Del Fascismo Ordinario… a
las Cenizas de Gramsci*
Jean Duflot. —
¿Este rechazo de un cierto número de límites de la cultura italiana procede de
la experiencia del fascismo?
Pasolini. — Yo
he nacido en 1922. Por tanto, no he conocido el fascismo como la generación
precedente. Yo aceptaba ingenuamente la sociedad fascista en que vivía, casi
sin imaginar que pudiera existir otra. Lo que me hacía sufrir, a la edad en que
comenzaba a educarme, a leer mis primeros libros, era sentir la indiferencia
general y el desprecio oficial en que se tenía la cultura. Todo lo que yo
entonces descubría y me gustaba era mantenido en silencio o claramente
prohibido por los fascistas: Rimbaud, los poetas simbolistas, herméticos, los
grandes autores de teatro... Mi reacción frente al fascismo tomó, pues, la
forma de una pasión por toda la cultura que silenciaba. Incluso en los cine-gufs,
los cine-clubs universitarios de la universidad fascista de la época, planteaba
ingenuamente problemas literarios y artísticos que eran literalmente inconcebibles.
Así, más que el fascismo violento, el de las porras y los asesinatos políticos,
el fascismo que
descubrí en primer lugar fue el fascismo estúpido
e inculto. Mi antifascismo de adolescente era, pues, más cultural que político.
J. D. — ¿En qué
época se sitúa su compromiso político y cuál ha sido su itinerario a partir de
los años 43-45 en que tomó conciencia de la realidad política de un sistema de
opresión? ¿Cómo ha tomado ese compromiso una orientación marxista?
P. — Tanto para
disipar un cierto número de malentendidos como para escapar a las etiquetas,
quiero decir que he frecuentado el partido comunista más o menos un año, en
los años 47-48... Y luego he hecho como un cierto número de camaradas: no
renové el carnet después de su expiración. La orientación cada vez más
staliniana de la política de Togliatti, esa mezcla de autoritarismo y paternalismo
sofocante, no me parecía muy favorable al desarrollo de las grandes esperanzas
de la postguerra. Para comprender ese desencanto, quizás es preciso haber
sido italiano, después de 1945... Era la época en que intelectuales como
Vittorini todavía podían dialogar con el estado mayor del Partido, la época en
que, en Milán y en Florencia, aparecía la revista marxista Politécnico... donde
la ortodoxia comunista y los marxistas concentraban sus esfuerzos hacia un
objetivo común, que se creía casi inmediato...
Si quiere, puede verse a través de esta actitud de rechazo del
autoritarismo un reflejo de una actitud más profunda, más íntima... Que
implica, por así decirlo, el carácter «freudiano» de esa nueva rebelión: pero
yo no podía comportarme de otra manera. Al mismo tiempo, en esos años 48-49,
descubrí a Gramsci. Y ello me permitía puntualizar sobre mi situación
personal. A través de Gramsci, situé desde aquel momento la posición del
intelectual —pequeño-burgués de origen o de adopción— entre el Partido y las
masas, verdadera clavija mediadora de las clases, y especialmente verificaba,
en el terreno teórico, la importancia del mundo campesino en la perspectiva
revolucionaria. La resonancia que tuvo en mí la obra de Gramsci fue decisiva.
J. D — En la
amargura del tono de Le ceneri
di Gramsci, poemas publicados en 1957, se adivina una inclinación
al escritor marxista que supera el mero nivel de la adhesión intelectual: una
especie de complicidad, de fraternidad sensible. Quizás esta afinidad procede
de una cierta visión del pueblo, menos abstracta, más carnal que la del
comunismo oficial.
P. — Ya le he
hablado de una larga estancia en el Friule, en la postguerra. En aquella época,
en que yo volvía a las fuentes de una lengua primitiva para oponerme a todo lo
que entonces rechazaba, los campesinos de Friule sostenían un duro combate contra
los grandes terratenientes de la región. Fue allí que tuve una primera
experiencia de la lucha de clases. La lucha de los obreros agrícolas despertaba
en mí toda una nostalgia de la justicia, al mismo tiempo que satisfacía mis
inclinaciones por la poesía. La idea de comunismo, pues, apareció naturalmente
asociada, fundida a la de las luchas campesinas, a las realidades de la
tierra. Es posible incluso que mi adhesión al P.C.I. haya sido sensiblemente
determinada por esa experiencia... No lo niego... y no me parece contradictorio
con una formación marxista. Al menos en Italia, y sobre todo en los países del
Tercer Mundo, donde la revolución se ha hecho o debería hacerse por y para los
campesinos.
No olvide que en los años 45, Italia era uno de los países menos
industrializados de Europa. E incluso ahora, el «campo» sigue siendo
ampliamente mayoritario y marca la vida social y política del país.
J. D. — ¿Es ahí,
sin duda, que se sitúa la fuente de una cierta inspiración populista en las
novelas, los poemas e incluso las primeras películas de su carrera (Accatone, Mamma Roma),
en todo caso de su inclinación apasionada a los valores telúricos de las
civilizaciones pre-industriales?
P. (Una especie de amargura sobre su dulzura
habitual.) —No veo qué puede tener de malo amar el pueblo, verificar
concretamente sus ideas. Repito que para mí las revoluciones están hechas
actualmente en el mundo por los pueblos más próximos a la tierra: la
revolución de Octubre es una revolución de campesinos, las de Cuba, de
Argelia, igualmente. No invento nada. No puedo evitarlo, pero es un hecho que
el cerco de las ciudades por el campo determina los mayores problemas políticos
del mundo.
El movimiento de contestación estudiantil lo ha comprendido en parte,
al solidarizarse con los movimientos de liberación del Tercer Mundo, al reivindicar
la revolución cultural china.
J. D. — En su tesis
sobre Pavese, Dominique Fernandez destaca especialmente una de las causas del
desgarramiento del escritor piamontés: la oposición vivida e irreconciliable
entre la ciudad y el campo. ¿Siente usted, por su parte, idéntica desarmonía?
P. — Es preciso
que sitúe los hechos cronológicamente: al principio, los primeros años, los
más importantes de mi vida, son «campesinos». Mis primeros ensayos poéticos,
de la época «friulana», lo son en el sentido literal de la palabra. Luego fui a
vivir a Roma, y realicé penosamente mis primeras experiencias urbanas, sin
dejar nunca de sentir esa terrible nostalgia por la tierra cultivada. Por otra
parte, el subproletariado romano está formado de las «marcas» campesinas mal
integradas en las fronteras de la ciudad. Sin dejar de habitar en Roma, puedo
decir que he vivido fuera de la ciudad. Poco a poco esta inclinación se ha
transformado en ideología
y comencé a viajar frecuentemente y a amar los países del Tercer Mundo, con un
amor de campesino irreductible. He viajado por la India, por los países
africanos, árabes... Por Marruecos, Siria, Turquía, etcétera.
J. D. — Nunca ha
perdido ese contacto con las fuentes de la poesía popular ya que ahora está pensando
en una antología, los «Cantos de la prisión», ¿no es cierto?
P. — Ha sido
como escritor que me he ido acercando poco a poco a ese patrimonio de la
cultura popular, no como científico. Al principio lo hice con «ingenuidad». En mi
infancia habitaba en el Friule, una región todavía pre-industrial, antigua
colonia de Venecia y de Austria. Me sentía interesado por la poesía dialectal y
la poesía popular. Y fue ese interés por la poesía popular lo que me llevó
normalmente a ocuparme de la poesía popular de las cárceles: poemas y cantos
de presos. Por tanto, la primera aproximación es literaria y poética.
Analizaba y comentaba los textos a un nivel esencialmente poético. Entonces
consideraba que las canciones de presos no presentaban variaciones
considerables respecto a la canción popular en general. Veía, sobre todo, en
ellas la adaptación o la trasposición de modelos, de melodías y de ritmos
utilizados en otras situaciones, en las serenatas, las canciones de amor, los
romances de ciego, etc. Las únicas innovaciones procedían de la aportación de
las canciones anarquistas.
Introducían un cierto espíritu burgués, en la medida en que no derivaban de
fuentes típicamente populares y regionales. La segunda experiencia que hice se
sitúa en la época en que exploraba la periferia de las «zonas» romanas. Y como
antes, tampoco estudio esos cantos de cárcel en sí mismos, en sus peculiares
estructuras, sino que los analizo en relación con el mundo del subproletariado
y de la «malavita» romana. Lo que más me ha interesado en sus estructuras no se
refiere tanto a las formas que las ligaban a los cantos tradicionales
populares, en general, como a sus formas «argóticas» propiamente dichas. Era su
«argot» lo que me atraía, es decir, la aportación del lenguaje específico, el
hermetismo iniciático que usa la «malavita» en sus cantos. Por otra parte he
aprovechado este conocimiento de los cantos de la «mala» en mis novelas, en Una vita violenta, en Accatone y Mamma Roma. De los
cantos de cárcel he pasado nuevamente a la utilización de los cantos
tradicionales, porque no encontraba muchos cantos de presos en «argot». En la
cárcel, cuando cantan, se sirven de los cantos tradicionales, de las canciones
romanas o meridionales sobre la perrería de la vida, la cabronada del destino.
En una tercera fase, reciente, me he puesto en contacto epistolar con
los presos. He recibido y sigo recibiendo un abundante correo de los encarcelados.
Algunos presos me envían, todavía ahora, sus poemas. Estos poemas están escritos
en su mayoría bajo la influencia de la cultura burguesa del siglo XIX: Pascoli,
Carducci. Sin embargo, algunos de ellos eligen modelos más modernos, Ungaretti
por ejemplo.
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*El presente texto es el segundo capítulo del libro Conversaciones con Pier Paolo Pasolini,
de Jean Duflot, Editorial Anagrama, Barcelona, 1970, pp.22-28.
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