Cómo Escuchamos*
Aaron Copland
TODOS ESCUCHAMOS la música según nuestras personales condiciones. Pero para poder analizar más claramente el proceso auditivo completo, lo dividiremos, por así decirlo, en sus partes constitutivas. En cierto sentido, todos escuchamos la música en tres planos distintos. A falta de mejor terminología, se podrían denominar: 1) el plano sensual, 2) el plano expresivo, 3) el plano puramente musical. La única ventaja que se saca de desintegrar mecánicamente en esos tres planos hipotéticos el proceso auditivo, es una visión más clara del modo como escuchamos.
El modo
más sencillo de escuchar la música es escuchar por el puro placer que produce
el sonido musical mismo. Ése es el plano sensual. Es el plano en que oímos la
música sin pensar en ella ni examinarla en modo alguno. Uno enciende la radio
mientras está haciendo cualquier cosa y, distraídamente, se baña en el sonido.
El mero atractivo sonoro de la música genera una especie de estado de ánimo
tonto pero placentero.
El lector
puede estar sentado en su cuarto y leyendo este libro. Imagine que suena una
nota del piano. Esa sola nota es bastante para cambiar inmediatamente la
atmósfera del cuarto, demostrando así que el sonido, elemento de la música, es
un agente poderoso y misterioso del que sería tonto burlarse o hacer poco caso.
Lo
sorprendente es que muchos que se consideran aficionados competentes abusan de
ese plano de la audición musical. Van a los conciertos para perderse. Usan la
música como un consuelo o una evasión. Entran en un mundo ideal en el que uno
no tiene que pensar en las realidades de la vida cotidiana. Por supuesto que
tampoco piensan en la música. Ésta les permite que la abandonen, y ellos se
largan a un lugar donde soñar, soñando a causa y a propósito de la música, pero
sin escucharla nunca verdaderamente.
Sí, el
atractivo del sonido es una fuerza poderosa y primitiva, pero no debemos
permitirle que usurpe una porción exagerada de nuestro interés. El plano
sensual es importante en música, muy importante, pero no constituye todo el
asunto.
No hay
necesidad de más digresiones acerca del plano sensual. Su atracción para todo
ser humano normal es evidente por sí misma. Pero hay una cosa, que es aguzar
nuestra sensibilidad para las distintas clases de materia sonora que usan
diversos compositores. Porque no todos los compositores usan de la misma manera
la materia sonora. No vaya a creerse que el valor de la música está en razón
directa de su atractivo sonoro, ni que la música de sonoridades más deliciosas
sea la escrita por el compositor más grande. Si ello fuera así, Ravel sería un
creador más grande que Beethoven. Lo importante es que el elemento sonoro varía
con el compositor, que la manera de usarlo éste forma parte integrante de su
estilo y hemos de tenerla en cuenta cuando escuchemos. El lector verá, pues, que
es valiosa una actitud más consciente, aun en ese plano primario de la audición
musical.
El
segundo plano en que existe la música es el que llamé plano expresivo. Pero al
pasar a él, nos metemos en plena controversia. Los compositores tienen por
costumbre rehuir toda discusión acerca del lado expresivo de la música. ¿No
proclamó el mismo Stravinsky que su música era un “objeto”, una “cosa” con vida
propia y sin otro significado que su propia existencia puramente musical? Esa
actitud intransigente de Stravinsky puede que se deba al hecho de que tanta
gente haya tratado de leer en muchas piezas significados diferentes. Bien sabe
Dios cuan difícil es precisar lo que quiere decir una pieza de música,
precisarlo de una manera terminante, precisarlo, en fin, de modo que todos
queden satisfechos de nuestra explicación. Mas eso no debe llevarnos al otro
extremo, al de negar a la música el derecho a ser “expresiva”.
Mi
parecer es que toda música tiene poder de expresión, una más, otra menos;
siempre hay algún significado detrás de las notas, y ese significado que hay
detrás de las notas constituye, después de todo, lo que dice la pieza, aquello
de que trata la pieza. Todo este problema se puede plantear muy sencillamente
preguntando: “¿Quiere decir algo la música?” Mi respuesta a eso será: “Sí.” Y
“¿Se puede expresar con palabras lo que dice la música?” Mi respuesta a eso
será: “No.” En eso está la dificultad.
Las almas
cándidas no se satisfarán nunca con la respuesta a la segunda de esas
preguntas. Necesitan siempre que la música quiera decir algo, y cuanto más
concreto sea ese algo, más les gustará. Cuanto más les recuerde la música un
tren, una tempestad, un entierro o cualquier otro concepto familiar, más
expresiva les parecerá. Esa idea vulgar de lo que quiere decir la música
-estimulada y sostenida por la usual actitud del comentarista musical- habrá
que reprimirla cuando y dondequiera que se la encuentre. En una ocasión me
confesó una dama pusilánime su sospecha de que debía de haber algún grave
defecto en su comprensión de la música, ya que era incapaz de asociar ésta con
nada preciso. Por supuesto que eso es poner la cosa al revés.
Pero
continúa en pie la pregunta de ¿qué es -en cuanto significado concreto- lo más
que el aficionado inteligente pueda atribuir a una obra determinada? Yo diría
que nada más que un concepto general. La música expresa, en diversos momentos,
serenidad o exuberancia, pesar o triunfo, furor o delicia. Expresa cada uno de
esos estados de ánimo, y muchos otros, con una variedad innumerable de sutiles
matices y diferencias. Puede incluso expresar alguno para el que no exista
palabra adecuada en ningún idioma. Y en ese caso los músicos gustan de decir,
casi siempre, que aquello no tiene más significado que el puramente musical. A
veces van más lejos y dicen que ninguna música tiene más significado que
el puramente musical. Lo que en realidad quieren decir es que no se pueden
encontrar palabras apropiadas para expresar el significado de la música y que,
aunque se pudiera, ellos no sienten necesidad de encontrarlas.
Pero sea
la que fuere la opinión del músico profesional, la mayoría de los novatos en
música no dejan de buscar palabras precisas con qué definir sus reacciones
musicales. Por eso encuentran siempre que Tchaikovsky es más fácil de “entender”
que Beethoven. En primer lugar, es más fácil pegar una palabra significativa a
una pieza de Tchaikovsky que a una de Beethoven. Mucho más fácil. Además, por
lo que se refiere al compositor ruso, cada vez que volvemos a una pieza suya,
casi siempre nos dice lo mismo, mientras que con Beethoven es a menudo toda una
gran dificultad señalar lo que está diciendo. Y cualquier músico nos dirá que
por eso es por lo que Beethoven es el más grande de los dos. Porque la música
que siempre nos dice lo mismo acaba por embotarse pronto necesariamente, pero
la música cuyo significado varía un poco en cada audición tiene mayores
probabilidades de conservarse viva.
Escuche
el lector, si puede, los cuarenta y ocho temas de las fugas del Clave bien temperado
de Bach. Escuche cada tema, uno tras otro. Pronto percibirá que cada tema
refleja un diferente mundo de sentimientos. Percibirá también pronto que cuanto
más bello le parece un tema, más difícil le resulta encontrar palabras que lo
describan a su entera satisfacción. Sí, indudablemente, sabrá si es un tema
alegre o triste, o en otras palabras, será capaz de trazar en su mente un marco
de emoción alrededor del tema. Ahora estudie más de cerca el tema triste. Trate
de especificar exactamente la calidad de su tristeza. ¿Es una tristeza
pesimista o una tristeza resignada, una tristeza fatal o una tristeza
sonriente?
Supongamos
que el lector tiene suerte y puede describir en unas cuantas palabras y a su
satisfacción el significado exacto del tema escogido. No hay garantía de que
los demás estén de acuerdo. Ni necesitan estarlo. Lo importante es que cada
cual sienta por sí mismo la específica calidad expresiva de un tema o,
análogamente, de toda una pieza de música. Y si es una gran obra de arte, no espere
que le diga exactamente lo mismo cada vez que vuelve a ella.
Por
supuesto que ni los temas ni las piezas necesitan expresar una sola emoción.
Tómese un tema como el primero de la Novena Sinfonía, por ejemplo. Está
indudablemente compuesto por diferentes elementos. No dice solo una cosa. Sin
embargo, cualquiera que lo oiga percibirá una sensación de energía, una
sensación de fuerza. No es una fuerza que resulta simplemente de lo fuerte que
es tocado el tema. Es una fuerza inherente al tema mismo. La extraordinaria
energía y vigor del tema tiene por resultado que el oyente reciba la impresión
de que se ha hecho una declaración violenta. Pero no debemos nunca tratar de
reducirlo a “el mazo fatal de la vida”, etc. Y ahí es donde comienza la
disensión. El músico, exasperado, dice que aquello no significa otra cosa que
las notas mismas, mientras que el no profesional está demasiado impaciente por
agarrarse a cualquier explicación que le dé la ilusión de acercarse al
significado de la música.
Ahora,
quizá sepa mejor el lector lo que quiero decir cuando digo que la música tiene
en verdad un significado expresivo, pero que no podemos decir en unas cuantas
palabras lo que sea ese significado.
El tercer
plano en el que existe la música es el plano puramente musical. Además del
sonido deleitoso de la música y el sentimiento expresivo por ella emitido, la
música existe verdaderamente en cuanto las notas mismas y su manipulación. La
mayoría de los oyentes no tienen conciencia suficientemente clara de este
tercer plano. Hacer que se percaten mejor de la música en ese plano será en
gran parte la tarea de este libro.
Por otro
lado, los músicos profesionales piensan demasiado en las meras notas. A menudo
caen en el error de abstraerse tanto de sus arpegios y staccatos, que
olvidan los aspectos más hondos de la música que ejecutan. Pero desde el punto
de vista del profano, no es tanto cuestión de vencer malos hábitos en el plano
puramente musical como de enterarse mejor de lo que sucede en cuanto a las
notas.
Cuando el
hombre de la calle escucha “las notas” con un poco de atención, es casi seguro
que ha de hacer alguna mención de la melodía. La melodía que él oye o es bonita
o no lo es, y generalmente ahí deja la cosa. El ritmo será probablemente lo
siguiente que le llame la atención, sobre todo si tiene un aire incitante. Pero
la armonía y el timbre los dará por supuestos, eso si llega a pensar siquiera
en ellos. Y en cuanto a que la música tenga algún género de forma definida, es
una idea que no parece habérsele ocurrido nunca.
Es muy
importante para todos nosotros que nos hagamos más sensibles a la música en su
plano puramente musical. Después de todo, es una materia verdaderamente musical
lo que se está empleando. El auditor inteligente debe estar dispuesto a
aumentar su percepción de la materia musical y de lo que a ésta le ocurre. Debe
oír las melodías, los ritmos, las armonías y los timbres de un modo más
consciente. Pero sobre todo, a fin de seguir el pensamiento del compositor,
debe saber algo acerca de los principios formales de la música. Escuchar todos
esos elementos es escuchar en el plano puramente musical.
Permítaseme
repetir que solo en obsequio a una mayor claridad disocié mecánicamente los
tres distintos planos en que escuchamos. En realidad, nunca se escucha en este
plano o en aquel otro. Lo que se hace es relacionarlos entre sí y escuchar de
las tres maneras a la vez. Ello no exige
ningún esfuerzo mental, ya que se hace instintivamente.
Esa
correlación instintiva quizá se aclare si la comparamos con lo que nos sucede
cuando vamos al teatro. En el teatro nos damos cuenta de los actores y las
actrices, los vestidos y los decorados, los ruidos y los movimientos. Todo eso
le da a uno la sensación de que el teatro es un lugar en el que es agradable
estar y ello constituye el plano sensual de nuestras reacciones teatrales.
El plano
expresivo del teatro se derivará del sentimiento que nos produzca lo que sucede
en la escena. Se nos mueve a lástima, se nos agita o se nos alegra. Y es ese
sentimiento genérico, engendrado al margen de las determinadas palabras que
allí se dicen, un algo emocional que existe en la escena, lo que es análogo a
la cualidad expresiva de la música.
La trama
y su desarrollo equivalen a nuestro plano puramente musical. El dramaturgo crea
y desarrolla un personaje de la misma manera, exactamente, que el compositor
crea y desarrolla un tema. Y según el mayor o menor grado en que nos demos
cuenta de cómo el artista en cualquiera de ambos terrenos maneja su material,
así seremos unos auditores más o menos inteligentes.
Con
facilidad se echa de ver que el espectador teatral nunca percibe separadamente
ninguno de esos tres elementos. Los percibe todos al mismo tiempo. Otro tanto
sucede con la audición de la música. Escuchamos en los tres planos
simultáneamente y sin pensar.
En un
cierto sentido, el oyente ideal está dentro y fuera de la música al mismo
tiempo, la juzga y la goza, quiere que vaya por un lado y observa que se va por
otro, casi lo mismo que le sucede al compositor cuando compone, porque, para
escribir su música, el compositor tiene también que estar dentro y fuera de su
música, ser llevado por ella, pero también criticarla fríamente. Tanto la
creación como la audición musical implican una actitud que es subjetiva y
objetiva al mismo tiempo.
Lo que el
lector debe procurar, pues, es una especie de audición más activa. Lo
mismo si escuchamos a Mozart que a Duke Ellington, podremos hacer más honda
nuestra comprensión de la música con solo ser unos oyentes más conscientes y
enterados, no alguien que se limita a escuchar, sino alguien que escucha
algo.
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(*) Copland, Aaron, Cómo escuchar la música,
II. Cómo escuchamos, pp. 17-23. Editorial Fondo de cultura económica,
breviarios, 2da edición, 1961.
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