Las Bases de los Juicios Morales
(Sexta Parte)
Howard Selsam
EXISTE OTRA GRAN TRADICIÓN ÉTICA que
pesa sobre nosotros por más que la rechacemos o no. Por lo general se le llama
la negación de la ética. Sin embargo, es algo real, y no es raro que crezca en
los sitios más inesperados. No se la presenta enunciándola como “la fuerza hace
el derecho”, sino, más adecuadamente, como la creencia de que el bien solo es
lo que existe en realidad, es decir, únicamente, el resultado de la victoria de
la fuerza más poderosa. Cuando definimos como es debido esta doctrina, podemos
encontrarla ampliamente difundida. “El lado recto siempre triunfa”, por
ejemplo, no es sino una variante de “el lado que gana es siempre el recto”, lo
cual expresa algo completamente distinto. Asimismo, cuando William James dice:
“Solamente procediendo rectamente hacemos el bien”, está expresando
implícitamente que todo lo que podamos hacer es recto mientras ello nos haga
“obtener algo”, o, en otras palabras, lo recto es lo que nos conduce al éxito.
Aunque
muy difundida y actuante en formas más o menos
disimuladas, la doctrina que puede llamarse más convenientemente “la
fuerza hace el derecho”, ha sido más cosa de creencia y de práctica que de
teoría. Sin embargo, algunas mentalidades brutales han osado presentarla como
la base del derecho y de la justicia. Ya sea que estos pensadores merezcan fama
o infamia, lo cierto es que ellos fueron por lo menos sinceros. Ellos llevaron
a campo abierto el cándido examen de aquello que solamente actuaba en las
sombras de la hipocresía del idealismo o pura objetividad “empírica”. Autores
tales como Trasimaco, Maquiavelo, Hobbes, Hegel y Nietzsche, para no mencionar
sino a algunos, trataron de afirmar en una u otra forma que aquellos que tienen
el poder son los buenos y que, por eso, la debilidad es el peor de todos los
males. Ninguna clase ha tenido el valor de aceptar esta doctrina, porque, en
realidad, es de doble filo –implica la temible probabilidad de que, si aquellos
que gobiernan pierden el poder, pierdan automáticamente todo derecho a gobernar–.
Será bastante útil examinar la ética del poder o “la fuerza hace el derecho” a
través de algunas de sus aplicaciones en la historia.
Platón,
en su libro “La República”, presenta un grupo de jóvenes atenienses discutiendo
la naturaleza de la justicia. Una de estas personas, el sofista Trasimaco,
afirma que la justicia “es simplemente el interés del más fuerte”. Los
estudiosos de Platón han venido sosteniendo, a través de siglos, que esta
afirmación fue la más grande infamia; pero no llegaron a pensar que Platón
podía haber sido injusto para sus oponentes. El profesor Winspear ha tratado de
reconstruir la actitud de Trasimaco en su libro “¿Quién era Sócrates?”, y
encontró que este sofista decía realmente como esto: Los gobernantes de una
sociedad administran una justicia que está de acuerdo con los intereses de la
nueva clase: si la otra clase llega al poder, la justicia podrá cambiar de
acuerdo con los intereses de la nueva clase, es decir, con los principios de su
gobierno.
Muchos
siglos después, un cortesano florentino y sensitivo, Maquiavelo, profundamente
preocupado por las divisiones y conflictos existentes entre los Estados italianos
y las facciones de cada Estado, trataba de encontrar la forma teórica en que
aquellas pequeñas e insoportables querellas, envidias e intrigas, llegaran a
terminar de una vez por todas. Así logró concebir un gran Estado dominante en
toda la extensión de la tierra: pero vio también que la formación de tal Estado
requería un tremendo poder coercitivo. Este pensador creía sinceramente que tal
Estado podía realizarse por medio de un príncipe poderoso, capaz de vencer y
dominar a los demás príncipes, y gobernar sin disputa sobre toda la tierra. De
esta manera, el gobierno de un príncipe solo puede ser fuerte y triunfante en
la medida de su capacidad para mantener el orden y la ampliación constante de
su poderío. Queda fuera de oportunidad el hecho de acusar a Maquiavelo, como
adorador de la fuerza, en un momento en que a su alrededor no existían más
fuerzas en conflicto y no cabía sino la esperanza de que la fuerza que tendiera
a la supresión de los conflictos y a la unificación de su pueblo podría triunfar.
Como muchos otros personajes históricos que vivieron impacientes por ver la
tarea cumplida, Maquiavelo buscaba un hombre fuerte que pudiera hacerla, pero
esto se encuentra muy lejos de identificarse con los reaccionarios esfuerzos
del fascismo para mantener el despotismo brutal de una burguesía caduca por
medio de la violencia.
En
Thomas Hobbes encontramos también la pronunciada línea de demarcación entre una
ética que enaltece particularmente el poder de la fuerza, teniendo en cuenta el
interés de algún ideal, y el nihilismo ético, que niega todos los valores
humanos. Hobbes deseaba una cosa, pero la deseaba en mala forma, deseaba la
paz, tanto entre los Estados como dentro del Estado. Encontrándose muy bien
personalmente, solo pedía protección y seguridad contra los que rompen la paz,
ya se tratara de simples criminales, agitadores, revolucionarios o Estados
extranjeros. Esta vez también, como en el caso de Maquiavelo, Hobbes hace, del
poder para mantener el orden, la piedra de toque de un buen Estado, más que el
medio de proporcionar bienestar a los ciudadanos. Hay un rasgo peculiar de esta
doctrina, que obró violentamente contra Hobbes en los mismos días de su vida.
¿Qué sucedería si el Estado existente no pudiera sostenerse y cayera derrumbado
por los revolucionarios, que a su vez crean un nuevo Estado? Como Hobbes era
amigo de la nobleza, tuvo que huir a Francia cuando la revolución de Cromwell
triunfó en Inglaterra. Pero, para causar el horror de sus compañeros de exilio,
cuando el vio que los puritanos habían establecido un nuevo orden, hizo las
paces con ellos y volvió a su país.
El
idealismo moral de Maquiavelo, con su sueño de una Italia unificada, y el de
Hobbes, con su ferviente esperanza de paz y seguridad, se vieron casi
completamente desplazados, en los siglos siguientes, por la santificación del
Estado, simplemente en virtud de que es el Estado, es decir, la estructura de
las cosas, tales como existen. La actitud de los defensores del poder degenera
de este modo en un franco deseo de apostar al caballo ganador. Así, mientras la
ética del poder parte siempre de algún sistema de valores, en oposición al
nihilismo moral, en la práctica, estos valores se sacrifican en interés del
expediente. Además, la teoría de “la fuerza hace el poder”, propende
generalmente al sabotaje de todo movimiento progresista y, luego, al salto para
colocarse bien cuando este movimiento se encuentra en las vías del triunfo. Tal
es la historia de los oportunistas, grandes y pequeños del mundo. Tratando de
ver siempre, no lo que es justo, sino el sitio donde apunta el triunfo, estos
oportunistas van de un bando a otro en el curso de la batalla. De esta manera,
una actitud moral, que en cierto momento puede tener alguna justificación,
degenera en una consigna inmoral de “sálvese quien pueda” y se torna en la
negación de todos los valores morales.
Pero
hay una forma especial de la teoría “la fuerza hace el derecho”, que debemos
tener muy en cuenta. Es la forma capitalista “por excelencia” que trata de
justificar, como el más alto bien, la brutal explotación de las clases
trabajadoras, la lucha insensata por la conquista de colonias y todas las bases
devoradoras del sistema capitalista, especialmente en su más agresivo periodo
imperialista. Y esta vez, los apologistas del capitalismo toman sus armas en un
gran descubrimiento realizado en otro terreno por el noble y aguerrido inglés
Carlos Darwin. Spencer dirige la banda con su grito de guerra “la supervivencia
de los mejor dotados”, es decir, con una perversión social y lógica del
principio de Darwin, relacionado con la selección natural. Es una perversión
lógica, porque convierte el principio darwinista de la evolución biológica, en
virtud de la eliminación natural de aquellas características de las plantas y
de los animales que no contribuyen a la supervivencia del individuo y, por otro
lado, en virtud de la selección y perpetuación de aquellas características que
ayudan a la supervivencia, en la teoría de que “solo sobreviven los que deben sobrevivir”. La cuestión del mejor
dotado se convierte, de una descripción de aquellos que sobreviven de hecho, en
un juicio moral que los califica de “mejores”. Lo hemos llamado una perversión
social porque toma un principio extraño a la naturaleza del mundo humano y trata
de aplicarlo, sin distinción alguna, a toda la historia del hombre y de sus
sociedades, como si en éstas no existieran rasgos y características
irreductibles a términos del mundo animal.
Hablando
en nombre de los grandes manufactureros de Manchester, Spencer desarrolló toda
una filosofía social sobre este fundamento. Los elementos de su teoría pueden
presentarse claramente: Una ley fundamental de la naturaleza consiste en que
toda materia evoluciona desde las formas más simples a las más complejas; la
sociedad humana y la historia caen bajo el imperio de esta ley general; existe
una ley del mundo biológico en virtud de la cual el mejor dotado o “superior”
sobrevive. En consecuencia, éste es también un medio de evolución social y el
peligro más grande, en este caso, consiste en que el hombre pueda obstaculizar
el proceso de esta maravillosa ley natural ayudando a los que no están bien
dotados, a los inferiores, para que sobrevivan. De esta manera, Spencer
resultaba oponiéndose a toda medida de progreso de nuestro tiempo –educación
pública, servicio médico público, salarios mínimos y jornada legal de trabajo, etc. – encaminada
a la supervivencia de los que no están bien dotados. Y así también trató de
justificar, tanto natural como moralmente, la brutalidad del industrialismo y
del imperialismo británico. Pero una de las ironías de la historia consiste en
que los nazis están desafiando actualmente a la hegemonía británica en nombre
de la teoría que tanto debe a Herbert Spencer.
Aún
quedan muchos espencerianos tanto dentro de nuestro país como en el extranjero.
Uno de ellos, el Dr. S. J. Holmes, de la Stanford
University, adopta tan claramente la posición espenceriana que casi no
requiere comentario. El profesor Holmes dice que el código darwiniano, un retoño
de la teoría evolucionista de Darwin, acepta la crueldad, la avidez, el
despecho, la cobardía y el egoísmo como “virtudes intrínsecas”, pero
desaprobando su abuso (un caso patético “moralizado” del Dr. Holmes). Luego
continúa:
“Las
características del hombre, al formar parte de su herencia, deben su origen y
significado biológico a sus valores de supervivencia. Todas las características
e impulsos naturales del hombre tienen que ser, por eso, fundamentalmente
buenos si es que lo bueno es útil bilógicamente”.
“La
crueldad, el egoísmo, la avidez, la cobardía y la impostura son ingredientes
normales de la naturaleza humana y cumplen una función útil en la lucha por la
existencia. Intrínsecamente, todos ellos son virtudes: solo su exceso o su
ejercicio en condiciones inapropiadas es lo que merece justamente nuestra
desaprobación moral”29.
En
una palabra, esta perversión fascista del darwinismo viene a querer afirmar que
solo hay un criterio moral, o sea, la supervivencia. El capitalismo americano
ha avanzado ya mucho desde los días de Benjamín Franklin. Y nada revela mejor
su degeneración y su desarraigo de un orden social y económico como la
naturaleza de su defensa teórica. Esta teoría es la “inversión de valores”,
desde el momento en que proclama que los únicos principios de la sociedad
humana en el siglo XX son las leyes de la selva. La ética de la pelea de perros
ha adquirido todo su valor.
____________
(29)
Informe publicado en el “New York Times”, 28 de julio de 1938.
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