domingo, 1 de enero de 2023

Escribir la verdad

Cinco Dificultades Para Quien Escribe la Verdad*

Bertolt Brecht

Introducción

QUIEN HOY PRETENDA COMBATIR la mentira y la ignorancia y escribir la verdad, debe superar, cuando menos, cinco dificultades. Debe tener el valor de escribir la verdad, aunque en todas partes la sofoquen; la sagacidad de reconocerla, aunque en todas partes la desfiguren; el arte de hacerla manejable como arma; el juicio de escoger aquéllos en cuyas manos resultará más eficaz; la maña de propagarla entre éstos. Tales dificultades son grandes para quienes escriben bajo el fascismo, pero existen también para los desterrados o prófugos y son válidas hasta para los que escriben en los países de la democracia burguesa.

 

El valor de escribir la verdad

Parece hecho obvio que quien escribe, escriba la verdad, es decir, que no la sofoque o la calle, o no diga cosas falsas; que no se pliegue ante los poderosos ni engañe a los débiles. Cierto, es bastante difícil no plegarse ante los poderosos y bastante ventajoso engañar a los débiles. Desagradar a los poseedores, significa renunciar a la propiedad. Renunciar al pago por el trabajo hecho, puede querer decir renunciar al trabajo y rechazar la fama entre los potentados, significa a menudo rechazar toda fama. Hacerlo requiere valor.

Los tiempos en que la opresión es grande son casi siempre tiempos en que se discurre mucho sobre cosas grandes y elevadas. Se necesita valor, en tales tiempos, para hablar de cosas pequeñas y mezquinas, como la alimentación y la vivienda de los trabajadores, mientras alrededor se dice que sólo el espíritu de sacrificio cuenta. Cuando se ensalza continuamente a los campesinos, es valeroso hablar de máquinas y forrajes a buen precio, capaces de facilitar aquel trabajo tan elogiado. Cuando todos los altoparlantes vociferan que es mejor el hombre sin conocimientos ni instrucción, que el instruido, se necesita valor para preguntar: ¿mejor para quién? Cuando se habla de razas perfectas e imperfectas, es valeroso preguntarse si el hambre, la ignorancia y la guerra no producen cierta deformidad.

Asimismo se necesita valor para decir la verdad sobre sí mismo, sobre nosotros mismos, los vencidos. Muchos que son perseguidos, pierden la facultad de reconocer los propios defectos. La persecución parece la más grave injusticia; los perseguidores, ya que persiguen, son los malvados; ellos, los perseguidos, son perseguidos por su bondad. Pero esta bondad fue golpeada, vencida, esposada; luego era bondad débil, defectuosa, insostenible, que no contaba, porque no es lícito admitir como propia de la bondad la debilidad, como se admite que la lluvia debe ser mojada. Decir que los buenos fueron vencidos, no por buenos, sino por débiles, requiere valor.

La verdad no puede escribirse sino en lucha contra la mentira ni puede expresarse de modo genérico, elevado, ambiguo. A tal especie, esto es, genérica, elevada, ambigua, pertenece exactamente la mentira. Hablar de alguien que dijo la verdad, implica que antes algunos, muchos, o uno solo, dijeron algo distinto, una mentira o cuestiones genéricas; él en cambio dijo la verdad, esto es, algo práctico, concreto, irrefutable, precisamente lo que se necesitaba.

Poco valor se necesita en cambio para lamentarse, en general, de la maldad del mundo, del triunfo de la brutalidad y para sacudir la amenaza que flota sobre el espíritu, cuando se vive en una parte del mundo en que eso aún se permite. Muchos se comportan entonces como si estuvieran bajo el tiro de los cañones, cuando sólo están bajo el tiro de los binóculos. Van gritando sus vagas reivindicaciones en el mundo amigo de la gente inocua; demandan, genéricamente, la justicia, pero nunca hicieron nada por tenerla y piden genéricamente la libertad, la de obtener parte de aquel botín antes largamente repartido con ellos. Encuentran verdadero sólo cuanto les suena bien. Si la verdad tiene que ver con cifras, con hechos, si es cuestión árida, cuyo hallazgo exige pena y estudio, entonces no les corresponde, nada tiene que los embriague. Sólo exteriormente se comportan como los que dicen la verdad. El mal que sufren es no saber la verdad.

 

La sagacidad de reconocer la verdad

Ya que es difícil reconocer la verdad, que por doquier sofocan, muchos creen que escribirla o no escribirla es problema de carácter; creen que basta el valor; y olvidan la segunda dificultad: encontrar la verdad. En ningún caso se podrá decir que encontrarla sea fácil.

En primer lugar, no es fácil darse cuenta de cual verdad vale la pena decir. Hoy, por ejemplo, ante los ojos del mundo entero, los Estados de gran civilización se sumergen, uno tras otro, en la extrema barbarie, y además todos saben que la guerra interna, conducida con los medios más despiadados, puede, de un día a otro, transformarse en otra exterior, reduciendo quizá nuestro Continente a montón de escombros. Ésta, sin duda, es una verdad; pero, naturalmente, existen además otras verdades. También es cierto que las sillas sirven para sentarse, y que la lluvia cae de arriba para abajo. Muchos poetas escriben verdades de esta especie, similares a pintores que cubrieran con naturalezas muertas las paredes de un barco que se hunde. Nuestra primera dificultad, para ellos no existe, a pesar de tener la conciencia en su sitio. Sin dejarse turbar por los potentados, pero no menos imperturbables para oír los gritos de quienes sufren la violencia, avanzan vendiendo sus imágenes. La absurdidad de su comportamiento les provoca «profundo» pesimismo, que venden caro y resultaría más justificado en los otros, frente a tales maestros y tales ventas. Y, es necesario decirlo, no es tan fácil reconocer que las suyas son verdades del género de aquéllas sobre las sillas y la lluvia: ya que, por lo general, suenan bien distinto, como si fuesen verdades que se refirieran a las cosas importantes; y la creación artística consiste, precisamente, en conferir importancia a una cosa.

Sólo mediante cuidadosa observación se puede reconocer que no dicen sino que la silla es silla y que nadie puede hacer nada si la lluvia cae de arriba para abajo.

Esta gente no sabe encontrar la verdad que vale la pena escribir. Otros, al contrario, se ocupan realmente de las tareas más urgentes, no temen a los potentados ni a la pobreza y no obstante todo, no encuentran la verdad. Les faltan las nociones más necesarias. Están llenos de viejas supersticiones, de prejuicios famosos, cuya feliz formulación se remonta a las más lejanas edades. Para ellos el mundo es demasiado complicado: no conocen los hechos ni ven las relaciones.

Además de la intención se requieren nociones accesibles y métodos que se pueden aprender. Aquellos que en nuestra época escriben informes complicados sobre grandes cambios, deben conocer el materialismo dialéctico, la economía y la historia. Son nociones adquiribles en los libros, mediante enseñanza práctica, aun cuando no sea inmediata la aplicación necesaria. Muchas verdades, partes de verdades o situaciones de hecho que llevan a encontrar la verdad, se pueden descubrir con más facilidad. Cuando se busca, es bueno tener método, pero se puede encontrar aun sin método y hasta sin buscar. En esta forma casual quedará, sin embargo, casi excluida la posibilidad de representar la verdad, de tal manera que los hombres, gracias a tal representación, sepan cómo deben obrar.

La persona que anota sólo pequeños hechos, no está en capacidad de hacer manejables los problemas de este mundo. Pero la verdad tiene este fin y ningún otro. Aquella persona no está a la altura de escribir la verdad.

Cuando uno está listo para escribir la verdad y es capaz de reconocerla, quedan aún tres dificultades por superar.

 

El arte de hacer a la verdad manejable como arma

La verdad debe ser dicha para sacar de ella determinadas conclusiones sobre el propio comportamiento. Como ejemplo de verdad que no permite sacar conclusiones, o sólo conclusiones equivocadas, sirve la opinión, largamente difundida, según la cual las condiciones deplorables que reinan en ciertos países provienen de la barbarie. Tales opiniones miran el fascismo como ola de barbarie, que sumerge ciertos países, como catástrofe natural.

Según esta opinión el fascismo es la nueva tercera fuerza, al lado del capitalismo y del socialismo (y por encima de ellos); por tanto, no sólo el movimiento socialista, sino también el capitalismo, continuarían existiendo sin el fascismo, etc. Ésta es, evidentemente, una afirmación fascista, una capitulación ante el fascismo. El fascismo es una fase histórica, en la cual entró el capitalismo y, por lo mismo, es algo viejo y nuevo a la vez. En los países fascistas el capitalismo no existe sino como fascismo y el fascismo no puede ser combatido sino como capitalismo, como la forma más escueta, más descarada, más opresiva y engañosa del capitalismo.

¿Cómo alguien que quisiera combatir el fascismo, podría decir la verdad sobre él, si no quiere decir nada contra el capitalismo que lo engendra? ¿Cómo convertir en practicable esta verdad?

Aquellos que están contra el fascismo, sin estar contra el capitalismo, que se lamentan de la barbarie que origina la barbarie, se parecen a los que quieren comer su tajada de ternera, pero no quieren que se mate a la ternera. Quieren comerse la ternera, pero no quieren ver sangre. Basta que el carnicero se lave las manos antes de llevar la carne. No están contra las relaciones de propiedad que causan la barbarie, sino sólo contra la barbarie. Protestan contra la barbarie, en países donde existen, precisamente, las mismas relaciones de propiedad, pero donde los carniceros se lavan aún las manos antes de servir la carne.

Las acusaciones explícitas contra ciertas medidas bárbaras pueden ser eficaces durante cierto tiempo, mientras aquellos que las oyen estén seguros de que medidas similares no serán nunca aplicadas en sus países. Algunos países están en capacidad de mantener sus relaciones de propiedad con medios menos brutales que otros. La democracia presta tales servicios, para los cuales otros necesitan usar la violencia; garantiza la propiedad de los medios de producción. El monopolio de las fábricas, las minas, la tierra, crea en todas partes condiciones bárbaras; sólo que allí son menos visibles. La barbarie se hace evidente tan pronto se precisa la violencia abierta para proteger el monopolio.

Algunos países que no se han visto aún obligados, para salvaguardar estos monopolios, a renunciar también a las garantías formales del Estado constitucional y a cosas agradables como el arte, la filosofía y la literatura, escuchan con particular complacencia a los huéspedes que acusan a su propia patria de haber renunciado a tales comodidades, ya que esto puede ser útil en la guerra que prevén. ¿Reconocen la verdad los que, por ejemplo, exigen en voz alta la lucha despiadada contra Alemania: «porque es la verdadera patria del mal en nuestra época, la sucursal del infierno, la morada del anticristo»? Cabe decir que se trata de gente estulta, impotente y nociva. La conclusión de tales vaniloquios sería, en realidad, querer exterminar Alemania: todo el país, con todos sus hombres, ya que el gas, cuando mata, no escoge culpables.

Las personas superficiales, que no conocen la verdad, se expresan en forma genérica, elevada e imprecisa. Estúpidamente acusan a «los» alemanes, se lamentan «del» mal, y, en el mejor de los casos, el que los escucha no sabe qué hacer. ¿Decidir, quizá, no ser alemán? ¿El infierno desaparecería si fuese bueno? También los discursos sobre la barbarie originada por la barbarie, son de la misma especie. Al oírlos, la barbarie viene de la barbarie, y desaparece con la civilización, que viene de la instrucción. Todo esto se expresa en forma bastante genérica, no en vista de conclusiones sacadas de la acción y en el fondo no se dirige a nadie.

Semejante modo de representar las cosas muestra pocos eslabones de la concatenación casual y presenta ciertas fuerzas motrices como incontrolables. Tal método de representar las cosas contiene mucha oscuridad, detrás de la cual se encuentran las fuerzas que generan la catástrofe. ¡Un poco de luz, y aparecerán hombres en la base de la catástrofe! Ya que vivimos en una época en que el destino del hombre es el hombre.

El fascismo no es catástrofe natural, cuya clave se puede hallar simplemente en la «naturaleza» del hombre. Pero hasta de las catástrofes naturales se puede hablar en forma digna del hombre, en forma de hacer un llamado a su energía combativa.

Después del gran terremoto que destruyó a Yokohama, en muchas revistas norteamericanas se veía la extensión de ruinas. Debajo, decía: «steel stood» (el acero quedó) y, en realidad, quien veía sólo las ruinas en la primera ojeada, por estar más atento a la lectura del texto, notaba algunos edificios muy altos que quedaron de pie. Entre todas las posibles maneras de hablar de un terremoto, sin comparación, la más importante es la de los ingenieros, que calculando los deslizamientos del terreno, la violencia de las sacudidas, el calor desarrollado, etc., llegan a nuevas construcciones antisísmicas.

Quien quiera describir el fascismo y la guerra, las grandes catástrofes que no son catástrofes naturales, debe alcanzar una verdad susceptible de traducirse en la práctica. Debe demostrar que se trata de catástrofes en contra de la enorme masa de los que trabajan sin medios propios de producción, provocadas por los poseedores de tales medios de producción.

Cuando se quiere escribir con eficacia la verdad sobre ciertas condiciones deplorables, se requiere escribirla de tal manera que se puedan reconocer las causas evitables. Cuando las causas evitables se reconocen, las condiciones deplorables pueden combatirse.

 

El juicio de escoger a las personas en cuyas manos la verdad se hace efectiva

Gracias a la secular rutina que rige el comercio de los escritos, en el mercado de las opiniones y de las figuraciones, es decir, gracias al hecho de que el escritor no debía ya cuidarse de vender sus escritos, se afirmó en el escritor la convicción de que su cliente o comitente, el mediador, se ponía a disposición de todos sus escritos. Él pensaba: yo hablo, y quien me quiera escuchar, me escuchará. En realidad, él hablaba, y quien podía comprarlo, lo escuchaba; sus palabras no eran oídas por todos, y quien las oía, no quería oírlas todas. De esto se ha hablado con insistencia, aunque no bastante; sólo cabe subrayar que «escribir para alguien» se cambió en «escribir».

La verdad no se puede, simplemente, «escribir»; es indispensable escribirla para alguien que sepa usarla. El conocimiento de la verdad es un proceso que escritores y lectores tienen en común. Para decir cosas buenas, se necesita saber escuchar bien y oír cosas buenas. La verdad debe ser dicha con medida y oída con medida. Y, para nosotros, que escribimos, es importante saber a quién la decimos y quién la dice.

La verdad sobre ciertas condiciones deplorables debemos decirla a los que bajo tales condiciones sufren más que todos los otros, y de ellos la debemos aprender. No basta hablar a las personas que poseen opinión configurada; es necesario también hablar a las que, dada su situación, convendría dicha opinión. Nuestro auditorio cambia constantemente.

También se puede hablar a los verdugos, cuando no se les paga más por colgar o cuando su profesión se vuelve demasiado peligrosa. Los campesinos bávaros estaban contra cualquier tipo de subversión, pero cuando la guerra duró demasiado y sus hijos, al volver a casa, no encontraron trabajo en las granjas, comenzaron a ser subversivos.

Es importante para quienes escriben encontrar el tono justo para decir la verdad. Lo que comúnmente se oye está dicho en el tono débil y lamentoso, de personas incapaces de matar una mosca. Quien lo oye, encontrándose en la miseria, se siente más miserable. Así hablan muchos hombres que tal vez no son nuestros enemigos, sino más bien compañeros de lucha. La verdad es combativa: no sólo combate la mentira, sino a determinadas personas que la propagan.

 

La maña de propagar la verdad entre muchos

Hay muchos, orgullosos de tener el valor de decir la verdad, felices de encontrarla, cansados, quizá, del fatigante trabajo de darle forma manejable, impacientes de verla en posesión de aquéllos cuyos intereses defienden, a quienes no parece necesario usar de particular maña para divulgarla. Así el esfuerzo de su trabajo se desvanece. En todos los tiempos se usó la astucia para difundir la verdad, cuando la sofocaban o la desfiguraban.

Confucio falsificó un viejo y patriótico calendario histórico. Sólo sustituyó ciertas palabras. Donde decía: «El soberano de Kun hizo matar al filósofo Wan, por decir esto y aquello». Confucio, en lugar de «matar», ponía «asesinar». Si decía que el tirano tal, de los tales, cayó víctima de un atentado, ponía «ajusticiado». Con esto, Confucio inició una nueva forma de juzgar la historia.

Los que en nuestros días en lugar de «pueblo» dicen «población» y en lugar de «suelo» dicen «propiedad territorial», evitan dar crédito a muchas mentiras: porque despojan las palabras de su marchito misticismo. El término «pueblo» significa cierta unidad e indica intereses comunes; debería, por tanto, usarse sólo cuando se habla de diversos pueblos, único caso imaginable de comunidad en intereses. La población de un territorio dado tiene intereses diversos, y hasta opuestos, esta verdad pretenden sofocarla. También los que dicen «suelo» y hacen perceptible a las narices y los ojos el campo que describen y hablan de su olor de tierra y su color, favorecen la mentira de los potentados; porque, en el terreno, la fertilidad no tiene importancia y menos el amor o el cuidado que el hombre le prodiga. Lo importante en verdad es el precio del trigo y el precio del trabajo. Los que sacan utilidades de la tierra no son los mismos que sacan los granos y el olor de tierra que emana de los campos, se ignora en las Bolsas, que huelen a cosas bastante diferentes. «Propiedad territorial» es, al contrario, el termino justo; con él es menos fácil embrollar.

En donde reina la explotación, el término disciplina debe sustituirse por obediencia, ya que la disciplina es también posible sin los potentados, por lo mismo, tiene más nobleza que la sumisión. La expresión dignidad humana es mejor que el término honor, así el hombre solo no puede desaparecer con tanta facilidad del campo visual. Se conoce la clase de ralea que suele adelantarse a defender el honor de un pueblo; y con cuanta prodigalidad los saciados dispensan honores a quienes los sacian, sufriendo hambre.

La maña de Confucio se puede usar aún hoy. Él sustituía los juicios injustos, sobre ciertos acontecimientos nacionales, por otros justos.

El inglés tomas Moro, en una utopía, describe un país cuyas condiciones de vida eran justas: ¡bastante diverso del suyo, pero semejante en muchas cosas, menos en las condiciones de vida!

Lenin, amenazado por la policía del zar, quería describir la opresión y los abusos de la burguesía rusa en la isla de Sajalín. Escribió «Japón» en lugar de «Rusia», «Corea» en lugar de «Sajalín», y el escrito no fue prohibido, ya que el Japón era enemigo de Rusia. Muchas cosas que en Alemania no se pueden decir sobre Alemania, son lícitas, cuando se habla de Austria.

Muchas mañas son posibles para eludir la suspicaz vigilancia del Estado.

Voltaire combatió la creencia en los milagros de la Iglesia, escribiendo un poema galante sobre la Doncella de Orleans. Describió milagros que sin duda sucedieron para que en el ejército, la corte y entre monjes, Juana permaneciese virgen. Con la elegancia de su estilo, al describir aventuras eróticas, inspiradas en la vida lujosa de los poderosos, inducía a éstos a abandonar la religión, que les proveía de medios para tal vida disoluta. Además, consiguió la oportunidad de hacer llegar por vías ilegales sus trabajos a aquéllos a quienes estaban destinados; sus lectores pertenecían a las clases dominantes, pero lo divulgaban y toleraban su difusión, traicionando así a la policía que protegía sus diversiones.

El gran poeta Lucrecio dice de modo explícito que pone gran confianza en la belleza de sus versos, para la difusión del ateísmo epicúreo.

La alta calidad literaria puede, en forma efectiva, constituir la pantalla para ciertos escritos. Pero, a menudo, despierta también sospechas. Este caso se da, por ejemplo, cuando se sirve de la vilipendiada novela policiaca para introducir, como quien no quiere la cosa, la descripción de condiciones deplorables. Descripciones similares justificarían, sin duda, la novela policiaca.

El gran Shakespeare redujo el tono literario, por razones bastante menos importantes cuando, a conciencia, imprimió aquella forma débil e ineficaz al discurso con que la madre de Coriolano afronta al hijo a punto de atacar la ciudad paterna. Ella quería que Coriolano detuviese la marcha de su plan, no a causa de argumentos válidos o de profunda emoción, sino por cierta inercia que lo hacía ceder a una vieja costumbre.

En Shakespeare encontramos también un ejemplo de verdad difundida con maña, en el discurso de Antonio junto al cadáver de César. Antonio reitera que el asesino de César, Bruto, es hombre honorable, pero a la vez narra su delito que describe en forma más eficaz a la usada para describir al reo; el orador se deja vencer por los hechos mismos, dándoles mayor elocuencia que «a sí mismo».

Un poeta egipcio, que vivió hace cuatro mil años, se sirvió de método similar. Era época de grandes luchas de clases. La clase dominante se defendía con gran trabajo de su múltiple adversario —la parte de la población dominada hasta entonces. En el poema, un sabio se presenta en la corte reinante, exhortando a la lucha contra el enemigo interno. Larga, insistentemente, describe el desorden causado por la insurrección de las clases oprimidas. La descripción dice:

¿No es así? Los nobles llenos de dolor, los humildes, de gozo.

Cada ciudad dice: arrojad a los fuertes de nuestro medio.

¿No es así? Las oficinas públicas abiertas; los registros tomados; los esclavos se vuelven amos.

¿No es así? El primogénito de notables no se reconoce; el niño de la señora se convierte en hijo de su esclava.

¿No es así? Los ciudadanos atados a ruedas de molino. Salen los que nunca vieron el día.

¿No es así? Despedazan los cofres de ébano para sacrificios; con la preciosa madera de Sesnem hacen lechos.

Mirad, en una hora la residencia sometida.

Mirad, los pobres se enriquecen.

Mirad, el que no tenía pan, ahora posee granero; cuyas provisiones son bienes de otro.

Mirad, cómo beneficia al hombre el alimento.

Mirad, el que no tenía trigo, ahora posee graneros; los que pedían trigo a los pobres, ahora lo distribuyen.

Mirad, el que no tenía yugo de bueyes, ahora posee manada; el que no tenía buey para arar, posee rebaños.

Mirad, el que no podía construirse un cuarto, posee cuatro paredes.

Mirad, los consejeros tratan de refugiarse en los pajares; el que no osaba descansar sobre la muralla, ahora tiene lecho.

Mirad, el que nunca construyó barca para sí, ahora tiene naves; no pertenecen al propietario que va a verlas.

Mirad, los que tenían vestidos, ahora se cubren con harapos; el que nunca tejía para sí, ahora tiene lino finísimo.

El rico duerme sediento; el que antes pedía las gotas de sus vasos, ahora posee cerveza fuerte.

Mirad, el que no sabía nada de música, ahora tiene arpa; el que no cantaba, ahora estima la música.

Mirad, el solitario, que dormía sin compañera, ahora encuentra mujer; los que se miraban el rostro en el agua, ahora poseen espejo.

Mirad, los que dirigían los negocios del país, caminan sin encontrar qué hacer.

A los grandes no les entregan mensajes; el que antes los llevaba, ahora manda a otro…

Mirad, hay cinco hombres, mandados por sus amos.

Ahora dicen: caminad; nosotros llegamos.

Es evidente que esta descripción presenta el desorden que parecía muy deseable a los explotados. Pero sería difícil inculpar al poeta. Su condena del desorden es explícita, aunque no resiste…

En un panfleto, Jonathan Swift propuso, para traer el bienestar al país, salar a todos los niños de los pobres y venderlos como carne. Hizo cálculos exactos, que demostraban cómo se podía economizar, siempre y cuando se prescindiera de escrúpulos. Swift se hacía tonto. Defendía con mucho celo y precisión cierto modo de pensar que detestaba; aplicándolo en este ejemplo desenmascaraba toda la infamia. Cualquiera podía ser más inteligente que Swift, o al menos más humano, sobre todo los que hasta entonces no consideraban las consecuencias que resultan de ciertas opiniones.

La propaganda para que las personas razonen y piensen por cuenta propia, en cualquier campo que se haga, siempre sirve a la causa de los explotados. Esta propaganda es altamente necesaria. Bajo los gobiernos que prodigan abusos, razonar se considera cosa vil.

Se juzga vil lo útil a los explotados. Asimismo se considera despreciable la ansiedad continua por comer hasta saciarse; se condena el desprecio a los honores prometidos a los defensores del país, donde aguantan hambre; las dudas ante el conductor que lleva a la ruina; la aversión al trabajo que no nutre a quien lo hace; rebelarse contra la imposición del comportamiento insensato; el desinterés por la familia, que no necesita interés. Se insulta a los hambrientos por su voracidad, a los que nada tienen que defender por su cobardía, a los que dudan de su opresor por las dudas sobre su propia fuerza, a los que quieren hacerse pagar el trabajo que realizan por su pereza, etc.

Bajo gobiernos similares, pensar, en general, se considera cosa vil y desacredita. No se enseña a pensar y donde el pensamiento se manifiesta, se persigue. No obstante, siempre hay campos donde se puede señalar, sin peligro, los buenos efectos de la razón; campos donde la dictadura la necesita.

Se puede mostrar, por ejemplo, los éxitos de la razón en el campo de la ciencia militar y la técnica. También para remediar las insuficiencias de la reserva lanar, gracias a la organización y la invención de sustitutos, se necesita la razón. El empeoramiento de los alimentos, el adiestramiento de los jóvenes para la guerra, exigen razón; esto se puede describir. En cambio puede evitarse con maña la exaltación de la guerra, del impensado fin de tanto esfuerzo cerebral; el razonamiento que deriva de la pregunta: «¿Cuál es el mejor modo de llevar la guerra?», puede llevar a la pregunta: «¿Tiene sentido esta guerra?»; y se puede llegar también a la pregunta: «¿Cuál es el mejor medio de evitar una guerra insensata?».

Cierto, en la práctica resulta imposible formular tales preguntas en público. ¿Es imposible disfrutar del modo de pensar que se propaga, es decir, hacerlo eficaz? Al contrario: es posible.

Para que en época como la nuestra sea posible la explotación, que permite a la parte de la población (más pequeña) explotar a la otra (más grande), es indispensable una actitud particular de la población, actitud fundamental que debe extenderse a todos los campos.

Un descubrimiento en el campo de la zoología, como el del inglés Darwin puede, de un momento a otro, convertirse en peligro para los explotadores; no obstante, sólo la iglesia se ocupó de ello, mientras que la policía de nada se dio cuenta.

En estos últimos años los experimentos de los físicos llevan a ciertas conclusiones en el campo de la lógica, que sin duda representan peligro para toda la serie de dogmas al servicio de la explotación.

Hegel, el filósofo estatal de Prusia, que acometió difíciles búsquedas en el campo de la lógica, procuró a Marx y a Lenin, los clásicos de la revolución proletaria, métodos de incalculable valor.

Las diversas ciencias se desarrollaron con bastante complejidad, pero en forma desigual y el Estado es incapaz de vigilar cada punto. Los precursores de la verdad pueden escoger un campo de batalla relativamente inobservado.

Todo depende del hecho de que se enseñe un modo justo de razonar, una forma de razonar que interrogue por cada cuestión y cada acontecimiento, desde su lado transitorio y mutable. Los poderosos son muy hostiles a los grandes cambios. Quisieran que todo permaneciera como está, posiblemente durante mil años; ¡que la luna se detuviese, que el sol no girase más! Entonces ninguno tendría hambre ni pretendería comer por la tarde. Después de que ellos disparen, el enemigo no debe poder disparar, su golpe debe ser el último. Considerar las cosas dándole importancia a su lado transitorio, es buen sistema para reanimar a los explotados. Mostrar que en cada cosa, en cada estado de cosas, surge y crece una contradicción: también es hecho que se necesita oponer a los vencedores.

Parecido modo de razonar (esto es, la Dialéctica, la doctrina del ser en devenir) se puede ejercitar en sectores de investigación que, durante un tiempo, escapan a los potentados.

Se puede aplicar a la biología y a la química. Pero también describiendo el destino de una familia se puede aplicar, sin dejarlo notar mucho. La relación de cada objeto con muchos otros, que cambian continuamente, es pensamiento peligroso para las dictaduras y puede expresarse de muchos modos, sin dar pretexto a la policía. Una descripción minuciosa de todas las circunstancias, todos los procesos en que se encuentra implicado un hombre que abre una tabaquería, puede ser golpe serio para la dictadura.

Todos los que piensen un poco, encontrarán por qué. Los gobiernos que conducen las masas humanas a la miseria deben evitar que en la miseria se piense en los gobiernos. Entonces hablan mucho del destino. El destino —no los gobiernos— es responsable de la miseria. Se arresta a quien trate de descubrir las causas de la miseria, antes de que desenmascare al gobierno. Aún es posible oponerse, en general, a los discursos sobre el destino; se puede mostrar que el hombre hace su destino.

También a esto se puede llegar de diversos modos. Por ejemplo, se puede relatar la historia de una granja, digamos una granja de campesinos islandeses. Todo el pueblo dice que la granja está maldita. Una campesina se tiró en el pozo, un campesino se colgó. Un buen día hay un matrimonio: el hijo del campesino se casa con una muchacha que aporta como dote algunas tierras. Y la maldición desaparece. El pueblo no está de acuerdo al juzgar este feliz acontecimiento. Unos lo atribuyen al excelente carácter del joven campesino; otros, a las tierras que la joven aportó como dote, y que permiten a la granja producir.

Hasta con una poesía que describe un paisaje se puede hacer algo, si se incorporan a la naturaleza las cosas creadas por el hombre.

La maña se necesita para que la verdad se difunda.

 

Conclusión

La gran verdad de nuestro siglo (cuyo mero reconocimiento no basta, pero que si no se reconoce impide encontrar otras verdades importantes) es ésta: que nuestro Continente se hunde en la barbarie, porque las relaciones de propiedad de los medios de producción se mantienen mediante la violencia.

¿De qué serviría un escrito valeroso, que mostrase la barbarie de las condiciones en que estamos por caer (lo que es cierto), si no se desprenden las razones por las cuales nos encontramos en tales condiciones? Debemos decir que los hombres son torturados porque no cambian las relaciones de propiedad. Claro, si lo decimos, perdemos muchos amigos, que están contra la tortura, porque creen que las relaciones de propiedad se pueden mantener aún sin ella (lo que es falso).

Debemos decir la verdad sobre las condiciones bárbaras en nuestro país, y que se puede hacer lo posible por hacerlas desaparecer, o sea, algo que permita cambiar las relaciones de propiedad.

Debemos decirla, sobre todo, a los que sufren más que nadie estas relaciones de propiedad, que tienen el más grande interés en cambiarlas: a los obreros y a quienes se pueden convertir en sus aliados, porque efectivamente no poseen medios de producción, aunque están interesados en las ganancias.

En fin, debemos proceder con maña.

Debemos superar estas cinco dificultades al mismo tiempo, porque no podemos indagar la verdad sobre la barbarie de ciertas condiciones, sin pensar en los que sufren tal estado de cosas; y mientras —combatiendo cada impulso de pusilanimidad — tratamos de descubrir las verdaderas relaciones, mirando a los que están preparados para utilizar el conocimiento de ellas, debemos también pensar en ofrecerles la verdad, de tal modo que se convierta en arma en manos suyas, y con tanta maña, que el enemigo no descubra ésta.

Tal se requiere, cuando se pide al escritor escribir la verdad**.

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(*)Tomdo de Cinco dificultades para quien escribe la verdad - Bertolt Brecht - Descargar epub y pdf gratis | Lectulandia

(**) La primera versión de este artículo apareció en el diario parisino realizado en alemán por exiliados alemanes Pariser Tageblatt, el 12 de Diciembre de 1934, bajo el título «Dichter sollen die Wahrheit schreiben» (Los poetas han de contar la verdad). La versión final del ensayo de Brecht fue publicada en la revista antifascista Unsere Zeit en Abril de 1935. En 1938 el ensayo fue reeditado para su difusión clandestina por la Alemania hitleriana.

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