nacimiento de un dios.

        Este dios es el poder alienado de la humanidad: el dinero.

        Con el dinero, nos dice Marx, “el poderío social se convierte en poderío privado de los particulares”.4

        Lenin estimaba que no se puede entender perfectamente El capital de Marx, y en particular el libro primero, sin haber asimilado la Lógica de Hegel.5

        Para convencerse de ello basta con comparar el primer libro de El capital con el primer capítulo de la Lógica de Hegel. El problema del “punto de partida” se plantea en ellos en términos análogos: el punto de partida del conocimiento, como el de la realidad, es necesariamente concreto, pero este concreto es ya un todo complejo, un balance. Y es necesario descomponerlo en sus elementos constituyentes, con sus relaciones contradictorias.

        El devenir, en Hegel, es la primera realidad concreta, pero en él se enfrentan, como momentos, el ser y el no ser, “que existen por sí mismos”.6

        Lo mismo rige para la mercancía en Marx. Ella es la primera realidad concreta. Pero solo resulta inteligible si no se la considera como un dato bruto, sino en las relaciones internas y contradictorias que la constituyen: es a la vez valor de uso y valor de cambio. “Nos encontramos con contradicciones que reclaman una solución. Pero como aquí no seguimos un proceso discursivo abstracto… sino una sucesión real de hechos… estas contradicciones se habrán planteado también en la práctica y en ella habrán encontrado también, probablemente, su solución.”7

        ¿Cuáles son estas contradicciones y cómo han nacido? Un producto se convierte en mercancía, “pura y simplemente [por] el hecho de que a la cosa, al producto, vaya ligada una relación entre dos personas o comunidades, la relación entre el productor y el consumidor, que aquí no se confunden ya en la misma persona. He aquí un ejemplo de un hecho que ha producido lamentables confusiones en las cabezas de los economistas burgueses. La economía no trata de cosas, sino de relaciones entre personas y, en última instancia, entre clases, si bien estas relaciones van siempre unidas a cosas y aparecen como cosas.”8

        Tal es, en economía política como en filosofía, el descubrimiento fundamental de Marx: el descubrimiento de las relaciones reales entre los hombres y las cosas. Este descubrimiento -ya lo veremos más adelante- permitió a Marx, en filosofía, superar las oposiciones tradicionales entre idealismo y materialismo vulgar, y en economía política (como por lo demás en todas las ciencias) superar la oposición entre el dogmatismo metafísico y el positivismo agnóstico.

        Por el momento sigamos el desarrollo de la economía mercantil bajo el impulso de las contradicciones que la mercancía lleva en su seno; con la generalización de los intercambios, escribe Marx: “se consolida la separación entre la utilidad de los objetos para las necesidades directas de quien los produce y su utilidad para cambiarlos por otros… o sea, entre su valor de uso y su valor de cambio”.9 Pero la simple multiplicación de los cambios hace aparecer la imposibilidad material, técnica, de atribuir a cualesquier mercancía la función de equivalente general; esta función será entonces atribuida a una mercancía especial cuyas propiedades son tales (incorruptibilidad, divisibilidad, transporte fácil, etc.), que encarnará, de alguna manera, al valor de cambio. “La cristalización del dinero es un producto necesario del proceso de cambio, en que se equiparan entre sí de un modo efectivo diversos productos del trabajo, convirtiéndose con ello, real y verdaderamente, en mercancías.”10

        La simple acumulación cuantitativa de las operaciones de cambio ha engendrado así una nueva realidad: la del dinero, y una relación económica nueva: el desdoblamiento de la mercancía en mercancía y dinero. La contradicción entre valor de uso y valor de cambio se ha solucionado históricamente, en la vida, creando “la forma en que estos valores pueden moverse”11 es decir, el dinero.

        El proceso lógico es al mismo tiempo un proceso histórico. La transformación del trabajo concreto de un individuo en trabajo social abstracto y cristalizado en la mercancía en general no es una visión del espíritu; esta abstracción se realiza constantemente, fuera de nosotros, de nuestros deseos o de nuestra conciencia, en el hecho de que la hora de trabajo en determinada rama de un oficio es pagada a un precio determinado, y en el hecho de que la resultante ciega y brutal de la competencia en el mercado de trabajo ha creado ese patrón común, haciendo en primer lugar que el trabajo de Pedro y el de Juan sean impersonales e intercambiables, y reduciendo al mismo denominador el trabajo simple del jornalero y el trabajo complejo del obrero profesional. “El trabajo se ha convertido -no solo en el plano de las categorías, sino también en la realidad misma- en un medio para crear la riqueza en general, y, en tanto que determinación, ha dejado de ser una sola cosa con los individuos.”12

        Esta no es aún otra cosa que una etapa del desarrollo de la “alienación” del hombre en la sociedad mercantil y, más particularmente, en la sociedad capitalista. Las nuevas contradicciones nacidas de la oposición entre las mercancías en general y el dinero crean las nuevas formas del desarrollo de la economía monetaria al engendrar el capital.

        En efecto, primitivamente el dinero no es más que el medio universal de circulación de las mercancías. Pero a partir del momento en que el valor de las mercancías se despega de ellas, se separa e incluso se opone a ellas bajo la forma de dinero, aparece una nueva posibilidad de desarrollo de la riqueza, una nueva ley de movimiento de la sociedad; a medida que rueda y se hincha ”el río de olas de plata y oro”13,  ese dinero adquiere una gran autonomía en relación con las demás mercancías, se convierte en el sinónimo de toda riqueza y, por consiguiente, aparece como capaz de acrecentarse y reproducirse.

        “El valor se presenta de golpe como una sustancia motriz por sí misma… dinero que brota y avanza constantemente, y que, como tal, es capital”.14

        Al adquirir el dinero su autonomía en relación con todas las demás mercancías, adquiere una nueva función, en relación con la circulación tradicional de mercancías, en la que el productor vendía lo que no necesitaba para comprar lo que le hacía falta. De ahora en más, se consuma la ruptura con la necesidad y el movimiento puede invertirse: el capital compra lo que no le hace falta (medios de producción, materias primas, mano de obra) para vender y reencontrar lo que puso en la compra, pero aumentado por un excedente.

        ¿Mas cómo explicar este excedente? Por el hecho de que existe en el mercado una mercancía capaz de crear valor: el hombre, con su fuerza de trabajo.

        Aquí comienza una tercera forma de movimiento, que no es ya la de la mercancía, ni la del dinero, sino la del capital. Con ella surgen nuevas contradicciones, que impulsarán al sistema hacia su descomposición y que engendran una nueva forma de movimiento histórico, con nuevas leyes de desarrollo: el comunismo.

        No estudiaremos estos diversos pasajes desde el punto de vista económico, sino solo en sus relaciones con la situación del hombre, investigando al mismo tiempo, con Marx, las verdaderas relaciones humanas que hay detrás de las apariencias.

        ¿Cuál es la situación del hombre en la sociedad capitalista, es decir, en una sociedad en la cual, habiéndose hecho social el trabajo en razón del progreso de la técnica, la propiedad de los productos del trabajo sigue siendo privada?

        La primera característica de la situación del hombre en semejante sociedad emana de la división del trabajo: se trata del “desmenuzamiento del hombre”15

        La división del trabajo se presenta bajo distintas formas y con diferentes consecuencias en el conjunto de la sociedad y en el interior de la fábrica.

        La división social del trabajo caracteriza la producción mercantil en general. Es por lo tanto anterior a la sociedad capitalista, pero lleva en sí numerosas contradicciones: “La división del trabajo trae consigo una posibilidad -posibilidad convertida en realidad-: la de que las actividades espirituales y materiales sean ejercidas por individuos diferentes; que unos gocen y otros trabajen, unos produzcan y otros consuman.”16

        Con esta forma de producción se torna necesariamente desigual el reparto de los trabajos y de los productos del trabajo, y por consiguiente de la propiedad. “División del trabajo y propiedad privada son expresiones idénticas; en la primera se expresa con relación a la actividad lo que en la otra se expresa con relación al producto de la actividad.”17

        Ese es el fundamento objetivo de una profunda contradicción: como el reparto de las tareas no se hace en forma consciente y voluntaria, sino según las exigencias espontáneas y ciegas del mercado, la potencia propia del hombre, que se expresa en el entrelazamiento social de los trabajos de todos, se convierte para cada hombre en “una potencia extranjera exterior que lo subyuga en lugar de ser dominada por él”.18

        En la división del trabajo se expresa entonces la potencia de la actividad creadora del hombre, no en tanto que individuo, sino en tanto que especie; se expresa en una forma exteriorizada, alienada, que aplasta al individuo en lugar de exaltarlo.

        La primera forma de esta división social del trabajo fue la separación de la ciudad y el campo. Condenó durante siglos enteros a la población rural -apartada de las grandes corrientes de intercambios materiales y espirituales-, y mutiló al mismo tiempo al trabajador de las ciudades, al obligarlo a sacrificar sus posibilidades físicas e intelectuales para el perfeccionamiento unilateral de una sola aptitud. “Al dividir el trabajo se divide también al hombre.”19

        En la ciudad continúa la subdivisión del trabajo con la separación de la producción y del comercio. Esta subdivisión da nacimiento al “mercado” en el pleno sentido de la palabra; en el límite ningún productor fabrica ya el producto directamente para el consumidor, sino para el cambio. El mercado se aparece entonces a los productores como una fuerza exterior, tan impersonal como una fuerza de la naturaleza, y obediente a las leyes que tienen el mismo carácter de necesidad ciega que las estaciones o las enfermedades.

        Cada productor tiene libre acceso al mercado. Pero ignora qué le espera a su producto. Lo que sucederá en el mercado es para él un azar imprevisible. No hay vinculación consciente entre la producción y las necesidades, y el equilibrio solo se establece después de largas fluctuaciones.

        La reducción al mismo denominador de los diferentes trabajos, así como de las distintas mercancías, se produce en forma independiente de la conciencia, de los deseos, de las previsiones de los productores o de los mercaderes. Su elección subjetiva, su decisión de consagrarse a la venta de determinado producto, son orientadas fuera de ellos, independientemente de ellos, por las leyes necesarias del mercado. Las proporciones del cambio, escribe Marx, evolucionan “independientemente de la voluntad y las previsiones de los productores”.20

        El mercado domina a los productores. Rige sus actividades según una “ley que está en las cosas y que no depende de la voluntad y de los deseos de los productores”.21 Las acciones de cada productor son así inspiradas, a pesar de él, por esa necesidad exterior, y es por ello que existe una discordancia constante entre los objetivos perseguidos y los resultados alcanzados. En el caos de las intenciones y las pasiones individuales, que son, en último análisis, dictadas por la necesidad ciega, se multiplican las oposiciones de voluntades, los choques, las luchas que lo convierten todo en una verdadera selva.

        La sociedad burguesa no ha salido de las formas animales de la economía,22 escribía Marx a Engels después de haber leído a Darwin.

        “Hay pues innumerables fuerzas que se entrecruzan, una serie infinita de paralelogramos de fuerza que dan origen a una resultante: el hecho histórico. A su vez, éste puede considerarse como producto de una fuerza que, tomada en su conjunto, trabaja inconscientemente y sin volición. Pues lo que desea cada individuo es obstaculizado por otro, resultando algo que nadie quería.”23

        La ley del valor se manifiesta en la anarquía de las avideces enfrentadas. Marx y Engels han subrayado con fuerza esta separación entre las actividades individuales, sugeridas por impulsos subjetivos, en apariencia sin ley, y la necesidad que en último análisis las rige.

        “La esfera de la concurrencia, si solo se tiene en cuenta cada caso separadamente, es dominada por el azar; la ley interior que se afirma en estos azares y los rige no se muestra, pues, más que cuando se reúne toda una multitud de dichos azares, en tanto que los diversos agentes de la producción no la ven ni la entienden.”24

        De ahí nace lo que Marx llama en sus primeras obras “alienación”, y en El capital “fetichismo”.25 En el intercambio los hombres se aparecen ante sí mismos como independientes los unos de los otros, pero en el mercado, que los vincula entre sí e independientemente de su voluntad, dicha independencia personal aparente choca con una dependencia recíproca que no es querida por nadie y que por consiguiente parece impuesta por las cosas.

        Por una parte “la concurrencia aísla a los individuos”26, que no vuelven a encontrarse sino en el intercambio, forma característica y fundamental de las relaciones humanas en la sociedad capitalista, y, al mismo tiempo, “la libre concurrencia impone a los capitalistas las leyes inmanentes de la producción capitalista como leyes coercitivas externas”.27

        Ya no depende, por ejemplo, de la buena voluntad del capitalista el tener en cuenta al hombre: si tratara individualmente, más allá de ciertos límites, de disminuir la jornada de trabajo de sus obreros o de aumentarles los salarios, sería despedazado por la competencia. Estas “leyes inmanentes” del capitalismo adquieren la forma de un destino trascendente, de una necesidad ciega e inhumana.

        “Ganar dinero [es el] principio motor de la producción capitalista”,28 y tampoco esto depende del capitalista: el capitalista solo se mantiene desarrollándose. Sin el perfeccionamiento constante de la maquinaria no es posible resistir a la competencia, y esta renovación exige una constante acumulación de capital.

        Éste aparece así como un “monstruo animado”,29 un Moloch devorador de hombres, que se desencadena en la sociedad con la impersonalidad bestial de los elementos y que crea la desdicha de los hombres como una fatalidad extraña, todopoderosa y cruel.

        Y sin embargo “el capital es una relación social entre personas, relación que se establece por intermedio de las cosas”,30 pero, como en el caso de la mercancía y del dinero, “la ilusión proviene aquí del hecho de que una relación social se presenta bajo la forma de un objeto”.31

        La forma extrema de esta alienación, en la que el capital parece crearse y re-crearse por sí mismo, se encuentra en el capital que produce interés. En efecto, en él se encuentra en forma pura el dinero, es decir, una mercancía ninguna de cuyas propiedades físicas tiene relación alguna con una necesidad del hombre, una mercancía que no tiene valor alguno de uso y sí solo un valor de cambio.

        Por tanto es el objeto por excelencia.

        Al mismo tiempo el dinero resume en sí todo el poder alineado de la humanidad.

        Confiere al individuo que lo posee la suma todopoderosa de los esfuerzos y las obras acumuladas por la humanidad, en cuanto especie, a lo largo de los milenios.

        Marx gusta de subrayar que Shakespeare, en el Renacimiento, en el momento en que la producción mercantil se convierte en la forma característica de la economía, ha descrito perfectamente ese poder omnímodo del dinero en su Timón de Atenas: “¿Oro? ¿Oro precioso, rojo, fascinante? Con él se torna blanco el negro y hermoso el feo; bueno el malo, joven el viejo, valiente el cobarde, noble el ruin… ¡Oh dioses! ¿Por qué es esto? ¿Por qué es esto, oh dioses? Y retira la almohada al convaleciente; sí, este esclavo rojo ata y desata vínculos consagrados; bendice al maldito; hace amable la lepra; honra al ladrón y le da rango, pleitesía e influencia en el consejo de los senadores; conquista pretendientes a la viuda vieja y encorvada: …¡Oh maldito metal, vil ramera de los hombres!”32

        Shakespeare tuvo conciencia del momento en que, en la economía mercantil que se convertía en economía capitalista, todo, inclusive los hombres, con sus sentimientos, sus deseos, sus opiniones y sus voluntades, entraba en la circulación de las mercancías.

        También la abstracción del trabajo es llevada a la perfección: el trabajo cristalizado en la mercancía ha perdido, en el dinero, todo rastro del hombre y de su obra.

        Al trasformar el producto del trabajo en mercancía, la división del trabajo trasforma las relaciones entre el productor y el producto de su trabajo.

        El productor es separado primeramente del producto de su trabajo porque este producto adquiere un carácter impersonal y abstracto.

        Mientras el hombre trabaja para crear un valor de uso, su producto tiene un carácter concreto, personal, humano; encarna en cierto modo las fuerzas físicas e intelectuales del hombre, en primer lugar porque responde a una necesidad personal, luego porque resulta de un trabajo personal. Es humano por su origen y por su fin. Como el arco que el propio Ulises ha fabricado y que solo él puede tender, y en el cual encuentra, en Itaca, la más alta confirmación de sí mismo.

        El valor de cambio, por el contrario, es indiferente a los esfuerzos y a los deseos de los hombres; es una simple entidad abstracta, impersonal. “El trabajo concreto se convierte en forma o manifestación de su antítesis, o sea, del trabajo humano abstracto.”33

        En la mercancía desaparece toda relación viva entre el hombre y su obra, la “riqueza” deja de ser función de las necesidades; deja de ser una propiedad del hombre, de expresar la complejidad de sus relaciones con el mundo.

        Esta deshumanización comienza con los principios de la forma capitalista de la producción. Y, ya lo veremos, solo es socialismo la abolirá.

        Toda riqueza es en adelante mercancía, y por lo mismo se encuentra ubicada fuera del hombre y por encima de él, “como una potencia extraña”34

        Las relaciones económicas pierden todo carácter humano. Ya no existe “una relación inmediata entre la cosa y el hombre”.35

        Cuando, en la producción de interés, el capital crea dinero y el dinero crea capital, es decir, cuando el hombre es “completamente aliendo”,36 cuando el capital se le sustituye para regir a la vez el movimiento de la sociedad y las relaciones entre los individuos que la componen, entonces el hombre, en su función propia de creador, de productor, de trabajador, aparece solo como un momento del proceso del capital, como un eslabón en el ciclo por el cual el capital se reproduce. En ese estadio no es ya el obrero quien produce el capital, sino que es el capital quien produce al obrero.

        El obrero, en el circuito, no es ya más que una mercancía como las otras que compra el capital; sin el capital el obrero pierde su razón de ser, su existencia: sus propiedades humanas solo se expresan concretamente en la medida en que el capital las pone en funciones.

        Las necesidades del obrero en cuanto tal, como instrumento necesario del capital, son las que exigen la mantención y la reproducción de su fuerza de trabajo. Su salario forma parte de los gastos necesarios del capital, a igual título que el combustible de una máquina. La economía política burguesa, sobre todo en la época clásica, implica así una moral: “su ideal es el avaro ascético pero usurero, y el esclavo ascético pero productor”.37 El ahorro es ponderado como virtud fundamental; a la inversa del Colas Breugnon de Romain Rolland, que expresa su ansia de vivir en esta máxima: “Cuanto menos tengo más soy…”, Marx resume la moral de la economía política en este axioma: “Cuanto menos tienes, menos exteriorizas tu vida; cuanto más posees, más crece tu vida alienada”.38

        La significación de la existencia humana se ve invertida por esta alienación del hombre. La riqueza humana pierde su carácter humano; ya no consiste en asimilar todas las creaciones anteriores del hombre y en agregar algo personal a esa obra milenaria del trabajo de la especie humana. El hombre “rico” ya no es “el que -según la admirable fórmula de Marx- tiene necesidad de una totalidad de manifestaciones humanas de vida, el hombre en quien su propia realización existe como una necesidad interior, como algo imprescindible”.39

        Esta desposesión de la humanidad encuentra su expresión suprema en la situación del obrero.

        Esta situación se caracteriza por el lugar que la división del trabajo asigna al obrero.40

        A medida que el mercado se extiende, sus exigencias revolucionan la producción: la producción individual, artesanal, sucumbe ante la producción social, más masiva y menos costosa, realizada en el taller y luego en la fábrica.

        Entonces aparece una nueva forma de la división del trabajo en el interior de la fábrica. A diferencia de la división social del trabajo que reina en la mayor parte de las formaciones sociales, la división fabril es una creación original del capitalismo. Ha permitido una productividad del trabajo sin comparación con todas las anteriores formas de organización, sobre todo debido al desarrollo del progreso técnico y del maquinismo, que constituyen uno de los más grandes méritos históricos del capitalismo.

        Entre la división social y la división fabril del trabajo no existe solo una diferencia de grado, sino de naturaleza.

        Por empezar, en la división fabril del trabajo “los trabajadores parcelarios no producen mercancías. Solo el producto colectivo de su trabajo se convierte en mercancía”.41 Y las consecuencias de este hecho son considerables; en las formas medievales de producción, en los talleres individuales o familiares, no se planteaba el problema de saber a quién pertenecía el producto del trabajo. El poseedor del taller y de las herramientas es al mismo tiempo el productor; el trabajo realizado por cuenta ajena, la ayuda de un compañero, no cambian para nada el hecho de que la propiedad de los productos reposa en el trabajo personal. Con la concentración de los medios de producción en grandes talleres, el dueño de los medios de trabajo continuó apropiándose el producto del trabajo, incluso cuando éste dejó por completo de ser obra suya y se convirtió exclusivamente en producto del trabajo ajeno. Mientras la producción se tornaba social, el modo de apropiación siguió siendo privado. El capitalista no se apropia solo del producto del trabajo vivo de los obreros, sino también -gracias a la propiedad de los medios de producción- del producto del trabajo social de las generaciones pasadas. La obra común de la humanidad, en cuanto especie, se convierte en un instrumento de su poderío personal. Estos medios de producción se han vuelto también sociales, “pero se los somete a una forma de apropiación que presupone la producción privada individual, es decir, aquella en que cada cual es dueño de su propio producto y, como tal, acude con él al mercado. El régimen de producción se ve sujeto a esta forma de apropiación, a pesar de que destruye el supuesto sobre el cual descansa. En esta contradicción… se encierra ya, en germen, todo el conflicto de los tiempos actuales”.42

        Como el producto no pertenece al obrero, y como el salario del obrero corresponde a lo estrictamente necesario para mantener y reproducir la fuerza de trabajo que necesita el capital, resulta de ello que crece sin cesar la separación entre las riquezas producidas por el obrero y su propia miseria.

        Esta alienación, descrita por Marx en sus Manuscritos de 1844 (capítulo sobre “El trabajo alienado”), caracteriza la situación del obrero en el régimen capitalista, y las leyes de la pauperización relativa y absoluta, en El Capital, serán su expresión económica.

        Cuando más se gasta el obrero trabajando, más poderoso se vuelve el mundo extraño y objetivo que él crea frente a sí, más se empobrecen él y su mundo interior, al mismo tiempo que le pertenecen cada vez menos objetos. El mismo fenómeno se comprueba en la religión. Cuanto más se entrega el hombre a Dios, menos se posee a sí mismo. El obrero coloca su vida en el objeto, y desde entonces su vida ya no le pertenece; es del objeto. Cuanto mayor es esta actividad más privado se ve el obrero de objetos. El despojo en beneficio de su producto significa, no solo que su trabajo se convierte en un objeto, adquiere una existencia exterior, sino que significa también que su trabajo existe fuera de él, independientemente de él y extraño a él, y que el trabajo se convierte en una potencia autónoma frente al obrero. Ello significa que la vida prestada por el obrero al objeto termina levantándose ante su autor como una fuerza enemiga y extraña.

        “La alienación del obrero en beneficio de su objeto se expresa, según los principios de la economía política, de la siguiente manera: cuanto más produce el obrero, menos le queda para consumir, cuantos más valores crea, más pierde su valor y su dignidad; cuanta más forma adquiere su producto, más deforme se vuelve el obrero; cuanto más civilizado es el objeto, más bárbaro se torna el obrero; cuanto más poderoso el trabajo, más impotente el obrero; cuanto más inteligente el trabajo, más se bestializa el trabajador y más esclavo se vuelve de la naturaleza.

        “Es cierto que el trabajo produce maravillas para los ricos, pero para el trabajador produce el despojo. Produce palacios, pero para el obrero produce tugurios. Produce la belleza, pero para el trabajador la enfermedad. Remplaza el trabajo con máquinas, pero lanza a una parte de los obreros a un trabajo bárbaro y trasforma a la otra parte en máquinas. Produce el espíritu, pero en el obrero produce la estupidez, el cretinismo.”43

        La división del trabajo en la fábrica tiene otras consecuencias.

        En la división social del trabajo, el reparto de la producción entre los diversos productores y las diversas ramas se produce en forma espontánea, por el juego ciego de la competencia, independientemente de la conciencia y de la voluntad de los productores individuales. El equilibrio y las proporciones solo se establecen, por lo tanto, a posteriori, y la ley del valor desempeña un papel regulador que aparece como una “necesidad fatal, oculta, muda, aprehensible solamente en las variaciones barométricas de los precios del mercado, que se impone y domina por medio de catástrofes la arbitrariedad desatinada de los productores de mercancías”.44

        Por el contrario, en la división del trabajo en la fábrica la afectación de una cantidad determinada de obreros a determinadas tareas obedece a leyes establecidas por la práctica, pero que el patrón y sus técnicos determinan conscientemente. Esta división del trabajo implica la autoridad del capitalista sobre los hombres trasformados en engranaje de un mecanismo que le pertenece, en tanto que la división social del trabajo se opera entre productores independientes que no conocen otras leyes que las de la competencia y de una guerra permanente de todos contra todos.

        En resumen: “La anarquía en la división social y el despotismo en la división fabril del trabajo caracterizan a la sociedad burguesa”.45

        Los economistas y los sociólogos de la burguesía han atenuado a menudo las diferencias entre las dos formas de división del trabajo. Adam Smith no veía en ellas otra cosa que una diferencia “subjetiva”, y Durkheim una diferencia de grado. La práctica revela con rapidez la superchería que representa esa asimilación; la misma burguesía que exalta la división del trabajo en la fábrica y la estricta reglamentación de su disciplina como condición de la productividad, grita a voz en cuello cuando se habla de fiscalizar o reglamentar la producción en su conjunto: ¡se trata de atentados a la “libertad”! ¡La disciplina solo es buena para los proletarios!

        No solo el producto de su trabajo se vuelve extraño al obrero, sino también su trabajo mismo.

        Por empezar, porque su producto se le escapa; por lo tanto no encuentra en su trabajo la expresión de su fuerza creadora. El trabajo, que es acto propio del hombre; el trabajo, que constituye la diferencia del hombre en relación con todas las especies animales, ya que transforma la naturaleza en lugar de adaptarse a ella, y ya que crea un medio humano en lugar de soportar su medio natural, deja de ser el objeto de su vida para no ser más que un medio de satisfacer necesidades limitadas; se trata de un trabajo forzado, el precio del pan. “Lo que es animal se torna humano, y lo que es humano se vuelve animal”, escribe Marx en sus Manuscritos de 1844 (capítulo sobre “El trabajo alienado”).

        Y esta situación se agrava tanto más cuanto el desarrollo del maquinismo subdivide ese trabajo. En la función parcelaria, en el cumplimiento de algunos gestos mecánicos cuya inhumanidad subraya Tiempos modernos, de Chaplin, la potencia social, la de la humanidad como especie, o sea la fuerza creadora que resulta de la colaboración de los individuos, se le aparece cada vez más al obrero como una fuerza exterior cuyo origen y objetivo desconoce, y que lo tritura entre sus engranajes.

        La ideología mixtificadora de la burguesía pretende plantar las raíces de la libertad en ese caos. Es cierto que la competencia, la guerra de todos contra todos, engendra, a cada paso, lo imprevisible. La libertad florecería en ese mundo precisamente porque parece no obedecer a ninguna ley. La libertad, entonces, es el derecho de gozar del azar. No es otra cosa que la arbitrariedad ciega de los hombres, que se ejerce en el seno de la contingencia aparente de las cosas. Es la peor de las servidumbres porque, en efecto, si las condiciones de vida se aparecen a los individuos como contingentes, éstos están igualmente subordinados a una potencia objetiva, tanto más aplastante cuanto que sus leyes son ignoradas.

        La desposesión del hombre se expresa en el trabajo mismo por el debilitamiento de la parte de humanidad que interviene en los gestos cotidianos de la fábrica. La iniciativa, la inteligencia, los conocimientos técnicos necesarios para la producción solo se despliegan en la escala de la empresa en su conjunto y se retiran cada vez más de las operaciones de detalle.

        Lo que hay de pensamiento y de espíritu en la producción se convierte así en cosa del jefe de la empresa o de sus técnicos, en tanto que en el obrero parcelario solo se trata de utilizar la máquina de huesos, músculos y nervios que lleva en sí. La proporción de obreros calificados en las grandes empresas desciende constantemente. Y a los peones cada vez más numerosos que utiliza el capital, el ingeniero Taylor podría volver a decirles lo que se jacta de exigir a sus obreros: “El pensamiento hace más lento el ritmo de los reflejos. Les prohíbo que piensen, Ya pago a otros para eso”.

        Las consecuencias de este divorcio entre el trabajo intelectual y el trabajo manual son envilecedoras para la clase que es su víctima y engañosas para la que se beneficia de ello. Esta última ya es engañada por el uso de los símbolos monetarios. La moneda, característica de toda economía mercantil, encubre la realidad profunda de las relaciones entre los hombres; separa de lo concreto el pensamiento y la acción del hombre, no solo porque todo se compra y se vende, y se encuentra reducido a una misma denominación abstracta; no solo porque la potencia de un hombre, por ejemplo, no es función de sus cualidades propias, sino de la cantidad de dinero o de capital que posee; también porque las ilusiones ideológicas renacen a cada instante por el hecho mismo de la existencia de la moneda y de su poder. En el que posee dicha potencia se produce una especie de mistificación a la segunda potencia; solo trabaja sobre los símbolos del lenguaje, para concebir tanto como para ordenar. Por lo tanto puede creer que la conciencia es otra cosa que la conciencia de la práctica existente, y que tiene una realidad autónoma. Los fenómenos de clase indican, entonces, necesariamente, las ilusiones teológicas o idealistas, y, de una manera más general, las alienaciones ideológicas, que examinaremos más adelante.

        Para el trabajador, la división del trabajo en la fábrica conduce a su mutilación. El debilitamiento de ese hombre crece en cada etapa de la división del trabajo. Cuando en una fábrica se instala una máquina-robot al comienzo de una “cadena”, para imponer su ritmo de metal a todos los obreros de la cadena, el hombre ya no es más que un apéndice de carne en una máquina de acero. El obrero no es siquiera ubicado en el rango de la máquina, sino en el de accesorio de la máquina. Y de ahí nace toda una patología de la productividad.46

        “Al que desde su infancia, día tras día y durante doce horas o más, ha fabricado cabezas de alfiler o limado ruedas dentadas, y vivido, además, en las condiciones de un proletario inglés, ¿cuántos sentimientos y facultades dignos de un hombre pueden quedarle cuando llega a sus treinta años de edad?, preguntaba Engels en su Situación de la clase obrera en Inglaterra.47

        Y Marx respondía en El capital: “La subdivisión del trabajo es el asesinato de un pueblo.”48

        De la doble alienación del hombre en relación con el producto de su trabajo y en relación con su trabajo mismo surgen las otras formas de alienación.

        El hombre se encuentra separado de la naturaleza. Para el hombre primitivo la naturaleza es una fuerza extraña, todopoderosa y temible. Pero el trabajo social domestica a la naturaleza, la humaniza sometiéndola a las necesidades y usos del hombre. A diferencia del animal, que se esfuerza por vivir en los poros de la naturaleza, el hombre, que también vive de ella, la trasforma toda, y esa es la marca más irrecusable de su universalidad: “La universalidad del hombre -escribe Marx- aparece, desde el punto de vista práctico, justamente en la universalidad que hace de la naturaleza toda, su cuerpo orgánico.”49

        La alienación del trabajo tiene por consecuencia, ya lo hemos visto, la de hacer del trabajo, es decir, de la más alta afirmación de la humanidad en cuanto a especie actuante y creadora, no ya el objetivo de la expansión humana, sino el medio precario y doloroso de satisfacer las necesidades individuales, aquellas en las cuales se expresa su vida biológica (comer, beber, conseguir vivienda). Lo que caracteriza la vida propiamente humana no es más que un medio para conservar la existencia física del individuo. En sus Manuscritos de 1844 Marx resume este movimiento diciendo que la alienación lleva al hombre a hacer “de su esencia un simple medio para su existencia”.50

        Esta es la más trágica inversión del sentido de la historia humana.

        El hombre se torna un extraño para sí mismo a la vez que se convierte en un extraño para la naturaleza, ya que es separado de lo que hace que su realidad sea específicamente humana. Al producir sus relaciones con la naturaleza, y al hacer de ésta una realidad exterior y hostil, el hombre produce con ello sus relaciones con los otros hombres, que se le aparecen como relaciones con cosas.

        El trabajador, zarandeado por todas las tempestades del mundo capitalista, es succionado de pronto por la fábrica tentacular y de pronto rechazado por ella para quedar a merced de las crisis y los colapsos económicos. Desocupado, deja de tener existencia para el capital, ya que no participa entonces en el proceso de la producción del mismo. No le queda otra cosa que el papel anónimo y mortífero de pesar -por su existencia misma- sobre las condiciones de salario y de vida de los que han continuado trabajando. Así comienza la destrucción del hombre.

___________

(1) Carlos Marx: “Contribución a la crítica…”, etc., ed. cit. Pág. 10.

(2) “El primer trabajo que emprendí para resolver las dudas que me asaltaban fue el de la revisión crítica de la Filosofía del derecho de Hegel… Mis investigaciones llegaron al resultado de que las relaciones jurídicas -así como las formas del Estado- no pueden ser entendidas por sí mismas ni por la pretendida evolución general del espíritu humano, sino que, por el contrario, tienen sus raíces en las condiciones materiales de la existencia… y que la anatomía de la sociedad civil tiene que ser buscada, a su vez, en la economía política.” (Crítica a la economía política. Ed. Lautaro, B. Aires, 1945, pág. 9).

(3) Carlos Marx: La ideología alemana. Ed. Vita Nuova, México, 1938, pág. 72. Ed. Epu, 1959, pág. 47.

(4) Carlos Marx: El capital.

(5) Lenin: Cuadernos filosóficos, pág. 149, Ed. sociales, 1955.

(6) Hegel: Ciencia de la lógica, pág. 84.

(7) F. Engels: “Contribución a la crítica de la economía política” de Carlos Marx, en Marx-Engels: Obras escogidas, ed. Cartago, B. Aires, 1957, pág. 248.

(8) F. Engels: “Contribución…”, etc., Ibid., pág. 248.

(9) C. Marx: El capital, Ed. Cartago, B. Aires, 1956, Libro I, t. I, pág. 75.

(10) C. Marx, ibid., pág. 74.

(11) C. Marx, ibid., cap. III.

(12) C. Marx: Crítica de la economía política, ed. cit.

(13) C. Marx: El capital.

(14) C. Marx: El capital.

(15) C. Marx: El capital.

(16) C. Marx: La ideología alemana, ed. cit., pág. 45.

(17) Ídem, pág. 46.

(18) Ídem, pág. 50.

(19) F. Engels: Anti-Dühring, Ed. Hemisferio, B. Aires, 1956, pág. 274.

(20) C. Marx: El capital, Libro I, tomo I, pág. 64.

(21) F. Engels: Anti-Dühring, ed. cit., pág. 254.

(22) Ver Correspondencia Marx-Engels, ed. Costes, t. VII, pág. 119.

(23) F. Engels: “Carta a J. Bloch”, en Correspondencia Marx-Engels, Ed. Cartago, B. Aires, 1957, págs. 309-310.

(24) C. Marx: El capital, trad. Molitor, t. XIV, pág. 127.

(25) Para evitar toda confusión conviene hacer aquí dos observaciones: a) No es posible conformarse con identificar pura y simplemente “alienación” y “fetichismo de la mercancía”. El primer término tiene más extensión que el segundo; hay una alienación, religiosa, política, ideológica, etc., en tanto que el “fetichismo de la mercancía” solo corresponde a una forma de alienación: la alienación económica. En la continuación de este capítulo solo abordaremos la alienación económica, e incluso en una forma aun más restringida, la alienación económica en la sociedad capitalista. En este dominio, todavía poco explorado, en que los problemas siguen estando muy “abiertos”, sería interesante examinar otros problemas, como por ejemplo el que sigue: ¿cuáles son las formas y las fuentes de la alienación? -y todavía más-, existe alienación, en el sentido cabal del término, en las sociedades primitivas sin clases?

        b) La alienación es a la vez una situación del hombre, y es también las ilusiones que engendra esta situación. Para evitar el equívoco, ya que solo querríamos hablar de las ilusiones, diremos: “el punto de vista de la alienación”.

(26) La ideología alemana, ed. cit.

(27) C. Marx: El capital.

(28) Ibid.

(29) Ibid.

(30) Ibid.

(31) Ibid.

(32) Shakespeare: Timón de Atenas, Cuarto Acto, escena III; citado por Marx en El capital, pág. 108, t. I.

(33) C. Marx: El capital, Libro I, t. I, pág. 51.

(34) C. Marx: “Manuscritos de 1844”, Obras filosóficas, t. VI, pág. 67.

(35) Id., pág. 37.

(36) C. Marx: “Manuscritos de 1844”, Obras filosóficas, t. VI, pág. 114. (Véase también Historia de las doctrinas económicas, t. VIII, págs. 124 a 129).

(37) Ibidem, t. VI, pág. 54.

(38) Ídem, trad. revisada.

(39) Id., pág. 37.

(40) Se entiende que se trata de la división del trabajo en una sociedad de clases. Lo que engendra la alienación no es la simple organización técnica del trabajo; la deshumanización y las ilusiones que resultan de ella nacen de la explotación, para exclusivo provecho de una clase, de esa técnica y de esa división del trabajo. En un régimen comunista, el trabajador puede cumplir una función parcelaria sin convertirse en un hombre parcelario mutilado, gracias a su participación creadora en la gestión de la empresa y en el conjunto de la vida social, gracias a su educación “politécnica”, a su participación en la cultura, etc.

(41) C. Marx: El capital.

(42) F. Engels: Anti-Dühring, pág. 253.

(43) C. Marx: Manuscritos de 1844, capítulo sobre “El trabajo alienado”.

(44) C. Marx: El capital.

(45) Ibidem.

(46) Para mostrar cómo es atacado de ese modo el individuo “en la raíz misma de su vida”, según la expresión de Marx, basta con presentar algunas cifras:

        -De 1947 a 1954 la cantidad de accidentes de trabajo pasó de 1.567.000 a 1.920.000 por año, lo que representa un aumento de 22 por ciento. La cantidad de accidentes graves culminados con la muerte o con una incapacidad permanente para el trabajo aumentó en un 70 por ciento, pasando de 37.500 en 1848 a 63.790 en 1953. En las fábricas Citroën, en París, todos los días quedan heridos 600 obreros. Mientras el promedio de mortalidad infantil es de 36,3 por mil para toda Francia, llega al 82 por mil en Péthune y a 159 por mil en Carvin, en el corazón de la cuenca minera. Entre las mujeres que trabajan en las fábricas; la proporción de partos prematuros es del 39 por ciento, en lugar del 4 por ciento para las demás.

        -La cantidad de internados por alienación mental crece actualmente en Francia al ritmo de 5.000 por año. En el Sena la cantidad de enfermos mentales se duplica en un año: pasa de 10.499 en 1954 a 21.000 en 1955. En las fábricas Renault, en un año, de 1952 a 1953, las afecciones llamadas “neuropsíquicas” han pasado de 290 a 421.

(47) Tomo I, págs. 202-203, Ed. Costes, 1933.

(48) Libro I.

(49) C. Marx: Manuscritos de 1844, capítulo sobre “El trabajo alienado”.

(50) Ibid.

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