Sobre la
Política Despobladora del Clero Español en el Siglo XVII*
Emilio
Choy
La
expulsión de los moros de España era un asunto que se había planeado mucho
antes que llegara al poder Felipe III, porque ya el día de su nacimiento (16 de
abril de 1578) el padre Vargas, haciendo de profeta, les apostrofaba a los
moriscos: "Pues que os negáis absolutamente a venir a Cristo, sabed que
hoy ha nacido en España el que os habrá de arrojar del reino" (1).
La "venida a Cristo"
invocada por el padre Vargas era, en realidad, la exigencia del sometimiento
económico de los moros. Porque la libertad religiosa de que gozaban los libraba
de pagar una serie de impuestos a la iglesia, y esto, como es lógico, no
solamente iba en perjuicio directo de los intereses del clero, sino que además
servía de mal ejemplo a los agobiados campesinos católicos. Por eso también el
patriarca de Antioquía, don Juan de Ribera, le había aconsejado a Felipe II la
expulsión de los moros.
En 1609 Juan de Ribera le escribió al
duque de Lerma señalándole la necesidad de expulsar de la península a todos los
moros, denunciando las vinculaciones que éstos tenían con los de Argel y con
los corsarios berberiscos y turcos. Decía que la derrota de la Armada
Invencible era un aviso del cielo para que se extirpara de España la herejía.
Es probable que existiera alguna
conspiración por parte de los moros, pero ello se debía, en todo caso, a las
provocaciones que sufrían constantemente. La Fuente dice que en esta campaña
antimusulmana, el tenaz prelado continuaba su acción contra
"los codiciosos de dinero y
atentos a guardarlo, y dedicándose a los oficios y artes más a propósito para
adquirirlo, venían a ser la esponja de la riqueza de España; y la mejor prueba
de ello era, que habitando en lo general en lugares pequeños y en tierras
estériles, pagando a los señores el tercio de los frutos y estando tan cargados
de fardos este era el nombre del tributo que pagaban moros y judíos, todavía
eran ricos, mientras los cristianos, que cultivaban las tierras más fértiles,
se hallaban en la mayor pobreza" (2).
La
Fuente comenta acerca de los moros: "De modo que de su laboriosidad y de
su economía les hacía un delito y una acusación, cuando debiera presentarlo
como un mérito" (3).
La nobleza, sin embargo, defendió a
los moriscos, alegando que la supuesta conspiración a que se referían los
monjes era un complot de ellos. Al fin, el clero terminó por imponerse, después
de la tregua de Flandes en que los holandeses se independizaron de los
Habsburgo. La ordenanza de expulsión establecía que, en el término de tres
días, todos los moriscos, hombres y mujeres, bajo pena de vida, habían de embarcarse
en los puertos que cada comisario les señalara. Más de 150 mil moriscos fueron
arrojados, entonces, sólo del reino de Valencia, debido a que eran prósperos y
hacían producir las tierras pobres, pagaban el tributo al señor feudal, así
como los impuestos correspondientes. El saldo fue la intensa concentración de
las propiedades en pocas manos y manos muertas. Habíase convertido, como decía
Modesto La Fuente, "de reino el más florido de España, un páramo seco y
deslucido por la expulsión de los moros" (4). De otros lugares de España
salieron, igualmente, centenares de miles de moros, dejando quebrantadas la
agricultura, la manufactura y el comercio; y disminuyendo la producción en
todos los renglones.
Los gananciosos fueron unos pocos
señores y el clero, o sea, el segundo Estado. Afírmase que el duque de Lerna y
sus hijos percibieron, en "concepto del producto de la venta de las casas
de los moriscos, cinco millones de reales" (5). No en vano este
consejo de los miembros del Segundo Estado, dentro de España, fue calificado
hasta por el Cardenal Richelieu, en sus Memorias, de "el consejo más osado
y bárbaro de que hace mención la historia de todos los anteriores siglos” (6).
Berganza, se expresaba como
irracional de la manera siguiente:
"Lo que yo dije no fue poner ley, sino
prometer que me mordería la lengua cuando murmurase; pero ahora no van las cosas por el
tenor y rigor de las antiguas: hoy se
hace una ley, y mañana se rompe, y quizá conviene que así sea. Ahora promete
uno de enmendarse de sus vicios, y de allí a un momento cae en otros mayores. Una cosa es alabar la
disciplina y otra el darse con ella, y, en efecto, del dicho al hecho hay gran
trecho. Muérdese el diablo, que yo no quiero morderme ni hacer finezas detrás
de una estera, donde de nadie soy visto que pueda alabar mi honrosa determinación".
Cipión
le contesta:
"Según eso, Berganza, si tú
fueras persona, fueras hipócrita, y todas las obras que hicieras fueran
aparentes, fingidas y falsas, cubiertas con la capa de la virtud, sólo porque
te alabaran, como todos los hipócritas hacen".
Estas
expresiones nos permiten explicar el tremendo elogio que los perros hacen de
los hijos de Loyola en otra parte del diálogo entre ellos.
"Berganza: No sé qué tiene la
virtud, que con alcanzárseme a mí tan poco o nada de ella, luego recibí gusto
de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos
benditos padres (jesuitas) y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando
las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro
en el camino de la virtud, que juntamente con las letras les mostraban.
Consideraba cómo los reñían con suavidad, los castigaban con misericordia, los
animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los sobrellevaban con
cordura; y, finalmente, cómo les pintaban la fealdad y horror de los vicios, y
les dibujaban la hermosura de las virtudes, para que, aborrecidos ellos y
amadas ellas, consiguiesen el fin para que fueron criados.
“Cipión: Muy bien dices, Berganza;
porque he oído decir de esa bendita gente, que para repúblicos del mundo no los
hay tan prudentes en todo él, y para guiadores y adalides del camino del cielo,
pocos les llegan. Son espejos donde se mira la honestidad, la católica
doctrina, la singular prudencia, y finalmente la humildad profunda, base sobre
quien se levanta todo el edificio de la bienaventuranza”.
*Fragmento
de La Política Española del Siglo XVII.
Publicado en La Gaceta de Lima,
junio-julio-agosto de 1960, Año II, Nº11, p.5.
Notas
[1] Citado
por Modesto La Fuente, Historia
de España, Madrid, 1840, Parte, III, Libro III, Capítulo XV.
[2] Lug.
cit. La Fuente toma estas palabras de
Diálogo de los Perros. El autor identifica en forma equivocada el
pensamiento de Cervantes con las expresiones de Berganza. Porque esto ha sido
ya aclarado por el P. Pablo Ladrón de Guevara, de la Compañía de Jesús, cuando
comentaba, en Novelistas Malos
y Buenos, segunda edición, Bilbao, s.a., pág. 102, que un crítico
de Cervantes, Villegas, había dicho del Coloquio de Perros que el elogio a los
jesuítas fue entre perros, "que son animales irracionales; para darnos a
entender Cervantes que cuando alabó a los jesuítas de ser los mejores
repúblicos y de que daban tan buen mano para llevar las almas al cielo, quiso
decir que únicamente lo podían conseguir en una república de seres
irracionales".
[3] Lug.
cit.[4] Lug. Cit
[5] Lug. cit.
[6] Lug. cit.
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