La Dialéctica Antigua Como Forma de Pensamiento
(Tercera Parte)
Edwald V. Iliénkov
[Naturfilosofía
de los primeros filósofos]
Pensar y proceder de acuerdo a la
naturaleza de las cosas: justamente en esto se encierra toda la sabiduría de
las primeras concepciones teórico-filosóficas. Sabiduría, unida a la
comprensión de que hacer esto no es así de fácil y sencillo, de que el
pensamiento y la reflexión exigen del hombre inteligencia, voluntad y valor
para mirar de frente a la verdad, no importa cuán desconsoladora le pudiera
parecer. Este credo originario de la filosofía, formulado posteriormente por
Spinoza como su divisa (“no llorar, no reírse, sino comprender”) trasluce con
suficiente claridad a través de los ropajes verbales de cualquier sistema temprano
de la antigua Grecia.
En Heráclito no hay
la más mínima referencia a algún “logos” peculiar, diferente del Logos
Universal, de la actividad del alma, del ser animado. El hombre desde el
principio mismo está incluido en los ciclos de fuego de la naturaleza, y,
quiéralo o no, él sigue su inexorable movimiento. El alma racional,
comprendiendo esta situación independientemente de ella, actúa en
correspondencia con el “Logos”. La irracional, al no percibirla, busca
ansiosamente, se esfuerza en vano en mantenerse en lo suyo, pero de todas
formas es arrastrada por el curso de los acontecimientos universales. Sabiduría
expresada también en el aforismo de aquellos tiempos: el destino deseado
conduce, el indeseado arrastra, y con esto no hay nada que hacer.
Análoga es la
solución de Demócrito: el “alma” es una partícula de la naturaleza, formada por
aquellos mismos “átomos” que forman cualquier otra cosa en el cosmos, acaso
solo más movible, y, por tanto, su actividad transcurre según las mismas leyes,
que las de la existencia de cualquier otra “cosa”, de cualquier otro conjunto
de los mismos átomos...
En esencia, la
misma significación tiene también la famosa tesis de Parménides: “Es uno y lo
mismo la idea y lo que ella piensa”. Aquí no había y no podía haber todavía el
sentido refinadamente idealista que la misma fórmula tendrá más tarde, en
Platón, en los neoplatónicos, en Berkeley, Fichte o Hegel. Aquí, por supuesto,
no había nada similar. E incluso Hegel, tan virtuoso en transformar a todos los
brillantes pensadores del pasado en predecesores de su concepción de la
relación del pensamiento hacia el ser, se ve necesitado de constatar que la
visión de Parménides sobre la sensación y el pensamiento “puede a primera vista
parecer materialista”.9 Así parece a primera vista, y a segunda, a
tercera, solo si no se le adosan interpretaciones formadas muy tardíamente,
puesto que la cuestión aquí se planteó de manera perfectamente clara como la
cuestión sobre la relación de una de las capacidades de “lo muerto” (una diminuta
partícula del “ser”) hacia todo el “ser” restante, y se resolvió clara e
indiscutiblemente en el sentido de la correspondencia del conocimiento con
aquello que es en realidad. La razón pensante (en contraposición con “la vista
engañosa y el zumbido del oído obstruido”) por su propia naturaleza es de tal
forma que no puede engañarse, no puede expresar aquello que no es en realidad,
sino que es expresión de aquello que es. ¿Y qué “es”? Esto lo resuelve la
razón.
En general, para
los presocráticos no es característica la propia idea de la contraposición del
pensamiento humano (y otro ellos no reconocían) al “ser”. El pensamiento y la
idea se contraponen no al “ser”, no al cosmos, sino a la opinión, es decir, al
saber falso, obtenido no por vía de la investigación independiente y de la
reflexión, sino gracias a la credulidad que toma por moneda verdadera todo
aquello de lo que chacharean a su alrededor... Por lo tanto, las categorías del
pensamiento –tales como el “ser” o el movimiento en general– se juzgan y se
investigan aquí directamente como determinaciones del mundo circundante al
hombre, como características o definiciones de la realidad existente fuera de
la inteligencia y fuera del hombre.
Y con la misma
objetividad (independientemente de cómo se comprendían a sí mismos y cómo
comprendían sus propios razonamientos los filósofos antiguos) la cuestión aquí
ya se estableció, en esencia, en torno a cómo
expresar el movimiento real en la lógica de los conceptos, y no en absoluto
acerca de si éste existía efectivamente o no... Como un hecho empíricamente
constatable, sí, incondicionalmente; y de esto no dudaría no ya un oponente de
Zenón, sino el propio Zenón. Existe, sí, pero solo como existe cualquier otra
cosa efímera (“mortal”), como la salud o la riqueza, como el éxito o la cosecha
de olivos. Hoy las tienes, mañana no; pero siempre existe ese mundo, ese
cosmos, dentro del cual surgen y desaparecen sin dejar huellas siquiera: del
Ser. Aquello que siempre fue, es y será. Aquello a lo que debe dirigirse la
Razón, en contraposición a la “opinión” vana.
Esto es ya un claro
análisis de las categorías del pensamiento; análisis que desentraña las contradicciones en la composición de
estas categorías, tan pronto como el pensamiento comienza a producirse
especial, cuidadosa y honestamente. Contradicciones de las cuales está llena
también toda las esfera de las vanas “opiniones”, pero que allí no son
percibidas, porque sencillamente no las contemplan críticamente, no piensan en
ellas como un “objeto” específico, diferente de sí mismo; sino que
obstinadamente insisten en ellas, cincelando cada cual la “suya”; que en la
práctica no es suya, sino algo misteriosamente tomado sin saber ni cómo ni de
dónde. Esto es habitual, pero de aquí no resulta la verdad.
Precisamente a
Zenón la humanidad le debe una verdad que se convirtió en divisa directiva de
la ciencia en general: no creas en aquello que veas o escuches, investígalo.
Puede ser que al fin y al cabo todo resulte lo contrario. Sin esta divisa no
hubiera nacido ni el pensamiento de Galileo; esto lo comprendió nuestro gran
Pushkin más claro que el agua:
No hay movimiento, –dijo un sabio barbudo, El otro
calló y empezó a caminar frente a él ...**
¿Quién estaba en lo cierto? ¿Quién
acierta una “respuesta alambicada”? (debe ser razonada o bien pensada) Y
Pushkin relaciona este “ejemplo” precisamente con Galileo: “... en verdad cada
día ante nosotros pasa el sol, sin embargo, tenía razón el obstinado Galileo”.
Aquel mismo Galileo
que afanosamente es transformado por los positivistas en su santo, en enemigo
de cualquier “filosofía”.
Claro que la
presencia de una seria crisis social, que arrastra todo a sus órbitas, todavía
no explica aquella explosión de pensamiento dialéctico, ligada a los nombres de
Heráclito y Zenón de Elea; y más: toda la tradición teórica despertada por
ellos, todo aquel proceso que entró para siempre en la historia bajo la
denominación de filosofía de la Antigua Grecia, de la dialéctica antigua, esa
auténtica base de la posterior cultura teórica de Europa.
Reflexionando sobre
esto no pudiera llegarse a ninguna otra conclusión que no fuera la que en
relación a las condiciones del nacimiento y florecimiento de la dialéctica
filosófica hiciera Hegel. La dialéctica filosófica nace en la pequeña Grecia,
todavía más exactamente: en aquellas ciudades-estado donde, por alguna feliz
coincidencia de circunstancias (la cuestión de cuáles circunstancias es transmitida
rápidamente, precisamente, al historiador, mejor que al historiador de la
filosofía) esta crisis se produce en condiciones de democracia. Sea ya
decadente, incompleta, esclavista, pero democracia al fin: el régimen donde
todas las cuestiones vitalmente importantes, todos los problemas cautivantes se
dilucidaban no en secreto, no por una estrecha secta de honorables, sino
abiertamente, en las plazas, en encendidas disputas y discusiones, donde cada
uno tenía la palabra y podía prevalecer, si esta palabra era razonable y a
todos convencía...
No hay por qué
idealizar, claro está, esta forma de democracia: ni por asomo ella daba
solamente un florecimiento hasta hoy impactante del intelecto dialéctico, sino
también algún que otro plato no tan delicioso. Sócrates, por su sabiduría
excesiva, según la opinión de esta democracia, fue condenado a muerte
precisamente por ella; y Aristóteles se vio obligado a huir de su ciudad natal, bajo peligro de análoga
distinción. ¿Qué hacer? El pensamiento dialéctico no es un entretenimiento
inofensivo incluso en las condiciones de una completa democracia. Este nació
también como aguda arma en la lucha de cosmovisiones y hasta hoy se mantiene
como tal. Por eso el más consecuente movimiento democrático de la historia –el
movimiento comunista de nuestra época– lidiando incondicionalmente por la
dialéctica guarda de todas formas en su arsenal teórico también un consejo:
“Aplica a sabiendas el método este”.
[La
sofística]
Y saberlo “aplicar” significa saber
también su genealogía, y aquellas deformaciones enfermizas monstruosas del
método dialéctico, con las cuales, ¡ay! se ha enriquecido la historia de su
desarrollo y aplicación. Una de tales lecciones la demuestra ante nosotros la
sofística, que vulgarizó y convirtió en objeto de mercado y de intereses
particulares la dialéctica limpia y valiente de los presocráticos, estos
luchadores por la cosmovisión científico-teórica que se alzaron contra la
concepción del mundo de la corriente pragmático-religiosa, contra la mitología
que explicaba todos los acontecimientos del mundo por los caprichos de la
voluntad y conciencia de dioses antropomórficos de sabiduría y poder
sobrehumanos, de héroes míticos culturales.
De la historia
universal es conocido que el florecimiento de la antigua cultura griega,
creadora [entre otras cosas] también de la dialéctica, fue tan corto como
precipitado. Sin lograr derrotar por completo el régimen patriarcal-gentilicio
de vida, mucho menos los recuerdos sobre él, este nuevo tipo de cultura, inexplorado
aún por los hombres, muy rápido descubrió sus contradicciones (“inmanentes” a
él, si nos expresamos en el acostumbrado lenguaje filosófico), que pronto lo
destruirían, o, más exactamente, que desde adentro debilitarían su fuerza al
punto de que se hacía fácil botín de conquistadores.
Y uno de los rasgos
perniciosos de la creciente decadencia de la cultura resultó precisamente la
sofística. No hay que representársela, claro está, solo en blanco y negro: los
sofistas entraron a la historia también como civilizadores, como vendedores ambulantes
de la cultura intelectual ya formada en los presocráticos, de la lógica del
abordaje teórico de cualquier asunto, así como sus popularizadores e, incluso,
como descubridores de algunas debilidades del análisis dialéctico. Esto es así,
y de todas formas la sofística se hizo de un nombre común para la forma harto
característica de la desintegración
del pensamiento dialéctico, e incluso sirvió de puente por el cual la
dialéctica saltó a la orilla contraria del ancho torrente del pensamiento
teórico: a la orilla del idealismo.
Ente los
presocráticos materialistas y Sócrates–Platón se establece precisamente la
sofística como eslabón de enlace (y al mismo tiempo de división). Desde este
ángulo ella, evidentemente, es más que nada interesante en la historia de la
dialéctica antigua.
Cayendo en manos de buhoneros popularizadores, la dialéctica presocrática muy pronto perdió el carácter de modo de asimilación de la realidad en sus principales contornos (tal y como era para Heráclito, los eléatas y Demócrito) y comienza a convertirse en técnica de la demostración falsa de tesis previamente adoptadas y presentadas de muestra, comienza a degenerar en un foco intelectual sui géneris, en arte de vencer en las luchas verbales, incluso, sencillamente en falsedad verbal, en retórica vacía. El sofista consideraba como el nivel superior de su arte la capacidad de demostrar cualquier tesis, lo mismo que su contraria directa, utilizando en esto aquellos tránsitos dialécticos reales, las modulaciones de los conceptos, que se revelaban en el pensamiento de los presocráticos. En este plano el arte de los sofistas – cirqueros del intelecto– pudiera ser comparado con el arte de los gimnastas, que hacen lo que quieren con su cuerpo...
El pensamiento
interviene aquí no tanto en función del conocimiento objetivo de la realidad y
de la fijación de las contradicciones contenidas en él, cuanto desde su lado
formal: y precisamente en forma de discurso, de opinión, de afirmación, es
decir, en su forma verbal. El objeto de “discurso”, de la conversación, del
diálogo en sí, al sofista le interesa bien poco: según el principio de la
sofística éste puede ser cualquiera, no está en esto el asunto. La cuestión
está en saber descubrir las paradojas, la contradicción en las afirmaciones del
interlocutor, ponerlo en un callejón sin salidas, disuadirlo, llevarlo a decir
lo inverso a lo que había dicho un minuto atrás.
Naturalmente, que
bajo esta comprensión el principio teórico fundamental de los presocráticos (el
principio de la correspondencia del pensamiento con la realidad, y del discurso
con la real situación de las cosas, independientemente de este) decae en
general desde el pensamiento sofístico. Aquí no hay nada que hacer con él; deja de ser interesante y necesario.
La sofística
comienza justamente allí donde la dialéctica, como arte del análisis de los
conceptos que expresan la realidad, da lugar al arte de construir el discurso
sobre la realidad. Naturalmente que las dificultades teóricas relacionadas con
la dialéctica de las categorías objetivas (tales como lo singular y lo
universal, lo único y lo múltiple, la parte y el todo, el ser y el no-ser,
etc., etc.) imperceptiblemente se transforma aquí en objeto de un juego de
palabras y de las ambivalencias contenidas en estas palabras, es decir, con las
contradicciones de un plano exclusivamente semántico...
Con esto,
propiamente, es que la sofística se hace merecedora de su mala fama: la fama de
Heróstrates por la dialéctica. Y si Demócrito quedó inscrito en la memoria como
creador del concepto de “átomo”, la sofística es recordada bajo el aspecto y el
género de esta anécdota:
“¿Dime, a ver,
tienes una perra?” –“Sí”. –“¿Tiene ella cría?” –“Sí”. –“¿Quiere decir que tu
perra es madre?” –“¿Cómo si no?” –“Significa que tienes una madre perra, y tú
eres hermano de los cachorros”... Y continúa en este mismo espíritu. “¿Dejaste
de matar a tu propio padre? Responde: ¿sí o no?” “¿Si a ti se te cae un pelo te
quedas calvo?” –“No”. –“¿Y si se te cae otro?” –“No”. –“¿Y otro más?” Y así mientras
que el interlocutor no descubra con amargura que, con su consentimiento, lo han
hecho un calvo, y a la pregunta: “¿Y otro más?” se ve precisado a responder:
“Sí”.
Claro está que la
dialéctica sofística es un juego, pero un juego con cosas muy serias, y un
juego irresponsable, por cuanto no hace distinción entre tales conceptos como
“calvicie” y “bienestar de la patria”, distrayéndolos con una vuelta al revés,
y así y asado; y por ello, en las cuestiones más serias se forma la idea, al
fin y al cabo, perfectamente sin principios... No es de asombrar que los
entretenimientos de los sofistas despertaran en conocidos círculos de Atenas no
solo asombro, sino también temor. Temor por el futuro de su polis, de sus
ciudadanos, “pervertidos” por filósofos errantes, y que encima cobraban plata
por esto...
Si aplicamos a las
características de la sofística los principios posteriores de clasificación de
las direcciones filosóficas, lo más razonable de todo es ubicarla en la nómina
del idealismo subjetivo. Para ella no hay y no puede haber una verdad común para todos. Hay solo una masa de opiniones. Hay tantas opiniones como individuos existan.
Cada cual tiene su opinión. Y cada cual tiene tanta razón como el otro, su
contrario, puesto que cada cual está formado, educado, y vive a su modo, y ve y
comprende el mundo a su forma. Y aquello que toman por “verdad” es nomás que
una opinión individual, que alguien supo imponer a todos los demás. Una de las
consecuencias inevitables de tal versión de la dialéctica resultó ser el
escepticismo absoluto con relación a las posibilidades del conocimiento del
mundo exterior; cómo es él en sí no lo sabemos y no podemos saberlo, y no hay
por qué perder fuerzas en intentos inútiles para conocerlo, para definir en el
curso de los acontecimientos siquiera ciertos contornos, regularidades,
siquiera cierto “Logos”. Todo lo que yo puedo decir sobre él, es lo que
parezca, lo que me parezca a mí, y solo a mí. Me gusta la miel, para mí es
dulce. Mi vecino está seguro de que es amarga, no es sabrosa. Puede ser. Y yo
estoy en lo cierto, tanto como él; nuestros órganos de los sentidos no están
estructurados de igual forma, la miel a mí me parece dulce y a él amarga. Otro
dice, como yo, que la miel es dulce. En palabras él está de acuerdo conmigo,
pero ¿de dónde sé yo qué se esconde en él tras la palabra “dulce”? Las palabras
son las mismas, sí, pero nadie puede decir si expresan “una y la misma cosa”...
El pensamiento,
fijado por los sofistas en esta forma, en la cual el pensamiento realizado individualmente
existe “para otro”, como una representación conformada verbalmente, como
discurso, como cuento, se interpreta, no obstante, como expresión de una
vivencia estrechamente individual, estrechamente singular, de un estado del
“alma” individual (o del “cuerpo”: ¿cuál es la diferencia?) irrepetible, aunque
fuera por segunda vez.
Los sofistas, no
obstante, por vez primera vieron en la palabra ese elemento peculiar, ese
elemento en el cual se realiza el pensamiento como esa forma en la cual, según
expresión de Hegel, “el espíritu solo se encuentra para sí como espíritu”. En
sus ojos el pensamiento y el discurso se mezclaban (a lo que contribuía también
la circunstancia de que en griego la palabra “logos” designa tanto el discurso,
como su sentido, su significado). Como resultado, el aspecto lógico-filosófico
de la consideración del pensamiento perfectamente se mezclaba en ellos con el
lingüístico, y el análisis del “discurso”, en esencia, se sustituye por un
análisis del mismo estrechamente formal, y el lugar de la lógica (la
dialéctica) creada por los presocráticos, lo ocupa la retórica, la gramática,
la semántica, la sintaxis.
Y no casualmente,
la “semasiología”*** contemporánea lleva su genealogía de Protágoras. El
análisis de las categorías (ser, movimiento, continuidad y discontinuidad,
etc., etc.) cede lugar al análisis de los sentidos y significados de las
palabras. Contra tal análisis nada malo hay que decir, [pero] por cuanto éste
inmediatamente se adelanta tras la solución de un problema filosófico (la
relación del pensamiento hacia el mundo circundante), por tanto éste no es otra
cosa que su solución idealista subjetiva.
Tanto en la Grecia antigua, como en nuestros días.
Sin embargo, el
idealismo subjetivo de los sofistas, expresado en el aforismo de Protágoras
(“El hombre es la medida de todas las cosas”: y precisamente el hombre como ser
singular entendido atomísticamente, como individuo), en el curso del desarrollo
de la filosofía pronto resulta solo una forma transitoria hacia el idealismo objetivo, una forma no desarrollada del
idealismo como campo en la filosofía. Puesto que la realización consecuente del
principio idealista subjetivo es perfectamente igual a un suicidio, a una
autodestrucción de la filosofía como teoría, su conclusión inevitable se
transforma aquí en un relativismo absoluto, un pluralismo absoluto de opiniones
individuales que no conoce fronteras ni límites, un completo escepticismo:
tanto en relación con el mundo exterior, como en relación con el propio
pensamiento y en relación con otro hombre. La categoría de verdad objetiva se
desvanece por completo: con ella sencillamente no hay nada que hacer...
En sus conclusiones
extremas (y los griegos eran buenos en eso de que en todo sin miedo iban hasta
el final), la sofística lleva precisamente a este fin: el individuo con sus
irrepetibles vivencias resulta la única medida y el único criterio tanto de la “verdad”,
como de la “corrección” y de la “justeza”, y el “pensamiento” se reduce al arte
del engaño verbal consciente, al arte de pasar lo individual por lo universal
(el cual en sí no existe y no puede existir), a la habilidad de operar con las
palabras de una forma tan diestra, para imponer la propia opinión individual a
todos los demás. Lo “universal”, lo “único” se torna sencillamente en ilusión,
que tiene solo existencia de palabra; y la filosofía, arte de la elocuencia, de
la retórica, de la “erística”. O de la “dialéctica”, ya en el peculiar sentido
sofista de esta palabra...
Así mismo, el
problema de la relación del saber alcanzado por el pensamiento hacia su objeto,
hacia su prototipo (hacia el mundo exterior) se elimina del orden del día por
esta posición como un problema insoluble y “falsamente planteado”. Esto es
exactamente lo mismo que hace hoy el neopositivismo.
Pero el propio
problema no desaparece por que una determinada escuela en filosofía lo declare
inexistente. Por eso es que tarde o temprano la versión idealista subjetiva del
pensamiento y el saber le cede el puesto al idealismo objetivo, el cual no
escapa del problema, sino que lo plantea de nuevo en toda su agudeza e intenta
dar combate al materialismo justamente en la cuestión acerca de la
significación objetiva del saber.
En la historia de
la filosofía antigua esto se produce como un viraje desde el materialismo
espontáneo y la dialéctica de los presocráticos hacia el idealismo objetivo de
Platón y Aristóteles. Como figura intermedia en esta evolución interviene
Sócrates.
_________
NOTAS
(*) Dido: perro de Engels, sobre el
cual habla en sus cartas a Marx del 16 de abril de 1865 y del 10 de agosto de
1866.
(**) No hay movimiento...: del poema
de Pushkin “Movimiento” (1825). Trata de Zenón de Elea y Diógenes de Sínope.
(***) Semasiología (del gr. “semasia”:
“significado”): Sección de la lingüística (en un sentido más especializado: uno
de los aspectos de la semántica), que estudia el significado de las unidades de
la lengua. (****) “Realismo” y “nominalismo”: Concepciones filosóficas formadas
en la época medieval en torno a la famosa discusión sobre los universales. El
contenido fundamental de esta discusión era la cuestión acerca del ser de los
universales, es decir, de los conceptos generales, en primera instancia
aquellos como género, especie, propiedad y otros. Hubo dos caminos radicalmente
contrapuestos. El primero afirmaba que a los conceptos generales le
correspondían una esencia objetiva universal, una realidad objetiva, una idea,
distinta de las cosas singulares (esta posición llamada “realismo extremo” se
expresó más agudamente en Juan Escoto Eriúgena). El segundo postulaba que los
conceptos generales tienen realidad solo en la palabra, con cuya ayuda se
afirma lo similar o lo convergente en las cosas singulares, de tal modo que la
palabra, el nombre (del latín “nomen”) son en esencia solo signos de las cosas
y de sus propiedades y fuera del pensamiento no tienen y no pueden expresa[r]
ninguna realidad objetiva, ningún prototipo real. Era la vía de Roscelino y
algo después de William Ockham. La posición intermedia del “realismo
agonizante” fue fundamentada por Tomás de Aquino, de acuerdo con la cual los
conceptos generales son significados, por cuanto en ellos se abarca la esencia
de las cosas.
(9) Hegel: Obras, M. 1932, t. 9, p.
225 (en ruso).
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