Desenlaces
del Ciclo Progresista
Claudio
Katz
EL 2015 CONCLUYÓ con significativos
avances de la derecha en Sudamérica. Macri llegó a la presidencia de Argentina,
la oposición obtuvo la mayoría en el parlamento venezolano y persisten las
presiones para acosar a Dilma en Brasil. También hay campañas de los
conservadores en Ecuador y habrá que ver si Evo obtiene un nuevo mandato en
Bolivia.
¿En qué momento
se encuentra la región? ¿Concluyó el periodo de gobiernos distanciados del
neoliberalismo? La respuesta exige definir las peculiaridades de la última
década.
CAUSAS Y RESULTADOS
El ciclo progresista surgió de
rebeliones populares que tumbaron gobiernos neoliberales (Venezuela, Bolivia,
Ecuador, Argentina) o erosionaron su continuidad (Brasil, Uruguay). Esas
sublevaciones modificaron las relaciones de fuerza, pero no alteraron la
inserción económica de Sudamérica en la división internacional del trabajo. Al
contrario, en un decenio de valorización de las materias primas todos los
países reforzaron su perfil de exportadores básicos.
Los gobiernos derechistas (Piñera, Uribe-Santos, Fox- Peña Nieto) utilizaron la
bonanza de divisas para consolidar el modelo de apertura comercial y
privatizaciones. Las administraciones de centro-izquierda (Kirchner-Cristina,
Lula-Dilma, Tabaré-Mugica, Correa) privilegiaron la ampliación del consumo
interno, los subsidios al empresariado local y el asistencialismo. Los
presidentes radicales (Chávez-Maduro, Evo) aplicaron modelos de mayor
redistribución y afrontaron severos conflictos con las clases dominantes.
La afluencia de
dólares, el temor a nuevas sublevaciones y el impacto de políticas expansivas
evitaron en la región los fuertes ajustes neoliberales que prevalecieron en
otras regiones. Los clásicos atropellos que padecía el Nuevo Mundo se
trasladaron al Viejo Continente. La cirugía de Grecia no tuvo correlato en la
zona y tampoco se padecieron los desgarros financieros que afectaron a
Portugal, Islandia o Irlanda.
Este desahogo
fue también un efecto de la derrota del ALCA. El proyecto de crear un área
continental de libre comercio quedó suspendido y ese freno facilitó alivios
productivos y mejoras sociales.
Durante el decenio imperó una drástica limitación del intervencionismo
estadounidense. Los marines y la IV flota continuaron operando, pero no
consumaron las típicas invasiones de Washington. Esta contención se verificó en
el declive de la OEA. Ese Ministerio de Colonias perdió peso frente a nuevos
organismos (UNASUR, CELAC), que intermediaron en los principales conflictos
(Colombia).
El
reconocimiento estadounidense de Cuba reflejó este nuevo escenario. Al cabo de
53 años Estados Unidos no pudo doblegar a la isla y optó por un camino de
negocios y diplomacia, para recuperar imagen y hegemonía en la región.
Esta cautela del
Departamento de Estado contrasta con su virulencia en otras partes del mundo.
Basta observar la secuencia de masacres que soporta el mundo árabe para notar
la diferencia. El Pentágono asegura allí el control del petróleo, aniquilando
estados y sosteniendo a gobiernos que aplastan las primaveras democráticas. Esa
demolición (o las guerras de saqueo en África) estuvieron ausentes en Sudamérica.
El ciclo
progresista permitió conquistas democráticas y reformas constitucionales
(Bolivia, Venezuela, Ecuador), que introdujeron derechos bloqueados durante
décadas por las elites dominantes. También se impuso un hábito de mayor
tolerancia hacia las protestas sociales. En este terreno, salta a la vista el
contraste con los regímenes más represivos (Colombia, Perú) o con los gobiernos
que utilizan la guerra contra el narcotráfico para aterrorizar al pueblo
(México).
El período progresista incluyó, además, la recuperación de tradiciones
ideológicas antiimperialistas. Esta reapropiación fue visible en las
conmemoraciones de los Bicentenarios que actualizaron la agenda de una Segunda
Independencia. En varios países este clima contribuyó al resurgimiento del
horizonte socialista.
El ciclo
progresista involucró transformaciones que fueron internacionalmente valoradas
por los movimientos sociales. Sudamérica se convirtió en una referencia de
propuestas populares. Pero ahora han salido a flote los límites de los cambios
operados durante esa etapa.
FRUSTRACIONES CON LA INTEGRACIÓN
Durante el 2015 las exportaciones
latinoamericanas declinaron por tercer año consecutivo. El freno del
crecimiento chino, la menor demanda de agro-combustibles y el retorno de la especulación
a los activos financieros tienden a revertir la valorización de las materias
primas.
Esa caída de
precios se afianzará si el shale coexiste con el petróleo tradicional y se
consolidan otros sustitutos de insumos básicos. No es la primera vez que el
capitalismo desenvuelve nuevas técnicas para contrarrestar el encarecimiento de
los productos primarios. Estas tendencias suelen arruinar a todas las economías
latinoamericanas atadas a la exportación agro-minera.
Las adversidades
del nuevo escenario se verifican en la reducción del crecimiento. Como la deuda
pública es inferior al pasado no se avizoran aún los colapsos tradicionales.
Pero ya declinan los recursos fiscales y se estrecha el margen para desenvolver
políticas de reactivación.
El ciclo progresista
no fue aprovechado para modificar la vulnerabilidad regional. Esta fragilidad
persiste por la expansión de negocios primarizados en desmedro de la
integración y la diversificación productiva. Los proyectos de asociación
sudamericana fueron nuevamente desbordados por actividades nacionales de
exportación, que incentivaron la balcanización comercial y el deterioro de
procesos fabriles.
Luego de la
derrota del ALCA surgieron numerosas iniciativas para forjar estructuras
comunes de toda la zona. Se propusieron metas de industrialización, anillos
energéticos y redes de comunicación compartidas. Pero estos programas han
languidecido año tras año.
El banco regional, el fondo de reserva y el sistema cambiario coordinado nunca
se concretaron. Las normas para minimizar el uso del dólar en transacciones
comerciales y los emprendimientos prioritarios de infraestructura zonal
quedaron en los papeles.
Tampoco se puso en marcha un blindaje concertado frente a la caída de los
precios de exportación. Cada gobierno optó por negociar con sus propios
clientes, archivando las convocatorias a crear un bloque regional.
El congelamiento
del Banco del Sur sintetiza esa impotencia. Esta entidad fue especialmente
obstruida por Brasil, que privilegió su BNDS o incluso un Banco de los BRICS.
La ausencia de una institución financiera común socavó los programas de
convergencia cambiaria y moneda común.
La misma
fractura regional se verifica en las negociaciones con China. Cada gobierno
suscribe unilateralmente acuerdos con la nueva potencia asiática, que acapara
compras de materias primas, ventas de manufacturas y otorgamientos de créditos.
China prioriza
los emprendimientos de productos básicos y retacea la transferencia de
tecnología. La asimetría que estableció con la región sólo es superada por la
subordinación que impuso en África.
Las consecuencias de esta desigualdad comenzaron a notarse el año pasado,
cuando China redujo su crecimiento y disminuyó sus adquisiciones en
Latinoamérica. Además, comenzó a devaluar el yuan para incrementar sus
exportaciones y adecuar su paridad cambiaria a las exigencias de una moneda
mundial. Estas medidas acentuaron su colocación de mercancías baratas en
Sudamérica.
Hasta ahora
China se expande sin exhibir ambiciones geopolíticas o militares. Algunos
analistas identifican esta conducta con políticas amigables hacia la región.
Otros observan en ese comportamiento una estrategia neocolonial de apropiación
de los recursos naturales. En cualquier caso el resultado ha sido un aumento
geométrico de la primarización sudamericana.
En lugar de
establecer vínculos inteligentes con el gigante asiático para contrapesar la
dominación estadounidense, los gobiernos progresistas optaron por el
endeudamiento y la atadura comercial. En UNASUR o CELAC nunca se discutió como
negociar en bloque con China para suscribir acuerdos más equitativos.
Los fracasos en
la integración explican el nuevo impulso que logró el Tratado del Pacífico. Los
TLCs rebrotan con la misma intensidad que decae la cohesión sudamericana.
Estados Unidos tiene objetivos más nítidos que en la época del ALCA. Alienta un
convenio con Asia (TTP) y otro con Europa (TTIP) para asegurar su preeminencia
en actividades estratégicas (laboratorios, informática, medicina, militares).
En el escenario que sucedió al temblor del 2008 promueve con renovada
intensidad el libre-comercio.
Sudamérica es un
mercado apetecido por todas las empresas transnacionales. Estas compañías
exigen tratados con mayor flexibilidad laboral y explícitas ventajas para
litigar en los pleitos de contaminación ambiental. Estados Unidos y China
rivalizan utilizando estos mismos instrumentos de apertura comercial.
Chile, Perú y
Colombia ya aceptaron las nuevas exigencias librecambistas del TTP en materia
de propiedad intelectual, patentes y compras públicas. Sólo esperan lograr
mayores mercados para sus exportaciones agro-minerales. Pero la gran novedad es
la disposición del gobierno argentino a participar en ese tipo negociaciones.
Macri pretende destrabar el acuerdo con la Unión Europea e inducir a Brasil a
cierta participación en la Alianza del Pacífico. Ha registrado que el gabinete
de Dilma incluye representantes del agro-negocio, más proclives a la
liberalización comercial que al industrialismo del MERCOSUR.
Un test de los
TLCs se verificará en las tratativas de otro convenio negociado en secreto por
50 países, con cláusulas extremas de liberalización en los servicios (TISA).
Esta iniciativa ya afrontó un rechazo en Uruguay, pero las tratativas
continúan. El ciclo progresista está directamente amenazado por la avalancha de
libre-comercio que propicia el imperio.
FALLIDOS NEO-DESARROLLISTAS
Los límites del progresismo han sido
más visibles en los intentos nacionales de implementar políticas
neo-desarrollistas. Estos ensayos pretendieron retomar la industrialización con
estrategias de mayor intervención estatal, para imitar el desenvolvimiento del
Sudeste Asiático. A diferencia del desarrollismo clásico promovieron alianzas
con el agro-negocio y apostaron a un largo período de reversión del deterioro
de los términos de intercambio.
Al cabo de una
década no lograron avanzar en ninguna meta industrializadora. La expectativa de
igualar el avance asiático se diluyó, ante la mayor rentabilidad que genera la
explotación de los trabajadores en el Extremo Oriente. La esperanza de
conductas emprendedoras de los empresarios locales se desvaneció, frente a la
continuada exigencia de auxilios estatales. La promoción de un funcionariado
eficiente quedó neutralizada por la recreación de ineptas burocracias.
El principal
intento neo-desarrollista se llevó a cabo en Argentina durante el decenio que
sucedió al estallido del 2001. Ese experimento fue erosionado por múltiples
desequilibrios. Se renunció a administrar en forma productiva el excedente agrario
mediante un manejo estatal del comercio exterior. También se confió en
empresarios que utilizaron los subsidios para fugar capital sin aportar
inversiones significativas. Además, se apostó a un virtuosismo de la demanda
cimentado en aportes de los capitalistas, que prefirieron remarcar los precios.
El modelo preservó todos los desequilibrios estructurales de la economía
argentina. Afianzó la primarización, potenció el estancamiento de la provisión
de energía, perpetuó un esqueleto industrial concentrado y sostuvo un sistema
financiero adverso a la inversión. El mantenimiento de una política impositiva
regresiva impidió modificar los pilares de la desigualdad social.
Las tensiones
acumuladas inducían a un viraje regresivo que el candidato del kirchnerismo
(Scioli) eludió al perder los comicios. Postulaba un programa gradual de ajuste
con re-endeudamiento, devaluación, arreglo con los buitres, mayores tarifas y
recortes del gasto social.
En Brasil se ha
discutido si el gobierno del PT gestiona una variante conservadora de
neo-desarrollismo o una versión regulada del neoliberalismo. Como allí no se
afrontó la crisis y la rebelión popular que convulsionaron a la Argentina, los
cambios de política económica tuvieron menor intensidad.
Pero al cabo de
un decenio los resultados son semejantes en ambos países. La economía brasileña
se ha estancado y la expansión del consumo no ha resuelto las desigualdades
sociales, ni masificado a la clase media. Hay mayor dependencia de
exportaciones básicas y un fuerte retroceso industrial. Los privilegios al
capital financiero persisten y el agro-negocio sofoca cualquier esperanza de
reforma agraria.
Dilma introdujo el viraje conservador que el progresismo evitó en Argentina.
Ganó la elección cuestionando el ajuste promovido por su rival (Aecio Neves) y
desconoció esas promesas frente a las presiones de los mercados. Designó un
ministro de economía ultra-liberal (Levy) que reprodujo el debut de Lula con
personajes del mismo tipo (Palocci).
Durante el 2015
esta gestión ortodoxa generó subas de tasas y aumentos de tarifas. Dilma
justificó el recorte de las políticas sociales y mantuvo las ventajas que
tienen los financistas para acumular fortunas. Pero al comienzo del nuevo año
remplazó al hombre de los banqueros por un economista más heterodoxo (Barbosa),
que promete un ajuste fiscal más pausado para atenuar la recesión. Este giro no
anticipa salidas al pantano que generan las políticas conservadoras.
Ecuador ha padecido la misma involución del neo-desarrollismo. Correa debutó
con una reorganización del estado que potenció el mercado interno. Aumentó los
ingresos fiscales, otorgó mejoras sociales y canalizó parte de la renta hacia
la inversión pública.
Pero
posteriormente enfrentó todos los límites de experimentos análogos y optó por el
endeudamiento y el privilegio de las exportaciones. Suscribió un TLC con
Europa, facilita la privatización de las carreteras y entrega campos maduros de
petróleo a las grandes compañías.
Las falencias
del neo-desarrollismo han obstruido el ciclo progresista. Ese modelo intentó
canalizar los excedentes de la exportación hacia actividades productivas. Pero
enfrentó resistencias del poder económico y se sometió a esas presiones.
EL NUEVO TIPO DE PROTESTAS
Durante la última década se atenuaron
los estallidos de descontento popular. Todas las administraciones contaron con
un significativo colchón de ingresos fiscales para lidiar con las demandas
sociales. La derecha recurrió al asistencialismo, la centroizquierda concretó
mejoras sin afectar a los poderosos y los procesos radicales facilitaron
conquistas de mayor gravitación.
En toda la región hubo mayor distensión social y los principales conflictos se trasladaron al plano político. Se verificaron grandes resistencias contra las acciones destituyentes de la derecha y gigantescas movilizaciones para apuntalar las batallas electorales. Pero no se registraron levantamientos equivalentes al periodo pre-progresista. Sólo la heroica respuesta al golpe de Honduras se aproximó a esa escala.
La combatividad
popular se expresó en otros terrenos. Irrumpieron multitudinarias
manifestaciones de estudiantes chilenos por la gratuidad de la educación y se
consumó una llamativa huelga general en Paraguay. También se observaron activas
demandas de los campesinos, indígenas y ambientalistas en Colombia y Perú.
Pero la principal novedad de la etapa fueron las protestas sociales en los
países gobernados por la centroizquierda. En un contexto de fuertes presiones
políticas de la derecha, esa interpelación desde abajo puso de relieve la
insatisfacción popular.
El desafío fue
notorio en Argentina. Primero se extendieron las huelgas de los docentes y
estatales. Luego apareció el rechazo al pago de un impuesto que grava a los
asalariados de mayores ingresos. Este disgusto detonó cuatro paros generales en
el 2014-2015. La masividad de estas acciones sorprendió a los gremialistas del
oficialismo que se opusieron a la protesta.
En Brasil el
descontento emergió en las jornadas de julio del 2013. Las grandes
manifestaciones para reclamar mejoras en el transporte y la educación
convulsionaron a las principales ciudades. Estas peticiones no sólo
constituyeron reclamos de “segunda generación” suplementarios de lo ya logrado.
Expresaron el fastidio con las condiciones de vida. Ese malestar se verificó en
los cuestionamientos a los gastos superfluos realizados para financiar el
Mundial de Futbol, en desmedro de las inversiones en educación.
Finalmente en Ecuador, las movilizaciones sociales e indígenas incrementaron su
presencia callejera y alcanzaron el año pasado un pico de masividad. Correa
respondió con dureza y autoritarismo, ensanchando la grieta que separa al
oficialismo de amplios sectores populares.
¿POR QUÉ AVANZA LA DERECHA?
El arribo de Macri a la presidencia
representa el primer desplazamiento electoral de una administración
centroizquierdista por sus adversarios conservadores. Este viraje no es
comparable a lo ocurrido en Chile con la victoria de Piñera sobre Bachelet.
Allí se registró una acotada sustitución dentro de las mismas reglas neoliberales.
Macri es un
crudo exponente de la derecha. Triunfó recurriendo a la demagogia, la
despolitización y las ilusiones de concordia. Con promesas vacías transformó
los virulentos cacerolazos en una oleada de votos.
El nuevo
mandatario ya designó un gabinete de gerentes para administrar el estado como
si fuera una empresa. Inició una drástica transferencia regresiva de ingresos
mediante la devaluación y la carestía. Recurre a los decretos para criminalizar
la protesta social y prepara la anulación de los logros democráticos.
El triunfo de
Macri no fue una casualidad. Estuvo precedido por la negativa del progresismo a
asumir numerosas demandas que la derecha recogió en forma distorsionada y
demagógica. Esta responsabilidad del kirchnerismo es omitida por sus
seguidores.
Algunos progresistas observan la victoria del PRO como una desventura pasajera
y esperan retomar el gobierno en pocos años, desconociendo las probables
modificaciones del mapa político en ese interregno. Otros suponen que la
elección se perdió por mala suerte o por el desgaste de 12 años, como si ese
cansancio siguiera una cronología fija.
Quienes atribuyen el desenlace electoral a la prédica ciertamente efectiva de
los medios de comunicación hegemónicos, no aceptan que al mismo tiempo falló el
armado alternativo de la propaganda oficial. Lo mismo vale para quienes se
burlan de la “pos-política” del macrismo, sin registrar la decreciente
credibilidad del discurso kirchnerista. El fastidio con la corrupción, el
clientelismo y la cultura justicialista de verticalismo y lealtad explican la
victoria de Macri.
La ofensiva reaccionaria para acosar a Dilma no logró los resultados de
Argentina, pero desconcertó al gobierno brasileño durante todo el 2015. Los
derechistas comenzaron con grandes manifestaciones en marzo, que no pudieron
sostener en agosto y menos aún en diciembre. Las movilizaciones sociales contra
el golpe institucional siguieron en cambio un curso opuesto y se engrosaron con
el paso del tiempo.
El Tribunal Supremo frenó por ahora el juicio político y el gobierno logró un
alivio, que utiliza para reordenar alianzas a cambio de cierto desahogo fiscal.
Pero Dilma sólo ha conseguido una tregua con sus oponentes en el Congreso y los
medios de comunicación.
Al igual que en Argentina el progresismo elude cualquier explicación de ese
retroceso. Simplemente maniobra para asegurar la supervivencia del gobierno,
mediante nuevos pactos con el poder económico, las elites provinciales y la
partidocracia.
Sus teóricos
evitan indagar la involución del PT que erosionó su base social al aceptar los
ajustes. En la última elección Dilma ganó por muy poco y compensó con votos del
nordeste los sufragios perdidos en el sur. El sostén de las viejas bases
obreras del PT disminuyó frente al clientelismo tradicional.
Además, el
gobierno está manchado por graves escándalos de corrupción. Han salido a flote
negociados con la elite industrial, que retratan las consecuencias de gobernar
en alianzas con los acaudalados. En vez de analizar esta dramática mutación,
los teóricos del progresismo reiteran sus genéricos mensajes contra la
restauración conservadora.
Una regresión
semejante se observa en Ecuador. La gestión de Correa está signada por un gran
divorcio entre la retórica beligerante y la administración del status quo. El
presidente polemiza con los derechistas y es implacable en sus denuncias de la
injerencia imperial. Pero cada día cruza una nueva barrera en la aceptación del
libre-comercio y en la confrontación con los movimientos sociales.
También aquí los análisis del progresismo se limitan a redoblar las alertas
contra la derecha. Omiten la desilusión que genera un presidente comprometido
con la agenda del establishment. Este giro explica su reciente decisión de
renunciar a un próximo mandato.
LA CENTRALIDAD DE VENEZUELA
El desenlace del ciclo progresista se
juega en Venezuela. Lo que sucede allí no es equivalente a lo acontecido en
otros países. Estas diferencias son desconocidas por quienes equiparan los
recientes triunfos de la derecha venezolana y argentina. Ambas situaciones son
incomparables.
En el primero
caso los comicios se desarrollaron en medio de una guerra económica, con
desabastecimiento, hiperinflación y contrabando de las mercancías subsidiadas.
Fue una campaña llena de pólvora, paramilitares, ONGs conspirativas y
provocaciones criminales.
La derecha preparaba sus típicas denuncias de fraude para descalificar un
resultado adverso en los comicios. Pero ganó y no logra explicar cómo pudo
registrarse esa victoria bajo una “dictadura”. Por primera vez en 16 años
obtuvieron mayoría en el Parlamento e intentarán convocar a un revocatorio para
deponer a Maduro.
Como no están
dispuestos a esperar hasta el 2018 se avecina un gran conflicto con el
Ejecutivo. Promoverán en el Congreso exigencias inaceptables, con el explícito
propósito de acosar al presidente (liberar golpistas, transparentar la
especulación, anular conquistas sociales).
Ningún rasgo de ese escenario se observa en Argentina. No sólo Capriles tiene
prioridades muy distintas a Macri, sino que el chavismo difiere
significativamente del kirchnerismo. El primero surgió de una rebelión popular
y declaró su intención de alcanzar objetivos socialistas. El segundo se limitó
a capturar los efectos de una sublevación y siempre enalteció al capitalismo.
En Venezuela
hubo redistribución de la renta afectando los privilegios de las clases
dominantes y en Argentina se repartió ese excedente sin alterar
significativamente las ventajas de la burguesía. El empoderamiento popular que
desencadenó el chavismo no se equipara con la expansión del consumo que
promovió el kirchnerismo. Tampoco el proyecto antiimperialista del ALBA guarda
semejanzas con el conservadurismo del MERCOSUR (Cieza, 2015; Mazzeo, 2015;
Stedile, 2015).
Pero la
principal singularidad de Venezuela proviene del lugar que ocupa en la
dominación imperial. Estados Unidos concentra todos sus dardos contra eses
país, para recuperar el control de las principales reservas petroleras del
continente. Por eso mantiene una estrategia de agresión permanente.
Basta observar
la guerra que libró el Pentágono en Medio Oriente -demoliendo a Irak y Libia-
para notar la importancia que le asigna al control del crudo. El Departamento
de Estado puede reconocer a Cuba y discutir con presidentes adversos, pero
Venezuela es una presa no negociable.
Por esta razón
los medios de comunicación hegemónicos martillean día y noche sobre el mismo
país, con imágenes de un desastre que requiere salvamento externo. Los
golpistas son presentados como víctimas inocentes de una persecución, omitiendo
que Leopoldo López fue condenado por los asesinatos perpetrados durante las
guarimbas. Cualquier tribunal estadounidense hubiera dictado sentencias mucho
más duras frente a esas tropelías. La diabolización mediática busca aislar al
chavismo para incentivar mayores condenas de la socialdemocracia.
Esta campaña no
logró resultados hasta la reciente victoria electoral de la derecha. Ahora se
disponen a retomar los planes para tumbar a Maduro, combinando el desgaste que
promueve Capriles con la destitución violenta que impulsa López. Tratan de
empujar al gobierno a una situación caótica para repetir el golpe institucional
perpetrado en Paraguay.
Macri es el
articulador internacional de esa conspiración. Encabeza todos los
cuestionamientos a Venezuela, mientras criminaliza la protesta en Argentina.
Gobierna por decreto en su país y exige respeto a los parlamentarios de otra
nación.
El líder del PRO
ya sugiere sanciones contra el nuevo socio del MERCOSUR, pero no habla de
Guantánamo, ni menciona los padecimientos de los presos políticos en las
cárceles estadounidenses. Pospuso su exigencia de sanciones a Venezuela a la
espera de mayores definiciones de Dilma. Pero volverá a la dureza si estima
oportuno acompañar las provocaciones de López.
DEFINICIONES IMPOSTERGABLES
El chavismo ha debido confrontar con
fuertes agresiones por la radicalidad de su proceso, la furia de la burguesía y
la decisión imperial de manejar el petróleo. El contraste con Bolivia es
llamativo. También allí ha primado un gobierno radical-antiimperialista. Pero
el Altiplano no tiene la relevancia estratégica de Venezuela y arrastra un
nivel muy superior de subdesarrollo.
Evo mantuvo la
hegemonía política y logró un crecimiento económico significativo. Forjó un
estado plurinacional desplazando a las viejas elites racistas e impuso por
primera vez la autoridad real de ese organismo en todo el territorio.
Hasta ahora la
derecha no pudo disputarle el gobierno, pero hay una batalla abierta en torno a
la reelección de Morales. En cualquier caso Bolivia no afronta aún las
impostergables definiciones que debe asumir el chavismo.
Desde la caída
del precio del petróleo Venezuela sufre un drástico recorte de los ingresos.
Están amenazadas las importaciones requeridas para el funcionamiento corriente de
la economía. También se verifica un gran desborde del déficit fiscal, la brecha
cambiaria, la inflación y la emisión.
Ya no alcanza
con la simple constatación de la guerra económica. También hay que registrar la
incapacidad del gobierno para enfrentar ese atropello. A Maduro le ha faltado
la firmeza que tuvo Fidel durante el período especial. El sabotaje económico es
efectivo porque la burocracia estatal continúa sosteniendo con los dólares de
PDVSA, un sistema cambiario que facilita el desfalco organizado de los recursos
públicos (Gómez Freire, 2015; Aharonian, 2016; Colussi, 2015).
Este des-manejo acentúa el estancamiento del modelo distribucionista, que
canalizó inicialmente la renta hacia programas asistenciales y no logró
posteriormente gestar una economía productiva.
El escenario
actual ofrece una nueva (y quizás última) oportunidad para reordenar la
economía. Resulta imprescindible cortar el uso de las divisas para el
contrabando de mercancías y el ingreso de importaciones encarecidas. Ese fraude
enriquece al funcionariado aburguesado y subleva a la población. No basta con
reorganizar PDVSA, controlar las fronteras o encarcelar a ciertos delincuentes.
Sin remover a los corruptos el proceso bolivariano se auto-condena al declive.
El chavismo
necesita un contragolpe para recuperar sostén popular. Varios economistas han
elaborado detallados programas para implementar otra gestión cambiaria, a
partir de la nacionalización de los bancos y el comercio exterior. Como ya no
hay dólares suficientes para solventar las importaciones y pagar la deuda
habría que encarar también una auditoria de ese pasivo.
Maduro ha
declarado que no se rendirá. Pero en la delicada situación actual no alcanzan
las definiciones por arriba. La supervivencia del proceso bolivariano exige
construir un poder popular desde abajo. Ya existe una legislación que define
las atribuciones del poder comunal. Sólo esos organismos permitirían sostener
la batalla contra capitalistas que burlan controles cambiarios y recuperan
excedentes petroleros.
El ejercicio del
poder comunal está bloqueado desde hace años por una burocracia que empobrece
al estado. Ese sector sería el primer afectado por una democracia desde abajo.
Al comenzar el año Maduro instaló una asamblea del poder comunal. Pero el
verticalismo del PSUV y la hostilidad hacia las corrientes más radicales
obstruyen esa iniciativa (Guerrero, 2015; Iturriza, 2015; Szalkowicz, 2015;
Teruggi, 2015).
Cualquier
impulso a la organización comunal redoblará las denuncias de la prensa
internacional contra la “violación de la democracia” en Venezuela. Estos
cuestionamientos serán propagados por los artífices del golpe estadounidense en
Honduras y por los inspiradores de la farsa institucional que derrocó a Lugo en
Paraguay.
Son los mismos personajes que silencian el terrorismo de estado imperante en
México o Colombia. Han debido aceptar la institucionalidad cubana dentro de
UNASUR, pero no están dispuestos a tolerar el desafío de Venezuela. Confrontar
con ese establishment mediático es una prioridad en todo el continente.
OCULTAMIENTOS DERECHISTAS
El nuevo escenario sudamericano ha
envalentonado a la derecha. Piensa que llegó su hora y promete cerrar el ciclo
“populista”, para reemplazar el “intervencionismo por el mercado” y el
“autoritarismo por la libertad”.
Con estos
mensajes oculta su responsabilidad directa en la devastación sufrida durante
los años 80 y 90. Los gobiernos progresistas impugnados aparecieron frente al
colapso económico y el desangre social generado por los neoliberales. La
derecha no sólo retrata ese pasado como un proceso ajeno a sus gestiones.
También encubre lo que sucede en los países que gobierna.
Pareciera que los únicos problemas de América Latina se ubican fuera de ese
radio. Este engaño ha sido construido por los medios hegemónicos de
comunicación, que pasan por alto cualquier información adversa a las
administraciones derechistas.
El apañamiento es tan descarado que el grueso de la población desconoce
cualquier información ajena a los países objetados por la prensa dominante. Los
medios describen la inflación y las tensiones cambiarias reinantes en los
gobiernos impugnados, pero omiten el desempleo y la precarización imperantes en
las economías neoliberales.
También resaltan
la “pérdida de oportunidades” que ocasiona el control de los capitales y
silencian los terremotos que provoca la desregulación. Despotrican contra el
“artificio del consumo” y ocultan el deterioro generado por la desigualdad.
Pero la omisión
más grosera se ubica en el funcionamiento del estado. La derecha impugna el
“paternalismo discrecional” vigente en el área progresista y desconoce el
desmoronamiento que afecta a los narco-estados, expandidos al calor del libre
comercio y la desregulación financiera. Tres economías ponderadas por su grado
de apertura y afinidad con el capital -México, Colombia y Perú- sufren esa
corrosión del estado.
México padece el
nivel de violencia más dramático de la región. Ningún funcionario de alto rango
ha sido encarcelado y numerosos territorios están bajo control de bandas
criminales. En Colombia los carteles de la droga financian presidentes,
partidos y sectores del ejército. En Perú el grado de complicidad oficial con
el tráfico de drogas incluyó la conmutación de penas a 3200 condenados por ese
delito.
Ninguno de estos datos es difundido con la insistencia que se retratan las
desventuras de Venezuela. Esta dualidad comunicacional se extiende al tema de
la corrupción. La derecha presenta esta adversidad como una gangrena del
progresismo, olvidando la participación protagónica de los capitalistas en los
principales desfalcos de todos los estados.
Los grandes
medios exponen los detalles del oscuro manejo oficial del dinero público en
Venezuela, Brasil o Bolivia. Pero no hablan de los casos más escandalosos que
afectan a sus protegidos. La indignación colectiva que precipitó la reciente
renuncia del presidente de Guatemala no encabeza los noticieros.
La derecha
recurre a las mismas unilateralidades mediáticas parar embellecer el modelo
económico de Chile. Este esquema es ponderado por sus privatizaciones,
ocultando el asfixiante endeudamiento de las familias, la precarización laboral
y las miserables pensiones de la jubilación privada. Tampoco se comenta el
freno del crecimiento y el aumento de la corrupción, que socavan las reformas
de la educación y la previsión social prometidas por Bachelet.
El contraste entre el paraíso neoliberal y el infierno progresista también
incluye el silenciamiento del único caso de cesación de pagos del 2015. Puerto
Rico se quedó sin plata para financiar el despojo de sus recursos humanos
(emigración), naturales (reemplazo de la agricultura por la importación de
alimentos) y económicos (deslocalización de la industria y el turismo).
Las
consecuencias del neoliberalismo no tienen espacio en los periódicos, ni
minutos en los informativos. La derecha discute el fin del ciclo progresista
omitiendo lo que sucede fuera de ese universo.
¿UN PERÍODO POS-LIBERAL?
La engañosa mirada de la derecha sobre
el ciclo progresista contrasta con el importante debate que se desenvuelve en
la izquierda, entre teóricos de la continuidad y del agotamiento de ese
período.
El primer enfoque resalta la solidez de las transformaciones de la última
década. Subrayan los logros socio-económicos, los avances en la integración,
los aciertos geopolíticos y las victorias electorales (Arkonada, 2015a; Sader,
2015a).
La consistencia
que observan en los cambios operados se verifica en el uso del calificativo
pos-liberal para describir ese ciclo. Estiman que una etapa “pos” ha dejado
atrás a la fase precedente por la contundencia de las mutaciones registradas.
Con este enfoque polemizan con las visiones que remarcan el declive de ese
proceso (Itzamná, 2015; Sader, 2016b; Rauber, 2015).
El triunfo de
Macri, el avance de Capriles-López y la parálisis de Dilma o Correa han
moderado estas apreciaciones e inducido a ciertas críticas. Algunos resaltan
los efectos nocivos de la burocracia o las falencias en la batalla cultural
(Arana, 2015; Arkonada, 2015b).
Pero en general mantienen la caracterización del período y subrayan las
limitaciones de la ofensiva conservadora. Resaltan la debilidad de ese
proyecto, la transitoriedad de sus éxitos o la proximidad de grandes
resistencias sociales (Puga Álvarez, 2015; Arkonada, 2015b).
Esta visión no permite registrar hasta qué punto la profundización del patrón
extractivista ha socavado el ciclo progresista. La sintonía de ese esquema
económico con las administraciones derechistas no se extiende a sus pares de
centroizquierda. Estos gobiernos son afectados por las nefastas consecuencias
de un modelo que deteriora el empleo e impide el desarrollo productivo. Esta
contradicción es mucho más severa en los procesos radicales.
El supuesto de
un periodo pos-liberal omite esas tensiones. No sólo olvida que la superación
del neoliberalismo exige comenzar a revertir la primarización de la región.
También recurre a muchas indefiniciones en la caracterización del período.
Nunca se aclara si el pos-liberalismo está referido a los gobiernos o a los
patrones de acumulación.
A veces se
sugiere que conforma un período contrapuesto al Consenso de Washington. Pero en
ese caso se enfatiza el giro político hacia la autonomía, desconociendo la
persistencia del patrón de exportaciones básicas.
También se
argumenta que un cambio más sustancial del modelo económico desborda lo que
puede encarar América Latina. Este giro supondría virajes más significativos en
un capitalismo multipolar en gestación. Pero nadie precisa como esas
transformaciones alterarían la fisonomía tradicional de la región. Lo ocurrido
en la última década ilustra un curso de primarización, contrapuesto a los pasos
que debería transitar la región para forjar una economía industrializada,
diversificada e integrada.
El enfoque afín
al progresismo también reivindica el basamento económico neo-desarrollista del
último decenio resaltando sus contrastes con el neoliberalismo. Pero no
registra las numerosas áreas de complementariedad entre ambos modelos. Tampoco
nota que ningún ensayo de mayor regulación estatal ha revertido las
privatizaciones, erradicado la precariedad laboral, o modificado los pagos de
la deuda.
Estas
insuficiencias no constituyen el “precio a pagar” por la gestación de un
escenario pos-liberal. Perpetúan la dependencia y la especialización
primario-exportadora.
Es cierto que en
la última década hubo mejoras sociales, mayor consumo y cierto crecimiento.
Pero estos repuntes ya ocurrieron en otros ciclos de reactivación y
valorización exportadora. Lo que no ha cambiado es el perfil del capitalismo
regional y su adaptación a los requerimientos actuales de la mundialización.
Cuando este dato
es ignorado se tiende a observar avances donde hay estancamiento y logros
perdurables donde imperan los desaciertos. El trasfondo del problema es la
santificación del capitalismo como único sistema factible. Los teóricos del
progresismo descartan la implementación de programas socialistas o a lo sumo
aceptan su eventualidad para futuros lejanos.
Con ese
presupuesto imaginan la viabilidad de esquemas heterodoxos, inclusivos o productivos
de capitalismo latinoamericano. Cada evidencia de fracaso de este modelo es
sustituida por otra esperanza del mismo tipo, que desemboca en desengaños
semejantes.
OFICIALISMO SIN REFLEXIÓN
Los problemas reales que afectan al
progresismo son frecuentemente eludidos, cuestionando exclusivamente a la
burocracia, la corrupción o la ineficiencia. Se olvida que esas adversidades
suelen acosar en algún momento a todos los modelos económicos y no constituyen
una peculiaridad de la última década.
Como se supone,
además, que la única alternativa frente a esas administraciones es el retorno
conservador se justifican conductas que terminan facilitando la restauración
derechista.
Este
comportamiento se corroboró durante las protestas que irrumpieron bajo los gobiernos
de centroizquierda. Los oficialistas rechazaron estas manifestaciones
observando una mano de la derecha en su gestación. Cuestionaron a los
“desagradecidos” que ganaron las calles, desconociendo lo hecho por las
administraciones progresistas.
Durante los paros de Argentina (2014-15) el progresismo repitió los argumentos
tradicionales del establishment. Objetó el carácter “político” de las huelgas,
omitiendo que ese perfil no reduce su legitimidad. Arremetió contra la
“extorsión de los piquetes”, olvidando que ese chantaje es ejercido por las
patronales y no por los activistas. Ignoró que esos cortes protegen de
sanciones a los trabajadores precarizados sin derecho a la protesta.
Otros
progresistas descalificaron las huelgas afirmando que “mañana todo seguirá
igual”, como si un acto de fuerza de los trabajadores no favoreciera su
capacidad de negociación. Incluso presentaron la huelga como un acto de
“egoísmo” de los asalariados con mayores sueldos, cuando esa ventaja ha
permitido motorizar las mayores resistencias sociales de la historia argentina.
En Brasil la
reacción del PT fue semejante. No participó en el inicio de las jornadas del
2013, expresó su desconfianza hacia los manifestantes y sólo aceptó la validez
de las marchas cuando se masificaron. El gobierno se limitó a acusar a la
derecha de incentivar el descontento, en lugar de registrar la desilusión
popular con una administración que designa ministros neoliberales.
La hostilidad
hacia las acciones callejeras fue un resultado de la involución del PT. Ese
partido perdió sensibilidad hacia los reclamos populares al estrechar vínculos
con el empresariado y los banqueros. Su cúpula gestiona la economía al servicio
de los capitalistas y se sorprende cuando sus bases sociales demandan lo que
siempre reclamaron.
Las mismas
tensiones salieron a flote en Ecuador frente a numerosas peticiones de los
movimientos sociales en defensa de la tierra y el agua. Como estas marchas
coincidieron con rechazos de la derecha a los proyectos impositivos del
gobierno, los oficialistas subrayaron la convergencia de ambas acciones en un
mismo proceso de restauración conservadora. En vez de propiciar una
aproximación a los reclamos sociales para forjar un frente común contra los
reaccionarios, el progresismo acompañó ciegamente a Correa.
Lo ocurrido frente a las protestas en los tres países gobernados por la
centroizquierda ilustra como las administraciones progresistas toman distancia
(en vez de aproximarse) al movimiento popular. De esa forma pavimentan el
repunte de la derecha.
DISTINCIONES PERDURABLES
Las tesis pos-liberales son objetadas
por otros autores que remarcan el agotamiento del ciclo progresista, como
consecuencia del extractivismo. Estiman que los emprendimientos mega-mineros
(Tipnis, Famaitina, Yasuni, Aratiri) y la primacía de la soja o los
hidrocarburos han impedido reducir la desigualdad social. Consideran, además,
que todos los gobiernos de América Latina convergen en un “consenso de
commodities” que acentúa la primarización (Svampa, 2014; Zibechi, 2016, Zibechi,
2015ª).
Esta visión
describe correctamente las consecuencias de un modelo que privilegia las
exportaciones básicas. Pero postula erróneamente la preeminencia de una
fisonomía uniforme en la región. No registra las significativas divergencias
que separan a los gobiernos derechistas, centroizquierdistas y radicales en
todos los terrenos ajenos al extractivismo.
Venezuela no
erradicó la gravitación del petróleo, Bolivia no se liberó de la centralidad
del gas y Cuba mantiene su atadura al níquel o el turismo. Pero esta
dependencia no convierte a Maduro, Evo o Raúl en mandatarios semejantes a Peña
Nieto, Santos o Pinera. Las exportaciones básicas prevalecen en toda la
economía latinoamericana sin definir el perfil de los gobiernos.
Al resaltar los
nefastos efectos del extractivismo se evita la ingenua visión pos-liberal. Pero
las limitaciones del progresismo no se reducen al reforzamiento del patrón
agro-minero. Tampoco el neo-desarrollismo se define por esa dimensión. Si la
impronta extractiva constituyera el rasgo principal de ese modelo, no
presentaría diferencias significativas con el neoliberalismo.
Los nuevos
desarrollistas han intentado canalizar la renta agro-minera hacia el mercado
interno y la recomposición industrial. Fallaron en ese objetivo, pero tuvieron
una pretensión ausente en sus adversarios librecambistas.
Es importante
precisar estas distinciones para elaborar alternativas. De la exclusiva
contraposición en torno al extractivismo no emergen esas respuestas. Frente al
capitalismo pos-liberal impulsado por los teóricos de la continuidad del ciclo
progresista, sus objetores no postulan la opción socialista. Más bien enuncian
genéricas convocatorias a proyectos centrados en la multiplicación de
comunidades auto-gestionadas.
Este horizonte
localista suele desechar la necesidad de un estado administrado por las
mayorías populares, que concilie la protección del medio ambiente con el
desenvolvimiento industrial. América Latina necesita nacionalizar los
principales resortes de su economía, para financiar emprendimientos productivos
con la renta agro-minera.
Los beneficiarios de estas propuestas serían las mayorías laboriosas y no las
minorías capitalistas. Aquí radica la principal diferencia del socialismo con
el neo-desarrollismo.
Los teóricos del
declive progresista cuestionan el autoritarismo de los gobiernos de ese signo.
Describen restricciones a las libertades públicas, agresiones al movimiento
indígena y reforzamientos del presidencialismo. También denuncian la
sustitución de dinámicas de hegemonía por lógicas coercitivas y el
silenciamiento de las voces independientes frente a la palabra oficial (Svampa,
2015; Gudynas, 2015; Zibechi, 2015b).
Pero ninguna de
estas tendencias ha convertido a una administración de centroizquierda en un
gobierno de la reacción. El único caso de ese tipo sería Ollanta Humala, que se
disfrazó de chavista y ejerce la presidencia con mano dura y entrega
neocolonial.
Es importante reconocer estas diferencias para tomar distancia de los mensajes
que divulga la derecha contra el “autoritarismo” y el “populismo”. Mientras que
los políticos conservadores buscan unificar las críticas al progresismo en un
engañoso discurso común, la izquierda necesita delimitarse. Repudiar
explícitamente los argumentos o posturas de los reaccionarios es la mejor forma
de evitar esa trampa.
Conviene no olvidar que radicalizar los procesos empantanados por las
vacilaciones del progresismo es una meta contrapuesta a la regresión
neoliberal. Por eso pueden existir áreas de convergencia con la centro-izquierda
pero nunca con la derecha. La confrontación con los reaccionarios es un
requisito de la acción política popular.
Estas distinciones se verifican en todos los planos y tienen especial vigencia
en el terreno democrático. El progresismo puede adoptar actitudes coercitivas
pero no actúa estructuralmente con patrones represivos. Por esta razón un
pasaje de formas hegemónicas (consenso) a dominantes (coerción) en la gestión
estatal es habitualmente acompañado por cambios en el tipo de gobierno. Las diferencias
entre la centroizquierda y la derecha que aparecieron al inicio del ciclo
progresista persisten en la actualidad.
CONTROVERSIAS CONCRETAS
Todos los debates en curso asumen
actualmente en Venezuela un contenido urgente. Allí no se discuten diagnósticos
genéricos de continuidad o agotamiento de la etapa, sino propuestas específicas
de radicalización o involución del proceso bolivariano.
El primer
planteo es alentado por los revolucionarios. Rechazan los pactos con la
burguesía, promueven acciones efectivas contra los especuladores y auspician la
consolidación del poder comunal. Estas iniciativas retoman la audacia que
caracterizó a las revoluciones exitosas del siglo XX. Propician tomar la
iniciativa antes que la derecha gane la partida (Conde, 2015; Valderrama,
Aponte, 2015; Aznárez, 2015; Carcione, 2015).
El segundo
enfoque es alentado por los socialdemócratas y los funcionarios que lucran con
el status quo. Sus teóricos no explicitan claramente un programa. Ni siquiera
objetan abiertamente las tesis radicales. Simplemente soslayan las
definiciones, sugiriendo que el gobierno sabrá encontrar el camino correcto.
Con esa actitud
suelen denunciar la culpabilidad del imperialismo en todos los atropellos que
sufre Venezuela, pero no aportan propuestas para derrotar esas agresiones.
Convocan a redoblar los esfuerzos contra la “ineficiencia” o el “descontrol”,
sin mencionar la nacionalización de los bancos, la expropiación de quienes
fugan capital o la auditoria de la deuda.
En la disyuntiva
actual la simple reivindicación del proceso bolivariano (y de la adhesión que
preserva) no resuelve ningún problema. Sin discutir abiertamente por qué el
chavismo perdió votantes activos, no hay forma de revertir el mayor
predicamento de la derecha. Tampoco alcanza señalar elípticamente que el
gobierno “no supo o no pudo” adoptar las políticas adecuadas.
Más desacertado
aún es culpabilizar al pueblo por su “olvido” de lo otorgado por el chavismo.
Esta forma de razonar supone que las mejoras concedidas paternalmente por una administración
deben ser aplaudidas sin chistar. Es la mirada contrapuesta al poder comunal y
al protagonismo de trabajadores que construyen su propio futuro.
Los proyectos de capitalismo pos-liberal chocan con la realidad venezolana.
Allí se comprueba el carácter fantasioso de ese modelo y la necesidad de abrir
caminos anticapitalistas para impedir la restauración conservadora. Rechazar
estos senderos con un recetario de imposibilidades simplemente conduce a bajar
los brazos.
Algunos pensadores coinciden con esta caracterización, pero estiman que “ya
pasó el momento” para avanzar en esa dirección. ¿Pero cómo se determina esa
temporalidad? ¿Cuál es el barómetro para dictaminar el fin de un proceso
transformador?
La pérdida de
entusiasmo, el repliegue a la vida privada y las proclamas de “adiós al
chavismo” son datos de la coyuntura. Pero muchas veces el pueblo reaccionó
frente a situaciones de extrema adversidad. No sería la primera vez que las
divisiones y los errores de la derecha precipitan un contragolpe bolivariano.
IDENTIDAD SOCIALISTA
La persistencia, renovación o extinción
del ciclo progresista en la región depende de la resistencia popular. No se
puede indagar la continuidad o cancelación de ese período omitiendo esta
dimensión. Es un gran error evaluar cambios de gobiernos ignorando los niveles
de lucha, organización o conciencia de los oprimidos.
Por el momento
la derecha tiene la iniciativa, pero el signo del período se definirá en las
batallas sociales que seguramente precipitarán los propios conservadores. El
resultado de esos conflictos no sólo depende de la disposición de lucha. La
influencia de corrientes socialistas, antiimperialistas y revolucionarias será
un factor clave de ese final.
Las tradiciones
de estas vertientes han sido actualizadas en la última década por movimientos
sociales y procesos políticos radicales. Una nueva generación de militantes
retomó especialmente el legado de la revolución cubana y el marxismo
latinoamericano.
Chávez jugó un
papel clave en esa recuperación y su fallecimiento afectó severamente el
renacimiento de la ideológica socialista. Ese impacto fue tan grande que indujo
a buscar referentes sustitutos. La centralidad asignada al Papa Francisco es un
ejemplo de esos reemplazos, que suelen confundir roles de mediación con papeles
de liderazgo.
Es
incuestionable la utilidad de ciertas figuras para negociar con los enemigos.
El primer latinoamericano que accede al Papado aporta una buena carta de
intermediación con el imperialismo. Su presencia puede servir para romper el
bloqueo económico sobre Cuba, contrarrestar el sabotaje a las negociaciones de
paz en Colombia o interceder frente a las bandas criminales que operan en la
región. Sería insensato desperdiciar el puente que aporta Francisco para
cualquiera de esas tratativas.
Pero esa función
no implica protagonismo del Papa en las batallas contra el capitalismo
neoliberal. Muchos suponen que Francisco encabeza esa confrontación, a través
de mensajes contra la desigualdad, la especulación financiera o la devastación
ambiental.
No registran que estas proclamas contradicen la continuada fastuosidad del
Vaticano y su financiamiento a través de oscuras operaciones bancarias. El
divorcio entre prédica y realidad ha sido un clásico de la historia
eclesiástica.
El Papa retoma
también varios preceptos de la doctrina social de la Iglesia, que auspician
modelos de capitalismo con mayor injerencia estatal. Estos esquemas buscan
regular los mercados, alentar la compasión de los poderosos y garantizar la
sumisión de los desposeídos. Desenvuelven una ideología forjada durante el
siglo XX en polémica con el marxismo y sus influyentes ideas de emancipación.
Las concepciones de la Iglesia no han cambiado. Francisco intenta retomarlas
para recuperar la pérdida de adhesión que sufre el catolicismo a manos de
credos rivales. Esas religiones se han modernizado, son más accesibles a las
clases populares y están menos identificadas con los intereses de las elites
dominantes.
La campaña del Vaticano cuenta con el beneplácito de los medios de comunicación
que enaltecen la figura de Francisco, ocultando su cuestionado pasado bajo la
dictadura argentina. Bergoglio mantiene su vieja hostilidad a la Teología de la
Liberación, rechaza la diversidad sexual, niega los derechos de las mujeres y
evita la penalización de los pedófilos. Encubre, además, obispos impugnados por
las comunidades (Chile), canoniza misioneros que esclavizaron indígenas
(California) y facilita las agresiones contra el laicismo.
Es un error
suponer que la izquierda latinoamericana se construye en un ámbito compartido
con Francisco. No sólo persiste una gran contraposición de ideas y objetivos.
Mientras que el Vaticano continúa reclutando fieles para disuadir la lucha, la
izquierda organiza protagonistas de la resistencia.
Es tan importante
reforzar esta actitud combativa como afianzar la identidad política de los
socialistas. La izquierda del siglo XXI se define por su perfil
anticapitalista. Batallar por los ideales comunistas de igualdad, democracia y
justicia es la mejor forma de contribuir a un desemboque positivo del ciclo
progresista.
25-1-2016.
RESUMEN
El ciclo progresista surgió de
rebeliones populares que modificaron las relaciones de fuerza en Sudamérica.
Hubo mejoras sociales, conquistas democráticas, y frenos a la agresión
imperial. Pero se acentuó el extractivismo exportador y la balcanización comercial.
Los convenios de cada país con China ilustran fracturas en la integración que
han facilitado el resurgimiento de los tratados de libre comercio.
El progresismo quedó afectado por ensayos neo-desarrollistas fallidos, que no
lograron canalizar las rentas agro-exportadoras hacia actividades productivas.
El gasto social permitió distender la protesta, pero el descontento se extendió
bajo los gobiernos de centroizquierda.
La derecha logró la presidencia de Argentina por las inconsistencias del
kirchnerismo, se fortaleció en Brasil por la mutación conservadora del PT y
despunta en Ecuador por las falacias del discurso oficialista. Los
conservadores ocultan la corrupción, el narco-tráfico y la desigualdad que
acosan a sus gobiernos.
Venezuela
batalla contra la intención estadounidense de retomar el control de su
petróleo. Un contragolpe chavista requiere poder comunal para erradicar el
desfalco de divisas que enriquece a la burocracia. Se define la radicalización
o la involución del proceso bolivariano.
La caracterización
del ciclo progresista como un período pos-liberal omite las continuidades con
la fase previa e ignora los conflictos con el movimiento popular. Pero la
preeminencia del extractivismo no uniforma a los gobiernos, ni convierte a las
administraciones de centro-izquierda en regímenes represivos. Los proyectos
socialistas ofrecen el mejor desemboque para la etapa en curso.
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http://www.contrapunto.com.sv/opinion/tribuna/crisis-de-los-gobiernos-progresistas, 20-1
Un buen y amplio articulo que abre un debate sobre la Situacion Internacional de laIzquierda y el Socialismo.
ResponderEliminarLos Mariateguistas , usando la metodologia de Jose Carlos , en la escena de Crisis Mundial tenemos mucho que analizar...