¿Filosofía en el Tawantinsuyo?
(Primera Parte)
Víctor Mazzi Huaycucho
Persistencia de una interrogación
En las últimas décadas se han
generado estudios y distintas propuestas interpretativas sobre el pensamiento
reflexivo Inka. Sin embargo, a pesar de las objeciones por integrar estudios
etnoculturales, lingüísticos y arqueológicos, se han desarrollado valiosos
estudios multidisciplinarios sobre los mismos, los que conducen a enmendar el
rechazo a concebir un pensamiento reflexivo en el Tawantinsuyu. Un conjunto de
manuscritos coloniales tempranos brindan valiosa información sobre el
pensamiento de los hamut'aq y el universo reflexivo que edificaron. Las
consideraciones interpretativas sobre similitud del pensamiento de los hamut'aq,
respecto a la filosofía europea, fueron destacados por Juan de Betanzos (1551),
Pedro Cieza de León (1553), Polo de Ondegardo (1560), Cristóbal de Molina
(1575), Joseph de Acosta (1590), Inka Garcilaso de la Vega (1609), Felipe Waman
Puma de Ayala (1616), Martín de Murúa (1616), Anello Oliva (1631), Antonio de
la Calancha (1638) y Bernabé Cobo (1653). Interpretaciones que se resaltan en
cada texto que alude a oraciones y ceremonias rituales Inka. Además, deben
agregarse los juicios de idolatrías que develaban el universo original de la
reflexión autóctona.
Después del siglo
XVII, la sabiduría y reflexión de los hamut'aq es registrado fragmentariamente,
debido en parte al predominio de la filosofía escolástica tardía. Dicha
hegemonía se impondrá en la discusión de tópicos filosóficos desde la
perspectiva teológica del cristianismo, situándonos en la periferia, como un
lejano apéndice que imita y sigue el ritmo evolutivo de la reflexión que se
irradiaba desde Europa. La filosofía colonial en el Perú se caracteriza como
reflexión de tierras extrañas, un conjunto de pensamientos surgidos desde un
contexto de desarraigo y añoranza de pertenencia eurocéntrica, excluyendo
nuestra propia condición y tradición histórica. El pensamiento reflexivo
colonial representó una filosofía escrita para convencer a un lector europeo,
antes que tal pensamiento reflexivo sirviera para brindar propuestas entre los
propios miembros del conjunto social heterogéneo y multidiverso, tal como se
lee en Diego de Avendaño (1668) y Juan Espinoza de Medrano (1688), entre otros.
Bailón Vargas
(2011:282), sostiene que la filosofía en el Perú durante este período resultó
un producto genuino de pensadores religiosos locales que buscaban categorías
como patrones de entendimiento colectivo dentro de un conglomerado heterogéneo.
Aunque tales reflexiones no consideran los tópicos reflexivos surgidos en el
Tawantinsuyu, éstas siguieron orientándose en preocupaciones reflexivas
exógenas, en ellas no hay vestigios del hamut'ayInka como el pensamiento
de la época. Sin embargo, es necesario reconocer que la idea
del relativismo propuesto por los religiosos jesuítas, resaltada por
Bailón, resultó el reconocimiento de la presencia de diversidad cultural que
había de atender en el pensamiento de la época.
Al silenciamiento
del hamut'ayInka en el circuito cultural colonial, se agregó la política
de terror colonial después del debelamiento de distintos levantamientos contra
el yugo español, cuyo clamor propugnaba la reinstauración del Tawantinsuyu. Después
de la derrota del levantamiento dirigido por Tupa Amaru II (1780), se intentó
eliminar todo rastro de sabiduría que pudieran legar los hamut'aq, llegándose
a prohibir incluso la circulación de los Comentarios Reales de los
Incas como fuente de lectura, precaviendo que pudiese servir para
reivindicar la memoria colectiva de un pasado ordenado y racional que se
contraponía al poder caótico colonial como sistema social.
La filosofía
colonial en Perú es percibida como un monólogo de naturaleza eurocéntrica, el
«otro» (habitante autóctono que sufre dominación) desaparece en toda referencia
y alusión sobre su ejercicio reflexivo y sabiduría logrados. Se concibe
«filosofía» como la disciplina externa, la que es introducida e «implantada»
como elemento cultural exclusivo, emanada desde un «centro» muy lejano,
ejercida por una élite intelectual salida de los conventos. Los elementos
culturales autóctonos son descartados y rechazados; en cierta medida, esta
condición refleja lo unilateral y arbitrario que resultó estudiar el
pensamiento de los hamut'aq, el cual perduró aún después de impuesto el dominio
colonial hispano.
Después de la
consolidación de la Independencia en 1824, el pensamiento autóctono sigue
sufriendo exclusión y se le aleja de todo centro de reflexión; la influencia
del pensamiento francés y del romanticismo germano, sugiere una condición muy
externa de autorreconocernos como centro del pensamiento en la condición de
haber seguido un proceso independentista guiado por criollos y mestizos que se apartaban
de la matriz cultural primigenia.
Durante las
primeras décadas del siglo XX se replantea la visión sesgada y excluyente del
pensamiento y reflexión autóctona, emergiendo un programa que asume lo propio
como motivo de reflexión dentro de un proyecto continental.
José Carlos
Mariátegui (1979:13), compartía las tesis sobre una unidad de América
«indo-española», considerando que todos los pueblos procedían de una matriz
cultural única. La causa de su cambio y ruptura fue la irrupción española que
destruyó las culturas autóctonas, uniformizándolas en todo el continente bajo
un patrón cultural ajeno, alterando todas sus fisonomías étnicas, políticas y
morales. Los hispanos impusieron a las poblaciones nativas una religión extraña
y un modelo económico que colisionó con la eficiente organización productiva
que manejaban los Inkas. La independencia del yugo español no se basó en
nacionalismos, porque —afirma Mariátegui— aún no había nacionalidades, «no era
un movimiento de las poblaciones indígenas. Era un movimiento de las
poblaciones criollas, en las cuales los reflejos de la Revolución francesa
habían generado un humor revolucionario».
La evolución
histórica de nuestra condición cultural conduce a interrogarse: ¿Existe ya un
pensamiento característicamente hispano-americano? Afirma (1979:25) que hay
evidencia de un pensamiento filosófico[1] francés,
alemán entre otros, pero no le parece evidente un pensamiento hispano-americano
por cuanto aún «está en elaboración»; y con ello «el continente, la raza»
también están en formación. Percibe que entre lo nacional y lo extranjero no
existe oposición, sino relaciones de mutua influencia, sostiene que «el Perú
contemporáneo se mueve dentro de la órbita de la civilización occidental». Una
ubicación del Perú en el panorama mundial es «un segmento, una parcela» que
presenta elementos culturales impropios, condición que le lleva a preguntarse
(1980:26):
¿Existe hoy una
ciencia, una filosofía, una democracia, un arte, existen máquinas,
instituciones, leyes, genuina y característicamente peruanos? ¿El idioma que
hablamos y que escribimos, el idioma siquiera, es acaso un producto de la gente
peruana?
Mariátegui
propugnaba el rescate y reintroducción de la cultura peruana de aquellos
«contornos originales» que permitieran distinguir lo propio de lo ajeno; de
ahí, su esquema de Peruanizar al Perú resultaba un proyecto de
«autoctonía». En la presentación al primer número de la revista Amauta —escribe
Mariátegui— que la elección del título «traduce...nuestra adhesión a la
Raza,... refleja ...nuestro homenaje al Incaismo». Adhesión que implicaba el
reconocimiento del «otro», los habitantes autóctonos que mantienen costumbres,
creencias y formas de vida, cuya cultura representa elementos y contornos de lo
genuino. Presta atención al movimiento «indigenista», cuya internalización le
permite comprender el universo oculto y la sabiduría del «mundo del indígena».
Sostiene que cualquier proyecto político en el Perú no podía prescindir del
«indio», él resulta el cimiento de nuestra nacionalidad en formación; sostiene
que «sin el indio no hay peruanidad posible», por lo que en la solución del
problema de la tierra y su redención social, «sus realizadores deben ser los
propios indios».
Una actitud de
distancia y alejamiento de la reconstrucción del pensamiento autóctono, se
originaba en la formación filosófica[2] de sus
representantes en nuestro continente. Estos constituyen una élite «superficial»
que se muestra ajena al proceso evolutivo nacional — continúa Mariátegui— entre
los cuales «no aflora el alma indígena», anidándose entre ellos «el sentimiento
más extranjero y postizo que en el Perú existe». La masa autóctona mostrada
como «deprimida y huraña» sólo muestra un comportamiento originado por la
brutalidad de la dominación colonial, la cual no había cambiado de método, en
el trato a sus miembros nativos, a pesar de la independencia de 1821. La
población autóctona «se mantiene extraña al proceso de formación de esa
peruanidad» que se suele exaltar entre los predicadores de un nacionalismo «sin
raíces en el suelo peruano».
Advierte que
durante las primeras décadas del siglo XX lo inkásico fue adverso entre
pensadores peruanos que renunciaron a sus propias raíces culturales generando
rechazo a entrelazar lo propio con lo ajeno. Para dichos filósofos el estudio
del pensamiento autóctono resultaba «un regreso a un pasado de mala ley».
Mariátegui (1980:21) acota que, no existió interés por investigar lo
históricamente propio[3]:
«El período de nuestra historia que más nos ha atraído no
ha sido nunca el período incaico. Esa edad es demasiado autóctona, demasiado
nacional, demasiado indígena para emocionar a los lánguidos criollos de la
República. Estos criollos no se sienten, no se han podido sentir, herederos y
descendientes de lo incásico.»
Los rasgos sobre lo propio y
autóctono pueden leerse en su comentario (1980:64) al texto de ValcárcelEl
rostro y el alma del Tawantinsuyu, analizando los conceptos «totemismo» y
«animismo» que provienen desde la antropología del siglo XIX, aplicada en el
estudio de la religión y de los mitos de los antiguos peruanos. Un esquema
crítico aflora en el análisis del concepto de animismo en el estudio
de la mentalidad del antiguo peruano:
«La teoría del «animismo» nos enseña que los indios, como
otros hombres primitivos, se sentían instintivamente inclinados a atribuir un
ánima a las piedras. Esta es, ciertamente, una hipótesis muy respetable de la
ciencia contemporánea. Pero la ciencia mata la leyenda, destruye el símbolo. Y,
mientras la ciencia, mediante la clasificación del mito de los «hombres de
piedra» como un simple caso de animismo, no nos ayuda eficazmente a entender el
Tawantinsuyu, la leyenda o la poesía nos presentan, cuajado en ese símbolo, su
sentimiento cósmico.»
Un análisis crítico que apela a
exógenas teorías para ajustadas a nuestro pasado, que no permiten comprender el
Tawantinsuyu, el sentimiento cósmico y las emociones del poblador autóctono;
una civilización Inka que es vista como lejanía histórica sin continuidad en el
presente, mucho menos en el futuro.
Había notado
Mariátegui que los elementos culturales del Tawantinsuyu se mantenían intactos
y que sobrevivían en los Andes «hondamente enraizado en la naturaleza». A raíz
de su postura en favor de la civilización Inka y de la reivindicación de sus
herederos hablantes de runasimi, genera un intenso debate sobre la condición
del «indio» y la tierra.
El debate del «indigenismo»
confrontó dentro del programa socialista la reivindicación de la tierra y la
condición de sus habitantes, cuyo estatus cultural desaparecía en los marcos de
la política y gobierno peruano, los que construían un Perú «sin el indio y
contra él».
Luis Alberto
Sánchez[4] criticó acremente las posturas de Mariátegui
como «batiburrillo indigenista», señalando que éste «defendía la cuestión de la
autoctonía, ya enamorado del vocablo amauta». Mariátegui respondió que el
programa de acción política que defendía no sería peruano ni siquiera
socialista «si no se solidarizase, primeramente, con las reivindicaciones
indígenas». Su «indigenismo» es propiamente una reivindicación del socialismo
peruano.[5]
La polémica
acerca del «indigenismo» reintrodujo en la agenda intelectual del Perú la
condición cultural que existía y existe, invisible y paralela a la realidad
oficial peruana, una historia viva que aún mostraba a retazos el antiguo
Tawantinsuyu entre la población de los Andes. El debate generó la necesidad de
un deslinde conceptual sobre las distintas referencias a «indio» e «indígena».
El primero, señala un error histórico que se ha mantenido para designar los
múltiples gentilicios que existían antes y después de 1492, manteniendo la
creencia europea de haber arribado a las costas de las «Indias», de ahí se
desprende la denominación alternativa como culturas «precolombinas» (antes de
Cristóbal Colón). El segundo, viene a simbolizar una designación conceptual
arbitraria de representación del sujeto subalterno residente en los Andes,
posterior a la independencia. Se consideró que el trueque y ausencia del uso de
monedas en el intercambio comercial, representaba absurdamente al poblador
nativo como «indigente».
La necesidad de
reconceptualizar las categorías sociales e históricas impone un nuevo marco
para el debate de la proyección del pensamiento y cultura Inka en los Andes
peruanos. Si bien las distancias sobre condición cultural e histórica se pueden
delimitar con precisión, no sucede lo mismo con las fuentes para su estudio.
Mariátegui (1980:63) sostiene que, sobre el Tawantinsuyu «los cronistas y sus
comentadores han escrito cosas fragmentarias» y que las mismas no han brindado
una visión real, «una verdadera teoría, una completa concepción de la civilización
incaica». Mariátegui había colocado los cimientos para el estudio del
pensamiento y la reflexión Inka, entrelazando el pasado con su presente como
una continuidad histórica ineludible. La reivindicación y reconstrucción de la
reflexión en el Tawantinsuyu dejaría una tarea pendiente que sería continuada
posteriormente por otros pensadores.
Después de las
reflexiones de Mariátegui se estructuran dos discursos opuestos y alternantes:
el universalista que proclama la hegemonía de un filosofar estrictamente bajo
los andamios occidentales; y un emergente autoctonismo que trata de hallar las
huellas de una genuina reflexión fuera del canon europeo. La pregunta de
Mariátegui sobre la existencia de un pensamiento hispano-americano como proceso
de reflexión surgida en nuestra América, tuvo como respuesta en Leopoldo Zea
(1948:171). El pensador mexicano se interroga acerca de la posibilidad de
existencia de una filosofía condicionada a problemas de una cultura propia. Zea
argumenta:
«Hablar de las posibilidades de una filosofía americana
no tiene otro sentido que el de hablar de la necesidad de que nosotros los
americanos hagamos auténtica filosofía. Esto es, de la necesidad de que
filosofemos en la misma forma como lo han hecho los filósofos. De la necesidad
de que nos planteemos auténticos problemas y dejemos de ser eco y reflejo de
ajenas vidas,...»
Este filosofar latinoamericano
sólo será realmente original y genuino en la medida que filosofemos sobre
nuestros propios problemas, sin que lo exógeno se perciba como dominante y
hegemónico. El requisito indispensable para establecer dicha originalidad
implica que debamos construir sistemas y categorías que se piensen desde el
propio idioma nativo y la genuina condición cultural, la reflexión de los propios
problemas existenciales, repensar sobre lo reflexionado por otros pensadores o
encuadrar nuestro pensamiento a los sistemas filosóficos en los cuales nos
encontramos. Este planteo (id: 172) señala una tarea, un fin y un proyecto, en
el cual:
«Si queremos hacer filosofía lo primero que tenemos que
hacer es filosofar. Filosofar sin más, sin preocuparnos porque esta actividad
nuestra sea o no reconocida como filosofía. No debemos empeñarnos en hacer
filosofía sino en filosofar. Esto es, debemos empeñarnos en la solución de
nuestros problemas.»
Estos argumentos invitan a
reflexionar de nuestra condición después del dominio colonial y la imposición
de un marco cultural impropio a los orígenes de la cultura en América, cuyas
máximas civilizaciones se ubican en México y Perú.
A las propuestas
de Mariátegui y la reflexión de Zea se complementan las ideas de Víctor Andrés
Belaunde. Ya en 1914 el polígrafo arequipeño, había pergeñado la idea que la
crisis que vivía el Perú sólo podía solucionarse reflexionando sobre la esencia
de sus problemas.
Los contornos y
esencialidad sobre el sentido de la peruanidad debe reconocer la presencia de
un pasado y una tradición Inka, una evolución cultural que aún tiene por
incorporar a sus miembros nativos, motivo de la crisis que se vivía al
negársele presencia y legitimidad en la evolución histórica.
Al afianzar sus
meditaciones sobre la evolución del Tawantinsuyu, Belaunde se interroga
(1987:37) sobre la relación conflictiva entre lo hispano e Inka:
«Existe pues entre el Perú actual y el incario el
elemento de la continuidad geográfica y, en gran pane, el elemento de la
continuidad biológica. ¿Puede afirmarse también que existe continuidad
psíquica? ¿Podemos contemplar la peruanidad como la continuidad del incario por
lo que se refiere al alma colectiva?»
La continuidad que reconoce
Belaunde recurre a los estudios de ArnoldToynbee, Philip Means y Louis Baudin
para denotar los grandes avances logrados en el Tawantinsuyu. Sostiene que la
«élite imperial Inka» realizó grandes aportes a la civilización mundial,
estableció sus legados sobre unidad política, misión civilizadora («el mérito
de los incas consistió en que atendieron la más alta cultura»), la justicia
social y la dignidad imperial.
Propone una
síntesis entre lo occidental y lo propio del Tawantinsuyu, debiendo fusionarse
bajo las consideraciones de una nueva filosofía que permita comprender la
complejidad evolutiva, pues «el Perú debe ser interpretado como un país de
mestizaje». Los diferentes enfoques desde los cuales se ha tratado sobre la
cultura peruana (1987:228-29) son: a) Hispanismo, que reduciría nuestra
cultura nativa a un simple calco de la cultura hispánica y despojaría de
fecundidad a nuestra propia cultura; b) Autoctonismo, como visión muy
pan i.il por reafirmar una «reversión histórica imposible» y la consiguiente
mutilación de nuestra realidad espiritual, y, c) Fusionismo, como un
concepto igualitario y una valorización falsa respecto a los elementos
culturales, y como, Síntesis viviente, que posibilita los fenómenos
de transculturación.
En cierta medida
Belaunde se acerca al autoctonismo cuando concibe criterios para establecer y
fundar los cimientos de una filosofía que reproduzca la tradición anterior y la
impulse hacia adelante resguardando lo propio y desarrollando lo recepcionado
del pensamiento hispano, el cual debe ser comprendido como reflexión
asimilada, herramienta útil para pensar sobre nuestra propia condición.
Francisco Miró
Quesada (1974:167), ha resumido la idea central sobre el proyecto del
filosofar en el Perú desde la visión del polígrafo:
«El ideal de Belaunde es crear una filosofía del Perú,
pero no como culminación de todo el posible movimiento filosófico peruano, sino
más bien como punto de partida y como instrumento para hacer posible que el
Perú, al tomar conciencia de sí mismo pueda participar en la gran corriente
universal de la filosofía. Una filosofía de la peruanidad es el medio
fundamental para que el Perú tome conciencia de sí mismo y sea una nación capaz
de pensar por sí misma.»
Hasta aquí podemos indicar que las
reflexiones sobre posibilidad y desarrollo de la filosofía en el Perú oscilan
entre dos proyectos muy diferenciados: cautoctonismo afirmativo y universalismo
asuntivo, aunque es muy difícil imponer una frontera exacta.
______________
[1] ¿Cuál es el significado sobre filosofía al que
recurre? Refiriéndose (1979:79) al texto Raza cósmicade José Vasconcelos y
sus tesis sobre «indología», escribe: «La filosofía recobra aquí su clásica
función de ciencia universal, que domina y contiene todas las ciencias y que
siente destinada, no sólo a explicar e iluminar la vida, sino a crearla,
proponiéndoles las metas de una incesante superación. El filósofo retorna a una
tradición en que encontramos a Platón y su República, para aplicar todas las
conquistas del conocimiento a la concepción del arquetipo o plan superior de
sociedad y de civilización».
[2] Resalta (1979:25) una condición de nuestros
intelectuales que aún hoy se repite: «Todos los pensadores de nuestra América
se han educado en una escuela europea. No se siente en su obra el espíritu de
la raza. La producción intelectual del continente carece de rasgos propios. No
tiene contornos originales. El pensamiento hispano-americano no es generalmente
sino una rapsodia compuesta con motivos y elementos del pensamiento europeo.
Para comprobarlo basta revistar la obra de los más altos representantes de la
inteligencia indo-íbera».
[3] Con la excepción de los trabajos arqueológicos de
Julio C. Tello en favor del autoctonismo en la matriz cultural del Antiguo
Perú.
[4] Vid. Aquézolo (1976:76) El «indigenismo, contra el
cual reacciona belicosamente el espíritu de Sánchez, no aparece, exclusiva ni
aún principalmente, como una elaboración de la inteligencia o el sentimiento
costeño. Su mensaje viene, sobre todo, de la sierra. No somos "nosotros
los costeños" los que agitamos, presentemente, la bandera de las
reivindicaciones indígenas. Son los serranos: son particularmente, los
cusqueños. Son los serranos más auténticos».
[5] Mariátegui presenta
rasgos de un enfoque etno-cultural. Si bien en Defensa del
marxismo señala que adhiere a un programa y un ideal al habérsele acusado
de «europeizante», se interna al estudio del problema del «indio» cuya
reivindicación señala el reconocimiento que su desarrollo autóctono no
necesitaba de la imposición externa de la cultura europea.
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