martes, 1 de agosto de 2017

Filosofía

Las Bases de los Juicios Morales

(Sexta Parte)

Howard Selsam

EXISTE OTRA GRAN TRADICIÓN ÉTICA que pesa sobre nosotros por más que la rechacemos o no. Por lo general se le llama la negación de la ética. Sin embargo, es algo real, y no es raro que crezca en los sitios más inesperados. No se la presenta enunciándola como “la fuerza hace el derecho”, sino, más adecuadamente, como la creencia de que el bien solo es lo que existe en realidad, es decir, únicamente, el resultado de la victoria de la fuerza más poderosa. Cuando definimos como es debido esta doctrina, podemos encontrarla ampliamente difundida. “El lado recto siempre triunfa”, por ejemplo, no es sino una variante de “el lado que gana es siempre el recto”, lo cual expresa algo completamente distinto. Asimismo, cuando William James dice: “Solamente procediendo rectamente hacemos el bien”, está expresando implícitamente que todo lo que podamos hacer es recto mientras ello nos haga “obtener algo”, o, en otras palabras, lo recto es lo que nos conduce al éxito.

        Aunque muy difundida y actuante en formas más o menos  disimuladas, la doctrina que puede llamarse más convenientemente “la fuerza hace el derecho”, ha sido más cosa de creencia y de práctica que de teoría. Sin embargo, algunas mentalidades brutales han osado presentarla como la base del derecho y de la justicia. Ya sea que estos pensadores merezcan fama o infamia, lo cierto es que ellos fueron por lo menos sinceros. Ellos llevaron a campo abierto el cándido examen de aquello que solamente actuaba en las sombras de la hipocresía del idealismo o pura objetividad “empírica”. Autores tales como Trasimaco, Maquiavelo, Hobbes, Hegel y Nietzsche, para no mencionar sino a algunos, trataron de afirmar en una u otra forma que aquellos que tienen el poder son los buenos y que, por eso, la debilidad es el peor de todos los males. Ninguna clase ha tenido el valor de aceptar esta doctrina, porque, en realidad, es de doble filo –implica la temible probabilidad de que, si aquellos que gobiernan pierden el poder, pierdan automáticamente todo derecho a gobernar–. Será bastante útil examinar la ética del poder o “la fuerza hace el derecho” a través de algunas de sus aplicaciones en la historia.

        Platón, en su libro “La República”, presenta un grupo de jóvenes atenienses discutiendo la naturaleza de la justicia. Una de estas personas, el sofista Trasimaco, afirma que la justicia “es simplemente el interés del más fuerte”. Los estudiosos de Platón han venido sosteniendo, a través de siglos, que esta afirmación fue la más grande infamia; pero no llegaron a pensar que Platón podía haber sido injusto para sus oponentes. El profesor Winspear ha tratado de reconstruir la actitud de Trasimaco en su libro “¿Quién era Sócrates?”, y encontró que este sofista decía realmente como esto: Los gobernantes de una sociedad administran una justicia que está de acuerdo con los intereses de la nueva clase: si la otra clase llega al poder, la justicia podrá cambiar de acuerdo con los intereses de la nueva clase, es decir, con los principios de su gobierno.

        Muchos siglos después, un cortesano florentino y sensitivo, Maquiavelo, profundamente preocupado por las divisiones y conflictos existentes entre los Estados italianos y las facciones de cada Estado, trataba de encontrar la forma teórica en que aquellas pequeñas e insoportables querellas, envidias e intrigas, llegaran a terminar de una vez por todas. Así logró concebir un gran Estado dominante en toda la extensión de la tierra: pero vio también que la formación de tal Estado requería un tremendo poder coercitivo. Este pensador creía sinceramente que tal Estado podía realizarse por medio de un príncipe poderoso, capaz de vencer y dominar a los demás príncipes, y gobernar sin disputa sobre toda la tierra. De esta manera, el gobierno de un príncipe solo puede ser fuerte y triunfante en la medida de su capacidad para mantener el orden y la ampliación constante de su poderío. Queda fuera de oportunidad el hecho de acusar a Maquiavelo, como adorador de la fuerza, en un momento en que a su alrededor no existían más fuerzas en conflicto y no cabía sino la esperanza de que la fuerza que tendiera a la supresión de los conflictos y a la unificación de su pueblo podría triunfar. Como muchos otros personajes históricos que vivieron impacientes por ver la tarea cumplida, Maquiavelo buscaba un hombre fuerte que pudiera hacerla, pero esto se encuentra muy lejos de identificarse con los reaccionarios esfuerzos del fascismo para mantener el despotismo brutal de una burguesía caduca por medio de la violencia.

        En Thomas Hobbes encontramos también la pronunciada línea de demarcación entre una ética que enaltece particularmente el poder de la fuerza, teniendo en cuenta el interés de algún ideal, y el nihilismo ético, que niega todos los valores humanos. Hobbes deseaba una cosa, pero la deseaba en mala forma, deseaba la paz, tanto entre los Estados como dentro del Estado. Encontrándose muy bien personalmente, solo pedía protección y seguridad contra los que rompen la paz, ya se tratara de simples criminales, agitadores, revolucionarios o Estados extranjeros. Esta vez también, como en el caso de Maquiavelo, Hobbes hace, del poder para mantener el orden, la piedra de toque de un buen Estado, más que el medio de proporcionar bienestar a los ciudadanos. Hay un rasgo peculiar de esta doctrina, que obró violentamente contra Hobbes en los mismos días de su vida. ¿Qué sucedería si el Estado existente no pudiera sostenerse y cayera derrumbado por los revolucionarios, que a su vez crean un nuevo Estado? Como Hobbes era amigo de la nobleza, tuvo que huir a Francia cuando la revolución de Cromwell triunfó en Inglaterra. Pero, para causar el horror de sus compañeros de exilio, cuando el vio que los puritanos habían establecido un nuevo orden, hizo las paces con ellos y volvió a su país.

        El idealismo moral de Maquiavelo, con su sueño de una Italia unificada, y el de Hobbes, con su ferviente esperanza de paz y seguridad, se vieron casi completamente desplazados, en los siglos siguientes, por la santificación del Estado, simplemente en virtud de que es el Estado, es decir, la estructura de las cosas, tales como existen. La actitud de los defensores del poder degenera de este modo en un franco deseo de apostar al caballo ganador. Así, mientras la ética del poder parte siempre de algún sistema de valores, en oposición al nihilismo moral, en la práctica, estos valores se sacrifican en interés del expediente. Además, la teoría de “la fuerza hace el poder”, propende generalmente al sabotaje de todo movimiento progresista y, luego, al salto para colocarse bien cuando este movimiento se encuentra en las vías del triunfo. Tal es la historia de los oportunistas, grandes y pequeños del mundo. Tratando de ver siempre, no lo que es justo, sino el sitio donde apunta el triunfo, estos oportunistas van de un bando a otro en el curso de la batalla. De esta manera, una actitud moral, que en cierto momento puede tener alguna justificación, degenera en una consigna inmoral de “sálvese quien pueda” y se torna en la negación de todos los valores morales.

        Pero hay una forma especial de la teoría “la fuerza hace el derecho”, que debemos tener muy en cuenta. Es la forma capitalista “por excelencia” que trata de justificar, como el más alto bien, la brutal explotación de las clases trabajadoras, la lucha insensata por la conquista de colonias y todas las bases devoradoras del sistema capitalista, especialmente en su más agresivo periodo imperialista. Y esta vez, los apologistas del capitalismo toman sus armas en un gran descubrimiento realizado en otro terreno por el noble y aguerrido inglés Carlos Darwin. Spencer dirige la banda con su grito de guerra “la supervivencia de los mejor dotados”, es decir, con una perversión social y lógica del principio de Darwin, relacionado con la selección natural. Es una perversión lógica, porque convierte el principio darwinista de la evolución biológica, en virtud de la eliminación natural de aquellas características de las plantas y de los animales que no contribuyen a la supervivencia del individuo y, por otro lado, en virtud de la selección y perpetuación de aquellas características que ayudan a la supervivencia, en la teoría de que “solo sobreviven los que deben sobrevivir”. La cuestión del mejor dotado se convierte, de una descripción de aquellos que sobreviven de hecho, en un juicio moral que los califica de “mejores”. Lo hemos llamado una perversión social porque toma un principio extraño a la naturaleza del mundo humano y trata de aplicarlo, sin distinción alguna, a toda la historia del hombre y de sus sociedades, como si en éstas no existieran rasgos y características irreductibles a términos del mundo animal.

        Hablando en nombre de los grandes manufactureros de Manchester, Spencer desarrolló toda una filosofía social sobre este fundamento. Los elementos de su teoría pueden presentarse claramente: Una ley fundamental de la naturaleza consiste en que toda materia evoluciona desde las formas más simples a las más complejas; la sociedad humana y la historia caen bajo el imperio de esta ley general; existe una ley del mundo biológico en virtud de la cual el mejor dotado o “superior” sobrevive. En consecuencia, éste es también un medio de evolución social y el peligro más grande, en este caso, consiste en que el hombre pueda obstaculizar el proceso de esta maravillosa ley natural ayudando a los que no están bien dotados, a los inferiores, para que sobrevivan. De esta manera, Spencer resultaba oponiéndose a toda medida de progreso de nuestro tiempo –educación pública, servicio médico público, salarios mínimos  y jornada legal de trabajo, etc. – encaminada a la supervivencia de los que no están bien dotados. Y así también trató de justificar, tanto natural como moralmente, la brutalidad del industrialismo y del imperialismo británico. Pero una de las ironías de la historia consiste en que los nazis están desafiando actualmente a la hegemonía británica en nombre de la teoría que tanto debe a Herbert Spencer.

        Aún quedan muchos espencerianos tanto dentro de nuestro país como en el extranjero. Uno de ellos, el Dr. S. J. Holmes, de la Stanford University, adopta tan claramente la posición espenceriana que casi no requiere comentario. El profesor Holmes dice que el código darwiniano, un retoño de la teoría evolucionista de Darwin, acepta la crueldad, la avidez, el despecho, la cobardía y el egoísmo como “virtudes intrínsecas”, pero desaprobando su abuso (un caso patético “moralizado” del Dr. Holmes). Luego continúa:
        “Las características del hombre, al formar parte de su herencia, deben su origen y significado biológico a sus valores de supervivencia. Todas las características e impulsos naturales del hombre tienen que ser, por eso, fundamentalmente buenos si es que lo bueno es útil bilógicamente”.
        “La crueldad, el egoísmo, la avidez, la cobardía y la impostura son ingredientes normales de la naturaleza humana y cumplen una función útil en la lucha por la existencia. Intrínsecamente, todos ellos son virtudes: solo su exceso o su ejercicio en condiciones inapropiadas es lo que merece justamente nuestra desaprobación moral”29.

        En una palabra, esta perversión fascista del darwinismo viene a querer afirmar que solo hay un criterio moral, o sea, la supervivencia. El capitalismo americano ha avanzado ya mucho desde los días de Benjamín Franklin. Y nada revela mejor su degeneración y su desarraigo de un orden social y económico como la naturaleza de su defensa teórica. Esta teoría es la “inversión de valores”, desde el momento en que proclama que los únicos principios de la sociedad humana en el siglo XX son las leyes de la selva. La ética de la pelea de perros ha adquirido todo su valor.
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(29) Informe publicado en el “New York Times”, 28 de julio de 1938.

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