Prólogo a la Cuarta Edición de “Perú: Mito y Realidad”
(Segunda Parte)
Julio Roldán
La
América Mágica. El Oro del Perú
VEAMOS
CÓMO LO AFIRMADO EN LOS PRIMEROS PÁRRAFOS de este Cuarto prólogo se concretiza en América Latina, en un primer nivel.
De igual manera en el Perú, en un segundo nivel. A sabiendas de que en el Viejo
Mundo se imaginó, algo queda, el mito de la América-mágica. De igual manera,
algo queda, el mito del Perú-oro.
Aquí podemos comprobar, cómo la
fantasía, el deseo, la equivocación, el mito, para el mundo oficial, verdad
indiscutible, se ha convertido en cultura. Por otro lado la fantasía se ha
transformado en realidad. La falsedad en certeza. Luego el tinglado discurre
sin contratiempos. Multiplicando los fenómenos con apenas palparlos.
Reproduciéndose espontáneamente en el imaginario popular. Actuando
inconscientemente en la representación simbólica de los pueblos. Todo ello a
fuerza de repetirse, ya lo dijimos, se ha convertido en cultura. Ha devenido
tradición.
Muchas veces las colectividades,
como los individuos, consecuencia de leyes, o, en su defecto, del azar en la
historia, nacen a la vida pública como prolongación de la imaginación. Como
consecuencia de los sueños. Como resultado de la fantasía. A la par con ello,
de igual manera, con nombres falsos. Con nombres prestados. Con nombres
invertidos. Con sobrenombres y, cuando no, con nombres confundidos, los que al
correr del tiempo, particularmente estos últimos, terminan convirtiéndose en
sus auténticos nombres.
Por lo afirmado, la siguiente
pregunta es pertinente: ¿Tiene alguna incidencia en la futura vida de los
individuos y pueblos este nudo de fantasías y confusiones en el origen?
Preguntamos esto en la medida que los vocablos, además de simbolizar hechos,
codificar datos y representar acciones, tienen el rol de ordenar la razón y dar
sentido a los sentimientos. Para los que creen en la “identidad” personal o en
las “identidades” locales, regionales, nacionales, continentales, raciales o
culturales, el nudo mencionado es de capital importancia, en la medida de que
para ellos la raíz determina, en gran parte, el denominado espíritu del pueblo.
El origen determina, de la misma forma, el denominado inconsciente colectivo.
Para los que afirman lo contrario, es decir, que la “identidad”, o
“identidades”, no son más que construcciones ideológicas, la vida es mucho más
llevadera. Consecuentemente, la pregunta no tendría sentido.
Cuando decimos que el deseo, la
fantasía y la casualidad tienen su papel en la formación de los individuos y
pueblos, en determinados momentos históricos y bajo determinadas circunstancias
socioculturales, no es meramente retórica literaria. Pasamos a ejemplarizar lo
afirmado en dos conceptos que en esta parte del presente prólogo nos ocupa: La América mágica. El oro del Perú.
El Continente americano, antes de
ser descubierto, habría sido deseado y hasta inventado por los europeos. Con
tonos distintos, con argumentos diferentes, desde los tiempos bíblicos, pasando
por el Medioevo, hasta el Renacimiento, se buscaba, se esperaba, que en alguna
parte del mundo esté ubicado El paraíso
terrenal. El país de Jauja. La ciudad de El dorado. La fuente de la juventud. El valle de las amazonas. El Nuevo Mundo. Es por ello que hasta
cierto punto, hasta determinado momento, el descubrimiento primero y la
aparición del Nuevo Mundo después materializaron esta esperanza, concretizaron
este deseo; vinieron a dar el espacio tangible a los personajes de la fábula
imaginados en el Viejo Mundo desde hacía muchos siglos atrás.
Alfonso Reyes (1889-1959) confirma
lo que estamos diciendo cuando afirma: “Antes de ser descubierta, América era
ya presentida en los sueños de la poesía y en los atisbos de la ciencia. A la
necesidad de completar la figura geográfica, respondía la necesidad de
completar la figura política de la Tierra. El rey de la fábula poseía la moneda
rota: le faltaba el otro fragmento para descifrar la leyenda de sus destinos.
Ora se hablaba, como en la Atlántida
de Platón, de un Continente desaparecido en el vórtice de los océanos; ora,
como en la Última Tula de Séneca, de
un Continente por aparecer más allá de los horizontes marinos.”
A renglón seguido, el ensayista
agrega: “Antes de dejarse sentir por su presencia, América se deja sentir por
su ausencia. En el lenguaje de la filosofía presocrática, digamos que el mundo,
sin América, era un caso de desequilibrio en los elementos, de extralimitación,
hybris, de injusticia. América, por
algún tiempo,
parecía
huir frente a la quilla de los fascinados exploradores.” (Reyes, 1960: 60 y 61)
Este deseo se incrementó, hasta se
confirmó, cuando llegan a Europa las primeras noticias de la hoy América. Con
esta información, la fábula tiene sus personajes. El mito se hace realidad. Lo
imposible deviene real. La sombra ha encontrado su cuerpo. Esto se comprueba
mejor leyendo los escritos que circulan en el Viejo Mundo describiendo al
mágico Nuevo Mundo. Para la ocasión, las cartas de Cristóbal Colón (1456-1506)
y las crónicas de Bernal Díaz del Castillo (1492-1550) son ilustrativas, son
elocuentes. El paisaje natural, en el primero, es imponente. La naturaleza
modificada, en el segundo, es cautivante. El asombro de lo que oyen, la
admiración de lo que ven es convincente en los escritos de los mencionados.
El almirante Colón, cuando navegaba
cerca de la desembocadura del Río Orinoco en la hoy Costa de Venezuela, se
asombra en extremo al ver la belleza natural. Ello lo expresa en una carta
dirigida a los Reyes. Leamos: “Torno a mi propósito referente a la Tierra de Gracia,
al río y lago que allí hallé, tan grande que más se le puede llamar mar que
lago, porque lago es lugar de agua, y en siendo grande se le llama mar, por lo
que se les llama de esta manera al de Galilea y al Muerto. Y digo que si este
río no procede del Paraíso Terrenal, viene y procede de tierra infinita, del
Continente Austral, del cual hasta ahora no se ha tenido noticia; mas yo muy
asentado tengo en mi ánima que allí donde dije, en Tierra de Gracia, se halla
el Paraíso Terrenal.” (Colón, 1989: 218)
Por su parte, décadas después, el
cronista Díaz del Castillo, a su entrada en la hoy ciudad de México, al
observar las construcciones aztecas, escribe: “Y otro día por la mañana,
llegamos a la calzada ancha y vamos camino de Estapalapa. Y desde que vimos tantas
ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes
poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a México, nos
quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que
cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que
tenían dentro del agua, y todos de calicanto, y aún algunos de nuestros
soldados decían que si aquello que veían era entre sueños, y no es de
maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en
ello que no sé cómo lo cuente: ver cosas nunca oídas ni aún soñadas como
veíamos.” (Díaz del Castillo, 1997: 208)
La idea del “Paraíso Terrenal” en Colón y la mención al libro “Amadís
de Gauda” (una novela fantástica, escrita en el Siglo XIII en España, de
autor anónimo) en Díaz del Castillo es la razón para que Rosalba Campra
(1943-), mencionando y citando a los nombrados, intente explicar los
antepasados de Lo real maravilloso o Realismo mágico, en la literatura
latinoamericana, de la década del 60 del Siglo XX. Ella afirma: “La definición
de América Latina como la tierra de lo pasible no es un hecho reciente; más
bien pareciera un antiguo destino. Desde la primera vez que un texto la elige
como objeto, el sinónimo de América es ‘maravilla’. Cuando en su tercer viaje
Colón llega al delta del Orinoco, tal es su asombro que cree haber recalado
nada menos que en el Paraíso. ¿Cómo podría explicarse de otro modo un aire tan
suave, un río tan majestuoso?”
Luego, en torno al cronista,
continúa: “Bernal Díaz del Castillo, frente a los edificios aztecas piensa que
ha venido a parar entre ‘las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de
Amádis’; los soldados se preguntan si lo que ven ‘era entre sueños’. Estos
hombres tienen la clara sensación de haberse adentrado en las páginas de una
fábula.” (Campra, 1987: 64)
Los sueños revelados, las maravillas
descritas y contadas por los que regresaban del otro lado del planeta,
repercutió en la Europa renacentista. Es por ello que en 1511 el ítalo-español
Pedro Mártir de Alegría (1459-1526) publicó su Década de orbe novo. En 1516, el inglés Thomás More (1478-1535), su
libro titulado Utopía. En 1602, el
italiano Tomasso Campanella (1568-1639) hará público su libro La ciudad del sol. Y un cuarto de siglo
después, el filósofo inglés Francis Bacon (1556-1626) dio a conocer La nueva Atlántida. Para algunos Mártir
ubica su sociedad en las Antillas. De igual modo para otros Campanella y Bacon
ubican sus imaginarios mundos en lo que fue el Imperio del Tahuantinsuyo, en la
Costa del hoy Perú. Por su parte Moro, en una zona del actual Paraguay.
Como se puede colegir de lo
transcrito, la actual América tuvo alguno de sus orígenes en los deseos, en los
sueños, en los mitos de los europeos que esperaban algo nuevo. Que deseaban un
futuro diferente. Era, para algunos sigue aún siendo, la América mágica. La
América imaginada. La América soñada. La América deseada.
Para abonar lo mágico, para
acrecentar el mito, hasta el nombre del Continente es producto de una equivocación.
En el libro de nuestra autoría titulado Las
dos caras del Continente americano..., consignamos la siguiente
información: “En los primeros años del Siglo XVI, se reunieron en la ciudad de
Saint-Dié, ubicada entre Alsacia y Lorena (hoy Francia), un grupo de académicos
alemanes, entre los que estaban Gauthier Lud, Matias Ringmann, Giovanni
Giocondo, Juan Basin y Martin Waldseemüller, quienes fundaron un Gymnasium y
organizaron una imprenta en la cual se imprimió y luego se publicó el libro Cosmographiae Introductio. Martin
Waldseemüller aparece como autor.” (Roldán, 2002: 146)
La información que recorría Europa
por entonces, sobre la futura América, afirmaba que el navegante Américo
Vespuccio (1451-1512) habría descubierto el Nuevo Mundo. En referencia directa
al nombre en cuestión, en el libro mencionado en la cita anterior que apareció
en 1507, se dice: “A esta nueva parte de la Tierra podemos hoy llamarle
América, en memoria del hombre audaz que la ha visitado.“ (cit. Reyes, 1960:
56).
La América, descubierta a Europa,
siguió siendo mágica. El Nuevo Mundo, rebelado al Viejo Mundo, continuó
cautivando a poblaciones enteras, incluso, siglos después. No obstante el
desarrollo de la ciencia, el dominio de la razón, el mito de la América mágica
seguía encandilando, incluso, a muchos, racionalistas europeos. Voltaire
(1697-1778), en su novela Cándido o el
optimista, no ocultó su admiración por las bondades naturales de esta parte
del mundo. Leamos lo que pone en boca de su personaje central: “-Todo irá bien -replicó
Cándido-; ya el mar de este nuevo mundo vale más que nuestros mares de Europa;
es más tranquilo y los vientos son más constantes; no cabe duda de que el Nuevo
Mundo es el mejor de los mundos posibles.” (Voltaire, 2005:14)
Sumarum sumarum. El sueño, el deseo,
la fábula y el mito son algunas de las bases históricas de la América. El
nombre América fue producto de la casualidad. El nombre América fue producto de
una equivocación. En base al deseo, tomando como fuente una equivocación, se
han venido construyendo las sociedades en el espacio geográfico conocido con el
nombre de Nuevo Mundo.
A la par de la
invención-construcción, Carlos Fuentes (1928-2012) agrega otro elemento, la
trágica destrucción. Leamos. “La invención de América es la invención de la
Utopía: Europa desea una utopía, la nombra y la encuentra para, al cabo,
destruirla.” (Fuentes, 1990: 58)
Esta utopía destruida y revivida con
otros elementos, más de 500 años después de lo acontecido con el
invento-destrucción, con el nombramiento equivocado de América, esta parte del
planeta Tierra ha cambiado significativamente. El Nuevo Mundo vuelve al Viejo
Mundo, que lo inventó, que lo nombró, que lo destruyó a través del aún viviente
Mito del Nuevo Mundo, del color, olor
y sabor que trasciende la cocina mexicana y peruana; por intermedio de la
fascinación futbolística que se mueve en los pies de Pelé (1940-) y Diego
Maradona (1960-); a través del ritmo y armonía de la música salsa-merengue; a
través de Lo real maravilloso o Realismo mágico que se lee en Cien años de soledad y Pedro Páramo, respectivamente;
a través de la esperanza de que Un mundo mejor es posible, encarnada en la
figura y ejemplo de Ernesto Che Guevara (1928-1967).
Por todo ello, o en contra de ello,
la antigua América mágica sigue
siendo imán para muchos europeos. Sigue cautivando a los nuevos soñadores del Viejo Mundo. La pregunta
es: ¿Qué pasa con los habitantes del Nuevo Mundo? ¿Serán capaces las masas
populares de crear realmente un mundo nuevo donde todos disfruten del pan y la
belleza?
*
A juzgar por la información
histórica que hasta hoy disponemos, parece que lo anotado en la parte inicial
de este estudio, respecto a la América
mágica, se repite, de igual modo, con el país que es nombrado El Perú, o
simplemente Perú, desde hace cerca de 500 años. El Perú parece haber existido
en la imaginación, en el deseo, antes de haber sido conocido el espacio
geográfico que hoy ocupa. El origen de este nombre, con las cuatro letras como
hoy se conoce, según la mayoría de las fuentes, no tiene larga data. Historia
distinta es, más supuesta que real, la derivación de la palabra Perú de otros
vocablos, términos que hundirían sus raíces, para algunos, en las páginas del Antiguo Testamento.
La más conocida hasta el momento, es
la información coincidente en unos, contradictoria en otros, que leemos en los
trabajos de algunos cronistas. Los cuatro autores más importantes que abordan
el tópico aquí tratado son Pascual de Andagoya (1495-1548), Agustín de Zárate
(1514-1560), El Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) y Fernando de Montesinos
(1593-1655).
En base a la información que aparece
en los documentos de los autores mencionados, los historiadores Raúl Porras
Barrenechea (1897-1960) y José Antonio del Busto (1932-2006) han trabajado el
tema del origen de la palabra “Perú”. Sus conclusiones, sin ser iguales, son
complementarias.
Como es natural, en este tipo de
información, las expresiones “se dice”, “se afirma”, “se sostiene”, “se supone”
o “se cree”, son recurrentes. Para
comenzar, en los mencionados se encuentran los términos “Birú”, “Virú”, “Pelu”
como antecedentes inmediatos. De estos tres vocablos se habría derivado primero
“Pirú” y, finalmente, “Perú”. Para Andagoya, “Birú” o “Virú” habría sido el
nombre del cacique de una tribu del mismo nombre, que habría existido al sur de
Panamá. Para Garcilaso, “Pelu” habría sido el nombre de un río que, de igual
manera, habría existido al Sur de Panamá. A la par con los anteriores, aparecen
también los términos “Pircia” (depósito de alimentos), “Pircía Pacari Manco”
(nombre de un Inca) y, finalmente, Piura (nombre del actual departamento
peruano), como posibles antecedentes, como ya se afirmó de “Pirú” primero y “Perú” después.
Como se puede observar, los seis
posibles orígenes que se mencionan se bifurcan de tal manera que no permiten
llegar a una conclusión más o menos coherente, por consecuencia creíble,
respecto al origen del término en cuestión. Es posible que esto haya sido el
motivo para que Raúl Porras Barrenechea, en su libro El nombre del Perú, vaya descartando, uno a uno, estas afirmaciones
y proponga al final un deseo, una voluntad como origen de este nombre.
Leamos lo que el historiador
escribió al respecto: “No puede ser derivado de la palabra quechua pirua, que
significa (...) depósito de semillas, como propone el padre Blas Valera, ni del
nombre del primer Inca Pirua, Pacaric Manco, el portador de las semillas, como
sostuvo Montesinos, porque el nombre del Perú se aplicó desde 1527, antes de
hallarse pueblos de habla quechua e influencia incaica; tampoco puede ser
derivado del nombre de Piura, lugar que sólo fue alcanzado por los
descubridores en 1528; menos probabilidades tiene la proposición garcilasista,
de ser una palabra de la lengua hablada por los indios de Panamá a Guayaquil, en
la que la voz Pelu sería sinónimo de río, porque no existen ríos con ese nombre
en aquel litoral; y carece, por último, de toda seriedad,...”
Finalmente: “... la disparatada
afirmación del clérigo Montesinos de que Pirú proviene del hebreo y bíblico Ophir.
El nombre del Perú no significa, pues, ni río, ni valle y mucho menos es
derivación de Ophir. No es palabra quechua ni caribeña, sino indohispana o
mestiza. Y, aunque no tenga traducción en los vocabularios de las lenguas
indígenas ni en los léxicos españoles, tiene el más rico contenido histórico y
espiritual. Es anuncio de leyenda y de riqueza (...) y, geográficamente,
significa tierras que demoran al sur. Es la síntesis de todas las leyendas de
la riqueza austral.” (Porras, 1973:14)
A lo escrito por Porras,
deseamos hacer un par de comentarios. En primer lugar, él, al no encontrar una
explicación coherente en el pasado, se rinde y compensa este vacío con una
proyección hacia el futuro. Hay que fundar el Perú. Hay que crear el Perú, comenzando
con la bendita palabra. Se aleja del tiempo y recurre al espacio. La geografía
reemplaza a la historia. Él da una proyección de voluntad, hasta mítica, a ese
nombre Perú. Releamos estas dos expresiones: “Es la síntesis de todas las
leyendas y de la riqueza austral.” En ese deseo de designar la geografía, en
esa voluntad de dar nombre al paisaje, la huella del filósofo Arthur
Schopenhauer (1788-1860) y del historiador Thomas Carlyle (1795-1881) son más
que evidente en Porras.
Por su parte, en La conquista del Perú, Del Busto, sobre
el acápite, afirma: “La llegada de las noticias del Perú a oídos de los
españoles está relacionada con los progresivos descubrimientos geográficos que
la colonización de América supuso. Así, el Tahuantinsuyo hizo su aparición en
el imaginario español a partir del descubrimiento del Mar del Sur (hoy Océano
Pacífico). La tradición indica que fue Panquiaco, hijo del cacique Comagre,
quien habló por primera vez de Birú, un reino que describió como grande y rico,
que despertó el interés de los españoles por las tierras al Sur de Panamá. El
viaje de Pascual de Andagoya, así como similares expediciones que se realizaron
hacia el sur de la costa del Pacífico, alimentaron este interés al recoger más
referencias sobre este mítico reino.” (Del Busto, 1981:134)
Por otro lado, el historiador niega
rotundamente las afirmaciones de Fernando de Montesinos de que Pirú-Perú tiene
como raíz el Término hebreo Ophir, que significa oro. Porras lo hace en base a
un razonamiento lógico antes que con datos empíricos. La verdad es que el
cronista se consideraba portugués-judío, y fabula en extremo cuando afirma que
el hoy Continente americano habría sido poblado, originariamente, por una de
las diez tribus hebreas que en los tiempos de las diásporas se habría perdido y
que habría recalado en esta parte del mundo. De esa manera se habrían
convertido los extraviados en los “originarios” de estos páramos. Ellos
deberían de reaparecer cuando llegue el día del juicio final.
Para completar el cuento fantástico,
el lingüista Henry Onnfroy de Thouron sostuvo que el idioma quechua y el tupi
tienen como raíz, ni más ni menos, el hebreo bíblico. Sólo hay que recordar que
el 90 por ciento, entre ellos los pasajes fundamentales del Antiguo Testamento, se escribieron en
arameo y no en hebreo. El idioma que habría hablado Jesús, de haber existido,
sería el arameo y no el hebreo. De igual manera, el Nuevo Testamento fue escrito en griego, sólo algunos pasajes
provenientes del Antiguo Testamento
están en Arameo.
Por último, con la aparición,
proliferación en las décadas del 80 y 90, en el Perú de La Asociación Evangélica de la Misión Israelita del Nuevo Pacto
Universal, fundada en 1968 por el maestro primario Ezequiel Ataucusi
Gamonal (1918-200), los mistificadores quisieron ver en esta secta los
descendientes de la tribu perdida antes mencionada. Los barbudos, seguidores
del “Profeta Ezequiel”, se consideraban descendientes de los primeros
habitantes u “originarios” de estas comarcas. Peroraban, de igual modo, que se
acercaba el día del juicio final.
Lo de “originarios” es un buen
deseo, cuando no un cliché que se repite en la actualidad con mucha frecuencia.
Tomando en cuenta que nuestros primeros antepasados, los primates, consecuencia
del nomadismo no fueron los primeros ni originarios de ningún lugar. Nadie en
el planeta Tierra es originario de ninguna parte. El defender esa idea tiene
otras implicancias. Theodoro Adorno (1903-1969) aclara al respecto en estos
términos: “La categoría de raíz, de origen, es ella misma una categoría de
dominio, de confirmación del primero que se presenta porque era el primero que
estaba allí; del autóctono frente al inmigrante, del sedentario frente al
nómada. Lo que seduce porque no quiere dejarse aplacar por lo derivado, por la
ideología; el origen es, por su parte, un principio ideológico. (…) No hay
ningún origen salvo en la vida de lo efímero.” (Adorno, 2008: 150 y 151)
*
Obviando lo afirmado por Fernando de
Montesinos en torno a la relación Ophir-Pirú-oro, existe más información que
los cronistas e historiadores mencionados no lo consignan. Veamos un par de
ellas. Cristóbal Colón, en una carta fechada en 1502 y dirigida al Papa
Alejandro VI, menciona vagamente el término Ophir como nombre de una de las
islas (dominicanas) descubiertas en el Nuevo Mundo; leamos: “En ella hay
mineros de todos los metales, en especial del oro y del cobre; hay brasileños,
sándalos, lino áloes y otras muchas especies, y hay encenso, el árbol de donde
él sale, que es de mirabolas. Esta isla es Tharsis, es Cethia, es Ophir y Ophaz
y Cipango, y los hemos llamado Española.” (Colón, 1989:311)
Por su parte el filósofo e
historiador Miguel Rojas Mix (1939-), en el libro América imaginaria, va mucho más allá en la relación entre Ophir y
Perú. Comenzando con el término Ophir, en base a otros cronistas, sostiene: “En
el Antiguo Testamento se habla de Tarsis y del misterioso Ophir, riquísimo país
de la Reina de Saba. Autores hubo que creyeron ver Ophir en las tierras recién
descubiertas. (…) Orelius, el geógrafo, en su Theatrum mundi (1570), aplicó el nombre de Ophir tanto a las islas
de Haití como a las de la costa peruana. Pero ya en el Siglo XVI, en la Historia del padre Acosta, se desechaba
esta confusión.” (Rojas, 1992:20)
Un párrafo después, continúa: “Rocha
señala que el linaje de Ophir pasó a Nueva España y Perú. Volviendo a la tesis
de la Biblia Sacra de Arias Montano,
mantiene que lo mismo es Piru que Ophir, transpuestas las letras. Se apoya en
el padre Maluenda, que, en su libro sobre el Anticristo, confirmaría ese sentir; en Gregorio García, quien
hablando del oro de Salomón recordaba los Paralipómenos,
donde decía que venía de ‘parvaim’, lo cual significaba dos veces Perú. Rocha
concluye que ‘parvaim’ designaba a la vez a Perú y la Nueva España.” (Rojas,
1992: 20)
Todo no queda ahí en esta relación,
más supuesta que real, entre Ophir y Perú. Hay que recordar, continuando con el
estudioso citado, que: “En la misma época, Goropius, intentando probar la
identidad del flamenco y el lenguaje de Adán, proclamó que el Ophir quería
decir ‘Orbis atlanticus’, el extremo más alejado de Occidente. ‘Ophir” es
‘over’ en flamenco, ‘lugar muy alejado’. Sería allí donde el legendario Atlas
había construido su refugio e instalado puertos, lo que en flamenco, la primera
lengua del mundo, se decía ‘Phehru’ o ‘pherhu-heim’, y, como la transcripción
hebraica elimina la ‘h’ aspirada, se transformó en Perú.”
Finalmente, el historiador Rojas Mix
escribe: “En los paralipómenos, ‘Pheruheim’ quiere decir ‘oro’, que no es otra
cosa que el oro de Ophir, el oro del otro lado del Atlántico. Así se cierra el
círculo. El jingoísmo ha hecho un largo camino para buscar su legitimación.”
(Rojas, 1992: 22)
Para bien o para mal quedó, en
alguna forma, grabado en el imaginario de millones de personas el mítico binomio
Perú-oro. La vieja leyenda que
afirmaba que en el espacio que hoy ocupa Perú estaba ubicada la fantástica
ciudad de El Dorado abonaba en esta
dirección. Los vocablos Vale un Perú,
como sinónimo de oro, que recorrió Europa en los tiempos de la conquista y
colonia, dieron personajes a la leyenda. Por último, la frase de Antonio
Raymondi (1824-1890) que rezaba “El Perú es un mendigo sentado en un banco de
oro” completa el círculo donde el mito, la leyenda y la fábula de Perú-oro se cierra con broche de oro.
*
El siempre codiciado metal ha
tenido, tiene, una presencia gravitante en la fantasía de casi todas las
civilizaciones. Su encanto ha sido rimado por los poetas. Su brillo ha sido
motivo de leyendas. Su poder ha seducido genios y encandilado artistas. Es
frecuente, en casi todas las épocas históricas, escuchar las frases: La edad de
oro. La raza de oro. La regla de oro. La pluma de oro. El sello de oro. La copa
de oro. El patrón oro. Con joyas, coronas, bastones, trofeos de oro, han soñado
reinas, emperadores, mandarines y deportistas. Su poder ha derribado torres muy
altas. Su fuerza ha arruinado grandes imperios. Sin saber para qué ni por qué,
su brillo ha empañado los ojos de una buena parte de la humanidad desde hace
milenios hasta nuestros días.
La bondad del oro para unos, la
maldad del oro para otros, es directamente proporcional a las épocas históricas
y a sus poseedores. Este juego realidad-fantasía hunde sus raíces en la
oscuridad de los tiempos. Pocas, muy pocas, culturas en el mundo han escapado
al encanto-desencanto del áureo metal.
En la mitología griega, la relación
del oro con el Rey Midas es conocida. Según Homero (VIII a.n.e.), los dioses en
el Olimpo jugaban con una circunferencia de oro. En el Antiguo Testamento se habla del oro del Rey Salomón. En el Nuevo Testamento se menciona al oro,
como presente llevado por los Tres reyes magos a la cuna de Jesús. En Las mil y una noche se afirma que el
palacio Sésame, propiedad de Los cuarenta
ladrones, estaba repleta de oro y de otros tesoros. De igual manera el
burgundio Hagen de Trónege fue quien arroja el inmenso tesoro, compuesto
principalmente de oro, de los Nibelungos al fondo del Río Rin, en el Cantar de los Nibelungos.
El poder del brillante metal ha sido
recreado profusamente en la literatura política en los denominados tiempos
modernos. Unos para continuar exaltando sus bondades. Otros para denunciar sus
crueldades. De estos últimos transcribimos algunas ideas al respecto. En 1516
aparece el libro Utopía de Thomas
More. En un nivel, él se sorprende, que a este mineral se le haya dado más
valor que el mismísimo ser humano. De igual manera avizora el fetichismo del
metal transformado en mercancía. El utopista evidencia su preocupación en el
siguiente pasaje, leamos: “Se admiran igualmente de que el oro, tan inútil por
su propia naturaleza, sea ahora tenido en tanta estima por toda la Tierra que
el hombre mismo, por quien y para cuya utilidad obtuvo este valor, sea estimado
en mucho menos que el oro mismo.” (More, 1998: 148)
Cerca de cien años después,
analizando las luces y las sombras que cubren el susodicho metal, William
Shakespeare (1564-1616), en pleno despegue de la sociedad capitalista, en su
obra de teatro Timon von Athen,
describe el poder del influyente mineral en estos términos: “¿Oro? ¿Precioso,
rojo, fascinante? No, dioses de los
cielos, he suplicado sinceramente... Aquí hay bastante oro para hacer blanco al
negro y hermoso al feo, justo al injusto, noble al infame, joven al viejo, valiente
al cobarde. Éste ... Expulsará a sus servidores de los altares, retirará la
almohada al convaleciente; sí, este esclavo rojo ata y desata vínculos
consagrados; bendice al maldito, hace adorar la lepra lívida, honra al ladrón y
le da pleuresía e influencia en el banco de los senadores; conquista
pretendientes a la viuda vieja y encorvada; adorna y llena de perfumes, cual
día de abril,...” (Shakespeare, 1993: 94)
En la misma dirección de lo descrito
en los párrafos precedentes, el escritor Honoré de Balzac (1799-1850), a
mediados del Siglo XIX y en pleno apogeo del sistema capitalista, en Ilusiones perdidas, pone en la baca de su personaje central, Lucien, lo
siguiente: “¡Dios mío! !Oro, sea como sea!; el oro es el único poder ante el
que este mundo se arrodilla.” (Balzac, 1976:46)
Para terminar con el embrujo que
causó, causa, el precioso metal en la literatura política, recordemos lo que
escribió Paul Lafargue (1842-1911) al respecto, en su libro El derecho a la pereza, desde una
perspectiva socialista. Sus palabras: “Oro, rey de gloria, sol de Justicia;
Oro, fuerza y goce de la vida; Oro ilustre, ven a nosotros. Oro, amable al
capitalista y temible al productor, ven a nosotros. Espejo de los placeres; Tú,
que otorgas al holgazán los frutos del trabajo, ven a nosotros. Tú, que llenas
las despensas y los graneros de los que no cavan, ni podan las viñas, ni
labran, ni cosechan, ven a nosotros. (…) !Oh!, ven a nosotros, Oro seductor,
esperanza suprema, principio o fin de toda acción, de todo pensamiento, de todo
sentimiento capitalista. Amén” (Lafargue
1990: 212)
*
Como hemos visto, el binomio
Perú-oro tiene sus padres, sus padrinos y sus padrastros. En este maridaje, la
leyenda, el mito, la voluntad, el deseo, cuando no la ambición, han tenido su
juego. ¿Y qué pasa hoy con el oro en el
Perú? Aunque parezca mera coincidencia, a partir de los primeros años del Siglo
XXI, la fiebre del oro ha vuelto a contagiar, por segunda vez, la vida
económico-social y político-cultural de este país llamado Perú.
Georg Wilhelm Friedrich Hegel
(1770-1831), en Lecciones de la filosofía
de la historia, escribió: “Cabe incluso parangonar esta
época con los grandes imperios mundiales que hubo anteriormente; pues en tanto
el reino germánico es el reino de la totalidad, observamos en el mismo una
precisa repetición de las épocas
precedentes.“ (Hegel, 1998: 357).
Por su parte Karl Marx, en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte,
haciendo alusión a lo afirmado por Hegel de que la historia se repite, añade
algo más. Sus palabras: “Hegel dice en
alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal
aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvida de agregar: una vez como
tragedia y la otra como farsa.” (Marx, 1970: 5)
En el caso del Perú, la farsa
comenzó con la ejecución del Inca Atahualpa, el 26 de julio de 1533, en la
ciudad de Cajamarca. La misma crece con el oro del rescate. Las bondades de
esta farsa se prolongaron en los siglos del coloniaje. Es tesis aceptada por
los especialistas, que el oro-plata proveniente del Perú-México financió en
gran medida la acumulación originaria del capital y condicionó el despegue de
la modernidad capitalista en Europa.
Con la inyección del oro y la plata,
que entraba por el puerto de Sevilla-España, el Viejo Continente se levantó, se
hizo rico, moderno, joven y progresista. Mientras que el Nuevo Mundo se hundió
en la pobreza, en el atraso, en lo anticuado y en lo antihistórico. Esto
confirmaría la idea de que en muchos pueblos su riqueza geográfica-natural es
directamente proporcional a su miseria económico-social. Esta fórmula estaría
expresada, artísticamente, en unos versos de Atahualpa Yupanqui (1908-1992), no
el Inca, el cantautor, quien tomando como motivo la relación oro-Dios, en una
parte de su canción titulada Preguntitas
sobre Dios, escribió: “Al tiempo yo pregunté: ¿Padre, qué sabes de Dios? Mi
padre se puso serio y nada me respondió. Mi padre murió en la mina sin doctor
ni protección. ¡Color de sangre minera tiene el oro del patrón!”
La vieja tragedia parece haberse
iniciado casi 500 años después de la ejecución del Inca Atahualpa y el mítico
oro del rescate. La actual, iniciada a principios del Siglo XXI, ha perdido
toda su aureola mítica. Es descarnada, es brutal, es real. Ella envenena las
aguas, el medio ambiente, la sangre y la vida de las poblaciones que ven pasar
el codiciado metal rumbo a las bóvedas de los grandes bancos en el mundo.
Mineral que podría ser el resorte fundamental para una nueva acumulación,
volviendo al patrón oro, de la crisis que azota al sistema capitalista en la actualidad.
Ahora el binomio Perú-oro sigue acentuado, antes que en la imaginación o en el
mito, en el poder de los capitalistas dueños del mundo. A la par, en la
tragedia de las poblaciones que sufren la explotación unos, la contaminación,
todos.
A estas alturas de la historia es
válido, una vez más, preguntarse: ¿Tiene el capitalismo, en su etapa de
acumulación originaria, otra forma para desarrollarse? ¿Es posible que
devenga sistema dominante prescindiendo
de la depredación, de la contaminación y de la violencia? La experiencia de la
acumulación originaria en Europa en el Siglo XVI demuestra que no. La
experiencia de la acumulación originaria, en los últimas décadas del Siglo XX,
en China, confirma que es imposible.
En cualquier parte del mundo, el capitalismo
es sinónimo de depredación, de contaminación y de violencia. Lo mencionado son
componentes sustanciales en la lógica de producción-reproducción de la
mercancía, la que se acentúa en las etapas de acumulación. Esta realidad fue
estudiada y expuesta por Karl Marx hace ya un buen tiempo atrás, sus palabras:
“... el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, de
los pies a la cabeza.” (Marx, 1980: 788)
Luego, en la etapa ampliada del
capital, hablar refiriéndose al capitalismo de mercado, del “capitalismo sin
corazón”, del “capitalismo salvaje”, del “capitalismo deshumanizado”, es mentir
a sabiendas. Con esa lógica, el otro capitalismo, el estatal, sí tendría
corazón, no sería salvaje, sería humano. El capitalismo en esencia es el mismo.
Que combine algunas formas en el proceso de explotación en determinados
lugares, en ciertas épocas, no quita su razón sustancial de ser.
No obstante ello, el capitalismo,
como sistema histórico, significó un gran salto hacia adelante en el desarrollo
de la historia. Ningún otro sistema que la humanidad conoce ha permitido el
asombroso desarrollo de las fuerzas productivas, evidenciado en el avance de la
ciencia y la técnica, como en este modo social de producción. Gracias al
desarrollo del conocimiento-razón, condicionado por este sistema capitalista,
los seres humanos han llegado a conocer el movimiento, las leyes y la
composición del planeta Tierra, pasando por comprender la evolución de la
historia social humana, hasta llegar a desentrañar los pliegues más íntimos del
alma del hombre.
Como en todo fenómeno, en el sistema
capitalista, hay que ver no sólo lo positivo, ya mencionado, sino también
reconocer que este sistema significa la enajenación, la alienación, la
manipulación de toda la población, que se mueve en el círculo del
mercado-consumo tendido por este orden. El capitalismo, en las sociedades
industrializadas, en la misma proporción que da, también quita. Brinda
bienestar material a condición de dar malestar espiritual. Facilita la vida con
el confort a condición de instaurar la miseria en el alma humana.
Teniendo en cuenta esta
contradicción en el sistema mencionado, sólo quedan dos alternativas. Primero,
aceptamos el capitalismo con su miel y su vinagre, en la medida que el
capitalismo humano, el capitalismo bueno, el capitalismo equitativo es un buen
deseo, cuando no un mito. Decimos esto en la medida que la producción, la
reproducción de mercancías, además de ser vertical, no puede existir sin la
plusvalía como producto directo de la explotación. Afirmar lo contrario es
autoengañarse.
Segundo, la otra alternativa al
sistema capitalista es un cambio radical de las relaciones sociales de
producción. Esto implica terminar con el orden y construir sobre sus grandes
logros históricos uno nuevo, diferente y superior. ¿Cómo se llama ese futuro
nuevo sistema? Cada uno puede darle el nombre que mejor le parece, eso es lo
circunstancial, lo esencial es que tiene que ser una nueva sociedad donde el
ser humano sea el centro y el eje de su razón histórica. Para ello, la fórmula
fue expuesta sintéticamente por el escritor libanés Khalil Gibran (1883-1931):
“... descansar en la razón y moverse en la pasión.” (Gibran, 1998: 60)
Mas la fiebre del oro, con sus
farsas y tragedias, parece no ocurrir en los pequeños pueblos llamados también
Perú, ubicados en España, en Argentina, en Guatemala; menos en las más de diez
ciudades situadas en EEUU de Norteamérica. Ellas tienen el nombre; pero no
tienen el oro. Ellas, hasta el momento, no saben, parece que tampoco les
interesa saber, por qué se llaman Perú. Esa preocupación del origen, de la
raíz, como base de la “identidad”, es
preocupación de otros, de una minoría intelectualizada y desorientada que
subraya el pasado para soslayar el presente y desinteresarse de lo que es más
importante, la lucha por el futuro. Nosotros pasamos a des-construir este
concepto.
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