La Autonomía: Tesis Recurrente y Fluyente en MV
Julio Carmona
LOS PROPUGNADORES DE LA «autonomía literaria», de la literatura con «vida
propia»—tipo MV— se empeñan en oponerse a la realidad. Lo decisivo es eso: que
siempre se encontrará el mismo esquema, la oposición «literatura vs. Realidad»,
esta signada negativamente y aquella propuesta como un sustituto de signo
positivo. De esa oposición se deduce el corolario de que la copia es mejor que
el modelo; que lo secundario (el pensamiento) supera a lo primario (el mundo
real.) Si el idealismo en filosofía había perdido la batalla en este terreno,
no pudiendo demostrar lo contrario: que la idea sea anterior a la materia, MV
en el dominio de la teoría literaria libra otra escaramuza idealista: ‘si la
ficción no es lo primero —dirá él: pues, fatalmente, depende de la
realidad1—, con todo, la supera negándola, instaurándose como una realidad
más perenne y esencial’. La intención del escritor —dice MV— debe ser la
De esquivar lo que tiene la realidad
de decorativo y de actualidad pasajera para instalar la obra artística en una
zona más perenne y esencial a la que el creador puede acceder sólo
volviendo los ojos hacia dentro de sí mismo.2
Y la recomendación
fuera pertinente si no existiera el peligro —viniendo de quien viene— de que
“lo decorativo” y “la actualidad pasajera” puedan ser identificados con lo que
es vital al escritor mismo: su ser político, social y humano, y que sería
suplantado por una «zona más perenne y esencial» que no es definida y que, así,
no garantiza su fidelidad a lo real, en tanto ese volver los ojos «hacia dentro
de sí mismo» es algo inherente a cualquier acto de producción artística y que,
muchas veces, es confundido con «zona de evasión». Y que si se confronta con la
imagen que MV tiene de la literatura en Historia de un deicidio, no se
extrañará la afinidad. El novelista, dice MV:
es un disidente, crea vida ilusoria,
crea mundos verbales, porque no acepta la vida y el mundo tal como son (o como
cree que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción
contra la vida; cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de
la realidad. (B-1971: 85.)
Y a pesar de que
esa «rebelión» contra la realidad se presenta como una oposición a Dios, contra
la creación de Dios, es, sin embargo, la confirmación de una religiosidad, de
una autoadoración:
La ruptura con la realidad es una
situación que se renueva y confirma, a través de experiencias sucesivas,
semejantes o distintas de la inicial, y la praxis de la vocación sólo alivia
esa insatisfacción profunda de la realidad mientras el deicida la asume, pero
luego retorna, más imperiosa que antes, como la necesidad de alcohol para el
borracho o la droga para el adicto. Por eso resulta más lógico hablar del vicio
que de la profesión de la literatura: escribir es para el deicida, como beber
para el alcohólico o inyectarse para el narcómano, su manera de vivir. (Op.
cit.: 139.)
Pero, en realidad,
esa generalización es —por decir lo menos— arbitraria. Tal explicación negativa
del trabajo narrativo puede ser válida para el caso de algunos novelistas que,
como MV, son sinceros en manifestar la animadversión, un tanto psicoanalítica,
que sienten por la realidad. Pero no es —no puede ser— aplicable a todos los
novelistas por el solo (y de ningún modo universal) argumento de la experiencia
personal. El juicio de MV se resuelve siempre en ese tipo de egotismo absoluto.
Y fue criticado —sin negar su validez personal— al poco tiempo de aparecer el
libro citado, por Alberto Valencia. Éste decía: «Puede ser que el conflicto con
la realidad sea generador de algunas manifestaciones artísticas pero no se
puede negar que más de un escritor puede haber devenido en tal, justamente al
reconciliarse con su realidad.» Por su parte Jorge Basadre sostiene que
«grandes creaciones en el arte y la vida pueden realizarse (...) mediante el
resentimiento» (op. cit.: 160); pero obsérvese que no dice: ‘todas las
creaciones en el arte’.
No se niega, pues,
la premisa de MV. Solo se reclama reconocer la existencia de resentimientos y
resentimientos. Hay pesimismos y pesimismos. Un pesimismo y un resentimiento
absolutos son necesariamente productos de un punto de vista unilateral,
respondiendo a una visión fatalista del mundo. Un pesimismo de la realidad por
un optimismo del ideal —como era aceptado por José Carlos Mariátegui— revela,
cuando menos, una actitud realista que es la actitud de quien sabe enfrentarse
no con fantasmas o «demonios», sino con realidades. Y, por lo tanto, no ha
menester matar o suplantar a Dios. Simplemente, con el orgullo del que descubre
una realidad riquísima como una cantera de metal precioso, y se aboca a la
tarea de darle forma para que, siendo siempre metal, su transformación lo haga
ser distinto de otro, como el dije de oro al salir de manos del artífice.3
Como
decía Brecht: «Plantear la cuestión de la diferencia entre literatura y vida
real (...) es una de las contradicciones más necias que se pueden hacer.»
(E-1979: 43.) Y esa es la tendencia del escritor reaccionario para quien «el único
motivo de hacer un cambio es cambiar algo peor por algo mejor» (Ibíd.), aunque
tal trueque no sea sino algo nominal o ilusorio, cambiar la «realidad real por
la realidad ficticia». Y MV, cuya iconoclastia al parecer es ilimitada, no se
reconcilia con ninguna “provincia” de la realidad. Toda la realidad es motivo
de su furia.
__________
(1) Es
idea de MV que el acto de escribir «sólo puede tener un punto de partida en la
realidad y está fatalmente condenado a incorporarse a la misma
realidad».
(2) Ver
definición del “decadente” de Berth: “el hombre aislándose en el juicio”. La
cita corresponde al trabajo sobre Sebastián Salazar Bondy, p. 44.
(3) «Es con los
espíritus pesimistas y negativos de esta estirpe» [de la estirpe de MV podría
adecuarse la cita] «con los que nuestro optimismo del ideal no nos consiente
tolerar que se nos confunda. Las actitudes absolutamente negativas son
estériles. La acción está hecha de negaciones y de afirmaciones». Y la reacción
—agregamos nosotros— está hecha solo de negaciones: aferrarse a lo existente
que se halla en estado de putrefacción es la adoración de un cadáver, es la
negación de la vida.
Confesiones de Tamara Fiol ¿un novelón indigesto?
(Décima Parte)
Julio Carmona
II.
El tema político
En la p. 260, aparece una interesante
metáfora de la política, lamentablemente atribuida al personaje negativo
(Arancibia): «¿Cuándo había empezado su interés por la política? ¡Desde
siempre!, había respondido él. O con más exactitud desde que en el curso de
Historia Sagrada leyó historias como las de Caín y Abel, las de Jehová, Dios
omnipotente, arbitrario y sin piedad humana, la historia premaoísta de David y
Goliat, pues enseña cómo los débiles pueden derrotar a los fuertes que detentan
el poder, la serie de historias del Antiguo Testamento que narran la rebelión y
la resistencia popular y la volubilidad del mismo pueblo cuando son dirigidos
por falsos profetas o simplemente demagogos, y el poder eterno del becerro de
oro. En cuanto a Cristo, precursor de Gandhi, admiraba su capacidad para unir
al populacho contra el imperialismo romano curando heridas, resucitando muertos
y multiplicando panes y peces y, sobre todo, usando sus poderes para que el
vino discurriera generosamente, y todo esto dentro de una estrategia de no
resistencia al enemigo y de poner la otra mejilla, puesto que el reino no era
de este mundo sino del otro, doctrina nefasta, Bracamonte, capitulacionista,
prerrevisionista y decididamente aprista, que favoreció a Caifás y su gente,
los colaboracionistas de siempre (digamos los Petains, los Francisco García
Calderón, mi propio padre), a quienes, por supuesto, despreciaba Pilatos,
antecesor de Maquiavelo.»
Pero lo anterior, solo como metáfora,
resulta ser lo más rescatable y serio en el trato de este tema. Hay, por el
contrario, un trato irrespetuoso hacia lo más sano de la política nacional: la
figura del Amauta José Carlos Mariátegui, a quien se maltrata de la, por decir
lo menos, manera más descomedida. Veamos algunos casos: en la p. 105, TF cuenta
que Queca Luzuriaga «Se había resistido a tener amantes fijos, pero había hecho
el amor con numerosos poetas, intelectuales y artistas del final del régimen de
Leguía y de los años treinta (solo Mariátegui, me dijo, se le había escapado
porque la esposa italiana le marcaba los pasos103». Y esta,
realmente, es una infamia — comparable a las que usa Mario Vargas en La fiesta del chivo o en El pez en el agua—, de ella se deduce
que de haber estado casado Mariátegui con una peruana él sí habría accedido a
los asedios eróticos de la tal Queca. Y, por supuesto, se está denigrando de
paso la imagen de la abnegada compañera del Amauta (Anita Chiappe).
Y lo más incomprensible es que cuando se
trata de personajes cuya trayectoria vital ha sobresalido en las páginas
oscuras del periodismo, como es el caso del asesino Segisfredo Luza Bouroncle104
(o en las «rojas» con dos representantes del trotskismo como Ricardo Napurí o Ismael
Frías) les cambia el nombre. Pero no lo hace en el caso de Mariátegui. Y es una
ofensa que se hace extensiva, y de manera más truculenta, a José Sabogal, padre
del indigenismo en la pintura (por quien, dígase de paso, Mariátegui, sentía un
aprecio especial). Dice la tal Queca: «Yo le propuse que me pintara desnuda.
Hubiera sido la maja limeña. Porque entonces tenía mis curvas. Pero el maricón
tuvo miedo de verme calata. Pobre huevón si creía que con eso no me lo tiraría»
(p. 108). También está el caso de dos mujeres Nadeira Varaona y Lea Barba (que
son mencionadas en el ensayo La
generación del 50), y en la novela aparecen sus nombres con ciertas
modificaciones: Varahona y Sergina Barba. Lea Barba es conocida en la vida real
como amiga de Mario Vargas Llosa: «Desde los primeros días, Mario trabó amistad
con Lea Barba, una de las pocas muchachas de la época que no habían sido
educadas para casarse y terminar siendo ama de casa. Todo lo contrario. Lea era
una chica muy inteligente decidida a valerse por sí misma una vez que culminara
su carrera.» (Pamela CUETO, A-2011: 35-36).
En la p. 370, hay otra ofensa a
Mariátegui, TF le increpa a Arancibia: «En privado no respetabas nada ni a
nadie. Te burlabas de Mariátegui. Con el pene erecto, gritabas: ‘¡Soy el hombre
matinal!’.» (sic) Estas apreciaciones deberían ser irrepetibles —incluso en el
supuesto, negado, de que fueran ciertas— y son condenables si —como pretende la
concepción de la novela de MG y de MV— son invención o mentira. Pero lo más
increíble es que no se hace lo mismo con personajes como Haya de la Torre, a
quien se lo ve actuar como adoctrinador de juventudes, y solo se critica su voz
chillona105. Y en la p. 127 dice Pablo Fiol: «Víctor Raúl, era un
conversador apasionante, erudito en muchos temas, pero sobre todo se dirigía a
uno por uno de los asistentes como un padre o un tío»106; pero, por
lo demás, no se lo involucra en situaciones adversas como las aquí comentadas.
TF es —qué duda cabe— gran admiradora de
su abuelo, Ramiro Fiol; muchísimo más incluso que de su padre, Pablo Fiol; a
pesar de que ambos son —como ella misma lo reconoce— mentores de su formación
política: «Desde mi abuelo, que fue un anarcosindicalista irreductible, la
política ocupó el lugar central en nuestra familia» (p. 79). Pero el abuelo
—aunque salvado por los imponderables de época— tenía el lastre ideológico del
anarquismo, corriente política del siglo XIX, signada por el individualismo o
espontaneísmo burgués o pequeñoburgués. Y por eso, no obstante haber sido admitido
para que asista a las reuniones en casa de J. C. Mariátegui, finalmente,
resultará ser su ofensor. En una de esas reuniones y en medio de una exaltación
anárquica y luego de reclamar la monserga de «la propaganda por los hechos»
(que hace recordar al lema odriísta de «hechos y no palabras»), dijo que «Todos
deberían llevar una pistola en el cinturón y una bomba bajo el brazo. Y, en
seguida, le dijo a Mariátegui mirando la silla de ruedas donde estaba sentado,
“Pero tú, José Carlos, no tienes nada que temer. Por razones obvias te
eximiremos de esta tarea”.» (p. 72). Y nadie, entre los contertulios, llama al
orden al energúmeno. Pero hay una justicia
poética que se encarga de establecer la sanción. Estos hechos resultan ser
desfasados, porque en páginas previas dice que la mujer de Ramiro Fiol ha
muerto en el año de 1933 (p. 69), sin embargo, al final del capítulo que es
cuando se da la escena ofensiva antes referida, el personaje se dirige a su
casa… «Pero esta vez no le contó a Belén Goyeneche [la esposa] sobre lo que
había ocurrido, pues quizá entonces tomó conciencia que ella estaba
definitivamente muerta y que era un extranjero en el mundo» (p. 73). Es decir,
según esta reflexión, los hechos han ocurrido después de muerta la mujer, o sea
en el año de 1933, si no después. Y Mariátegui muere en 1930. Si el exabrupto
frente a Mariátegui ha ocurrido en 1930 —o antes— ¿cómo es que «tomó conciencia
de que ella [su mujer] estaba definitivamente muerta» si su muerte ocurrirá
mucho después y no se ha dicho que su agonía durara tanto como para tomar su
expresión en sentido figurado?
Si nos atenemos a los postulados de la
novela esgrimidos en este texto, de que ella es «mentira, exageración,
transformación, invención»107, es obvio que esa escena es ficticia,
y por lo tanto esa falta de respeto a Mariátegui (sin que él mismo responda
—como ya lo ha hecho en otro momento de la novela aclarando temas doctrinarios—
y sin que exista ningún otro de los concurrentes que lo hiciera) es un elemento
reprochable al autor. Es probable que lo verosímil (aquello que no es verdad
pero da la sensación de que lo fuera) sea lo esencial de la narrativa, pudiendo
resumirse esa propuesta en la siguiente prescripción: «Si no es cierto, está
bien contado», como si se acotara: «parece verdad» (o el tristemente famoso
«roba pero hace obra»); pero si adelantas que vas a tratar de algo conocido y
lo sacas de contexto, entonces lo no cierto se convierte en mal contado, como
si se pretendiera hacer una estrella de lodo.
Pero veamos esa única vez en que
Mariátegui le retruca sus ideas a Ramiro Fiol: Se dice que este «… manifestó
que, (sic)108 para cualquier libertario de corazón y mente la tesis
de la ‘dictadura del proletariado’ resultaba aberrante a la naturaleza humana
porque toda dictadura en sí misma era nociva y maligna; aparte —agregó— que la
llamada ‘dictadura del proletariado’ era, en realidad, la dictadura de un
partido, el cual estaba conformado por individuos que una vez en el poder se
comportarían como todos los dictadores y tiranuelos que habían existido en la
historia» (pp. 7172). Y ahí surge la aclaración atribuida a José Carlos
Mariátegui: «José Carlos empezó afirmando que la implantación de la dictadura
del proletariado —tesis leninista planteada por primera vez por Marx en los días
que siguieron a la derrota de la Comuna de París— después del triunfo de la
revolución, medida extrema pero de carácter temporal, era necesaria para que la
idea anarquista de la destrucción del Estado dejara de ser una utopía y se
conviertiera (sic) en práctica concreta, en historia real, en el reino de la
libertad». Y es esto lo que —reclamamos— ha debido ocurrir con otras
expresiones lesivas a la cabal comprensión del marxismo, que no tienen
contrapartida. Incluso esa situación nos ha llevado a cuestionar en esta novela
la ausencia de un personaje contradictor que hubiera actuado como eje de
equilibrio. Incluso en el capítulo anterior destacamos a uno que pudo cumplir
ese papel: Pepe Corso. Pero, como dijimos ahí, se prefirió usarlo solo de
comodín para situaciones poco trascendentes.
Obviamente, frente a estas situaciones
es el autor quien tiene la potestad de decisión. Y en esa prerrogativa puede
reposar su tino o su pifia, que pueden, o no, ser advertidos por el lector,
pero que —eso sí— no pueden devenir argucias para la impunidad. Esa
responsabilidad se le puede atribuir incluso respecto de la inclusión de
Vallejo como elemento de utilería, para destacar la imagen del padre de
Arancibia, como hemos visto que se ha hecho lo mismo con Mariátegui, para
resaltar la imagen del anarquista abuelo de TF, aunque seguimos pensando que
esto lo hace para sugerir un paralelo con la imagen de los senderistas. Veamos
lo de Vallejo: «Cómo se jamoneaba papá Adrián hablando del Cholo Vallejo, de Korriskoso como lo llamaban dentro del Grupo.109
Afirmaba que el cholo tenía una piel cetrina, oscura y su rostro de piedra
parecía haber sido esculpido a punto de martillazos.» [Aclaremos: la expresión
es «a punta de martillazos», y, por
lo demás, ninguna escultura se trabaja así, pues en los casos más extremos se
usa un cincel. A martillazos se rompe una escultura]. Seguimos con la cita:
«Usaba una impresionante melena intensamente oscura y de hebras firmes.
Instigados por los poetas consagrados de la generación anterior, que lo
detestaban, ciertos petimetres de la aristocracia trujillana pretendieron
cortarle la melena y raparlo una noche cuando el Cholo regresaba a su cuartucho
del hotel del Arco. En las semanas siguientes, cada vez que trasnochaban
bebiendo cerveza en el bar América del jirón Independencia, los del grupo,
armados de manoplas, se turnaban para acompañar al Cholo de regreso a su
cuarto» (p. 164). Es más, la siguiente cita no deja de ser cizañante con
Vallejo, dice: «Y lo mejor de esta aventura, Bracamonte, es que después de
haber escuchado a César (y no obstante que entre los poemas que este recitó
hubo dos francamente atroces) el viejo comprendió que nada tenía que ver con
las musas» (p. 165). Eso de que Vallejo escribió «poemas atroces» (sin especificar
cuáles serían) es una especulación irrelevante y además vejatoria. Se puede
decir que con esta semblanza, MG ha pagado tributo a la tendencia anecdotaria
de Vallejo que se solaza en destacar los rasgos bohemios de su época
trujillana. Como dice Winston Orrillo: «Hay toda una cohorte de
neoapocalípticos que quieren ganar a río revuelto, y que se refocilan exhumando
los “errores políticos” de Vallejo, o poniendo en close up sus críticas al “socialismo real”, su seudo “trotskismo”
o, en fin, su condición “apristona” (y rememoran, para ello, las amistades
trujillanas del bardo, su integración en la bohemia de la capital del
Departamento de la Libertad)» (Orrillo, A-2006).
En la p. 261 hay otra mención
circunstancial de Mariátegui (y, por parte de un aprista, que busca ironizar
con él): «Perfectamente —lo había interrumpido Bracamonte—. Digamos que es la
prehistoria o, como diría tu admirado Mariátegui, tu edad de piedra en la
formación de tu conciencia política. Me gustaría que avanzáramos un poco más en
el tiempo. En realidad, quisiera que contaras cómo fue tu encuentro con el
APRA. Porque, discúlpame, todo lo que me has dicho es hojarasca, retórica
barata, compañero. O, para imitar tu propia retórica, solo me has hablado del
sustrato pantanoso que todos los peruanos llevamos dentro.» Esta última
expresión (generalizadora de lo negativo: ‘todos los peruanos llevan dentro un
sustrato pantanoso’) no solo constituye parte de la conciencia de un aprista
—lo cual la relativizaría— sino que es reiterada en otras ocasiones de la
novela, atribuida incluso al hombre en general, lo cual no solo compromete al
narrador sino también al autor.110 Apreciación apocalíptica que
sazona incluso la visión teórica que de la literatura peruana tiene MG, como
veremos en el tercer capítulo.
En la p. 117 se habla ‘del terrible
libelo de Alberto Hidalgo contra Haya’, pero se atenúa la responsabilidad de
este. Veamos: «Aunque en los crímenes que Hidalgo le achacaba al APRA (algunos
habrían sido ordenados directamente por Haya), carecían (sic) de pruebas y se
limitaba a propalar rumores, lo cierto es que existía una leyenda negra sobre
Haya y su partido que se remontaba a los años de su fundación…» Y aunque igual
ocurre con los crímenes que se le atribuyen a Stalin o al mismo SL, no se hace
esa salvedad que sí se da con Haya. Esto tal vez para cumplir con su
aprehensión de no incurrir ni en la apología ni en el panfleto (entrevista de La República), ¿pero sí en la infamia?
El símbolo «sic» hace ver que quien «carecía» de pruebas era Hidalgo (y no los
crímenes) por eso el verbo ha debido ir en singular, y para que concuerde con
el verbo siguiente: «se limitaba» (Hidalgo). Similar error hay en la p. 118: «…
habían calado los sentimientos anticomunistas que se propiciaba (sic:
propiciaban) dentro del aprismo», mejor debió quedar «el sentimiento
anticomunista», y en ese caso sí debió ir en singular.
_____
Notas
(103)
Nótese que se ha abierto el paréntesis y, a pesar de que se ha de cerrar líneas
más adelante, nosotros pensamos que ha debido ser aquí el cierre.
(104)
Para refrescar la memoria sobre este personaje se puede ver el siguiente enlace
de Ghiovanni Hinojosa: https://procrastinadorsite.wordpress.com/2016/02/09/doctor-sombra/
(105)
Haya «En conjunto tenía el aspecto de los señorones como los que había visto en
el Club Nacional, al comienzo le desagradó su voz estridente, un poco chillona,
pero de la cual se fue olvidando a medida que Víctor Raúl iba avanzando en su
discurso, convincente, irrebatible e irresistible» (p. 126). Y, más adelante se
dirá que «Cautivaba escucharlo hablar de temas que con los años harían
legendarias sus tertulias (…) Conocía y amaba a Shakespeare, tanto al autor de El mercader de Venecia como al otro
Shakespeare, el íntimo y secreto de los Sonetos»
(p. 169).
(106)
Aun cuando la frase siguiente sea una alusión irónica y subliminal a la
supuesta pederastia de Haya: «les alborotaba el cabello (a los jóvenes
militantes) casi con ternura preguntándoles por sus familiares y secretos
sueños.»
(107)
TF dice: «Pero dejé de interesarme en si lo que contaba era verdad, mentira o
invención. Porque sean lo que fueran, Morgan, las historias me resultaban
fabulosas» (p. 104).
(108)
Coma ociosa. En todo caso, debió ir otra coma —que justifique a la anterior—
después de la palabra ‘mente’.
(109)
Eduardo González Viaña confirma este apodo de Vallejo, en la p. 226 de su libro
Vallejo en los infiernos (2009), con
la diferencia de que ahí la última sílaba está escrita con doble “s”, aunque en
la p. 453 la escribe con una sola. Por su parte, Ricardo González Vigil dice
que ese apelativo (escrito con doble “s”) lo tomaron sus amigos «del
protagonista del cuento “Un poeta lírico” de Eça de Queiroz. Aludía así a
varios rasgos de César: aspecto físico, magra situación económica y tendencia a
enamorarse de mujeres que no le prestaban atención por razones sociales y
raciales (recordemos el claro componente andino del rostro del “cholo” Vallejo,
nada del gusto de la prejuiciosa “señorial” ciudad de Trujillo)» («Trayectoria de
Vallejo», en: César Vallejo, 2013, Poesía
completa, Lima: Copé, p. 13). Es dato que también consigna Stephen M. Hart,
2013, César Vallejo, una biografía
literaria. Lima, Edit. Cátedra Vallejo, pp. 34-35.
(110)
«… hasta en las acciones que la Historia reputa como más nobles, justas o
humanas, jugaron su papel motivaciones no necesariamente probas o incorruptas»
(p. 25). «… existen causas y guerras justas; por desgracia, una vez que se
desencadena la guerra, todas las fuerzas
beligerantes, incluso a las que las asiste la justicia de su causa, liberan las fuerzas irracionales de la
naturaleza humana…» (p. 246). Son, realmente, generalizaciones poco
dialécticas, hechas tal vez con el afán de minimizar las atrocidades ocurridas
en la época en que se ambienta la novela. Ese mecanismo subliminal se aprecia
incluso al tratar de SL de manera indirecta aludiendo a los actos terroristas
del anarquismo o el caudillismo de Haya (en paralelo a Guzmán) e, igualmente,
cuando habla de las actitudes de líder impositivo de Raúl Arancibia; por
ejemplo, en la p. 232, dice: «… como había escuchado al viejo Arancibia en sus
tertulias, todos los hombres albergaban dentro de sí a una bestia, la bestia
humana que se solaza con el sufrimiento, la sangre, el exterminio, lo cual
—peroraba— terminará por conducir a la destrucción de la civilización humana. Y
en esto, le dijo a Tamara, basé mi pedagogía; estimular los bajos instintos,
como los impulsos de la agresión y dominio, que tantos goces deparan.» Y
agrega: «Empezó por establecer un régimen de premios y castigos en los juegos;
se castigaba a los remolones, a los débiles, a los desobedientes y traidores; a
estos últimos se les castigaba con la expulsión, previo cargamontón y feroz
apanado.»
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