viernes, 4 de abril de 2025

Arte

El “encanto” y el Carácter Normativo de un Arte Determinado Cuyas Bases Económicas Han Sido Superadas Desde Hace ya Mucho Tiempo *

Max Raphael

EL TERCER PROBLEMA especial se le presentó a Marx porque su teoría de las condiciones históricas y económicas, a las cuales se someten, según él, todas las ideologías, parece haber entrado en conflicto con el valor permanente del arte griego. “La dificultad no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya griega estén subordinados a ciertas formas del desenvolvimiento histórico. La dificultad aparece ante el hecho de que el arte y la epopeya griegos todavía hoy nos producen un goce artístico, y de que, bajo ciertas relaciones, aún se los considere como a una norma y como a un modelo imposibles de superar.” En este ejemplo, bien concreto, el factor relativo del historicismo y del materialismo entra en colisión con el factor absoluto y general de la dialéctica y de la lógica. Precisamente aquí reside la gran importancia axiomática de este problema. Sin embargo, la significación completa de la verdad, a la vez relativa y absoluta, es decir la significación del valor necesario para la solución de este problema, no se nos revelará hasta que no cambiemos su concepción especial por su concepción más general: hasta que no cambiemos el “encanto eterno” del arte griego (ni más ni menos) por su traducción en una norma permanente, válida para algunas obras de arte en la totalidad de la historia.

Antes de tratar por separado estos dos problemas convendrá indicar, en pocas palabras, por qué razones Marx no utilizó, para eludirlos, ninguno de los medios auxiliares que la historia ponía a su disposición. Habría podido atribuir al arte, de una manera general (como lo hizo Kant) un valor exclusivamente subjetivo, en oposición a la razón y a la ética. En una palabra: habría podido tratar al arte como a una simple cuestión de gusto. Para hacer esto le era necesario introducir una distinción apriorística de los valores entre las diferentes ideologías, actitud que, para él, era absolutamente inaceptable. También pudo -como hicieron los románticos- atribuir un valor relativo al arte griego, vinculándolo al arte cristiano, o, como hiciera Herder, vinculándolo al arte mundial, concibiendo así al arte griego como un simple fenómeno histórico entre los demás. Pero le vedaba tal procedimiento la influencia que en él ejercían su educación clásica, la tradición de la literatura clásica alemán y aun Hegel.

Mas la misma teoría de Hegel tropezaba con una dificultad que provocaría la crítica de Marx; pues, si es identificada la evolución de la historia con la de la lógica, ha de resultar que el arte griego, tanto como la filosofía griega, solo es un factor en la evolución de las categorías del “Logos” universal, no pudiendo, por consiguiente, pretender un lugar de especial preeminencia. Y, en efecto, Hegel se vio obligado a agregar una hipótesis complementaria, que presentaba ciertos peligros en cuanto a la concepción fundamental de su filosofía, hipótesis vinculada a su división tripartita de la historia del arte en simbolismo, clasicismo y romanticismo; y, además, también relacionada con su definición de lo bello como “apariencia de la idea” o como “idea de la percepción”. “La aparente belleza de la forma” para Hegel constituye un término medio; el término medio entre el objeto sensible y la noción abstracta, “entre empirismo desprovisto de razón y razón enteramente desprovista de empirismo”. Mas el espíritu, en su evolución como espíritu universal solo una vez halló a la belleza en este “término medio”: en los griegos. El griego es el pueblo del “medio”, del “medio” entre la naturaleza y el espíritu, entre la inconsciencia y la reflexión, entre la necesidad y la libertad, entre la tremenda majestad de Dios y la humanidad sacrificada de Dios, entre la substancialidad oriental y la subjetividad moderna. Fue el único pueblo que, en ese momento único de la historia, logró crear la forma perfecta: la imagen plástica de los dioses. “No podían tener nada más bello” (Kuhn: Archiv fuer Geschichte der Philosophie”, tomo XI, páginas 90 y siguientes: La estética de Hegel como sistema del clasicismo).

1 bis) No es necesario decir que Marx no podía utilizar esa explicación. ¿Por cuál la reemplazó? “Un hombre no puede volver a ser niño sin volverse infantil. Pero ¿la ingenuidad, la sencillez del niño, no le alegra y no debe él mismo, en grado superior, intentar reproducir la verdad? ¿Cada época no ve revivir en la naturaleza del niño su propio carácter, en su forma verdadera y natural? ¿Por qué la infancia social de la humanidad, allí donde encontró su más bello desarrollo, no puede ejercer un encanto eterno, si representa un estado al que ya jamás será posible volver? Existen niños mal criados y niños precoces. Una multitud de pueblos antiguos pertenece a esa categoría. Los griegos fueron los niños normales. El encanto de su arte para nosotros no está en contradicción con el grado social poco desarrollado en el cual se formó. Por el contrario, tal encanto es el resultado de eso; inseparablemente está unido a la débil madurez de las condiciones sociales dentro de las cuales este arte nació, únicas condiciones en las cuales podía nacer y que no se repetirá jamás”.

Es evidente que esta explicación no corresponde a la esencia del materialismo histórico; y, en efecto, ya algunos años más tarde, Jacobo Burckhardt, el historiador burgués, resolvió el mismo problema de manera muy similar, alegando que los griegos habían sido adolescentes eternos. Sin embargo, es posible dudar que los griegos verdaderamente hayan representado, desde la perspectiva de la historia universal, a la infancia de la sociedad humana. Ellos adoptaron y absorbieron muy antiguas culturas: las de Egipto y Asia Menor, por ejemplo. En la escultura de su época preclásica (estatuas de ruinas persas) se observa un refinamiento tal que los arqueólogos han podido hablar, con mucha razón, de rococó. Las antiguas epopeyas, la Ilíada y la Odisea, manifiestan, ellas también, elementos de una cultura muy vieja, muy avanzada y muy compleja. Acentuando el segundo término de la explicación, es decir, que el arte griego obra como norma porque él es la expresión de los niños “normales”, no se habrá adelantado nada ante esta pregunta decisiva: ¿qué es una expresión normal? Aquí el aspecto especial del problema salta sobre su aspecto general; pero Marx no da ninguna explicación en el pasaje precitado.

La solución que Marx intentó dar a este problema resulta insostenible por ser demasiado general. Presentemos concretamente el problema: ¿por qué el arte griego varias veces pudo representar una significación normativa para determinadas épocas del arte cristiano? Queremos ponderar aquí aquello que nos parece caracteriza a todos los renacimientos espontáneos de la antigüedad. En primer lugar: las razones que para esos renacimientos existen en la esencia misma del arte europeo y en los grados de su evolución, y, en seguida, las razones que existen en la esencia misma del arte griego.

Los artistas cristianos parecen haberse servido de la mitología griega, y, en consecuencia, del contenido del arte griego, cada vez que la cultura total -desde la economía hasta la mitología cristiana- entraba en crisis.

Estas crisis con causadas por un ensanchamiento de los hechos económicos y sociales, que descompone y perturba al espacio vital acostumbrado. La absorción de los nuevos objetos desconocidos se torna, por lo tanto, necesaria; es decir, que es preciso luchar más esforzadamente contra un mundo corporal al que todavía no se ha dominado. Se acentúa así la orientación hacia lo terrestre, en reemplazo de aquello que conduce hacia lo celestial; de esta manera comienza a establecerse una ideología de carácter realista. Por eso hallamos que la expresión de casi todos los renacimientos de la antigüedad clásica posee un estilo corporal y realista. La mitología cristiana que, por su misma esencia, hallábase desprovista de toda forma, excluyendo toda sensualidad y sobrepasando toda perceptibilidad, durante esas épocas debía librar al artista a sí mismo en el instante en que éste se enfrentaba con un mundo material desconocido, solo conquistable tras un combate encarnizado.

El artista, en ese momento, necesitaba una ayuda plástica que le permitiera salvaguardar el carácter sensorial y formal del arte. Y a esta ayuda el arte griego, por su propia esencia, podía proporcionársela mejor que cualquier otro. Todas las otras artes que hasta ahora hemos conocido (excepción hecha, quizás, y por una parte, del arte chino) siempre han expresado una metafísica exclusiva; son dogmáticas, cualquiera sea el límite al cual pueda llevar la representación de sus temas. El arte griego, en cambio, es el único antidogmático en un sentido absolutamente radical; hasta podemos decir que es dialéctico. Cada contenido expresado por él es acompañado, inmediatamente, por su opuesto. En resumen: dando una expresión artística al contenido de un mito determinado, el arte griego transforma ese contenido de tal manera que en cualquier momento puede introducirse en él un tema opuesto. La imagen de la balanza, cuyos platillos se equilibran, imagen que los griegos tan a menudo describieron desde la Ilíada, pasando por la Orestíada hasta el escepticismo de Pirrón, expresa de manera parabólica aquello que constituye la esencia de su fantasía: equilibrar la enunciación y la contradicción, dándoles una unidad en la forma artística. En una palabra: expresa la tendencia dialéctica de su fantasía. (Esta interpretación no está muy lejos de la de Hegel, que acabamos de citar: con la diferencia de que debemos entenderla como factor estructural y de ningún modo como factor vinculado al valor).

Merced a este carácter especial del arte griego, el artista cristiano puede hacer abstracción del tema dado y apropiarse del fin de la creación artística: es decir, puede dar una expresión fija, limitada y plástica a un contenido fluido y privado de toda forma.

Nuevamente podemos comprobar, y esta vez desde el punto de vista formal, que todo renacer de la antigüedad parece poseer un carácter sociológico ambiguo, como ya lo hemos dicho. El artista, al no poder desprenderse de una manera puramente abstracta de su propio tema de su propio tema mitológico y del estilo de su expresión, simultáneamente aceptará al uno y al otro. Por lo tanto, ya no desenvuelve su estilo de acuerdo con el nuevo mundo objetivo, al que le otorga, como máscara, un estilo inadecuado. La lucha contra los hechos se transforma en una evasión fuera de la realidad. Es así, precisamente, cómo los primeros que “hacen de lo antiguo” lo extremo, se convierten en creadores de ciertas formas de las cuales se servirá la nueva época cristiana del arte. El camino que recorrió Miguel Ángel, desde el “Baco ebrio” y el “David” hasta su capitulación ante el crucifijo, tiene, en este sentido, una significación característica.

Si el carácter normativo del arte griego, su valor como norma, resulta ser un hecho histórico al que es posible explicar, en general, ya sea por la esencia del arte cristiano y la historia económica de los pueblos cristianos, o ya sea por la esencia del arte griego, deberemos entonces determinar, más allá de esta comprobación y mediante un análisis detallado, cuáles fueron las condiciones especiales que condujeron hacia cada renacimiento y cuáles fueron, en consecuencia, los factores especiales de la historia del arte griego, al que estos renacimientos aceptaron como modelo. Porque la totalidad del arte griego jamás tuvo un carácter normativo. Los renacimientos, como hechos históricos, poseen su propia historia. Y sería inexacto afirmar que esta historia representa una progresión continua hacia una mejor comprensión de la antigüedad.

El clasicismo alemán -y el francés- hacia 1800, tuvo una comprensión mucho más superficial del arte antiguo, aunque haya comprendido de él rasgos esencialmente diferentes, que el Renacimiento italiano alrededor de los siglos XV y XVI, y éste, a su vez, está muy alejado de lo que el arte gótico, aunque también arte cristiano, pudo extraer del arte griego en el siglo XIII. Cada aceptación “normativa” del arte de la antigüedad depende de la época en que tal aceptación se ha realizado. Solo un análisis histórico podrá indicar la época en la que se originó la noción abstracta de una “norma”, única y absoluta, dada por la antigüedad. Es muy probable que el siglo XIII, que alcanzó la comprensión más profunda y la asimilación más intensa del arte griego (por ejemplo en la “Sinagoga”, en la portada sur de la Catedral de Strasburgo), no haya conocido esta noción. Tal noción fue creada por el Renacimiento, o sea por el capitalismo primitivo; y, en seguida, fue aceptada por el clasicismo, que, por su lado, comenzó a asignarle un lugar entre los encadenamientos históricos. En este sentido, Marx no pudo progresar en la plena medida de las posibilidades del materialismo histórico. Para llegar a esto será preciso comparar los renacimientos de la antigüedad en Europa con los renacimientos en las diferentes artes (arte bizantino, japonés, primitivo, etc.), o con la absorción de la antigüedad en otros pueblos, en la India, por ejemplo; así se podrán obtener leyes empíricas y generales referentes a la significación sociológica y al curso histórico de estos renacimientos.

2 bis) Hasta ahora hemos tratado la pregunta siguiente, puramente histórica: ¿por qué el arte griego, en su totalidad o en lo que presentaba de común en todas sus épocas, fue admitido y considerado por la ideología como “norma” y como “encanto eterno”? El tema cambiará en cuanto presentemos al problema de una manera más general. Desde cierto punto de vista el tema quedará reducido; solo se referirá a un número restringido de obras del arte griego; por otra parte se ampliará, puesto que será referido a la totalidad del dominio del arte mundial y a ciertas obras de este dominio. A esta nueva concepción del problema la determina una multitud de condiciones: el capitalismo imperialista que ha facilitado el acceso y aumentado la penetrabilidad de países hasta entonces poco conocidos; la absorción de culturas que aun no habían sido propagadas por la tradición, siendo imposible que las comprendieran las ciencias históricas, por falta de documentación; la concepción histórica y “relativisante” del mismo pasado cristiano. En una palabra, la concepción del problema es determinada por un ensanchamiento del espacio y del tiempo.

Sin embargo, la necesaria modificación del método es más importante que este cambio de los hechos. ¿Por qué, precisamente, estas obras determinadas, y no otras, entre todas las épocas y entre todos los pueblos, han recibido un valor normativo, sobrepasando al espacio y a la época, limitados, de su base material? ¿Por qué hay, en suma, un factor absoluto, en la creación artística? ¿Y en qué consiste tal factor? Todas estas preguntas además de constituir un problema histórico también constituyen un problema de la teoría del arte y del conocimiento creador.

Las consideraciones siguientes hacen posible demostrar que se trata de un importante problema del materialismo dialéctico, problema que solo éste podría resolver. La teoría marxista del conocimiento ha establecido, a la vez, una verdad absoluta y otra relativa. “Absoluto” no significa solamente la acción de un hecho inalterable, repetido sobre el proceso histórico; también indica el desenvolvimiento progresivo hacia un fin que siempre se aproxima más a la realidad, fin que, si pudiera ser alcanzado, equivaldría a una congruencia total entre la realidad y la conciencia. La dialéctica materialista, por consiguiente, encierra, en lo que concierne a la evolución total del pensamiento humano en la historia, ciertos grados de aproximación hacia un valor final “absoluto”. Ya en estos límites se podría hablar de una jerarquía de valores. Mas de toda teoría del arte que implique una crítica científica, se exigirá lo siguiente:

I)    Que lo que se ha afirmado a propósito de la verdad también valga para el arte.

II) Que lo que se ha dicho a propósito de la totalidad de la evolución histórica también valga para los actos individuales de creación.

III)               Que el grado individual más elevado de una época inferior de la evolución histórica pueda sobrepasar los grados individuales inferiores de una época superior de la evolución histórica.

Que lo que se ha afirmado a propósito de la verdad también valga para el arte. Este postulado no presenta obstáculos al materialismo dialéctico, pues cada una de las diferentes ideologías no les reconoce valores apriorísticos de naturaleza formal o material; todas las ideologías están sometidas al mismo método dialéctico; todas son actos dialécticos, que solo difieren entre sí según sus objetos, sus medios de expresión, su base psicológica -de una manera puramente empírica- y no según su “valor” sistemático y apriorístico (idealista).

Que lo que se ha dicho a propósito de la totalidad de la evolución histórica también valga para los actos individuales de creación. Para el cumplimiento de este postulado se podrán invocar hechos empíricamente definibles. En primer lugar se comprobará que el proceso de la creación artística individual no solo deja aparecer una modificación estructural cuando se lo sigue desde la juventud hasta la vejez de un artista determinado, sino que, además, todavía sufrirá una modificación de naturaleza absolutamente distinta en el curso del trabajo, temporariamente limitado, sobre un tema determinado; la forma perceptible o material se aproximará de más en más al contenido substancial del tema, que admite, a pesar de su carácter concreto, una serie coherente de distintas significaciones. La causa de esta progresiva modificación del “valor” durante la ejecución de una obra artística, desde el primer boceto hasta la obra completamente terminada, reside en que la creación artística es un juego dialéctico entre las acciones determinantes de la realidad y las reacciones de la conciencia individual tendientes a liberarse de es misma realidad, de modo tal que crecen tanto el conocimiento del artista como sus facultades para realizar formas artísticas. En una palabra: el hombre es un ser relativamente libre y la intensidad de esta libertad aumenta con la importancia de las condiciones por él discernidas y expresadas. De ahí resulta que las diversas obras de un mismo artista y, a su vez, las obras de diferentes artistas, se encuentran en un distinto nivel. La exactitud de esta conclusión puede ser demostrada empíricamente por la diferente función sociológica ejercida por artistas cuyas obras tienen valores muy distintos. Esta diferencia se revela, no tanto porque pertenezcan a clases diferentes sino que, ante todo, por la completa diferencia en la personal supeditación en que cada uno de ellos se halla respecto a las condiciones económicas y en sus reacciones personales sobre éstas, dentro de la acción recíproca existente entre las distintas ideologías. Durero, por ejemplo, en su obra artística abraza un conjunto muy vasto de capas sociales; está menos atado a las oscilaciones particulares de las fuerzas de la época, que se encuentran en estado de crisis; atrae hacia sí y bajo su dominio a un número grande de artistas; su influencia, como parte viviente del arte alemán, es más durable y más profunda, incluso más allá de su época, que la influencia de Cranach o de Hans Baldung Grien.

Tales comprobaciones empíricas encuentran fundamento teórico en la tesis de Lenin -la que constituye una transformación de la doctrina de Hegel- según la cual las mismas leyes deben presentarse en el acto individual de la conciencia y en los hechos de la historia en general.

Si el estudio empírico de los hechos demuestra que con mucha frecuencia los grados subsiguientes no son grados superiores a los que les anteceden, esta demostración en principio solo afirma la certeza de que para toda concepción dialéctica el desenvolvimiento histórico de ningún modo se desarrolla en línea recta.

Que el grado individual más elevado de una época inferior de la evolución pueda sobrepasar los grados individuales inferiores de una época superior de la evolución histórica. En cuanto a este postulado, encuentra su cumplimiento en la desproporción que en este estadio se presenta no solo en la forma de relaciones dialécticas entre la producción económica e ideológica en el curso de la historia, sino, también, bajo la forma de relaciones dialécticas entre las condiciones económicas y la reacción de la conciencia sobre la realidad. Esta libertad solamente puede descansar sobre elementos que no estén sometidos a cada variación del medio y a cada desenvolvimiento de la producción material y que, por esta misma razón, puedan dar a la conciencia una forma relativamente constante a través de las épocas y de los espacios más extensos.

Son estos factores relativamente constantes los que hacen de nuestra conciencia un todo relativamente complejo. El materialismo dialéctico reconoce que la conciencia humana posee facultades corporales, sensoriales, abstractas y racionales. Cada una de estas facultades concibe al objeto bajo una perspectiva distinta, le aísla o encadena de diferente manera, y cada una de ellas, a su vez, está en situación de aproximarse desde los hechos hasta los diferentes grados de evolución. Por eso la más completa interpretación de las diversas facultades que tienden hacia la unidad, la más vasta extensión de lo que es tomado del mundo material, así como la aproximación más íntima hacia ese mismo mundo, permiten la creación de obras que se elevan a un nivel que ni aun las generaciones posteriores pueden heredar simplemente como a un hecho histórico, pues no es el nivel de la facultad creadora el que pretende ser históricamente transmitido; únicamente se hereda la suma del saber logrado; por ende, solo la materia de los conocimientos y no el “valor” del acto creador. Al contrario, cuanto más grande es la masa del tema conocido, heredado, tanto más grande debe ser la facultad creadora exigida para alcanzar el nivel precedente. O, en otras palabras: las relaciones entre el desenvolvimiento histórico y la facultad creadora, en vez de proporcionales son desproporcionales; por consiguiente, son dialécticas.

Acabamos de indicar brevemente cómo es posible resolver el problema general del nivel artístico, del “valor”, sobre la base del materialismo dialéctico y siempre bajo la condición de que una verdad, a la vez absoluta y relativa, está exactamente fundada. Y aun hemos indicado que una relación entre la parte relativa y la parte absoluta puede ser establecida de tal manera que sea posible llegar, mediante un método empírico, a una “jerarquía” de los valores limitada por el grado más bajo de lo relativo y el grado más alto de lo “absoluto”. Inversamente, la ciencia de la crítica artística prueba la exactitud del materialismo histórico y dialéctico. Se objetará, sin duda, que una crítica semejante del arte ha sido basada sobre un círculo vicioso, puesto que ya deberíamos saber qué es lo “absoluto” cuando queremos separar, en un caso concreto, la parte absoluta de la parte relativa; y que esto sería posible sobre la base de una doctrina objetiva de las ideas o de la realidad (cuyo clima necesariamente estaría constituido por la existencia de un ser supremo).

Esta objeción es injustificada, pues el análisis del proceso de la acción recíproca entre la realidad y la conciencia nos facilita todos los criterios que pudiéramos necesitar.

Resumiendo nuestras consideraciones sobre la cuestión más general llegaremos a esta conclusión: que la teoría marxista del arte no podrá ser ni una teoría pura del tema, ni una teoría pura de la forma. Por el contrario, se ha demostrado cómo un proceso dialéctico complicado logra crear, merced a necesidades e intereses materiales, la expresión artística; transformando, al mismo tiempo, los temas dados por la historia en contenidos artísticos. La dialéctica materialista puede explicar las etapas del proceso creador como a una acción recíproca entre la materia y el espíritu, acción que gradualmente se transporta a un nivel siempre más elevado. También este método revela la evolución histórica de tales procesos, en la totalidad de las relaciones entre los diferentes dominios culturales y a través de la infinita sucesión de las generaciones.

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(*) Max Raphael, Marx y Picasso. Primera parte, La teoría marxista del arte, capítulo cuarto. Ediciones Archipiélago, Buenos Aires, 1946.


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