Letanía del Dolor sin Olvido
Julio Carmona
“Los que caímos más de siete veces
y aun en cada paso,
y sin embargo, no somos los caídos; sentimos un extraño
dolor por los caídos…”
Javier
Sologuren.
Y
nosotros no olvidemos nuestros muertos;
A
pesar de la sombra desatada en su sangre y en su
noble
Corazón
lleno de sueños enterrados
Entre
noches y distancias
no es de pena
que
me ponga a besar las manos claras de los muer-
tos
atorados
en paredes y barrotes y patadas y salivas
y
metrallas de pues negra, si me pongo
a
besar estas entrañas: Tierra y sangre, arcilla amable
no es de pena
y
es de todo y es por todo el espacio recorrido
por
los nuestros
muertos
que nunca olvidamos.
Y
aun es larga la jornada y es amargo
este
trago, tiene llanto de madres y las viudas
de
los huérfanos y hermanos; pero vamos por el agua
que
le falta a la risa de los nuestros; vamos.
vamos
a esperarnos
vamos
también a no olvidarnos
de
las manos delatoras y traidoras y asesinas, cono-
cemos
los
sangrientos uniformes, las medallas horrorosas.
No olvidemos).
Y no olvidemos
a
las manos empapando las caricias
el
arado, la hoz, el pico, la semilla;
a
las manos horadando las montañas como caries
amorosas;
a
las manos dando vida a los latidos de los émbolos
y fuelles;
a
las manos cercadoras del espacio y dadoras de la
sombra requerida;
a
las manos destructoras de la helada y del sol viejo;
a
las manos llenadoras de pizarras y conciencias y
cuadernos;
a
las manos, manos claras, detenidas o cortadas
tantas
veces silenciadas, cercenadas;
manos
ricas de amor, manos
como
cántaro de sangre, manos largas, hilachadas
hacia
todos los rincones de la patria; manos, manos
deshojadas.
También ojos
sin
pestañas, labios rotos
y
los dientes derramados;
y
los vientres chamuscados;
y
los pelos trasplantados
en
el viento; y los sueños
desvirgados;
y las armas
de
hombre heridas
(en un cuarto
tan
oscuro como el rostro o como el pozo
de
esa boca gritadora hijoeputacomunistavendepa-
triarojoemierda;
y
el cemento, como el pecho de esa boca, helado:
Y
todo
como
un sueño de ahogado,
como
un peso sin constancia,
como
un fiero puñetazo, como el humo
de
un cigarro apagado en el ombligo,
como
diez uñas de rabia,
como
un falo de animal,
como
un puntapié debajo).
Ni
los gritos, ni los llantos, ni las cartas
de
protesta; todo inútil, nada, nada pudo hacer que
se detenga
esa
rabia de los fieros
defensores
de su grasa y de sus perros
extranjeros,
y caballos
millonarios,
y garajes atorados,
de
los ciegos llenadores de hondas cajas que son
tumbas de la fuerza de las manos de los
simples,
de los llanos sembradores,
constructores, hace-
dores;
de
los nuestros,
muertos
nuestros
que
jamás
nunca
olvidamos.
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