Del Amor y Otras Transparencias
Julio
Carmona
Introducción
Como
es notorio, el título de este artículo es una paráfrasis del título de la
novela Del amor y otros demonios.[1]
Y lo usamos para destacar esa característica (la transparencia) del estilo de
su autor, quien con esta novela no sólo ratifica su genialidad imaginativa
sino, además, su virtuosismo poético. Y decimos ‘poético’ (y no sólo ‘narrativo
‘o ‘literario’) porque en esta —como en casi todas sus ficciones— hay poesía.2 Y es un tipo de poesía que el mismo
García Márquez define en esta obra -por medio de uno de sus personajes, el
médico Abrenuncio de Sa Pereira Cao, a quien atribuye la idea de ‘no admitir
que la mentira sea una condición de las artes’.3 Y dice: «cuanto más transparente es la
escritura más se ve la poesía» (p.45).
Y esa ‘claridad’ invocada es una de
las cualidades del libro aquí aludido. El mismo que es, para comenzar, una
novela que tiene como tema dos tópicos muy comunes: el amor y la posesión
demoniaca. Y, asimismo, otros subtemas de la misma índole, como por ejemplo, el
de una enfermedad endémica (en este caso la rabia) ya usado en otra ficción de
nuestro autor4, o la inclusión de
situaciones hiperbólicas —ya conocidas— de su mundo peculiar, macondiano. Veamos algunas nuestras.5
Aquí dice: «… despedía unas ventosidades explosivas y pestilentes que asustaban
a los mastines» (p.15). Y, en Cien años
de soledad6 dice: «…no podía
concebir que el muchacho que se llevaron los gitanos fuera el mismo atarván que
se comía medio lechón en el almuerzo y cuyas ventosidades marchitaban las
flores» (p.79). En la misma Cien años…, leemos: «… se cosió un
balandrán de cañamazo que sencillamente se metía por la cabeza y resolvía sin
más trámites el problema del vestido, sin quitarte la impresión de estar
desnuda» (p. 184). Y en la novela que comentamos dice: «… andaba… con un
balandrán de sarga sin nada debajo que la hacía parecer más desnuda que sin
nada encima» (p.15). Y una última prueba
de esa reiteración la vemos con una frase usada también en Cien años…; la dice Ursula Aguarán al ir a visitar al coronel
Aureliano Buendía a la escuela donde está recluido:
«-Soy la madre del
coronel Aureliano Buendía —se anunció.
Los
centinelas le cerraron el paso. ‘De todos modos voy a entrar’, les advirtió
Ursula. ‘De manera que si tienen orden de disparar, empiecen de una vez’.» (p.
103).
Y
en la novela que nos ocupa es un personaje masculino —aunque con sotana— el que
repite la última frase de la cita precedente:
«‘Así
me maten no me voy’, dijo. Y de pronto se sintió del otro lado del terror, y
agregó con voz firme: ‘De modo que si vas a gritar puedes empezar ya’.»
(p.167).
Es
esta una novela corta que deslumbra y hace olvidar esas reiteraciones de
elementos o recursos ya conocidos, inclusive hace indulgir una contradicción
que, en cualquier otro caso, motivaría la descalificación, y que aquí vamos a
consignar (como, así también, a develar un nivel implícito: el político).
La Historia
Un
rasgo relevante —y fácilmente perceptible— en esta ficción es la similitud que
tiene con una anterior a ella (Crónica de
una muerte anunciada), en lo que se refiere a los móviles o el origen que,
en ambos casos, es el ‘periodismo’, la noticia periodística de un «hecho real»:
la muerte del personaje principal, enclavada en una maraña amorosa, es decir,
un crimen en la Crónica…., que no pasó
de los anales periodísticos de un ‘pueblo extraviado’ de Colombia, hasta que el
novelista escudriñó en los vericuetos del asunto; y la muerte —también envuelta
en expedientes amorosos— de una niña cuyo cadáver va a ser descubierto después
de doscientos años, noticia esta de
que el autor da cuenta en las primeras páginas del libro, en una especie de
prólogo. Leemos: «En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del
Evangelio, allí estaba la noticia.» Y
agrega: «mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años
cuya cabellera se arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal
de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del caribe
por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi
noticia de aquel día, y el origen de este libro.» (p.11).
En la novela —a diferencia que en la
leyenda— la marquesita no morirá de rabia sino de amor, y ayudada a bien morir
por el santo oficio del exorcismo: «La guardiana que entró a prepararla para la
sexta sesión de exorcismos la encontró muerta de amor en la cama con los ojos
radiantes y la piel de recién nacida» (p.198).
Su amor, imposible, con el cura que inició las sesiones de exorcismo,
Cayetano Delaura, se truncó definitivamente cuando las autoridades descubrieron
que, luego he haber clausurado sus reuniones, ambos amantes continuaron
viéndose utilizando las más increíbles argucias, incluida la de la magia:
hacerse invisibles. Una noche en que leían los sonetos de Garcilaso, «jugueteando
con ellos a su antojo con un dominio de dueños. Se durmieron de cansancio. La
guardiana entró con el desayuno a las cinco, en medio de la algazara de los
gallos, y ambos despertaron asustados. Se les paró la vida. La vigilante puso
el desayuno en la mesa, hizo una inspección de rutina con el farol, y salió sin
ver a Cayetano en la cama. ‘Lucifer es un bicho’, se burló él cuando recobró el
aire. ‘También a mí me ha vuelto invisible’.» (pp. 170-171).
La alusión que se hace a Lucifer,
indica el otro tema de la novela: la posesión demoniaca, y está ligado al de la
rabia, porque a esta «se la había confundido desde siempre con la posesión, al
igual que ciertas formas de locura y otros trastornos del espíritu. En cuanto a
Sierva María, al cabo de casi ciento cincuenta días no parecía probable que la
contrajera. El único riesgo vigente, concluyó Abrenuncio, era que muriera como
tantos otros por la crueldad de los exorcismos» (p. 155). Y, en efecto, la
confusión (de estar ‘posesa’ y no arrabiada’ Sierva María) será fortalecida por
la sumisión del padre a la autoridad de la Iglesia:
«‘Sáquela de ahí’ [del
convento], le dijo [Abrenuncio].
‘Es lo que quiero desde que la vi
caminando hacia el pabellón de las enterradas vivas’, dijo el marqués. ‘Pero no
me siento con fuerzas para contrariar la voluntad de Dios’» (p.99).
Y la insistencia en la posesión se
da también por los prejuicios de la madre que prefería verla muerta a que se supiera
que tenía una enfermedad de perro:
«…Bernarda estaba dispuesta a hacer
la farsa de las lágrimas y a guardar un luto de madre adolorida por preservar
su honra, con la condición de que la muerte de la niña fuera por una causa
digna.
‘No importa cuál’, precisó, ‘siempre
que no sea una enfermedad de perro’.» (p.25).
En
realidad, Bernarda Cabrera, «hija de indio ladino y blanca de Castilla», madre
de Sierva María de todos los Santos, odió a esta desde nacida y dejó que
viviera en las cuadras de los esclavos, donde asimiló sus costumbres e
ideología. Por lo que respecta al padre, el marqués de Casalduero, este «Siempre
creyó que amaba a la hija, pero el miedo al mal de rabia lo obligaba a
confesarse que se engañaba a sí mismo por comodidad» (Ibíd.). Sin embargo, «Mucho del odio que ambos
sentían por la niña era por lo que ella tenía del uno y del otro» (Ibíd.).
Pero la verdadera «desgracia» de
Sierva María comenzó el día en que es mordida por un perro en el mercado a
donde había ido acompañando a una esclava «que iba a comprar una ristra de
cascabeles» para el cumpleaños de la marquesita.
La Contradicción
En
esto de la mordida el autor se contradice respecto al número de personas
mordidas el mismo día que la marquesita. En las líneas iniciales de la novela
se dice que el perro rabioso mordió a cuatro
personas: tres esclavos negros, y la otra fue Sierva María» (p.13). Y en la p. 24
se contradice este dato: Ya no son cuatro las víctimas, sino que —exceptuando a
la marquesita— dice: «Había un cuarto
que no fue mordido sino apenas salpicado por la baba del mismo perro»; y tres
líneas antes de esa suma (cuatro), leemos:
«Dos habían desaparecido, sin duda
escamoteados por los suyos para tratar de hechizarlos, y un tercero había muerto del mal de rabia en
la segunda semana». (Obviamente, las cursivas son nuestras).
Y
aunque podría atenuarse la contradicción por el hecho de que en la primera cita
se habla de los «mordidos» y en la segunda se agrega al «babeado», no deja de
ser contradictorio por el hecho de que, más adelante, en la p. 26, se dice que «el
cuarto arrabiado» (que en realidad es el quinto), sobre el cual se ha aclarado
«que no fue mordido sino apenas salpicado por la baba del mismo perro»: «era un
mulato viejo con la cabeza y la barba algodonadas. Estaba ya paralizado de
medio cuerpo, pero la rabia le había infundido tanta fuerza en la otra mitad,
que debieron amarrarlo para que no se despedazara contra las paredes. Su relato
no dejaba dudas de que lo había mordido
el mismo perro.»
Total,
¿en qué quedamos: lo ha babeado o lo ha mordido? La solución al problema
hubiera estado en otra formulación del último caso, diciendo: ‘lo había atacado
el mismo perro’. Como no es así, tenemos que decir que la suma no le salió bien
a Gabo. Pero no es sólo cuestión aritmética. En el mismo caso del «mulato viejo
con la cabeza y la barba algodonada» —volvamos a leer la cita—, al final dice
que «Su relato no dejaba dudas….». Sin embargo, al lector si le queda la duda
de si la palabra ‘relato’ está usada ahí como verbo: que el mismo enfermo de
rabia relata su caso; o si está usada como sustantivo: el relato de los hechos.
En realidad, tenemos que concederle el beneficio de la duda y admitir que es el
oficio de sustantivo, ya que en el estado en que se hallaba el arrabiado —moribundo,
aunque furiosamente forzudo—, es imposible que pudiera relatar su caso.
Y para culminar con estos desfases —que
no descalifican la bondad total de la obra, pero que son como abrojos en la
maravilla de un campo de trigo— citemos el siguiente párrafo:
«Los
perros se habían dormido, pero los despertó la tensión del pleito y alzaron las
cabezas alertas y gruñeron con la garganta» (p. 186).
Preguntamos:
¿Con qué otro órgano de su cuerpo hubieran podido gruñir?
Continuando con la Historia
Pero
lo importante del episodio de la mordida radica en que es un recurso para
mantener en suspenso a los estragos que podía causar en la marquesita. Y en la
medida que ha sido mordida, mientras que el otro atacado adquiere la enfermedad
con sólo la baba, entonces se alimenta la idea de que ha sido salvada por el
demonio, lo que finalmente será usado por el obispo, don Toribio de Cáceres y
Virtudes, para hacerla internar en el convento. Pero ese aplazamiento del brote
de la enfermedad en la marquesita hace suponer también que, finalmente, se
habrá de salvar asimismo del exorcismo y de la muerte, a pesar de que ya se
sabe que ésta es «una muerte anunciada».
Por otro lado, en el desarrollo de
la historia van interviniendo varios personajes —además de los ya mencionados— que
acondicionan la presencia de un nivel oculto, implícito, el político: los
esclavos. Estos adoptan, prácticamente, a la marquesita cuando la voluntad de
la madre y la desidia del padre la puso en sus dominios.
«Dijo
Delaura, ‘creo que lo que nos parece demoníaco son las costumbres de los
negros, que la niña ha aprendido por el abandono en que la tuvieron sus padres’.»
(p.124).
Esto
permitirá que Sierva María de todos los Santos se convierta en un símbolo de la
sociedad americana, que sigue «viviendo» —después de dos siglos de su muerte—
siempre niña pero con una lucidez y fortaleza endemoniada. El hecho mismo de
que se diga que su cabello siguió creciendo de manera vertiginosa, después de
muerta, ratifica la ligazón. Ya en el prólogo se dice: «Extendida en el suelo,
la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros. El maestro
de obra me explico sin asombro que el cabello humano crecía un centímetro por
mes hasta después de la muerte, y veintidós metros le parecieron un buen
promedio para doscientos años» (p. 11).
Y al final de la novela (en las tres
últimas líneas), cuando la guardiana la encuentra muerta, con agradable
sorpresa leemos que: «Los troncos de los cabellos le brotaban como burbujas en
el cráneo rapado, y se les veía crecer» (p. 198).
La marquesita —como los pueblos
americanos— es el fruto del mestizaje. Hija de español y de mestiza, nieta de
indio y de española. Pero es al mismo tiempo malquerida por ambos: por el
español y por la criolla. Como ocurre hasta
ahora con nuestra América. Y esa malquerencia la manifiesta uno de los
representantes del poder español, el obispo, cuando retruca la opinión de la
abadesa del convento donde está Sierva María, quien se la ha manifestado al
Virrey:
«‘Ella
[la abadesa] piensa que habéis caído en una trampa de Satanás’, dijo el Virrey.
‘No
sólo nosotros, sino la España
entera’, dijo el obispo. ‘Hemos atravesado el mar Océano para imponer la ley de
Cristo, y lo hemos logrado en las misas, en las procesiones, en las fiestas
patronales, pero no en las almas.
Habló de Yucatán, donde habían
construido catedrales suntuosas para ocultar las pirámides paganas, sin darse
cuenta de que los aborígenes acudían a misa porque debajo de los altares de
plata seguían vivos sus santuarios. Habló del batiburrillo de sangre que habían
hecho desde la conquista: sangre de español con sangre de indios, de aquellos y
éstos con negros de toda laya, hasta mandingas musulmanes, y se preguntó si
semejante contubernio cabría en el reino de Dios» (p.138).
Sólo la quieren (a América como a
Sierva María), con verdadera querencia, los esclavos: el pueblo desheredado.
Pero también un pequeñoburgués, soñador, iluso, utopista: el cura Cayetano
Delaura7 (ayudado
por otro pequeñoburgués, el médico Abrenuncio), y que será derrotado por el
poder dominante, en su afán de liberarla. Abrenuncio era de la idea de
“curarla” por medio de la felicidad; después de auscultarla y antes de
despedirse de la casa, dijo:
«‘Tóquenle
música, llenen la casa de flores, hagan cantar los pájaros, llévenla a ver los
atardeceres en el mar, denle todo lo que pueda hacerla feliz’. Se despidió con un voleo del sombrero en el
aire y la sentencia latina de rigor. Pero esta vez la tradujo en honor del
marqués: ‘No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad’.» (pp. 46-47).
Otro
diálogo alusivo a la realidad americana es el que se da entre Delaura y
Abrenuncio, hablando de idiomas, y refiriéndose a la prosa de Voltaire,
Abrenuncio dijo:
‘Y la que más nos duele’, dijo Delaura. ‘Lástima que sea de un francés’.
‘Usted lo dice por ser español’, dijo Abrenuncio.
‘A
mi edad, y con tantas sangres cruzadas, ya no sé a ciencia cierta de dónde
soy’, dijo Delaura. ‘Ni quién soy’.
‘Nadie
lo sabe por estos reinos’, dijo Abrenuncio. ‘Y creo que se necesitarán siglos
para saberlo’.» (p.153).
Los
negros, como Sierva María (y como los ‘indios’ o el pueblo todo), tienen sus
armas de defensa; una de ellas es la mentira. El marqués (el español) no sabía
cómo era su hija (América). «Ante todo —leemos—quería saber [Delaura] cómo era
la hija antes de entrar en el convento».
«‘No
lo sé’, dijo el marqués. ‘Siento que la conozco menos cuanto más la conozco’.
Lo
atormentaba la culpa de haberla abandonado a su suerte en el patio de los
esclavos. A eso atribuía sus silencios, que podían durar meses; las explosiones
de violencia irracional, la astucia con que se burlaba de la madre colgándoles
a los gatos el cencerro que ella le ponía en el puño. La mayor dificultad para
conocerla era su vicio de mentir por placer.
‘Como los negros’, dijo Delaura. ‘Los
negros nos mienten a nosotros, pero no entre ellos’, dijo el marqués» (pp. 148-149).
Y
dice una gran verdad.8 Pero, a propósito del pueblo, lo que
extrañamos en esta, como en las otras ficciones de Gabriel García Márquez, es
que el pueblo aparezca siempre como elemento coreográfico, aunque con gran
respeto y hasta identificación con él; pero sin ocupar un papel protagónico.
En esta novela, cuando ya nos
parecía que eso iba a ocurrir por el potencial acumulado en un personaje
femenino (a los que tan bien trabaja nuestro autor): una esclava Abisinia, «con
siete cuartas de estatura, embadurnada de melaza de caña en vez del aceite
comercial de rigor, y de una hermosura tan perturbadora que parecía mentira.
Tenía la nariz afilada, el cráneo acalabazado, los ojos oblicuos, los dientes
intactos y el porte equívoco de un gladiador romano. No la herraron en el
corralón, ni cantaron su edad ni su estado de salud, sino que la pusieron en
venta por su sola belleza. El precio que el gobernador pagó por ella, sin
regateos y de contado, fue el de su peso en oro» (p.14).
Esa descripción y presentación de
tal personaje nos hizo abrigar la esperanza de una intervención posterior más
digna de tan auspicioso debut. Y es una esperanza que se ve alimentada dos
páginas más adelante cuando se nos dice que Bernarda Cabrera «sabía que si el
gobernador había comprado a la
Abisinia no debía de ser para algo tan sublime como servir en
su cocina» (p.16). Pero, ya bien avanzada la novela, vemos a la esclava abisinia
perderse, sin pena ni gloria, después de una reaparición deslucida:
«A
los postres, una cortina se abrió en el fondo de la sala, y apareció la esclava
Abisinia que el gobernador había comprado por su peso en oro. Estaba vestida
con una túnica casi transparente que aumentaba el peligro de su desnudez.
Después de mostrarse de cerca de la concurrencia ordinaria se detuvo frente al
virrey, y la túnica resbaló por su cuerpo hasta los pies."
Su
perfección era alarmante. El hombro no
había sido profanado por el hierro de plata del traficante, ni la espalda por
la inicial del primer dueño, y toda ella exhalaba un hálito confidencial. El
virrey palideció, tomó aliento, y con un gesto de la mano borró de su memoria
la visión insoportable.
‘Llévensela,
por el amor de Nuestro Señor’, ordenó. ‘No quiero verla más en el resto de mis
días’.» (p. 133).
Pero
no sólo ocurrirá esa desaparición infructuosa del personaje aludido, sino que
aquella alusión también auspiciosa respecto al “uso” que el gobernador habría
de darle (que no era, precisamente, el de cocinera), es destruido de la manera
más inesperada, porque resulta que el tal gobernador «era soltero y mariposón»
(p.132).
Conclusión
No
hemos querido referirnos a esta novela del fabuloso Gabo con la aceptación
simple de su maestría. Eso, por lo demás, no le hace ningún favor. Como tampoco
creemos que ocurra lo contrario, que la desmerezca el hecho de haber señalado
los que consideramos descuidos, equívocos o incorrecciones. Nos ampara, en todo
caso, el derecho de opinión aunque después pueda demostrársenos a nosotros
mismos otros descuidos, equívocos o incorrecciones. Usos son de la guerra. El
mejor escudo: una sonrisa. Y a seguir.
La
Literatura Popular, Su Canción y los Creadores Cultos.
Roque Ramírez
Entre las experiencias del trabajo
literario de rigurosos, académicos o geniales escritores, aparte de dedicar
tiempo y vida a componer y/o construir productos textuales elaborados con
exigentes elementos formales en lo estético, se cuenta aquella en la que los
mencionados creadores vuelven su mirada y/o se aproximan a beber de la fuente
oral e inyectan vitalidad a su obra literaria desde el campo de la creación
popular.
La mayor y mejor muestra, en otro
contexto y poética, bien se puede observar en versos de César Vallejo, quien no
elude el eros: “Y la cerveza lírica y nerviosa / a la que celan sus dos
pezones sin lúpulo, / y que no se debe
tomar mucho. / … / Entre tanto, ella se interna / entre los cortinajes y ¡oh
aguja de mis días / desgarrados! Se sienta a la orilla / de una costura, a
coserme el costado / a su costado, / a pegar el botón de esa camisa, / que se
ha vuelto a caer. Pero hase visto! (Trilce XXXV)
Sin embargo, con parecer una excepción
es una práctica antigua entre poetas y escritores. Ya los poetas del Siglo de
Oro (poesía clásica española), entre los de mayor rigor métrico, como Jorge
Manrique, Juan de Mena etc., desde el 1500 para atrás componían versos apelando
a una vox populi, la voz del pueblo, claro no la simple y común voz sino la
macerada, la cernida, la afinada en la suma de los siglos y que le otorga valor
estético al texto colectivo. Leamos:
En el libro Cancionero de Obras de
Burlas Provocantes a Risa, ( Akal, editor, 1974) publicado por primera vez en
1519, con orden del Rey Juan II, heredero de los Reyes Católicos, se incluye
poesía erótica, satírica y de fuerte connotación coprolálica (lisuras), donde
se leen estos versos de Juan de Mena:
“Estabas lobilla muy vergonzosa / vendiendo la onra del triste marido, /
de rezios cojones tu seso vencido; / quisiste ser puta mas no deseosa. / ¡O siglo nuestro! ¡Edad trabajosa!
Allí mismo se pueden leer de Jorge
Manrique los siguientes versos en refinado, artístico y satírico lenguaje popular,
recitados en auditorios prohibidos: “por paños, paños menores; / servirán los
servidores / en cueros bivos, sin ropa.”
“Yo entraré con el manjar / vestido de aqueste son:” “y un balandrán rozagante / hecho de nueva manera: / las
faldas todas delante, / las nalgas todas de fuera.” (sic)
Anterior a ellos, Antón de Montoro (tal
vez encubierto en seudónimo), poco conocido, más bien perseguido y no aceptado
en el parnaso oficial por su origen Judío, escribe por 1470, los versos
siguientes: “gentil dama singular, / honesta en toda dotrina / mesuraos en
vuestro ambular / que por mucho madrugar / no amanece más aína. / las nalgas
baxas, terreras, / mecedlas por lindo modo, / poco a poco y no del todo / el
tirar de las caderas; y al tiempo del desgranar / que el hombre se desatina..”
En conversación con J. Carmona nos
aclaramos que también otros poetas del áureo siglo como el Marqués de
Santillana, escribieron magníficos sonetos compuestos con el armazón de la
cribada, sardónica y palurda lengua Castellana. El dato se alcanza
porque hemos afirmado que en tiempos contemporáneos ni escritores talentosos,
formales ni geniales se inquietaron por enyuntar su obra con la musa popular.
Esto es, no aportan a que la voz popular eleve sus perfiles artísticos.
Salvo algunos escritores argentinos
–seguimos afirmando- que produjeron obras como “El Martín Fierro” de José
Hernández; las milongas de Evaristo Carriego y de Jorge Luis Borges. Por
cierto, en estas poesías hay mucho humor pero su soporte es la digresión
romántica donde lo social se extrapola con lo lírico: “diciendo en voz baja
toda injusticia / que amarga la suerte de los desdichados” (Carriego, ‘el
velorio’); “alto lo veo y cabal, / con el alma comedida” (Borges, Jacinto
Chiclana’).
Pues, como se lee e infiere son
temas distintos los tratados por los escritores que han embebido de la fuente
estética popular y la han izado. Por ser tema profundo y amplio la
interrelación de Vallejo, Borges, otros, con la poética popular y la obviedad
de su punto de vista no nos extendemos en estas notas. Antes, creo necesario
hacer conocer que en el Perú contemporáneo podemos incluir a Julio Carmona entre los poetas forjados en la formal aula
universitaria que ha “trajinado,…, esos caminos populares,”.
Al
respecto, entre Piura y Cajamarca
(al medio Lambayeque) en los ámbitos del pueblo se genera la copla, llamada
cumanana en Piura, carnavalito en Cajamarca. Muchos escritores regionales la
cultivan, la imitan, la parafrasean pero no la elevan en su elemento artístico,
diríamos que la hacen populista y no le aportan a ella ni se aportan de ella. Menos se allanan a
devolver esa penetrante inteligencia que
posee –ya precisó César Vallejo- toda voz popular.
Esto, sin abordar el tema de
usurpación de autorías. Como bien sabemos la literatura popular es anónima. El
texto literario se forja de generación en generación y luego se manifiesta con
vitalidad y pureza obtenida en el tiempo como voz colectiva. Por eso resulta
chocante remedar esa literatura. Mucho más es una mediocridad tomar dichos
textos (tal cual el pueblo ha cernido) y ponerle nombre (in)propio, como si
mengana o fulano lo hubiera compuesto.
Respecto a Julio Carmona, poeta
chiclayano que reside buen tiempo en Piura, viene generando una poética de la
copla que busca inocular y trasmitir esa vitalidad tan propia a la poesía
popular, sumándole su visión y su lírica sardónica, veamos: “la canción es una
sola. / Y quien la canta también. / Más
si en algo desentona, / No es de ella la culpa, es de él.”; “pero también hay un río / de resistencia en
mi voz / que viene del pueblo mío / que es la garganta de Dios”.
Volviendo al punto, decía que otro
tema es la inmersión de escritores formales en la fuente satírica, erótica o
coprolálica, con el objeto de aprovisionarse de las fuentes matrices, por
ejemplo mediante carnavalitos, con las consiguientes digresiones de humor
pagano: “ Yo quisiera estar contigo / como los pies del señor: / uno encimita
del otro / y un clavito entre los dos” –Cajamarca. “Huamanguina religiosa / no
me lleves a la misa / mejor vamos a Huatatas / a bañarnos halasiqui” -Ayacucho.
(“halasiqui”= calatos en quechua)
Sin duda, aún habrá de hurgarse los
archivos ocultos de los escritores para saber quienes han seguido los pasos a Jorge Manrique y Juan
de Mena, emulando al creador anónimo del pueblo. Por ahora sabemos que los
poetas Juan Gonzalo Rose, César Calvo, Víctor Mazzi T., El Viejo, incursionaron
en las aguas de la creación popular componiendo letras de canciones, ruta
desbrozada por los obreros sindicalistas que compusieron valses o mulizas.
Los obreros anarcosindicalistas y
socialistas de 1900 a 1930 eran trabajadores que se auto educaban del mejor
arte y literatura. Gamaniel Blanco, dirigente sindical minero y maestro y
escritor compuso mulizas: “Hasta las tristes mujeres, / del infeliz proletario,
/ rinden sus débiles fuerzas / por un mísero salario. / Por un mísero salario /
marido, mujer e hijo, / trabajan sin descanso, / sin luces sin regocijo.”
Desde luego, lo anterior es otro
tono, distinto al de Don Francisco De Quevedo (Siglo de oro), cuya mordaz
sátira ha sido glosada y contemporanizada por cantores del pueblo en la
siguiente cuarteta: “El tiempo pasa y del hombre / la pena se hace mayor. / No importa que el hombre pene. / Cuánto más
pene, mejor.” Desde luego Quevedo es otro poeta inserto en la tradición de la
genialidad popular.
[1]
Gabriel García Márquez, Bogotá, Grupo Editorial Norma, 1994. 198 pp.
2 En el sentido de lírica, por estar
rebasando propiamente los límites de la objetividad narrativa: lo que, por
supuesto, no es un demérito. Todo lo contrario. Es un logro digno de ser
relevado.
3 Es evidente que esta apreciación alude
a la opinión sostenida, con vehemencia, por Vargas Llosa en Historia de Mayta.
4
El amor en los tiempos del cólera,
Bogotá, Editorial Oveja Negra, 1986.
5 Desde luego, hay varias repeticiones de
estos tópicos (y no solo haciendo la comparación con Cien años de soledad); pero no es el caso transcribirlos todos.
6
Bogotá, Editorial Oveja Negra, 1986.
7 Que era, además, medio poeta. «Estaba
convencido de que su padre era descendiente directo de Garcilaso de la Vega, por quien guardaba un
culto casi religioso, y lo hacía saber de inmediato» (p. 104). Por eso sus
grandes refocilaciones de amor en la celda conventual de Sierva María, están
matizadas con interminables lecturas del gran sonetista del renacimiento
español.
8 Y es la solución el desconcierto de
Chocano cuyas preguntas al indio siempre reciben l enigmática respuesta de:
¿Quién sabe, señor?
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