martes, 1 de noviembre de 2016

Entrevista


Del Fascismo Ordinario… a las Cenizas de Gramsci*


Jean Duflot. — ¿Este rechazo de un cierto núme­ro de límites de la cultura italiana procede de la experiencia del fascismo?

Pasolini. — Yo he nacido en 1922. Por tanto, no he conocido el fascismo como la generación prece­dente. Yo aceptaba ingenuamente la sociedad fas­cista en que vivía, casi sin imaginar que pudiera existir otra. Lo que me hacía sufrir, a la edad en que comenzaba a educarme, a leer mis primeros libros, era sentir la indiferencia general y el despre­cio oficial en que se tenía la cultura. Todo lo que yo entonces descubría y me gustaba era mantenido en silencio o claramente prohibido por los fascistas: Rimbaud, los poetas simbolistas, herméticos, los grandes autores de teatro... Mi reacción frente al fascismo tomó, pues, la forma de una pasión por toda la cultura que silenciaba. Incluso en los cine-gufs, los cine-clubs universitarios de la universidad fascista de la época, planteaba ingenuamente proble­mas literarios y artísticos que eran literalmente in­concebibles. Así, más que el fascismo violento, el de las porras y los asesinatos políticos, el fascismo que descubrí en primer lugar fue el fascismo estúpido e inculto. Mi antifascismo de adolescente era, pues, más cultural que político.

J. D. — ¿En qué época se sitúa su compromiso político y cuál ha sido su itinerario a partir de los años 43-45 en que tomó conciencia de la realidad política de un sistema de opresión? ¿Cómo ha toma­do ese compromiso una orientación marxista?

P. — Tanto para disipar un cierto número de malentendidos como para escapar a las etiquetas, quiero decir que he frecuentado el partido comu­nista más o menos un año, en los años 47-48... Y lue­go he hecho como un cierto número de camaradas: no renové el carnet después de su expiración. La orientación cada vez más staliniana de la política de Togliatti, esa mezcla de autoritarismo y paternalismo sofocante, no me parecía muy favorable al desarrollo de las grandes esperanzas de la postgue­rra. Para comprender ese desencanto, quizás es pre­ciso haber sido italiano, después de 1945... Era la época en que intelectuales como Vittorini todavía podían dialogar con el estado mayor del Partido, la época en que, en Milán y en Florencia, aparecía la revista marxista Politécnico... donde la ortodoxia comunista y los marxistas concentraban sus esfuer­zos hacia un objetivo común, que se creía casi in­mediato...

Si quiere, puede verse a través de esta actitud de rechazo del autoritarismo un reflejo de una acti­tud más profunda, más íntima... Que implica, por así decirlo, el carácter «freudiano» de esa nueva rebelión: pero yo no podía comportarme de otra manera. Al mismo tiempo, en esos años 48-49, des­cubrí a Gramsci. Y ello me permitía puntualizar sobre mi situación personal. A través de Gramsci, situé desde aquel momento la posición del intelec­tual —pequeño-burgués de origen o de adopción— entre el Partido y las masas, verdadera clavija me­diadora de las clases, y especialmente verificaba, en el terreno teórico, la importancia del mundo cam­pesino en la perspectiva revolucionaria. La resonan­cia que tuvo en mí la obra de Gramsci fue decisiva.

J. D — En la amargura del tono de Le ceneri di Gramsci, poemas publicados en 1957, se adivina una inclinación al escritor marxista que supera el mero nivel de la adhesión intelectual: una especie de com­plicidad, de fraternidad sensible. Quizás esta afini­dad procede de una cierta visión del pueblo, menos abstracta, más carnal que la del comunismo oficial.

P. — Ya le he hablado de una larga estancia en el Friule, en la postguerra. En aquella época, en que yo volvía a las fuentes de una lengua primitiva para oponerme a todo lo que entonces rechazaba, los cam­pesinos de Friule sostenían un duro combate con­tra los grandes terratenientes de la región. Fue allí que tuve una primera experiencia de la lucha de clases. La lucha de los obreros agrícolas despertaba en mí toda una nostalgia de la justicia, al mismo tiempo que satisfacía mis inclinaciones por la poe­sía. La idea de comunismo, pues, apareció natural­mente asociada, fundida a la de las luchas campesi­nas, a las realidades de la tierra. Es posible incluso que mi adhesión al P.C.I. haya sido sensiblemente determinada por esa experiencia... No lo niego... y no me parece contradictorio con una formación marxista. Al menos en Italia, y sobre todo en los países del Tercer Mundo, donde la revolución se ha hecho o debería hacerse por y para los campesinos.

No olvide que en los años 45, Italia era uno de los países menos industrializados de Europa. E incluso ahora, el «campo» sigue siendo ampliamente mayoritario y marca la vida social y política del país.

J. D. — ¿Es ahí, sin duda, que se sitúa la fuente de una cierta inspiración populista en las novelas, los poemas e incluso las primeras películas de su carrera (Accatone, Mamma Roma), en todo caso de su inclinación apasionada a los valores telúricos de las civilizaciones pre-industriales?

P. (Una especie de amargura sobre su dulzura habitual.) —No veo qué puede tener de malo amar el pueblo, verificar concretamente sus ideas. Repito que para mí las revoluciones están hechas actual­mente en el mundo por los pueblos más próximos a la tierra: la revolución de Octubre es una revo­lución de campesinos, las de Cuba, de Argelia, igual­mente. No invento nada. No puedo evitarlo, pero es un hecho que el cerco de las ciudades por el campo determina los mayores problemas políticos del mundo.

El movimiento de contestación estudiantil lo ha comprendido en parte, al solidarizarse con los movimientos de liberación del Tercer Mundo, al reivin­dicar la revolución cultural china.

J. D. — En su tesis sobre Pavese, Dominique Fer­nandez destaca especialmente una de las causas del desgarramiento del escritor piamontés: la oposición vivida e irreconciliable entre la ciudad y el campo. ¿Siente usted, por su parte, idéntica desarmonía?

P. — Es preciso que sitúe los hechos cronológica­mente: al principio, los primeros años, los más im­portantes de mi vida, son «campesinos». Mis prime­ros ensayos poéticos, de la época «friulana», lo son en el sentido literal de la palabra. Luego fui a vivir a Roma, y realicé penosamente mis primeras expe­riencias urbanas, sin dejar nunca de sentir esa terri­ble nostalgia por la tierra cultivada. Por otra parte, el subproletariado romano está formado de las «marcas» campesinas mal integradas en las fronte­ras de la ciudad. Sin dejar de habitar en Roma, pue­do decir que he vivido fuera de la ciudad. Poco a poco esta inclinación se ha transformado en ideolo­gía y comencé a viajar frecuentemente y a amar los países del Tercer Mundo, con un amor de campesino irreductible. He viajado por la India, por los países africanos, árabes... Por Marruecos, Siria, Turquía, etcétera.

J. D. — Nunca ha perdido ese contacto con las fuentes de la poesía popular ya que ahora está pen­sando en una antología, los «Cantos de la prisión», ¿no es cierto?

P. — Ha sido como escritor que me he ido acer­cando poco a poco a ese patrimonio de la cultura popular, no como científico. Al principio lo hice con «ingenuidad». En mi infancia habitaba en el Friule, una región todavía pre-industrial, antigua colonia de Venecia y de Austria. Me sentía interesado por la poesía dialectal y la poesía popular. Y fue ese inte­rés por la poesía popular lo que me llevó normal­mente a ocuparme de la poesía popular de las cár­celes: poemas y cantos de presos. Por tanto, la pri­mera aproximación es literaria y poética. Analizaba y comentaba los textos a un nivel esencialmente poético. Entonces consideraba que las canciones de presos no presentaban variaciones considerables respecto a la canción popular en general. Veía, so­bre todo, en ellas la adaptación o la trasposición de modelos, de melodías y de ritmos utilizados en otras situaciones, en las serenatas, las canciones de amor, los romances de ciego, etc. Las únicas innovaciones procedían de la aportación de las canciones anar­quistas. Introducían un cierto espíritu burgués, en la medida en que no derivaban de fuentes típicamente populares y regionales. La segunda experiencia que hice se sitúa en la época en que exploraba la peri­feria de las «zonas» romanas. Y como antes, tampoco estudio esos cantos de cárcel en sí mismos, en sus peculiares estructuras, sino que los analizo en rela­ción con el mundo del subproletariado y de la «malavita» romana. Lo que más me ha interesado en sus estructuras no se refiere tanto a las formas que las ligaban a los cantos tradicionales populares, en general, como a sus formas «argóticas» propiamente dichas. Era su «argot» lo que me atraía, es decir, la aportación del lenguaje específico, el hermetismo iniciático que usa la «malavita» en sus cantos. Por otra parte he aprovechado este conocimiento de los cantos de la «mala» en mis novelas, en Una vita violenta, en Accatone y Mamma Roma. De los cantos de cárcel he pasado nuevamente a la utilización de los cantos tradicionales, porque no encontraba mu­chos cantos de presos en «argot». En la cárcel, cuan­do cantan, se sirven de los cantos tradicionales, de las canciones romanas o meridionales sobre la pe­rrería de la vida, la cabronada del destino.

En una tercera fase, reciente, me he puesto en contacto epistolar con los presos. He recibido y sigo recibiendo un abundante correo de los encarcela­dos. Algunos presos me envían, todavía ahora, sus poemas. Estos poemas están escritos en su mayoría bajo la influencia de la cultura burguesa del siglo XIX: Pascoli, Carducci. Sin embargo, algunos de ellos eligen modelos más modernos, Ungaretti por ejemplo.
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*El presente texto es el segundo capítulo del libro Conversaciones con Pier Paolo Pasolini, de Jean Duflot, Editorial Anagrama, Barcelona, 1970, pp.22-28.

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