jueves, 19 de septiembre de 2013

Literatura

Del Amor y Otras         Transparencias                      

Julio Carmona


Introducción

Como es notorio, el título de este artículo es una paráfrasis del título de la novela Del amor y otros demonios.[1] Y lo usamos para destacar esa característica (la transparencia) del estilo de su autor, quien con esta novela no sólo ratifica su genialidad imaginativa sino, además, su virtuosismo poético. Y decimos ‘poético’ (y no sólo ‘narrativo ‘o ‘literario’) porque en esta —como en casi todas sus ficciones— hay poesía.2 Y es un tipo de poesía que el mismo García Márquez define en esta obra -por medio de uno de sus personajes, el médico Abrenuncio de Sa Pereira Cao, a quien atribuye la idea de ‘no admitir que la mentira sea una condición de las artes’.3  Y dice: «cuanto más transparente es la escritura más se ve la poesía» (p.45).

Y esa ‘claridad’ invocada es una de las cualidades del libro aquí aludido. El mismo que es, para comenzar, una novela que tiene como tema dos tópicos muy comunes: el amor y la posesión demoniaca. Y, asimismo, otros subtemas de la misma índole, como por ejemplo, el de una enfermedad endémica (en este caso la rabia) ya usado en otra ficción de nuestro autor4, o la inclusión de situaciones hiperbólicas —ya conocidas— de su mundo peculiar, macondiano.  Veamos algunas nuestras.5 Aquí dice: «… despedía unas ventosidades explosivas y pestilentes que asustaban a los mastines» (p.15). Y, en Cien años de soledad6 dice: «…no podía concebir que el muchacho que se llevaron los gitanos fuera el mismo atarván que se comía medio lechón en el almuerzo y cuyas ventosidades marchitaban las flores» (p.79).  En la misma Cien años…, leemos: «… se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestido, sin quitarte la impresión de estar desnuda» (p. 184). Y en la novela que comentamos dice: «… andaba… con un balandrán de sarga sin nada debajo que la hacía parecer más desnuda que sin nada encima» (p.15).  Y una última prueba de esa reiteración la vemos con una frase usada también en Cien años…; la dice Ursula Aguarán al ir a visitar al coronel Aureliano Buendía a la escuela donde está recluido:

«-Soy la madre del coronel Aureliano Buendía —se anunció.
Los centinelas le cerraron el paso. ‘De todos modos voy a entrar’, les advirtió Ursula. ‘De manera que si tienen orden de disparar, empiecen de una vez’.» (p. 103).

Y en la novela que nos ocupa es un personaje masculino —aunque con sotana— el que repite la última frase de la cita precedente:

«‘Así me maten no me voy’, dijo. Y de pronto se sintió del otro lado del terror, y agregó con voz firme: ‘De modo que si vas a gritar puedes empezar ya’.» (p.167).

Es esta una novela corta que deslumbra y hace olvidar esas reiteraciones de elementos o recursos ya conocidos, inclusive hace indulgir una contradicción que, en cualquier otro caso, motivaría la descalificación, y que aquí vamos a consignar (como, así también, a develar un nivel implícito: el político).

La Historia

Un rasgo relevante —y fácilmente perceptible— en esta ficción es la similitud que tiene con una anterior a ella (Crónica de una muerte anunciada), en lo que se refiere a los móviles o el origen que, en ambos casos, es el ‘periodismo’, la noticia periodística de un «hecho real»: la muerte del personaje principal, enclavada en una maraña amorosa, es decir, un crimen en la Crónica…., que no pasó de los anales periodísticos de un ‘pueblo extraviado’ de Colombia, hasta que el novelista escudriñó en los vericuetos del asunto; y la muerte —también envuelta en expedientes amorosos— de una niña cuyo cadáver va a ser descubierto después de doscientos años, noticia esta de que el autor da cuenta en las primeras páginas del libro, en una especie de prólogo. Leemos: «En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia.» Y agrega: «mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera se arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día, y el origen de este libro.» (p.11).

En la novela —a diferencia que en la leyenda— la marquesita no morirá de rabia sino de amor, y ayudada a bien morir por el santo oficio del exorcismo: «La guardiana que entró a prepararla para la sexta sesión de exorcismos la encontró muerta de amor en la cama con los ojos radiantes y la piel de recién nacida» (p.198).  Su amor, imposible, con el cura que inició las sesiones de exorcismo, Cayetano Delaura, se truncó definitivamente cuando las autoridades descubrieron que, luego he haber clausurado sus reuniones, ambos amantes continuaron viéndose utilizando las más increíbles argucias, incluida la de la magia: hacerse invisibles. Una noche en que leían los sonetos de Garcilaso, «jugueteando con ellos a su antojo con un dominio de dueños. Se durmieron de cansancio. La guardiana entró con el desayuno a las cinco, en medio de la algazara de los gallos, y ambos despertaron asustados. Se les paró la vida. La vigilante puso el desayuno en la mesa, hizo una inspección de rutina con el farol, y salió sin ver a Cayetano en la cama. ‘Lucifer es un bicho’, se burló él cuando recobró el aire. ‘También a mí me ha vuelto invisible’.» (pp. 170-171).

La alusión que se hace a Lucifer, indica el otro tema de la novela: la posesión demoniaca, y está ligado al de la rabia, porque a esta «se la había confundido desde siempre con la posesión, al igual que ciertas formas de locura y otros trastornos del espíritu. En cuanto a Sierva María, al cabo de casi ciento cincuenta días no parecía probable que la contrajera. El único riesgo vigente, concluyó Abrenuncio, era que muriera como tantos otros por la crueldad de los exorcismos» (p. 155). Y, en efecto, la confusión (de estar ‘posesa’ y no arrabiada’ Sierva María) será fortalecida por la sumisión del padre a la autoridad de la Iglesia:

«‘Sáquela de ahí’ [del convento], le dijo [Abrenuncio].
‘Es lo que quiero desde que la vi caminando hacia el pabellón de las enterradas vivas’, dijo el marqués. ‘Pero no me siento con fuerzas para contrariar la voluntad de Dios’» (p.99).
Y la insistencia en la posesión se da también por los prejuicios de la madre que prefería verla muerta a que se supiera que tenía una enfermedad de perro:
«…Bernarda estaba dispuesta a hacer la farsa de las lágrimas y a guardar un luto de madre adolorida por preservar su honra, con la condición de que la muerte de la niña fuera por una causa digna.
‘No importa cuál’, precisó, ‘siempre que no sea una enfermedad de perro’.» (p.25).
En realidad, Bernarda Cabrera, «hija de indio ladino y blanca de Castilla», madre de Sierva María de todos los Santos, odió a esta desde nacida y dejó que viviera en las cuadras de los esclavos, donde asimiló sus costumbres e ideología. Por lo que respecta al padre, el marqués de Casalduero, este «Siempre creyó que amaba a la hija, pero el miedo al mal de rabia lo obligaba a confesarse que se engañaba a sí mismo por comodidad» (Ibíd.).  Sin embargo, «Mucho del odio que ambos sentían por la niña era por lo que ella tenía del uno y del otro» (Ibíd.).

Pero la verdadera «desgracia» de Sierva María comenzó el día en que es mordida por un perro en el mercado a donde había ido acompañando a una esclava «que iba a comprar una ristra de cascabeles» para el cumpleaños de la marquesita.

La Contradicción

En esto de la mordida el autor se contradice respecto al número de personas mordidas el mismo día que la marquesita. En las líneas iniciales de la novela se dice que el perro rabioso mordió a cuatro personas: tres esclavos negros, y la otra fue Sierva María» (p.13). Y en la p. 24 se contradice este dato: Ya no son cuatro las víctimas, sino que —exceptuando a la marquesita— dice: «Había un cuarto que no fue mordido sino apenas salpicado por la baba del mismo perro»; y tres líneas antes de esa suma (cuatro), leemos:

«Dos habían desaparecido, sin duda escamoteados por los suyos para tratar de hechizarlos, y un tercero había muerto del mal de rabia en la segunda semana». (Obviamente, las cursivas son nuestras).

Y aunque podría atenuarse la contradicción por el hecho de que en la primera cita se habla de los «mordidos» y en la segunda se agrega al «babeado», no deja de ser contradictorio por el hecho de que, más adelante, en la p. 26, se dice que «el cuarto arrabiado» (que en realidad es el quinto), sobre el cual se ha aclarado «que no fue mordido sino apenas salpicado por la baba del mismo perro»: «era un mulato viejo con la cabeza y la barba algodonadas. Estaba ya paralizado de medio cuerpo, pero la rabia le había infundido tanta fuerza en la otra mitad, que debieron amarrarlo para que no se despedazara contra las paredes. Su relato no dejaba dudas de que lo había mordido el mismo perro.»
Total, ¿en qué quedamos: lo ha babeado o lo ha mordido? La solución al problema hubiera estado en otra formulación del último caso, diciendo: ‘lo había atacado el mismo perro’. Como no es así, tenemos que decir que la suma no le salió bien a Gabo. Pero no es sólo cuestión aritmética. En el mismo caso del «mulato viejo con la cabeza y la barba algodonada» —volvamos a leer la cita—, al final dice que «Su relato no dejaba dudas….». Sin embargo, al lector si le queda la duda de si la palabra ‘relato’ está usada ahí como verbo: que el mismo enfermo de rabia relata su caso; o si está usada como sustantivo: el relato de los hechos. En realidad, tenemos que concederle el beneficio de la duda y admitir que es el oficio de sustantivo, ya que en el estado en que se hallaba el arrabiado —moribundo, aunque furiosamente forzudo—, es imposible que pudiera relatar su caso.

Y para culminar con estos desfases —que no descalifican la bondad total de la obra, pero que son como abrojos en la maravilla de un campo de trigo— citemos el siguiente párrafo:

«Los perros se habían dormido, pero los despertó la tensión del pleito y alzaron las cabezas alertas y gruñeron con la garganta» (p. 186).

Preguntamos: ¿Con qué otro órgano de su cuerpo hubieran podido gruñir?

Continuando con la Historia

Pero lo importante del episodio de la mordida radica en que es un recurso para mantener en suspenso a los estragos que podía causar en la marquesita. Y en la medida que ha sido mordida, mientras que el otro atacado adquiere la enfermedad con sólo la baba, entonces se alimenta la idea de que ha sido salvada por el demonio, lo que finalmente será usado por el obispo, don Toribio de Cáceres y Virtudes, para hacerla internar en el convento. Pero ese aplazamiento del brote de la enfermedad en la marquesita hace suponer también que, finalmente, se habrá de salvar asimismo del exorcismo y de la muerte, a pesar de que ya se sabe que ésta es «una muerte anunciada».

Por otro lado, en el desarrollo de la historia van interviniendo varios personajes —además de los ya mencionados— que acondicionan la presencia de un nivel oculto, implícito, el político: los esclavos. Estos adoptan, prácticamente, a la marquesita cuando la voluntad de la madre y la desidia del padre la puso en sus dominios.

«Dijo Delaura, ‘creo que lo que nos parece demoníaco son las costumbres de los negros, que la niña ha aprendido por el abandono en que la tuvieron sus padres’.» (p.124).

Esto permitirá que Sierva María de todos los Santos se convierta en un símbolo de la sociedad americana, que sigue «viviendo» —después de dos siglos de su muerte— siempre niña pero con una lucidez y fortaleza endemoniada. El hecho mismo de que se diga que su cabello siguió creciendo de manera vertiginosa, después de muerta, ratifica la ligazón. Ya en el prólogo se dice: «Extendida en el suelo, la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros. El maestro de obra me explico sin asombro que el cabello humano crecía un centímetro por mes hasta después de la muerte, y veintidós metros le parecieron un buen promedio para doscientos años» (p. 11).

Y al final de la novela (en las tres últimas líneas), cuando la guardiana la encuentra muerta, con agradable sorpresa leemos que: «Los troncos de los cabellos le brotaban como burbujas en el cráneo rapado, y se les veía crecer» (p. 198).

La marquesita —como los pueblos americanos— es el fruto del mestizaje. Hija de español y de mestiza, nieta de indio y de española. Pero es al mismo tiempo malquerida por ambos: por el español y por la criolla.  Como ocurre hasta ahora con nuestra América. Y esa malquerencia la manifiesta uno de los representantes del poder español, el obispo, cuando retruca la opinión de la abadesa del convento donde está Sierva María, quien se la ha manifestado al Virrey:

«‘Ella [la abadesa] piensa que habéis caído en una trampa de Satanás’, dijo el Virrey.

‘No sólo nosotros, sino la España entera’, dijo el obispo. ‘Hemos atravesado el mar Océano para imponer la ley de Cristo, y lo hemos logrado en las misas, en las procesiones, en las fiestas patronales, pero no en las almas.

Habló de Yucatán, donde habían construido catedrales suntuosas para ocultar las pirámides paganas, sin darse cuenta de que los aborígenes acudían a misa porque debajo de los altares de plata seguían vivos sus santuarios. Habló del batiburrillo de sangre que habían hecho desde la conquista: sangre de español con sangre de indios, de aquellos y éstos con negros de toda laya, hasta mandingas musulmanes, y se preguntó si semejante contubernio cabría en el reino de Dios» (p.138).

Sólo la quieren (a América como a Sierva María), con verdadera querencia, los esclavos: el pueblo desheredado. Pero también un pequeñoburgués, soñador, iluso, utopista: el cura Cayetano Delaura7 (ayudado por otro pequeñoburgués, el médico Abrenuncio), y que será derrotado por el poder dominante, en su afán de liberarla. Abrenuncio era de la idea de “curarla” por medio de la felicidad; después de auscultarla y antes de despedirse de la casa, dijo:

«‘Tóquenle música, llenen la casa de flores, hagan cantar los pájaros, llévenla a ver los atardeceres en el mar, denle todo lo que pueda hacerla feliz’.  Se despidió con un voleo del sombrero en el aire y la sentencia latina de rigor. Pero esta vez la tradujo en honor del marqués: ‘No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad’.» (pp. 46-47).

Otro diálogo alusivo a la realidad americana es el que se da entre Delaura y Abrenuncio, hablando de idiomas, y refiriéndose a la prosa de Voltaire, Abrenuncio dijo:

«‘Es una prosa perfecta’. 
‘Y la que más nos duele’, dijo Delaura. ‘Lástima que sea de un francés’. 
‘Usted lo dice por ser español’, dijo Abrenuncio.
‘A mi edad, y con tantas sangres cruzadas, ya no sé a ciencia cierta de dónde soy’, dijo Delaura. ‘Ni quién soy’.
‘Nadie lo sabe por estos reinos’, dijo Abrenuncio. ‘Y creo que se necesitarán siglos para saberlo’.» (p.153).

Los negros, como Sierva María (y como los ‘indios’ o el pueblo todo), tienen sus armas de defensa; una de ellas es la mentira. El marqués (el español) no sabía cómo era su hija (América). «Ante todo —leemos—quería saber [Delaura] cómo era la hija antes de entrar en el convento».

«‘No lo sé’, dijo el marqués. ‘Siento que la conozco menos cuanto más la conozco’.

Lo atormentaba la culpa de haberla abandonado a su suerte en el patio de los esclavos. A eso atribuía sus silencios, que podían durar meses; las explosiones de violencia irracional, la astucia con que se burlaba de la madre colgándoles a los gatos el cencerro que ella le ponía en el puño. La mayor dificultad para conocerla era su vicio de mentir por placer.

‘Como los negros’, dijo Delaura. ‘Los negros nos mienten a nosotros,         pero no entre ellos’, dijo el marqués» (pp. 148-149).

Y dice una gran verdad.8  Pero, a propósito del pueblo, lo que extrañamos en esta, como en las otras ficciones de Gabriel García Márquez, es que el pueblo aparezca siempre como elemento coreográfico, aunque con gran respeto y hasta identificación con él; pero sin ocupar un papel protagónico.

En esta novela, cuando ya nos parecía que eso iba a ocurrir por el potencial acumulado en un personaje femenino (a los que tan bien trabaja nuestro autor): una esclava Abisinia, «con siete cuartas de estatura, embadurnada de melaza de caña en vez del aceite comercial de rigor, y de una hermosura tan perturbadora que parecía mentira. Tenía la nariz afilada, el cráneo acalabazado, los ojos oblicuos, los dientes intactos y el porte equívoco de un gladiador romano. No la herraron en el corralón, ni cantaron su edad ni su estado de salud, sino que la pusieron en venta por su sola belleza. El precio que el gobernador pagó por ella, sin regateos y de contado, fue el de su peso en oro» (p.14).

Esa descripción y presentación de tal personaje nos hizo abrigar la esperanza de una intervención posterior más digna de tan auspicioso debut. Y es una esperanza que se ve alimentada dos páginas más adelante cuando se nos dice que Bernarda Cabrera «sabía que si el gobernador había comprado a la Abisinia no debía de ser para algo tan sublime como servir en su cocina» (p.16). Pero, ya bien avanzada la novela, vemos a la esclava abisinia perderse, sin pena ni gloria, después de una reaparición deslucida:

«A los postres, una cortina se abrió en el fondo de la sala, y apareció la esclava Abisinia que el gobernador había comprado por su peso en oro. Estaba vestida con una túnica casi transparente que aumentaba el peligro de su desnudez. Después de mostrarse de cerca de la concurrencia ordinaria se detuvo frente al virrey, y la túnica resbaló por su cuerpo hasta los pies."

Su perfección era alarmante.  El hombro no había sido profanado por el hierro de plata del traficante, ni la espalda por la inicial del primer dueño, y toda ella exhalaba un hálito confidencial. El virrey palideció, tomó aliento, y con un gesto de la mano borró de su memoria la visión insoportable.

‘Llévensela, por el amor de Nuestro Señor’, ordenó. ‘No quiero verla más en el resto de mis días’.» (p. 133).

Pero no sólo ocurrirá esa desaparición infructuosa del personaje aludido, sino que aquella alusión también auspiciosa respecto al “uso” que el gobernador habría de darle (que no era, precisamente, el de cocinera), es destruido de la manera más inesperada, porque resulta que el tal gobernador «era soltero y mariposón» (p.132).

Conclusión

No hemos querido referirnos a esta novela del fabuloso Gabo con la aceptación simple de su maestría. Eso, por lo demás, no le hace ningún favor. Como tampoco creemos que ocurra lo contrario, que la desmerezca el hecho de haber señalado los que consideramos descuidos, equívocos o incorrecciones. Nos ampara, en todo caso, el derecho de opinión aunque después pueda demostrársenos a nosotros mismos otros descuidos, equívocos o incorrecciones. Usos son de la guerra. El mejor escudo: una sonrisa. Y a seguir.


La Literatura Popular, Su Canción y los Creadores Cultos.


Roque Ramírez


        Entre las experiencias del trabajo literario de rigurosos, académicos o geniales escritores, aparte de dedicar tiempo y vida a componer y/o construir productos textuales elaborados con exigentes elementos formales en lo estético, se cuenta aquella en la que los mencionados creadores vuelven su mirada y/o se aproximan a beber de la fuente oral e inyectan vitalidad a su obra literaria desde el campo de la creación popular.

La mayor y mejor muestra, en otro contexto y poética, bien se puede observar en versos de César Vallejo, quien no elude el eros: “Y la cerveza lírica y nerviosa / a la que celan sus dos pezones  sin lúpulo, / y que no se debe tomar mucho. / … / Entre tanto, ella se interna / entre los cortinajes y ¡oh aguja de mis días / desgarrados! Se sienta a la orilla / de una costura, a coserme el costado / a su costado, / a pegar el botón de esa camisa, / que se ha vuelto a caer. Pero hase visto! (Trilce XXXV)

        Sin embargo, con parecer una excepción es una práctica antigua entre poetas y escritores. Ya los poetas del Siglo de Oro (poesía clásica española), entre los de mayor rigor métrico, como Jorge Manrique, Juan de Mena etc., desde el 1500 para atrás componían versos apelando a una vox populi, la voz del pueblo, claro no la simple y común voz sino la macerada, la cernida, la afinada en la suma de los siglos y que le otorga valor estético al  texto colectivo. Leamos:

        En el libro Cancionero de Obras de Burlas Provocantes a Risa, ( Akal, editor, 1974) publicado por primera vez en 1519, con orden del Rey Juan II, heredero de los Reyes Católicos, se incluye poesía erótica, satírica y de fuerte connotación coprolálica (lisuras), donde se leen estos versos de Juan de Mena:  “Estabas lobilla muy vergonzosa / vendiendo la onra del triste marido, / de rezios cojones tu seso vencido; / quisiste ser puta mas no deseosa. /  ¡O siglo nuestro! ¡Edad trabajosa!

        Allí mismo se pueden leer de Jorge Manrique los siguientes versos en refinado, artístico y satírico lenguaje popular, recitados en auditorios prohibidos: “por paños, paños menores; / servirán los servidores / en cueros bivos, sin ropa.”  “Yo entraré con el manjar / vestido de aqueste son:”  “y un balandrán  rozagante / hecho de nueva manera: / las faldas todas delante, / las nalgas todas de fuera.” (sic)

        Anterior a ellos, Antón de Montoro (tal vez encubierto en seudónimo), poco conocido, más bien perseguido y no aceptado en el parnaso oficial por su origen Judío, escribe por 1470, los versos siguientes: “gentil dama singular, / honesta en toda dotrina / mesuraos en vuestro ambular / que por mucho madrugar / no amanece más aína. / las nalgas baxas, terreras, / mecedlas por lindo modo, / poco a poco y no del todo / el tirar de las caderas; y al tiempo del desgranar / que el hombre se desatina..”

En conversación con J. Carmona nos aclaramos que también otros poetas del áureo siglo como el Marqués de Santillana, escribieron magníficos sonetos compuestos con el armazón de la cribada, sardónica  y  palurda lengua Castellana. El dato se alcanza porque hemos afirmado que en tiempos contemporáneos ni escritores talentosos, formales ni geniales se inquietaron por enyuntar su obra con la musa popular. Esto es, no aportan a que la voz popular eleve sus perfiles artísticos.

Salvo algunos escritores argentinos –seguimos afirmando- que produjeron obras como “El Martín Fierro” de José Hernández; las milongas de Evaristo Carriego y de Jorge Luis Borges. Por cierto, en estas poesías hay mucho humor pero su soporte es la digresión romántica donde lo social se extrapola con lo lírico: “diciendo en voz baja toda injusticia / que amarga la suerte de los desdichados” (Carriego, ‘el velorio’); “alto lo veo y cabal, / con el alma comedida” (Borges, Jacinto Chiclana’).

Pues, como se lee e infiere son temas distintos los tratados por los escritores que han embebido de la fuente estética popular y la han izado. Por ser tema profundo y amplio la interrelación de Vallejo, Borges, otros, con la poética popular y la obviedad de su punto de vista no nos extendemos en estas notas. Antes, creo necesario hacer conocer que en el Perú contemporáneo podemos incluir a Julio Carmona  entre los poetas forjados en la formal aula universitaria que ha “trajinado,…, esos caminos populares,”.

Al  respecto,  entre Piura y Cajamarca (al medio Lambayeque) en los ámbitos del pueblo se genera la copla, llamada cumanana en Piura, carnavalito en Cajamarca. Muchos escritores regionales la cultivan, la imitan, la parafrasean pero no la elevan en su elemento artístico, diríamos que la hacen populista y no le aportan a ella ni  se aportan de ella. Menos se allanan a devolver esa  penetrante inteligencia que posee –ya precisó César Vallejo- toda voz popular.

Esto, sin abordar el tema de usurpación de autorías. Como bien sabemos la literatura popular es anónima. El texto literario se forja de generación en generación y luego se manifiesta con vitalidad y pureza obtenida en el tiempo como voz colectiva. Por eso resulta chocante remedar esa literatura. Mucho más es una mediocridad tomar dichos textos (tal cual el pueblo ha cernido) y ponerle nombre (in)propio, como si mengana o fulano lo hubiera compuesto.

Respecto a Julio Carmona, poeta chiclayano que reside buen tiempo en Piura, viene generando una poética de la copla que busca inocular y trasmitir esa vitalidad tan propia a la poesía popular, sumándole su visión y su lírica sardónica, veamos: “la canción es una sola. / Y quien la canta también. /  Más si en algo desentona, / No es de ella la culpa, es de él.”;  “pero también hay un río / de resistencia en mi voz /  que viene del pueblo mío /  que es la garganta de Dios”. 

Volviendo al punto, decía que otro tema es la inmersión de escritores formales en la fuente satírica, erótica o coprolálica, con el objeto de aprovisionarse de las fuentes matrices, por ejemplo mediante carnavalitos, con las consiguientes digresiones de humor pagano: “ Yo quisiera estar contigo / como los pies del señor: / uno encimita del otro / y un clavito entre los dos” –Cajamarca. “Huamanguina religiosa / no me lleves a la misa / mejor vamos a Huatatas / a bañarnos halasiqui” -Ayacucho. (“halasiqui”= calatos en quechua)

Sin duda, aún habrá de hurgarse los archivos ocultos de los escritores para saber quienes  han seguido los pasos a Jorge Manrique y Juan de Mena, emulando al creador anónimo del pueblo. Por ahora sabemos que los poetas Juan Gonzalo Rose, César Calvo, Víctor Mazzi T., El Viejo, incursionaron en las aguas de la creación popular componiendo letras de canciones, ruta desbrozada por los obreros sindicalistas que compusieron valses o mulizas.

Los obreros anarcosindicalistas y socialistas de 1900 a 1930 eran trabajadores que se auto educaban del mejor arte y literatura. Gamaniel Blanco, dirigente sindical minero y maestro y escritor compuso mulizas: “Hasta las tristes mujeres, / del infeliz proletario, / rinden sus débiles fuerzas / por un mísero salario. / Por un mísero salario / marido, mujer e hijo, / trabajan sin descanso, / sin luces sin regocijo.”

Desde luego, lo anterior es otro tono, distinto al de Don Francisco De Quevedo (Siglo de oro), cuya mordaz sátira ha sido glosada y contemporanizada por cantores del pueblo en la siguiente cuarteta: “El tiempo pasa y del hombre / la pena se hace mayor. /  No importa que el hombre pene. / Cuánto más pene, mejor.” Desde luego Quevedo es otro poeta inserto en la tradición de la genialidad popular.     

  







[1] Gabriel García Márquez, Bogotá, Grupo Editorial Norma, 1994. 198 pp.
2 En el sentido de lírica, por estar rebasando propiamente los límites de la objetividad narrativa: lo que, por supuesto, no es un demérito. Todo lo contrario. Es un logro digno de ser relevado.
3 Es evidente que esta apreciación alude a la opinión sostenida, con vehemencia, por Vargas Llosa en Historia de Mayta.
4 El amor en los tiempos del cólera, Bogotá, Editorial Oveja Negra, 1986.
5 Desde luego, hay varias repeticiones de estos tópicos (y no solo haciendo la comparación con Cien años de soledad); pero no es el caso transcribirlos todos.
6 Bogotá, Editorial Oveja Negra, 1986.
7 Que era, además, medio poeta. «Estaba convencido de que su padre era descendiente directo de Garcilaso de la Vega, por quien guardaba un culto casi religioso, y lo hacía saber de inmediato» (p. 104). Por eso sus grandes refocilaciones de amor en la celda conventual de Sierva María, están matizadas con interminables lecturas del gran sonetista del renacimiento español.
8 Y es la solución el desconcierto de Chocano cuyas preguntas al indio siempre reciben l enigmática respuesta de: ¿Quién sabe, señor?

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