Cinco
Dificultades Para Quien Escribe la Verdad*
Bertolt
Brecht
Introducción
QUIEN HOY PRETENDA COMBATIR
la mentira y la ignorancia y escribir la verdad, debe superar, cuando menos,
cinco dificultades. Debe tener el valor de escribir la verdad, aunque en
todas partes la sofoquen; la sagacidad de reconocerla, aunque en todas
partes la desfiguren; el arte de hacerla manejable como arma; el juicio
de escoger aquéllos en cuyas manos resultará más eficaz; la maña de
propagarla entre éstos. Tales dificultades son grandes para quienes escriben
bajo el fascismo, pero existen también para los desterrados o prófugos y son
válidas hasta para los que escriben en los países de la democracia burguesa.
El
valor de escribir la verdad
Parece hecho obvio que quien
escribe, escriba la verdad, es decir, que no la sofoque o la calle, o no diga
cosas falsas; que no se pliegue ante los poderosos ni engañe a los débiles.
Cierto, es bastante difícil no plegarse ante los poderosos y bastante ventajoso
engañar a los débiles. Desagradar a los poseedores, significa renunciar a la
propiedad. Renunciar al pago por el trabajo hecho, puede querer decir renunciar
al trabajo y rechazar la fama entre los potentados, significa a menudo rechazar
toda fama. Hacerlo requiere valor.
Los
tiempos en que la opresión es grande son casi siempre tiempos en que se
discurre mucho sobre cosas grandes y elevadas. Se necesita valor,
en tales tiempos, para hablar de cosas pequeñas y mezquinas, como la
alimentación y la vivienda de los trabajadores, mientras alrededor se dice que
sólo el espíritu de sacrificio cuenta. Cuando se ensalza continuamente a los campesinos,
es valeroso hablar de máquinas y forrajes a buen precio, capaces de facilitar
aquel trabajo tan elogiado. Cuando todos los altoparlantes vociferan que es
mejor el hombre sin conocimientos ni instrucción, que el instruido, se necesita
valor para preguntar: ¿mejor para quién? Cuando se habla de razas perfectas e
imperfectas, es valeroso preguntarse si el hambre, la ignorancia y la guerra no
producen cierta deformidad.
Asimismo
se necesita valor para decir la verdad sobre sí mismo, sobre nosotros mismos,
los vencidos. Muchos que son perseguidos, pierden la facultad de reconocer los
propios defectos. La persecución parece la más grave injusticia; los
perseguidores, ya que persiguen, son los malvados; ellos, los perseguidos, son
perseguidos por su bondad. Pero esta bondad fue golpeada, vencida, esposada;
luego era bondad débil, defectuosa, insostenible, que no contaba, porque no es
lícito admitir como propia de la bondad la debilidad, como se admite que la
lluvia debe ser mojada. Decir que los buenos fueron vencidos, no por buenos,
sino por débiles, requiere valor.
La
verdad no puede escribirse sino en lucha contra la mentira ni puede expresarse
de modo genérico, elevado, ambiguo. A tal especie, esto es, genérica, elevada,
ambigua, pertenece exactamente la mentira. Hablar de alguien que dijo la
verdad, implica que antes algunos, muchos, o uno solo, dijeron algo distinto,
una mentira o cuestiones genéricas; él en cambio dijo la verdad, esto es, algo
práctico, concreto, irrefutable, precisamente lo que se necesitaba.
Poco
valor se necesita en cambio para lamentarse, en general, de la maldad del
mundo, del triunfo de la brutalidad y para sacudir la amenaza que flota sobre
el espíritu, cuando se vive en una parte del mundo en que eso aún se permite.
Muchos se comportan entonces como si estuvieran bajo el tiro de los cañones,
cuando sólo están bajo el tiro de los binóculos. Van gritando sus vagas
reivindicaciones en el mundo amigo de la gente inocua; demandan, genéricamente,
la justicia, pero nunca hicieron nada por tenerla y piden genéricamente la
libertad, la de obtener parte de aquel botín antes largamente repartido con
ellos. Encuentran verdadero sólo cuanto les suena bien. Si la verdad tiene que
ver con cifras, con hechos, si es cuestión árida, cuyo hallazgo exige pena y
estudio, entonces no les corresponde, nada tiene que los embriague. Sólo
exteriormente se comportan como los que dicen la verdad. El mal que sufren es no
saber la verdad.
La
sagacidad de reconocer la verdad
Ya que es difícil reconocer
la verdad, que por doquier sofocan, muchos creen que escribirla o no escribirla
es problema de carácter; creen que basta el valor; y olvidan la segunda
dificultad: encontrar la verdad. En ningún caso se podrá decir que
encontrarla sea fácil.
En
primer lugar, no es fácil darse cuenta de cual verdad vale la pena
decir. Hoy, por ejemplo, ante los ojos del mundo entero, los Estados de gran
civilización se sumergen, uno tras otro, en la extrema barbarie, y además todos
saben que la guerra interna, conducida con los medios más despiadados, puede, de
un día a otro, transformarse en otra exterior, reduciendo quizá nuestro
Continente a montón de escombros. Ésta, sin duda, es una verdad; pero,
naturalmente, existen además otras verdades. También es cierto que las sillas
sirven para sentarse, y que la lluvia cae de arriba para abajo. Muchos poetas
escriben verdades de esta especie, similares a pintores que cubrieran con
naturalezas muertas las paredes de un barco que se hunde. Nuestra primera
dificultad, para ellos no existe, a pesar de tener la conciencia en su sitio.
Sin dejarse turbar por los potentados, pero no menos imperturbables para oír
los gritos de quienes sufren la violencia, avanzan vendiendo sus imágenes. La
absurdidad de su comportamiento les provoca «profundo» pesimismo, que venden
caro y resultaría más justificado en los otros, frente a tales maestros y tales
ventas. Y, es necesario decirlo, no es tan fácil reconocer que las suyas son
verdades del género de aquéllas sobre las sillas y la lluvia: ya que, por lo
general, suenan bien distinto, como si fuesen verdades que se refirieran a las
cosas importantes; y la creación artística consiste, precisamente, en conferir
importancia a una cosa.
Sólo
mediante cuidadosa observación se puede reconocer que no dicen sino que la
silla es silla y que nadie puede hacer nada si la lluvia cae de arriba para
abajo.
Esta
gente no sabe encontrar la verdad que vale la pena escribir. Otros, al
contrario, se ocupan realmente de las tareas más urgentes, no temen a los
potentados ni a la pobreza y no obstante todo, no encuentran la verdad. Les
faltan las nociones más necesarias. Están llenos de viejas supersticiones, de
prejuicios famosos, cuya feliz formulación se remonta a las más lejanas edades.
Para ellos el mundo es demasiado complicado: no conocen los hechos ni ven las
relaciones.
Además
de la intención se requieren nociones accesibles y métodos que se pueden
aprender. Aquellos que en nuestra época escriben informes complicados sobre
grandes cambios, deben conocer el materialismo dialéctico, la economía y la historia.
Son nociones adquiribles en los libros, mediante enseñanza práctica, aun cuando
no sea inmediata la aplicación necesaria. Muchas verdades, partes de verdades o
situaciones de hecho que llevan a encontrar la verdad, se pueden descubrir con
más facilidad. Cuando se busca, es bueno tener método, pero se puede encontrar
aun sin método y hasta sin buscar. En esta forma casual quedará, sin embargo,
casi excluida la posibilidad de representar la verdad, de tal manera que los
hombres, gracias a tal representación, sepan cómo deben obrar.
La
persona que anota sólo pequeños hechos, no está en capacidad de hacer manejables
los problemas de este mundo. Pero la verdad tiene este fin y ningún otro. Aquella
persona no está a la altura de escribir la verdad.
Cuando
uno está listo para escribir la verdad y es capaz de reconocerla, quedan aún
tres dificultades por superar.
El
arte de hacer a la verdad manejable como arma
La verdad debe ser dicha
para sacar de ella determinadas conclusiones sobre el propio comportamiento.
Como ejemplo de verdad que no permite sacar conclusiones, o sólo conclusiones
equivocadas, sirve la opinión, largamente difundida, según la cual las
condiciones deplorables que reinan en ciertos países provienen de la barbarie.
Tales opiniones miran el fascismo como ola de barbarie, que sumerge ciertos
países, como catástrofe natural.
Según
esta opinión el fascismo es la nueva tercera fuerza, al lado del capitalismo y
del socialismo (y por encima de ellos); por tanto, no sólo el movimiento
socialista, sino también el capitalismo, continuarían existiendo sin el
fascismo, etc. Ésta es, evidentemente, una afirmación fascista, una
capitulación ante el fascismo. El fascismo es una fase histórica, en la cual
entró el capitalismo y, por lo mismo, es algo viejo y nuevo a la vez. En los
países fascistas el capitalismo no existe sino como fascismo y el fascismo
no puede ser combatido sino como capitalismo, como la forma más escueta, más
descarada, más opresiva y engañosa del capitalismo.
¿Cómo
alguien que quisiera combatir el fascismo, podría decir la verdad sobre él, si
no quiere decir nada contra el capitalismo que lo engendra? ¿Cómo convertir en
practicable esta verdad?
Aquellos
que están contra el fascismo, sin estar contra el capitalismo, que se lamentan
de la barbarie que origina la barbarie, se parecen a los que quieren comer su
tajada de ternera, pero no quieren que se mate a la ternera. Quieren comerse la
ternera, pero no quieren ver sangre. Basta que el carnicero se lave las manos
antes de llevar la carne. No están contra las relaciones de propiedad que
causan la barbarie, sino sólo contra la barbarie. Protestan contra la barbarie,
en países donde existen, precisamente, las mismas relaciones de propiedad, pero
donde los carniceros se lavan aún las manos antes de servir la carne.
Las
acusaciones explícitas contra ciertas medidas bárbaras pueden ser eficaces
durante cierto tiempo, mientras aquellos que las oyen estén seguros de que
medidas similares no serán nunca aplicadas en sus países. Algunos países están
en capacidad de mantener sus relaciones de propiedad con medios menos brutales
que otros. La democracia presta tales servicios, para los cuales otros
necesitan usar la violencia; garantiza la propiedad de los medios de
producción. El monopolio de las fábricas, las minas, la tierra, crea en todas
partes condiciones bárbaras; sólo que allí son menos visibles. La barbarie se
hace evidente tan pronto se precisa la violencia abierta para proteger el
monopolio.
Algunos
países que no se han visto aún obligados, para salvaguardar estos monopolios, a
renunciar también a las garantías formales del Estado constitucional y a cosas
agradables como el arte, la filosofía y la literatura, escuchan con particular
complacencia a los huéspedes que acusan a su propia patria de haber renunciado
a tales comodidades, ya que esto puede ser útil en la guerra que prevén.
¿Reconocen la verdad los que, por ejemplo, exigen en voz alta la lucha
despiadada contra Alemania: «porque es la verdadera patria del mal en nuestra
época, la sucursal del infierno, la morada del anticristo»? Cabe decir que se
trata de gente estulta, impotente y nociva. La conclusión de tales vaniloquios
sería, en realidad, querer exterminar Alemania: todo el país, con todos sus
hombres, ya que el gas, cuando mata, no escoge culpables.
Las
personas superficiales, que no conocen la verdad, se expresan en forma
genérica, elevada e imprecisa. Estúpidamente acusan a «los» alemanes, se
lamentan «del» mal, y, en el mejor de los casos, el que los escucha no sabe qué
hacer. ¿Decidir, quizá, no ser alemán? ¿El infierno desaparecería si fuese
bueno? También los discursos sobre la barbarie originada por la barbarie, son
de la misma especie. Al oírlos, la barbarie viene de la barbarie, y desaparece
con la civilización, que viene de la instrucción. Todo esto se expresa en forma
bastante genérica, no en vista de conclusiones sacadas de la acción y en el
fondo no se dirige a nadie.
Semejante
modo de representar las cosas muestra pocos eslabones de la concatenación
casual y presenta ciertas fuerzas motrices como incontrolables. Tal método de
representar las cosas contiene mucha oscuridad, detrás de la cual se encuentran
las fuerzas que generan la catástrofe. ¡Un poco de luz, y aparecerán hombres en
la base de la catástrofe! Ya que vivimos en una época en que el destino del
hombre es el hombre.
El
fascismo no es catástrofe natural, cuya clave se puede hallar simplemente en la
«naturaleza» del hombre. Pero hasta de las catástrofes naturales se puede
hablar en forma digna del hombre, en forma de hacer un llamado a su energía
combativa.
Después
del gran terremoto que destruyó a Yokohama, en muchas revistas norteamericanas
se veía la extensión de ruinas. Debajo, decía: «steel stood» (el acero
quedó) y, en realidad, quien veía sólo las ruinas en la primera ojeada, por
estar más atento a la lectura del texto, notaba algunos edificios muy altos que
quedaron de pie. Entre todas las posibles maneras de hablar de un terremoto,
sin comparación, la más importante es la de los ingenieros, que calculando los
deslizamientos del terreno, la violencia de las sacudidas, el calor desarrollado,
etc., llegan a nuevas construcciones antisísmicas.
Quien
quiera describir el fascismo y la guerra, las grandes catástrofes que no son
catástrofes naturales, debe alcanzar una verdad susceptible de traducirse en la
práctica. Debe demostrar que se trata de catástrofes en contra de la enorme
masa de los que trabajan sin medios propios de producción, provocadas por los
poseedores de tales medios de producción.
Cuando
se quiere escribir con eficacia la verdad sobre ciertas condiciones
deplorables, se requiere escribirla de tal manera que se puedan reconocer las
causas evitables. Cuando las causas evitables se reconocen, las condiciones
deplorables pueden combatirse.
El
juicio de escoger a las personas en cuyas manos la verdad se hace efectiva
Gracias a la secular rutina
que rige el comercio de los escritos, en el mercado de las opiniones y de las
figuraciones, es decir, gracias al hecho de que el escritor no debía ya
cuidarse de vender sus escritos, se afirmó en el escritor la convicción de que
su cliente o comitente, el mediador, se ponía a disposición de todos sus
escritos. Él pensaba: yo hablo, y quien me quiera escuchar, me escuchará. En
realidad, él hablaba, y quien podía comprarlo, lo escuchaba; sus palabras no
eran oídas por todos, y quien las oía, no quería oírlas todas. De esto se ha
hablado con insistencia, aunque no bastante; sólo cabe subrayar que «escribir
para alguien» se cambió en «escribir».
La
verdad no se puede, simplemente, «escribir»; es indispensable escribirla para alguien
que sepa usarla. El conocimiento de la verdad es un proceso que escritores y
lectores tienen en común. Para decir cosas buenas, se necesita saber escuchar
bien y oír cosas buenas. La verdad debe ser dicha con medida y oída con medida.
Y, para nosotros, que escribimos, es importante saber a quién la decimos y
quién la dice.
La
verdad sobre ciertas condiciones deplorables debemos decirla a los que bajo
tales condiciones sufren más que todos los otros, y de ellos la debemos
aprender. No basta hablar a las personas que poseen opinión configurada; es
necesario también hablar a las que, dada su situación, convendría dicha
opinión. Nuestro auditorio cambia constantemente.
También
se puede hablar a los verdugos, cuando no se les paga más por colgar o cuando
su profesión se vuelve demasiado peligrosa. Los campesinos bávaros estaban
contra cualquier tipo de subversión, pero cuando la guerra duró demasiado y sus
hijos, al volver a casa, no encontraron trabajo en las granjas, comenzaron a
ser subversivos.
Es
importante para quienes escriben encontrar el tono justo para decir la verdad.
Lo que comúnmente se oye está dicho en el tono débil y lamentoso, de personas
incapaces de matar una mosca. Quien lo oye, encontrándose en la miseria, se
siente más miserable. Así hablan muchos hombres que tal vez no son nuestros
enemigos, sino más bien compañeros de lucha. La verdad es combativa: no sólo
combate la mentira, sino a determinadas personas que la propagan.
La
maña de propagar la verdad entre muchos
Hay muchos, orgullosos de
tener el valor de decir la verdad, felices de encontrarla, cansados, quizá, del
fatigante trabajo de darle forma manejable, impacientes de verla en posesión de
aquéllos cuyos intereses defienden, a quienes no parece necesario usar de
particular maña para divulgarla. Así el esfuerzo de su trabajo se desvanece. En
todos los tiempos se usó la astucia para difundir la verdad, cuando la
sofocaban o la desfiguraban.
Confucio
falsificó un viejo y patriótico calendario histórico. Sólo sustituyó ciertas
palabras. Donde decía: «El soberano de Kun hizo matar al filósofo Wan, por
decir esto y aquello». Confucio, en lugar de «matar», ponía «asesinar». Si
decía que el tirano tal, de los tales, cayó víctima de un atentado, ponía
«ajusticiado». Con esto, Confucio inició una nueva forma de juzgar la historia.
Los
que en nuestros días en lugar de «pueblo» dicen «población» y en lugar de
«suelo» dicen «propiedad territorial», evitan dar crédito a muchas
mentiras: porque despojan las palabras de su marchito misticismo. El término
«pueblo» significa cierta unidad e indica intereses comunes; debería, por
tanto, usarse sólo cuando se habla de diversos pueblos, único caso imaginable
de comunidad en intereses. La población de un territorio dado tiene intereses
diversos, y hasta opuestos, esta verdad pretenden sofocarla. También los que
dicen «suelo» y hacen perceptible a las narices y los ojos el campo que
describen y hablan de su olor de tierra y su color, favorecen la mentira de los
potentados; porque, en el terreno, la fertilidad no tiene importancia y menos
el amor o el cuidado que el hombre le prodiga. Lo importante en verdad es el
precio del trigo y el precio del trabajo. Los que sacan utilidades de la tierra
no son los mismos que sacan los granos y el olor de tierra que emana de los
campos, se ignora en las Bolsas, que huelen a cosas bastante diferentes.
«Propiedad territorial» es, al contrario, el termino justo; con él es menos
fácil embrollar.
En
donde reina la explotación, el término disciplina debe sustituirse por obediencia,
ya que la disciplina es también posible sin los potentados, por lo mismo, tiene
más nobleza que la sumisión. La expresión dignidad humana es mejor que
el término honor, así el hombre solo no puede desaparecer con tanta
facilidad del campo visual. Se conoce la clase de ralea que suele adelantarse a
defender el honor de un pueblo; y con cuanta prodigalidad los saciados
dispensan honores a quienes los sacian, sufriendo hambre.
La
maña de Confucio se puede usar aún hoy. Él sustituía los juicios injustos,
sobre ciertos acontecimientos nacionales, por otros justos.
El
inglés tomas Moro, en una utopía, describe un país cuyas condiciones de vida
eran justas: ¡bastante diverso del suyo, pero semejante en muchas cosas, menos
en las condiciones de vida!
Lenin,
amenazado por la policía del zar, quería describir la opresión y los abusos de
la burguesía rusa en la isla de Sajalín. Escribió «Japón» en lugar de «Rusia»,
«Corea» en lugar de «Sajalín», y el escrito no fue prohibido, ya que el Japón
era enemigo de Rusia. Muchas cosas que en Alemania no se pueden decir sobre Alemania,
son lícitas, cuando se habla de Austria.
Muchas
mañas son posibles para eludir la suspicaz vigilancia del Estado.
Voltaire
combatió la creencia en los milagros de la Iglesia, escribiendo un poema
galante sobre la Doncella de Orleans. Describió milagros que sin duda
sucedieron para que en el ejército, la corte y entre monjes, Juana permaneciese
virgen. Con la elegancia de su estilo, al describir aventuras eróticas,
inspiradas en la vida lujosa de los poderosos, inducía a éstos a abandonar la
religión, que les proveía de medios para tal vida disoluta. Además, consiguió
la oportunidad de hacer llegar por vías ilegales sus trabajos a aquéllos a
quienes estaban destinados; sus lectores pertenecían a las clases dominantes, pero
lo divulgaban y toleraban su difusión, traicionando así a la policía que
protegía sus diversiones.
El
gran poeta Lucrecio dice de modo explícito que pone gran confianza en la
belleza de sus versos, para la difusión del ateísmo epicúreo.
La
alta calidad literaria puede, en forma efectiva, constituir la pantalla para
ciertos escritos. Pero, a menudo, despierta también sospechas. Este caso se da,
por ejemplo, cuando se sirve de la vilipendiada novela policiaca para
introducir, como quien no quiere la cosa, la descripción de condiciones
deplorables. Descripciones similares justificarían, sin duda, la novela
policiaca.
El
gran Shakespeare redujo el tono literario, por razones bastante menos
importantes cuando, a conciencia, imprimió aquella forma débil e ineficaz al
discurso con que la madre de Coriolano afronta al hijo a punto de atacar la
ciudad paterna. Ella quería que Coriolano detuviese la marcha de su plan, no a
causa de argumentos válidos o de profunda emoción, sino por cierta inercia que
lo hacía ceder a una vieja costumbre.
En
Shakespeare encontramos también un ejemplo de verdad difundida con maña, en el
discurso de Antonio junto al cadáver de César. Antonio reitera que el asesino
de César, Bruto, es hombre honorable, pero a la vez narra su delito que describe
en forma más eficaz a la usada para describir al reo; el orador se deja vencer
por los hechos mismos, dándoles mayor elocuencia que «a sí mismo».
Un
poeta egipcio, que vivió hace cuatro mil años, se sirvió de método similar. Era
época de grandes luchas de clases. La clase dominante se defendía con gran
trabajo de su múltiple adversario —la parte de la población dominada hasta
entonces. En el poema, un sabio se presenta en la corte reinante, exhortando a
la lucha contra el enemigo interno. Larga, insistentemente, describe el
desorden causado por la insurrección de las clases oprimidas. La descripción
dice:
¿No
es así? Los nobles llenos de dolor, los humildes, de gozo.
Cada
ciudad dice: arrojad a los fuertes de nuestro medio.
¿No
es así? Las oficinas públicas abiertas; los registros tomados; los esclavos se
vuelven amos.
¿No
es así? El primogénito de notables no se reconoce; el niño de la señora se
convierte en hijo de su esclava.
¿No
es así? Los ciudadanos atados a ruedas de molino. Salen los que nunca vieron el
día.
¿No
es así? Despedazan los cofres de ébano para sacrificios; con la preciosa madera
de Sesnem hacen lechos.
Mirad,
en una hora la residencia sometida.
Mirad,
los pobres se enriquecen.
Mirad,
el que no tenía pan, ahora posee granero; cuyas provisiones son bienes de otro.
Mirad,
cómo beneficia al hombre el alimento.
Mirad,
el que no tenía trigo, ahora posee graneros; los que pedían trigo a los pobres,
ahora lo distribuyen.
Mirad,
el que no tenía yugo de bueyes, ahora posee manada; el que no tenía buey para
arar, posee rebaños.
Mirad,
el que no podía construirse un cuarto, posee cuatro paredes.
Mirad,
los consejeros tratan de refugiarse en los pajares; el que no osaba descansar
sobre la muralla, ahora tiene lecho.
Mirad,
el que nunca construyó barca para sí, ahora tiene naves; no pertenecen al
propietario que va a verlas.
Mirad,
los que tenían vestidos, ahora se cubren con harapos; el que nunca tejía para
sí, ahora tiene lino finísimo.
El
rico duerme sediento; el que antes pedía las gotas de sus vasos, ahora posee
cerveza fuerte.
Mirad,
el que no sabía nada de música, ahora tiene arpa; el que no cantaba, ahora
estima la música.
Mirad,
el solitario, que dormía sin compañera, ahora encuentra mujer; los que se
miraban el rostro en el agua, ahora poseen espejo.
Mirad,
los que dirigían los negocios del país, caminan sin encontrar qué hacer.
A
los grandes no les entregan mensajes; el que antes los llevaba, ahora manda a
otro…
Mirad,
hay cinco hombres, mandados por sus amos.
Ahora
dicen: caminad; nosotros llegamos.
Es evidente que esta
descripción presenta el desorden que parecía muy deseable a los explotados.
Pero sería difícil inculpar al poeta. Su condena del desorden es explícita,
aunque no resiste…
En
un panfleto, Jonathan Swift propuso, para traer el bienestar al país, salar a
todos los niños de los pobres y venderlos como carne. Hizo cálculos exactos,
que demostraban cómo se podía economizar, siempre y cuando se prescindiera de
escrúpulos. Swift se hacía tonto. Defendía con mucho celo y precisión cierto
modo de pensar que detestaba; aplicándolo en este ejemplo desenmascaraba toda
la infamia. Cualquiera podía ser más inteligente que Swift, o al menos más
humano, sobre todo los que hasta entonces no consideraban las consecuencias que
resultan de ciertas opiniones.
La
propaganda para que las personas razonen y piensen por cuenta propia, en
cualquier campo que se haga, siempre sirve a la causa de los explotados.
Esta propaganda es altamente necesaria. Bajo los gobiernos que prodigan abusos,
razonar se considera cosa vil.
Se
juzga vil lo útil a los explotados. Asimismo se considera despreciable la
ansiedad continua por comer hasta saciarse; se condena el desprecio a los
honores prometidos a los defensores del país, donde aguantan hambre; las dudas
ante el conductor que lleva a la ruina; la aversión al trabajo que no nutre a
quien lo hace; rebelarse contra la imposición del comportamiento insensato; el
desinterés por la familia, que no necesita interés. Se insulta a los
hambrientos por su voracidad, a los que nada tienen que defender por su
cobardía, a los que dudan de su opresor por las dudas sobre su propia fuerza, a
los que quieren hacerse pagar el trabajo que realizan por su pereza, etc.
Bajo
gobiernos similares, pensar, en general, se considera cosa vil y desacredita.
No se enseña a pensar y donde el pensamiento se manifiesta, se persigue. No
obstante, siempre hay campos donde se puede señalar, sin peligro, los buenos
efectos de la razón; campos donde la dictadura la necesita.
Se
puede mostrar, por ejemplo, los éxitos de la razón en el campo de la ciencia
militar y la técnica. También para remediar las insuficiencias de la reserva
lanar, gracias a la organización y la invención de sustitutos, se necesita la
razón. El empeoramiento de los alimentos, el adiestramiento de los jóvenes para
la guerra, exigen razón; esto se puede describir. En cambio puede evitarse con
maña la exaltación de la guerra, del impensado fin de tanto esfuerzo cerebral;
el razonamiento que deriva de la pregunta: «¿Cuál es el mejor modo de llevar la
guerra?», puede llevar a la pregunta: «¿Tiene sentido esta guerra?»; y se puede
llegar también a la pregunta: «¿Cuál es el mejor medio de evitar una guerra
insensata?».
Cierto,
en la práctica resulta imposible formular tales preguntas en público. ¿Es
imposible disfrutar del modo de pensar que se propaga, es decir, hacerlo
eficaz? Al contrario: es posible.
Para
que en época como la nuestra sea posible la explotación, que permite a la parte
de la población (más pequeña) explotar a la otra (más grande), es indispensable
una actitud particular de la población, actitud fundamental que debe extenderse
a todos los campos.
Un
descubrimiento en el campo de la zoología, como el del inglés Darwin puede, de
un momento a otro, convertirse en peligro para los explotadores; no obstante,
sólo la iglesia se ocupó de ello, mientras que la policía de nada se dio
cuenta.
En
estos últimos años los experimentos de los físicos llevan a ciertas
conclusiones en el campo de la lógica, que sin duda representan peligro para
toda la serie de dogmas al servicio de la explotación.
Hegel,
el filósofo estatal de Prusia, que acometió difíciles búsquedas en el campo de
la lógica, procuró a Marx y a Lenin, los clásicos de la revolución proletaria,
métodos de incalculable valor.
Las
diversas ciencias se desarrollaron con bastante complejidad, pero en forma
desigual y el Estado es incapaz de vigilar cada punto. Los precursores de la
verdad pueden escoger un campo de batalla relativamente inobservado.
Todo
depende del hecho de que se enseñe un modo justo de razonar, una forma de
razonar que interrogue por cada cuestión y cada acontecimiento, desde su lado
transitorio y mutable. Los poderosos son muy hostiles a los grandes cambios.
Quisieran que todo permaneciera como está, posiblemente durante mil años; ¡que
la luna se detuviese, que el sol no girase más! Entonces ninguno tendría hambre
ni pretendería comer por la tarde. Después de que ellos disparen, el enemigo no
debe poder disparar, su golpe debe ser el último. Considerar las cosas dándole
importancia a su lado transitorio, es buen sistema para reanimar a los
explotados. Mostrar que en cada cosa, en cada estado de cosas, surge y crece
una contradicción: también es hecho que se necesita oponer a los vencedores.
Parecido
modo de razonar (esto es, la Dialéctica, la doctrina del ser en devenir) se
puede ejercitar en sectores de investigación que, durante un tiempo, escapan a
los potentados.
Se
puede aplicar a la biología y a la química. Pero también describiendo el
destino de una familia se puede aplicar, sin dejarlo notar mucho. La relación
de cada objeto con muchos otros, que cambian continuamente, es pensamiento
peligroso para las dictaduras y puede expresarse de muchos modos, sin dar
pretexto a la policía. Una descripción minuciosa de todas las circunstancias,
todos los procesos en que se encuentra implicado un hombre que abre una
tabaquería, puede ser golpe serio para la dictadura.
Todos
los que piensen un poco, encontrarán por qué. Los gobiernos que conducen las
masas humanas a la miseria deben evitar que en la miseria se piense en los
gobiernos. Entonces hablan mucho del destino. El destino —no los gobiernos— es
responsable de la miseria. Se arresta a quien trate de descubrir las causas de
la miseria, antes de que desenmascare al gobierno. Aún es posible oponerse, en
general, a los discursos sobre el destino; se puede mostrar que el hombre hace
su destino.
También
a esto se puede llegar de diversos modos. Por ejemplo, se puede relatar la
historia de una granja, digamos una granja de campesinos islandeses. Todo el
pueblo dice que la granja está maldita. Una campesina se tiró en el pozo, un
campesino se colgó. Un buen día hay un matrimonio: el hijo del campesino se
casa con una muchacha que aporta como dote algunas tierras. Y la maldición
desaparece. El pueblo no está de acuerdo al juzgar este feliz acontecimiento.
Unos lo atribuyen al excelente carácter del joven campesino; otros, a las
tierras que la joven aportó como dote, y que permiten a la granja producir.
Hasta
con una poesía que describe un paisaje se puede hacer algo, si se incorporan a
la naturaleza las cosas creadas por el hombre.
La
maña se necesita para que la verdad se difunda.
Conclusión
La gran verdad de nuestro
siglo (cuyo mero reconocimiento no basta, pero que si no se reconoce impide
encontrar otras verdades importantes) es ésta: que nuestro Continente se hunde
en la barbarie, porque las relaciones de propiedad de los medios de producción
se mantienen mediante la violencia.
¿De
qué serviría un escrito valeroso, que mostrase la barbarie de las condiciones
en que estamos por caer (lo que es cierto), si no se desprenden las razones por
las cuales nos encontramos en tales condiciones? Debemos decir que los hombres
son torturados porque no cambian las relaciones de propiedad. Claro, si lo
decimos, perdemos muchos amigos, que están contra la tortura, porque creen que
las relaciones de propiedad se pueden mantener aún sin ella (lo que es falso).
Debemos
decir la verdad sobre las condiciones bárbaras en nuestro país, y que se puede
hacer lo posible por hacerlas desaparecer, o sea, algo que permita cambiar las
relaciones de propiedad.
Debemos
decirla, sobre todo, a los que sufren más que nadie estas relaciones de
propiedad, que tienen el más grande interés en cambiarlas: a los obreros y a
quienes se pueden convertir en sus aliados, porque efectivamente no poseen
medios de producción, aunque están interesados en las ganancias.
En
fin, debemos proceder con maña.
Debemos
superar estas cinco dificultades al mismo tiempo, porque no podemos indagar la
verdad sobre la barbarie de ciertas condiciones, sin pensar en los que sufren
tal estado de cosas; y mientras —combatiendo cada impulso de pusilanimidad —
tratamos de descubrir las verdaderas relaciones, mirando a los que están preparados
para utilizar el conocimiento de ellas, debemos también pensar en ofrecerles la
verdad, de tal modo que se convierta en arma en manos suyas, y con tanta maña,
que el enemigo no descubra ésta.
Tal
se requiere, cuando se pide al escritor escribir la verdad**.
_________
(*)Tomdo de Cinco
dificultades para quien escribe la verdad - Bertolt Brecht - Descargar epub y
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(**) La primera versión de
este artículo apareció en el diario parisino realizado en alemán por exiliados
alemanes Pariser Tageblatt, el 12 de Diciembre de 1934, bajo el título «Dichter
sollen die Wahrheit schreiben» (Los poetas han de contar la verdad). La versión
final del ensayo de Brecht fue publicada en la revista antifascista Unsere Zeit
en Abril de 1935. En 1938 el ensayo fue reeditado para su difusión clandestina
por la Alemania hitleriana.
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