domingo, 3 de noviembre de 2024

Filosofía

Espíritu Crítico y Agnóstico*

Henri Wallon

¿QUÉ ES EL ESPÍRITU CRÍTICO, cuál debe ser su papel? Estos son problemas que han adquirido, hoy, una agudeza, singular y dan lugar a respuestas muy contradictorias. Garantía del conocimiento para unos, el espíritu crítico demuestra vanidad para otros. Y es por medio del espíritu cívico que algunos quisieran descalificar la actividad intelectual, y que solo es una punta que se vuelve contra ella, en provecho de actitudes que le están más directamente opuestas. Bueno para demostrar que lo real se sustrae al conocimiento, no tendrá más que callarse en presencia de las intuiciones o de las creencias que son la contrapartida habitual del agnosticismo científico.

Existe conocimiento cuando hay acuerdo entre la representación que nos hacemos y la realidad. Su desacuerdo constituye lo que se llama un error. El problema del error se planteó desde que el hombre sintió la necesidad de razonar sobre las condiciones de su propio pensamiento para asegurarse de que sus certezas corresponden a la verdad. Las precauciones a tomar para obtener este resultado se reducen, prácticamente, a lo que se llama espíritu crítico. El espíritu crítico puede ser enfocado fuera de toda doctrina filosófica. No obstante, implica ciertas actitudes, por otra parte variables, cuyas diferencias únicamente son la proyección teórica. Quisiera demostrar aquí cómo ocurre el hecho de que terminen por negar sus propios resultados.

El espíritu crítico se opone a la credulidad, por una parte, y por otra, a ciertos abusos dogmáticos del espíritu.

Los errores debidos a la credulidad son diversos. Pueden resultar de la rutina y de la tradición. Bacón, que a menudo es citado como el primer teórico del pensamiento experimental, se preocupó en particular por denunciar, bajo el nombre de idola, las diferentes formas que toma la tradición y las diferentes fuentes de error que de ella resultan. También a veces es el prestigio de una persona lo que puede imponer a otros una creencia injustificada. La aptitud para dejarse influir puede ser muy variable según los sujetos y también según las circunstancias; según los artificios empleados a veces se la denomina sugestividad. También a menudo intervienen motivos de orden afectivo. El sentimiento que se une a una cosa, a un acontecimiento, a una situación, puede modificar su aspecto. El deseo, la repulsión, la pasión, pueden transformar la realidad a tal punto que se vuelve irreconocible para los demás. Esta mezcla de disposiciones personales con hechos, está lejos de ser excepcional. Es una tendencia contra la cual cada uno debe defenderse porque es natural y primitiva. Es todopoderosa en el niño y de ella resulta su llamada mentalidad sincrética, la confusión de sí mismo con los objetos de su percepción o del pensamiento. Toda su evolución intelectual está ligada a la elaboración progresiva de planos y de conceptos que le permiten distinguir entre lo que depende de las cosas y lo que depende de su propia sensibilidad.

Mas también la actividad intelectual puede ser fuente de error. En algunos existe algo así como un fetichismo del espíritu. Parecen creer que todo razonamiento debe llevar a la verdad, que basta razonar para conocer; incluso no se les ocurre verificar si las premisas son exactas, si no las excede la extensión del razonamiento hacia nuevos objetos. A otros les agradan las hipótesis en sí mismas y sea como fueren. No controlan bastante la concordancia de las mismas con los datos de la experiencia. Un gusto excesivo por las construcciones mentales, por la simplicidad lógica, por la sistematización de las ideas arrastra, a menudo, muy lejos de lo real.

A falta de criterio riguroso, el espectáculo de los errores en que el hombre puede caer conduce a algunos al escepticismo. Tal es la actitud de Montaigne: radical, puesto que no se siente siquiera con el derecho de afirmar que nada sabe y lo expresa con la fórmula: “¿Qué soy yo?”. No solamente de su saber, sino también del no saber. Lleva el agnosticismo hasta no permitirse afirmarlo expresamente. A decir verdad, la ciencia de su tiempo se había demostrado poco eficaz tanto para obrar sobre las cosas como para prevenir su curso y, por lo demás, fue sobre todo en el dominio de los hábitos, de las costumbres, de la moral, donde ejercitó su crítica. Habiendo viajado y leído mucho, se aplicó a oponer entre sí las máximas de los pensadores y las conductas de los pueblos. De la diversidad no sacó una lección de relatividad, sino la conclusión de que todas pueden ser igualmente defendibles, cualesquiera fueran las circunstancias o la época. Por consiguiente, no para preferir unas u otras, ni, en consecuencia, para cambiar lo que existe. La sabiduría está en aceptar el hábito, la tradición.

El escepticismo de Montaigne vino a parar así a las mismas soluciones prácticas que el más conservador dogmatismo. Es absoluto como éste, aunque sea la tesis contraria. Señala, por lo tanto, una forma de revolución. El libre espíritu de Montaigne, que ignoraba las consideraciones de medios y de tiempo, las padecía por el contrario estrechamente. Por su nivel social y su fortuna, Montaigne no tenía ninguna razón para desear un cambio en el orden de las cosas. No obstante, sus razones para conservarlas se oponían a la de todos los fanáticos cuyas diferencias eran causa de las guerras de religión. Ellas condenaban la intolerancia y el desorden, pero al mismo tiempo preparaban la tranquila licuefacción de instituciones y doctrinas de las cuales la burguesía, de aquí en adelante, en plena ascensión, necesitaría liberarse. De hecho, el eco fue considerable; nacieron dos orientaciones opuestas del pensamiento, representadas a partir de la generación siguiente por Descartes y Pascal.

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Con Descartes la duda no es más una conclusión. El suyo es un método en el cual el fin es la certeza. La contradicción de las opiniones humanas, en cualquier dominio que sea, nos obliga a considerarlas provisionalmente a todas falsas o, más bien, a no admitir ninguna que no estamos obligados a aceptar como perfectamente demostrada. Así es cómo con el análisis sistemático de todas las nociones que pueblan el espíritu, Descartes se dedica a la búsqueda de principios sobre los que no quepa dudar, para establecer con ellos los principios del conocimiento. Duda con la certeza de alcanzar verdades ciertas. Y estas verdades, aunque de origen intuitivo, especulativo, de alguna manera contemplativas son, sin embargo, verdades que deben brindar al hombre la ocasión de obrar sobre el universo. Deben asegurar su poder sobre las cosas, al que Descartes no pone límite. Anuncia, entre otros progresos, que el hombre logrará prolongar la vida, cuando conozca suficientemente las leyes de la misma. Descartes ocupa un primer puesto entre los pensadores que ven en la ciencia y en la actividad a que da lugar, la promesa de un poder ilimitado sobre las cosas. Las esperanzas que expresa pertenecen a la clase que entonces pretendía, contra las antiguas aristocracias, la conquista del poder utilizando medios materiales y técnicas cuyos progresos están asegurados por la ciencia. Es la época en que la burguesía confunde gustosa su propio destino con el del saber humano.

Pascal da a la duda de Montaigne de la cual también ha sufrido la influencia, otra conclusión. Para él, no es, como para Descartes, un camino hacia la certeza, es una brecha en la certeza, al menos aquella en que el hombre cree encontrar el fundamento de su poder sobre el mundo. Pascal es un sabio que no pone en duda la posibilidad de la ciencia, o sea, que es posible encontrar medidas exactas para los hechos de la naturaleza. El número es aplicable a las cosas. Por lo tanto, es necesario observar que entre los problemas de los que se ocupó Pascal, está el cálculo de probabilidades, esto es, una aplicación del número que supone el azar y, por consiguiente, una realidad que el hombre no puede asir y seguir en sus detalles, que solamente puede conocer por aproximación más o menos grosera. Así, ya en el dominio de los hechos medibles, algo se sustraía a la apreciación intelectual del hombre. Por las relaciones con su objeto esta apreciación intelectual, cualquiera sea la aparente exactitud de sus procedimientos, resulta fundamentalmente inadecuada. La aptitud que les corresponde es también en cierta medida grosera: el espíritu geométrico. Pascal se apresura a oponerle el esprit de finesse.

De este modo el conocimiento de las cosas está para él completo. Vale para las realidades complejas en las que el espíritu geométrico fracasa. Llega también a imaginar lo que en toda realidad queda inasible para la inteligencia: la rivalidad profunda, esencial de las cosas. El esprit de finesse se convierte en un modo de conocimiento que, por su naturaleza y objeto, es radicalmente distinto del espíritu geométrico. Es el único capaz de hacernos experimentar la profunda realidad de las cosas; por lo tanto, no nos permite resolverlas en nociones claras y distintas, como diría Descartes. Es intuición y no razonamiento. Y no intuición intelectual, como la de las esencias inteligibles o principios de la razón en Descartes; es intuición del corazón, esto es, sentimiento. Es por él, y únicamente por él, que en la naturaleza podemos unirnos a la esencia de las cosas, y por medio de la naturaleza unirnos a Dios.

Hay de este modo dos fuentes, dos formas de conocimiento. Y aquella que responde al conocimiento científico resulta así, por definición, grosera, inadecuada, pues que nos tiene separados del conocimiento esencial de las cosas. Por el contrario, la que nos permite asirlas intuitiva y directamente, tiende a volverse informulable, a ser solo sentimiento y efusión; simple confesión de humildad ante lo incognoscible, agnosticismo místico.

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En Kant esta distinción tomará una precisión mucho mayor. Los dos dominios dejarán de superponerse en más o menos. La doctrina kantiana, que recibió el nombre de criticismo, es una crítica del conocimiento que tiende a justificar y a demostrar su exacta aproximación a su objeto, es decir, al universo. Por lo tanto, es una tentativa que puede parecer contraria a la de Pascal. Para explicar el acuerdo estima que la existencia de la ciencia y de la experiencia común son la prueba, y se esfuerza en analizar cuáles son las condiciones de su probabilidad. Cualquiera sea la sustancia de nuestras impresiones, el contenido de nuestros pensamientos, les descubre ciertos rasgos comunes sin los cuales sería imposible su percepción y concepción. Estas son las formas, o marcos necesarios y a priori de toda experiencia y de todo conocimiento. Nada podemos asir del universo fuera de estos marcos, sin estas formas que responden a la estructura de nuestra sensibilidad y de nuestro espíritu. La exactitud de la ciencia está así garantizada, puesto que ella se limita a descubrir relaciones fuera de las cuales el universo no podría existir para la percepción ni para la inteligencia del hombre. Pero al mismo tiempo, nuestro conocimiento de las cosas queda limitado a lo que son susceptibles de parecernos, esto es a fenómenos.

La certeza de la ciencia tiene entonces como tesis contraria un agnosticismo radical en lo referente a lo que son las cosas en sí mismas, a la consideración de la cosa en sí. Pero cada hombre pertenece al mundo de las cosas en sí y su realidad esencial no se manifiesta de ninguna manera. Excluida esta realidad del conocimiento, domina y se revela imperiosamente, categóricamente, por medio del sentimiento del deber. El deber tiene que ser justificado; no puede serle dado que es la manifestación de la cosa en sí, que está fuera del conocimiento y del razonamiento. Debe ser aceptado como imperativo categórico. Es entonces por el deber, por la moral que el hombre realiza verdaderamente su esencia; es por su intermedio que está en contacto con la realidad de la cosa en sí y con Dios.

Entre lo que es concebible y el ser, Kant pensaba haber establecido una delimitación definitiva y estable; dos dominios enteramente distintos, cuyo punto de interferencia es el hombre. Pero con otros autores esta delimitación se ha desplazado o a perdido su impermeabilidad. Unos, en partiendo del conocimiento científico han procurado determinar las fronteras: fronteras de hechos o fronteras de derecho, las de lo desconocido o la de lo incognoscible. Otros, han criticado el alcance de la ciencia a fin de salvaguardar ciertos valores que les parecen más o menos incompatibles con el determinismo, o más bien con el mecanismo que, por intermedio de sus leyes, la ciencia introducía en las cosas.

Una tentativa que recuerda al criticismo kantiano, pero bajo una forma en cierta manera laicizada, es el positivismo de Augusto Comte. Por cierto, él no habla de la cosa en sí, ni de Dios, ni de un imperativo categórico cuya fuente trascendería la existencia perceptible y la actividad motivable del hombre. Se refiere a la historia de las relaciones entre el espíritu humano y el universo. El destino de la humanidad se confunde con el desarrollo del conocimiento y de las ciencias. Es lo que cada generación recibe de las generaciones precedentes y que solo puede imponerse a la conciencia del individuo. La humanidad domina al individuo por su historia, pero no como esencia colectiva o individual. Nada hay que supere al plan de la vida.

Parecería que nos enfrentáramos con una doctrina que elimina todo problema que desborde los del conocimiento. En consecuencia, Comte limita la ciencia al conocimiento de las relaciones que existen entre los datos de la experiencia. Para salvaguardarlo de la metafísica quiere prohibir al sabio buscar la realidad íntima y fundamental. De este modo llega al agnosticismo y, por consiguiente, al misticismo, al dominio de la cosa en sí. Con su propio ejemplo ha demostrado cómo a este paso es en cierta forma fatal. En habiendo llevado la ciencia a ser un ente formal de relaciones, ha experimentado, como cualquiera, el vacío que resultaría para el hombre, y para llenarlo también él hizo un llamado a las intuiciones del corazón; las convirtió en función suprema para la cual la mujer se le aparece como un instrumento. Así subordinó el devenir, la legitimidad de la ciencia, a lo que llamó síntesis subjetiva.

La actitud agnóstica de Comte es todavía hoy la de numerosos sabios que, sin duda, rechazan a menudo para ellos mismos cualquier compensación mística y lo hacen fácilmente a pesar de su susodicho agnosticismo, dado que por sus convicciones científicas, la encuentran inadmisible y superflua, pero que la declaran admisible por sí misma ya que escapa a la crítica intelectual y a la ciencia. A sus efectos deberían, por lo tanto, reconocer cuan facticia es su neutralidad. Entre las necesidades de las ciencias y el empuje místico instalado en sus fronteras, el equilibrio es imposible. Las concepciones de la ciencia, sus datos más esenciales, sufren una constricción continua e incesantes deformaciones. Al mismo tiempo, su poder de resistencia está minado por el hecho de que se la considera extraña a los intereses más íntimos del hombre. Reducida al estado de un idealismo puro sin lazo vital con la época ni con la existencia de cada uno, es para muchos un lujo, una moda intelectual o una colección de recetas más o menos útiles. Por lo demás, es sobre una psicología ya caduca que se funda el positivismo contemporáneo. Según Franck y la escuela de Viena, por ejemplo, el hombre nada podría conocer fuera de sus sensaciones, y todo el esfuerzo de la ciencia consistiría en construcciones mentales apropiadas para dar cuenta de los sistemas que ellas constituyen.

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En otras doctrinas el agnosticismo no es solamente abstención; toma una forma más activa, un contenido más positivo. Para Henri Poincaré la ciencia no es simplemente conocimiento o ejercicio intelectual. Lo es, sin duda, pero al servicio de nuestra acción. Las hipótesis científicas, que se convierten en leyes cuando son verificadas, tiene como criterio de veracidad su éxito experimental, lo cual es evidente. Pero Poincaré concluye que cuando se remplazan es por una simple razón de utilidad en relación con la estructura de lo real. Su sucesión no implica una progresión, sino es más bien un perfeccionamiento. Todo lo que podemos decir de la naturaleza, de la materia, de la energía es que hay algo sobre lo cual nuestro espíritu trabaja.

Pero jamás tendremos derecho a decir que las operaciones de nuestro espíritu representan lo que la naturaleza es; no harían más que triunfar en las condiciones, sin duda muy limitadas, de tiempo y espacio. El conocimiento supera nuestros procederes para conocer porque el ser es lo incognoscible.

A estas observaciones del matemático Poincaré el metafísico Boutroux les dio una especie de precisión ontológica. La ciencia es incapaz de asir lo real, porque hay entre los dos una suerte de antinomia. La ciencia postula el determinismo, pero la precisión matemática de estas medidas es solo una fachada, algo así como una rejilla que se aplica a conjuntos limitados y quizás provisionales. Los resultados de la ciencia son demasiado parciales, artificiales y frágiles para que prevalezcan sobre la inmensa aspiración de libertad que el hombre experimenta en sí mismo. La libertad es la ley de la existencia. El mundo es lo incognoscible, y no ya de manera puramente negativa, por que es la contingencia, esto es, lo contrario del determinismo científico.

Esta oposición entre la ciencia y lo real es el tema que desarrolla toda la filosofía de Bergson. Por definición, la ciencia deforma lo real, puesto que introduce la medida, el número, la discontinuidad, la inmovilidad. Así, toda existencia es devenir, tendencia, élan y, por lo tanto, continuidad, unidad indivisible, momentos indiscernibles, melodía, cualidad cambiante e incomparable. Para alcanzar lo real es necesario haber repudiado el espíritu mecanicista, estabilizador, que homogeniza según el espíritu de la ciencia; asimismo, es necesario despojarse del lenguaje, que impone marcos fijos al pensamiento y sustituye las impresiones originales por la noción estereotipada de objeto. Es necesario librarse a la intuición, porque solo ella es apta para traducir inmediatamente las fuerzas de la vida, que se destrozan y se alteran a través de la inteligencia. Es necesario tomar contacto con el instinto, que es el único creador.

La subordinación de la inteligencia o de la razón a las fuerzas oscuras del instinto es el término de la evolución que no pertenece propiamente al pensamiento francés. Con los acentos más pesimistas, que están en la tradición de algunos de sus pensadores, la filosofía alemana ha seguido el mismo camino. Como consecuencia de diversas circunstancias políticas y sociales, ha sido más rápida en la vía de las consecuencias prácticas. La Alemania oficial de hoy, la del nazismo, proclama la decadencia de ciencia e inteligencia. La ciencia agosta, la inteligencia es la muerte. Solo hay vida, poder creador en el instinto. Únicamente se puede creer en la verdad del instinto. Esta verdad solo puede ser alcanzada por el sentimiento; pero no por el sentimiento individual, sino por el entusiasmo colectivo entre gente cuyas fuentes de vida son las mismas, entre gente de la misma raza. Nada debe prevalecer contra la verdad del instinto, ni en el individuo ni en el grupo, ni con respecto a lo que no es el grupo. En consecuencia, ningún deber frente a otros pueblos, de los que se podrá declarar, accesoriamente, que son bastardos de una raza inferior y perversa. El único deber existe para con la propia raza, la raza elegida. Esta apología del instinto solamente puede llevar a los más intolerables abusos y monstruosos conflictos.

Sin duda, la idea de raza no está necesariamente incluida en la de instinto. Pero preferido a la inteligencia y a la razón como fuente única de vida y de verdad, el instinto escapa a toda discusión. Lo que se da como inspirado por él debe ser aceptado ciegamente. El desarrollo, en nuestra época, de una filosofía que recusa la autoridad de la ciencia y del espíritu crítico no es el efecto de un simple azar. Mide el camino recorrido desde el siglo XVII por la clase dirigente, la burguesía. Sin temer el libre progreso de los conocimientos, en tanto que su potencia ascendente estaba en estado de utilizarlos, se sintió en la necesidad de descalificarlos desde que comenzaron a aportar un ataque a su prosperidad y a su prestigio. Sea la raza el ídolo adoptado para combatirlos o cualquier entidad mística, siempre es el fin sustraer a la crítica el principio que autorizará las violaciones o las violencias necesarias.

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A esta orientación de la filosofía se opone otra totalmente inversa. La barrera que Kant interponía entre la cosa en sí y el conocimiento no ha sido franqueada solamente con vistas a subordinar la actividad intelectual a la intuición, que se considera inmediata a la realidad; también se lo hizo en sentido contrario, para someter a la discusión a la verdadera naturaleza de la cosa en sí. La tradición de Descartes continuó a través de las antítesis que suscitan sus propias insuficiencias: Su dualismo sustancialista, por una parte, su estrecho mecanismo, por la otra. Ya las filosofías del siglo XVIII habían denunciado la dificultad en la que cae al distinguir radicalmente el pensamiento y la extensión que es, según él, la trama de la materia. Estando el conocimiento hecho de pensamientos y la naturaleza de materia, la identidad de sus leyes, la correspondencia de la ciencia con el orden de las cosas no tenía en sí nada de necesario, y fue únicamente sobre la inverosimilitud de una treta divina que logró fundar su acuerdo. Por otra parte, este acuerdo puramente providencial rechazaba, por decirlo así, la actividad fundamental del hombre fuera de la naturaleza. También los pensadores del siglo XVIII insistieron generalmente sobre los orígenes experimentales del conocimiento y sobre la importancia de las instituciones humanas, que modelan al individuo y a su poder de obrar sobre las cosas. Pero solo llegaron a formular un empirismo y un humanismo todavía demasiado superficiales. Continuaron representándose la verdad y el espíritu del hombre, a los que dan, por lo tanto orígenes contingentes, como respondiendo a un tipo inmutable y en cierta forma eterno. Esos pensadores no sacaron del punto de vista histórico que su actitud implicaba las consecuencias que comportaba.

En consecuencia, Descartes va a servir de llave maestra para resolver el problema de la cosa en sí, propuesta en fin, netamente por Kant, y para demostrar su relación con lo desconocido y con los incognoscible. Los dos términos planteados por el dualismo cartesiano: pensamiento y materia, prevalecerán cada uno a su turno. Hegel es idealista, o sea que el pensamiento como fuente de lo real y no porque para él la materia no exista, sino que, totalmente opuesta a la idea, de ella procede. La materia resulta de la decisión tomada por la idea de realizarse en el tiempo, de cambiar su ser puro en devenir, de tomar conciencia de ella misma a través del mundo material. La verdad no está, por lo tanto, dada desde el principio, sino que se hace. Pero en todo momento es todo lo que puede ser. No es una noción absoluta, inmóvil, y hay que asirla en su evolución. Sus momentos sucesivos pueden diferir y aun oponerse; tampoco son etapas necesarias de la verdad e incluso verdades en la medida en que son el único aspecto posible de las cosas en el instante en que se producen.

La noción de incognoscible está en perpetuo retroceso, o más bien, jamás existió lo incognoscible. “Si conocéis todas las cualidades de una cosa -dice Hegel- conocéis la cosa en sí”.

“Solo importa el hecho de que la cosa dicha exista fuera de vosotros, y cuando vuestros sentidos hayan asido el hecho, hayáis reducido completamente lo que queda de la cosa en sí”. Es condición fundamental de un conocimiento sensorial que el conocimiento sea total, es el momento en que deja de ser simple imagen, es la medida de todas las cosas por el espíritu, y toda medida que pueda tomar en las condiciones presentes de la experiencia. En otros términos, el conocimiento es una simple contemplación desbordada en cualquier momento por su objeto. Es un acto, una realización. En consecuencia, supone algo que es exterior. Pero al mismo tiempo no deja nada fuera de él mismo en el instante en que ase todo lo que está hecho para asir.

Con tales afirmaciones, Hegel está mucho más cerca de nuestras ideas modernas, sobre la percepción, que eso pensadores inspirados en Protágoras, para quienes es hacer prueba de espíritu positivo ver en las sensaciones del hombre su fuente única de información, y en consecuencia, un límite que les impide superar su propia sensibilidad para asir lo real directamente y en sí mismo. En la pretensión que tienen de tomar, sin añadir nada, cada cosa como es, bajo su aspecto actual y estático, no reconocen que hacen de la sensación una forma de absoluto. De hecho no es sino un escalón en las relaciones del individuo con el mundo exterior. La reacción que suscita una excitación es, en principio, un movimiento o una modificación biológica que tiende a restablecer el equilibrio, un nuevo equilibrio, entre el organismo y el medio. Si fracasa, la reacción se modifica tanto que llega a poner al organismo de acuerdo con la nueva situación, pues de no ocurrir, el organismo termina por sucumbir. La sensación que se organiza en percepción, en imagen de las cosas, solo es una reacción de orden ya superior, pero que debe también modificarse si no está suficientemente adecuada a la excitación. Un desacuerdo entre las dos entrañaría problemas de conducta de los cuales el ejemplo de los alucinados nos puede dar una idea. Aunque esos problemas, a menudo parciales, obligan a poner los sujetos bajo vigilancia.

El nivel de las reacciones tiende siempre a elevarse, su ajustamiento constante a lo real se mantiene indispensable. Sin duda parece presentar más de juego, a medida que aumenta su alcance pero la última palabra queda siempre a las necesidades experimentales. Sobre las representaciones en relación inmediata con las situaciones u objetos actuales que suscita la sensación, se desarrollan las que traspasan el momento presente o el dominio de la pura sensibilidad, y para las cuales se vuelven necesario el soporte del lenguaje o del simbolismo científico. Con ellas se extiende el poder de la acción en el tiempo y sobre la materia. Está ligado a técnicas que modifican los aportes del hombre y de las cosas. De progreso en progreso surgió una realidad nueva que no abolió las antiguas, pero que las pone en un plano con una perspectiva siempre más amplia, más profunda y mejor ordenada. La crítica deja de ser la comprobación puramente negativa de las contradicciones y de las incertidumbres en que el hombre se debate, confundiéndose con la comparación exacta de los medios y los resultados, y dando así en cualquier circunstancia la medida rigurosa de lo real.

Pero no se limita a reconocer la parte de las técnicas imaginadas por el hombre en la revelación de lo real. Se remonta hasta sus medios naturales y analiza lo que en ellos se mezcla de él. Al estudio del hombre biológico, que es uno de los complejos de fuerzas en estado de reacciones mutuas con las otras fuerzas del universo, añade la del hombre psicológico, en el cual el nivel de las reacciones se eleva siguiendo una progresión que no se detiene gracias a la aparición del lenguaje y a la socialización de las experiencias propias de cada uno, a su transmisión de una generación a otra. Detrás del hombre psicológico encuentra al hombre social, aquel cuyas reacciones naturales son modeladas desde el nacimiento por las técnicas, las instituciones, las costumbres, los pensamientos de su época así hace que la historia contribuya a la determinación de lo real, cuyo conocimiento se agranda y amplifica de generación en generación, a medida que el hombre sabe mejor confrontar las fuerzas del universo, no solamente entre ellas, sino con su propia actividad. Remontándose así de condiciones en condiciones, cierra el circuito. El estudio del universo y el del hombre son solidarios. El círculo podrá dilatarse al mismo tiempo que el poder del hombre, pero nada queda fuera de él. Descartes ponía como condición al conocimiento de las cosas que la enumeración de sus condiciones hubiese sido completa. En esta enumeración hay que hacer entrar la actitud del hombre bajo todos sus aspectos.

El sistema de Hegel, llevado hasta sus últimas consecuencias, implica así la propia inversión. Deja de ser idealismo para convertirse en historia del hombre en el mundo e historia del mundo. Inútil imaginar, ante todas las cosas, una idea total e incondicionada que para tomar conciencia de sí misma tendrá necesidad de alienarse en una materia exterior a ella misma. La idea apareció en el universo como apareciera la vida, de lo cual fue una manifestación, un medio de acción, cuando aparecieron en un medio apropiado las estructuras funcionales y orgánicas correspondientes. La ciencia terminó por reconocer, sucesivamente, el momento relativamente tardío en que el hombre apareció entre las especies animales, aquel en que la vida pudo nacer sobre la corteza terrestre ya solidificada y provista de atmósfera, aquel en que el sistema solar se desprendió de una nebulosa entre otras nebulosas. Mostrar las etapas por las que pasado el universo material es mostrar, al mismo tiempo, las que pusieron al espíritu del hombre en estado de reconocerlas. Este enmarcamiento del pensamiento humano en la evolución universal de las cosas, y su acción como retorno para conocerla, es lo que Marx y Engels han llamado materialismo dialéctico, que responde a la fusión íntima, a la identificación de las investigaciones objetivas y críticas. El progreso del conocimiento científico y del espíritu crítico se confunden en él.

Juzgad el resultado. El misterio o el agnosticismo quería ocultar al hombre lo esencial de él mismo, hundiéndolo en un ciclo de fatalidades tan temibles para él, como para los otros. Rodeado de fuerzas oscuras debe ceder a las que se agitan en él. Su miedo y su voluntad de agresión se exasperan mutuamente. Los tabús resucitan a su alrededor. La primacía dada al instinto y su asimilación con la voz de la raza lo rodean de intocables. Al contrario, las pulsaciones que el hombre experimenta en sí mismo, sean las del instinto o las de los imperativos morales, tienen, para la crítica científica, condiciones biológicas o condiciones sociales, que es posible reconocer y pesar. Según que sus consecuencias sean o no deseables, es posible, conociendo sus condiciones, procurar modificarlas. La humanidad cuenta así con su poder más auténtico y puede utilizarlo con el máximo de clarividencia.

¿Es una casualidad que la doctrina del agnosticismo haya llegado a ser la de la clase social que, sintiendo periclitar sus intereses, prefiere oponerlos al progreso humano, arrastrando así a la civilización entera a su ruina; y que el materialismo dialéctico, por el contrario, gane las regiones profundas de aquellos que identifican con el triunfo de los trabajadores un porvenir de vigor, de claridad, de bienestar creciente?

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(*) Wallon, Henri, Del acto al pensamiento, y espíritu crítico y agnóstico. Ensayos de psicología comparada. Ediciones Aries.


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