Más Avances de Lecturas
Julio Carmona
VOY
A HACER ALGUNOS comentarios a un artículo de James Higgins. Empiezo citando su
primer párrafo:
“Se ha discutido
mucho sobre si Vallejo es o no es un poeta social. Creo que la verdad está
entre los dos extremos. Efectivamente, Vallejo es un poeta social en cuanto su
obra trata de la injusticia social y proclama la liberación de los oprimidos
mediante la revolución. Pero en Vallejo lo social es un aspecto de la
injusticia de la vida y la revolución es una primera etapa hacia la redención
total de los hombres”. (James Higgins, “La revolución y la redención del hombre
en Vallejo”, en: Universidad, Órgano de extensión cultural de la
Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, Año III, N° 9, Ayacucho,
Julio de 1967) p. 2.
La
primera proposición de este párrafo, a mi entender, parte de una premisa
incompleta, pues la oposición no se da entre «si Vallejo es o no es un poeta
social», sino entre si es poeta social o,
contrariamente, si es un poeta formalista
—que es, desde lo literario, la verdadera oposición. Porque la segunda parte de
la premisa de Higgins sería: no es un
poeta social, cuando lo correcto es decir lo contrario: o es
un poeta formalista. Pero, en lo que sigue de esa primera proposición, es
que hay una conclusión contradictoria, porque decir «que la verdad está entre
los dos extremos» equivale a decir: que
es social y que no es social. Y bien se sabe que, en poesía, como en
cualquier otro ámbito, no se puede ser lo uno y lo otro a la vez. ¿O ha querido
decir que entre ambos extremos hay una tercera opción? (que no se dice cuál es
en todo el artículo).
Sin embargo, Higgins insiste en su
galimatías, pues dice que «Efectivamente, Vallejo es un poeta social» (pero) «en
cuanto su obra trata de la injusticia social y proclama la liberación de los oprimidos
mediante la revolución.» Y lo que se desprende de esa afirmación es que solo es
social cuando «su obra trata de la injusticia social y proclama la liberación
de los oprimidos mediante la revolución», o sea que de eso se ha de seguir que
al tratar cualquier otro tema deja de ser
poeta social. Hubiera quedado mejor si planteaba su oposición entre lo
social y lo político. Y mejor, insisto, entre lo social y lo formalista (o lo
puro: aunque con esto último es repetir una fórmula periclitada, pero que dio
origen a los formalismos de hogaño, como si se dijera que ‘de esos polvos
vienen estos lodos’).
Y, entonces, lo que hace Higgins es
irse por las ramas, porque después de aceptar que, efectivamente, ‘es un poeta
social’, inmediatamente, morigera esta situación, tratando de explicar lo que es para Vallejo lo social, pues dice
que «en Vallejo lo social es un aspecto de la injusticia de la vida», y, cabe
preguntar: ¿cómo sabe que en Vallejo se reducía a eso lo social? Y, en
realidad, esa es una «explicación» que puede ser contradicha con esta otra
pregunta: ¿la vida es —para Vallejo— una injusticia? Y esto está muy lejos de
demostrarse con su poesía, ni siquiera con la de Los heraldos negros (que es a la que alude, después, Higgins).
Comenzando con el primer poema de este libro, cuyo primer verso dice: «Hay
golpes en la vida tan fuertes. Yo no sé». Y de ahí no debe desprenderse que
dichos «golpes» provengan de la vida. El «Yo no sé» indica que hay golpes en la vida, pero no se sabe de dónde provienen. Y, obviamente,
provienen de lo social, de la creación que ha hecho el mismo hombre dentro de
la vida: la sociedad humana. Pero la vida, en sí, no se reduce a lo social. Es
más, ella es inimputable de los desajustes (o injusticia) habidos en la
sociedad. Y eso tenía que saberlo Vallejo.
Por último, también Higgins se atreve a
especular sobre lo que es para Vallejo la revolución: «una primera etapa hacia
la redención total de los hombres», pero este es un razonamiento de Pero
Grullo, que no se condice con todo lo que Vallejo dejó escrito sobre el tema;
por ejemplo: si la revolución se hace por la vía pacífica o por la vía armada;
si el trabajo cultural (incluida la poesía) tiene un carácter de clase, y si,
desde la clase que hace la revolución, cabe decir: que la poesía de esta clase puede
adoptar la denominación de su realidad: proletaria, etc.
En las proposiciones siguientes, Higgins
—sin hacer la distinción entre el mundo natural y el mundo humano— se refiere a
la poesía de Vallejo, igualmente, sin distinguir a la inicial de la última (al
menos, en el segundo párrafo del artículo; más adelante veremos que sí lo hace,
pero igualmente de forma desenfocada), dice:
La poesía [¿toda?] de Vallejo presenta un mundo absurdo,
caótico, desordenado, ilógico, un mundo regido por el mal, donde el destino del
hombre se frustra, donde la vida es vacía y sin sentido.
Si
no se hace la distinción entre el mundo
natural y el mundo humano, ese «mundo»
referido en la cita, sería el de la naturaleza, en el que «la vida es vacía y
sin sentido», considerando a esta última como la vida humana; pero aun cuando
fuera que solo se refiera al mundo humano y a la vida humana, lo observado por
el crítico como:
absurdo,
caótico, desordenado, ilógico, un mundo regido por el mal, donde el destino del
hombre se frustra…
en
realidad, es eso: lo observado por el crítico, pero no todos los lectores
estamos obligados a seguir al crítico en esa su observación. Más bien, aquí
salta la liebre de lo que dejó de precisar en el primer párrafo arriba
comentado: que todas esas calificaciones son las que calzan con la visión del mundo de las poesías de la
vanguardia (de comienzos del siglo XX, es decir, de hace un siglo), las mismas
que instauraron el formalismo (cuyos
intentos de dominio se remontan a los comienzos de los siglos XVII —con el
barroco— y del XIX —con el romanticismo). Es decir, Higgins, indirectamente,
está complementando su primera premisa: ‘se ha discutido mucho sobre si Vallejo
es un poeta social o un poeta formalista’. Y, entonces, sí calza aquí su
conclusión: «Creo que la verdad está entre los dos extremos». Pero, obviamente,
esta sigue siendo la verdad de
Higgins. Porque, en efecto, la poesía de Vallejo no deja de ser reflejo de su época, vale decir de lo que su
conciencia percibe en su sociedad; pero
no lo hace —no puede hacerlo— en el mundo y la vida naturales, inclusive ni en
otras sociedades en las que se lucha en la práctica por reconstruirse de manera
distinta: ‘no absurdas, no caóticas, no desordenadas, no ilógicas, no regidas
por el mal’, sin la sensación de que «la vida es vacía y sin sentido». Y, lo
más importante, Vallejo, en más de una ocasión, se manifestó en contra de una poesía que no diga nada o que se
solace en la sola experimentación formal. Pero, Higgins sigue atribuyendo a la
poesía de Vallejo lo que a él se le antoja. Dice:
Sin embargo,
se nota también en su poesía el anhelo de trascender la miseria de la condición
humana, el anhelo de conseguir una existencia armoniosa y unificada. En sus
primeras obras, Vallejo tiende a buscar una solución personal, individual, al
problema de la existencia, a través del amor sexual o de un amor que reproduce
el ambiente integrado del hogar en que vivía de niño. Pero, en general, fuera
de algunos momentos de plenitud, estos anhelos quedan frustrados.
Aquí
cabe preguntar, ¿para Vallejo la condición humana es solo miseria? Y ¿se puede
decir que haya pensado eso para trascenderlo, en provecho propio, y conseguir
una existencia armoniosa y unificada? Y son preguntas válidas en tanto, a punto
seguido, afirma que «En sus primeras obras, Vallejo tiende a buscar una
solución personal, individual, al problema de la existencia», y, bueno, sus
primeras obras son Los heraldos negros y
Trilce, pero, aunque en esas obras
haya un peso significativo del yo lírico orientado a configurar un mundo
imaginario en el que las vicisitudes personales gravitan de manera apodíctica,
eso no quiere decir que el autor esté imponiendo a su voz poética una prédica
solipsista. Todo lo contrario, porque como lo dice él mismo: «¿Es mejor decir
“yo”? ¿O mejor decir “El hombre” como sujeto de la emoción lírica y épica? Desde luego, más profundo y poético, es decir
“yo” —tomado naturalmente como símbolo de todos» Contra el secreto profesional,
p. 100). O sea que esas experiencias, aun cuando parte de las suyas, propias,
no son excluyentes, porque sabe que todas las experiencias son humanas y si
bien no son las mismas (idénticas) en todos los lectores, sí pueden hacer
reflexionar a estos como de ser posibles de que les acaezcan a ellos,
propiciando así la solidaridad no con el yo poético, sino con la humanidad toda:
«… cuándo nos veremos con los demás, al borde / de una mañana eterna,
desayunados todos!» («La cena miserable»).
Se tiene que convenir, además, que
Vallejo sabía (no podía ser de otro modo) que con la poesía no se puede buscar
“una solución personal, individual al problema de la existencia”, aunque
idealmente crea o considere posible proponer una salida a sus preocupaciones
existenciales de las que hace copartícipe al lector. En tal sentido, el hecho
mismo de que Vallejo proponga la búsqueda de un amor ideal, no es que lo haga como un objetivo fijo; porque en el
mismo libro se convence de su imposible realización, que no equivale a
frustración destructiva sino a comprensión realista. Y esto se demuestra
analizando —del libro Los heraldos negros—
el poema «Amor», título este con el que se ratifica su existencia como un tema —entre
otros— del libro. Mas no debe obviarse que, como tal, adopta una doble faceta
(que se ha ido destacando en poemas anteriores: el amor material y el amor ideal:
oposición que se da en este poema. Igualmente, en el poema «Lluvia» (previo a
este, en el libro) se presenta al final las imágenes de ataúd y de ahuesar, en un
sentido del ser perecedero, o de muerte sucesiva, y, aquí, se toma al «Amor»
como interlocutor para ratificar esa incompatibilidad del ser transitorio del
locutor poético con el ser perenne del amor.
AMOR
Amor, ya no
vuelves a mis ojos muertos;
y cuál mi
idealista corazón te llora.
Mis cálices
todos aguardan abiertos
tus hostias
de otoño y vinos de aurora.
Amor, cruz
divina, riega mis desiertos
con tu
sangre de astros que sueña y que llora.
¡Amor, ya no
vuelves a mis ojos muertos
que temen y
ansían tu llanto de aurora!
Amor, no te
quiero cuando estás distante
rifado en
afeites de alegre bacante,
o en frágil
y chata facción de mujer.
Amor, ven sin carne, de un icor que
asombre;
y que yo, a
manera de Dios, sea el hombre
que ama y
engendra sin sensual placer!
En
el primer cuarteto, nótese, en principio, que la tilde de la palabra «cuál»
descarta que se la esté usando como nexo de comparación, sino como signo de exclamación,
como si dijera: ‘y cuánto mi idealista corazón te llora’. Con esta expresión: «mi
idealista corazón te llora», el locutor poético prefiere apelar a ese amor
ideal antes que persistir en el otro (material)
que, lo siente degradante, por eso alude a sus «ojos muertos». Y sus «cálices»,
del verso tercero, son sus deseos de contener en sí las «hostias» o elementos
sagrados de purificación, que son «de otoño», aludiendo al apuro de tener mayor
edad, en la que se supone hay un retraimiento frente a lo pasado, y un retorno
a la pureza de los ideales juveniles (los «vinos de aurora»).
En el segundo cuarteto, siendo el «Amor,
cruz divina» es placentero cargarla y, por su misma divinidad, puede tonificar
los desiertos vividos, porque se piensa en la sangre de Cristo: «sangre de
astros que sueña y que llora», porque es sangre celestial que «sueña» su
retorno y que «llora» por el sufrimiento de sus fieles. El verso tercero de
este cuarteto («Amor, ya no vuelves a mis ojos muertos») repite la idea con que
se inicia el primer cuarteto: y confronta la perennidad de ese amor ideal con
lo transitorio de su amor carnal, que mira por sus «ojos muertos / que temen»
por ser pecadores, «y ansían tu llanto de aurora», es decir, que reclaman la
presencia de su salvador que ilumina.
El primer verso del primer terceto: «Amor,
no te quiero cuando estás distante», hace recordar —por contraste— este otro de
Pablo Neruda, referido a la amada: «Me gustas cuando callas porque estás como
ausente». Pero, en el caso de Vallejo, se refiere a ese amor ideal que lo siente lejano, y más aun cuando lo encuentra por
suerte o «rifado» (de rifa) y cree tener al amor ideal en los brazos de una
mujer de contrato o, incluso, en la presencia de un amor fortuito: «en afeites
de alegre bacante, / o en frágil y chata facción de mujer.» Y el poema se cierra con estos dos versos
categóricos: «Amor, ven sin carne, de un icor que asombre; / y que yo, a manera
de Dios, sea el hombre / que ama y engendra sin sensual placer!»
El reclamo de un amor sin carne, se
explica porque el Amor Ideal suele
confundirse con el amor material. Y
ese amor sin carne solo puede provenir de los dioses. Pero no del dios de los
cristianos, de ahí que recurra a la expresión «sangre de un icor que asombre»,
pues con la palabra icor se alude a
la sangre inmortal que se agita en las venas de los dioses; pues ellos no comen
del pan basto, ni beben del vino negro. Sin embargo, el locutor poético no se
identifica plenamente con esa idea pagana de los dioses griegos, sino que, bajo
el influjo de ese amor de Cristo, pide él que, a la manera de su divinidad,
seguir siendo «el hombre que ama y engendra [pero] sin sensual placer».
Con este poema concluye el tema del
amor sostenido en todo el libro (y ha sido uno de los pilares del mismo, junto
con el tema de la muerte y, en menor medida, de la religión), llegando a un
desenlace de hibridación, porque si bien queda la sensación de que el locutor
poético le da mayor constancia al amor ideal, sin embargo, admite el
reconocimiento del otro, aunque recusando su materialidad. Y esto es prueba de
su asunción realista no solo de la poesía, sino de su concepción ideológica
general. Porque en esta etapa de su vida, César Vallejo, no solo asume los
postulados estéticos de un modernismo romántico, sino, además, los fundamentos
de un idealismo supérstite, sobreviviente, con todo lo cual arribará a Europa,
hasta derivar de la metafísica idealista a la dialéctica materialista.
Higgins, en su artículo, pretende seguir
ese derrotero vallejiano, pero (sin haber aclarado el tema aquí analizado)
sigue planteando situaciones poco menos que arbitrarias. Por ejemplo, dice:
Después,
entre Trilce y Poemas humanos, hay una evolución en el
pensamiento de Vallejo. Despierta a la situación de los otros, abre los ojos a
la miseria de sus semejantes. Se da cuenta de que los demás también sufren, de
que la sociedad también es una selva donde los poderosos oprimen y explotan a
los débiles. Y, al mismo tiempo, se da cuenta de que no se puede pensar en
términos individuales, puesto que su situación está ligada a la situación de
todos los hombres.
Obviamente,
en esta cita, Higgins insiste en sugerir (sin demostrarlo) que en Los heraldos negros y en Trilce no hay una visión ecuménica, pues
dice que, recién, después de ellos, aparece ‘la situación de los otros’ y «abre
los ojos a la miseria de sus semejantes». Y, más bien, da la sensación de que
Higgins no ha leído en Heraldos: «La
araña», «Los arrieros», «Las piedras» y el ya citado «La cena miserable» o en Trilce: XLV, LXIV, LXX, LXXV. Todos estos
poemas elegidos al azar. Pero hay más poemas que demuestran lo contrario a lo
afirmado por Higgins. Es, pues, inexacto decir que recién cuando Vallejo llega
a Europa (al año siguiente de publicado Trilce)
«se da cuenta de que no se puede pensar en términos individuales, puesto que su
situación está ligada a la situación de todos los hombres».
(En
otro artículo seguiré desmadejando las opiniones de Higgins, como otro Avance de lecturas).
El Realismo Socialista*
Aníbal Ponce
SI SE EXAMINA en un amplio panorama la historia de la
literatura o del arte, se descubre una exigencia de realismo cada vez que una
clase aristocrática y agrícola abre paso a otra clase comerciante e industrial.
Así ocurrió en el siglo V en Grecia, en el siglo III en Roma, en el siglo XI en
la Edad Media, en el siglo XVI durante el Renacimiento, en el siglo XVIII
durante la Revolución. Fácil sería escoger para cada caso los ejemplos
oportunos. Pero dentro del terreno que a nosotros nos interesa en especial,
vimos ya como la exaltación de lo humano y terrenal correspondió al quattrocento
a un vigoroso impulso de las finanzas y el comercio en los momentos mismos en
que el capitalismo se afirmaba. Francamente pagano o tímidamente religioso, el
movimiento cultural y artístico llevaba consigo otra manera de contemplar la
vida, otro modo de enfocar la sociedad y el mundo. Los hombres, en verdad,
seguían siendo cristianos, pero las cosas no correspondían a los nombres. El
Cristo flaco de la Edad Media había dado sitio a un Júpiter crucificado, y los
apuntes de Rafael que se guardan en Oxford muestran con sobrada elocuencia que
el artista dibujaba desnudas antes de echarles sobre el cuerpo el ropaje
flotante.1
La
reacción que trajo consigo la monarquía absoluta detuvo esa exigencia de
realismo, como en la vida social frenó a la burguesía durante cierto tiempo en
provecho de la nobleza domesticada de las grandes cortes. Pero a medida que la
burguesía renovaba sus bríos, asomaban otra vez en la cultura y en el arte sus tendencias
realistas cada vez más claras. Así cuando Diderot pasea sus ojos de primer
crítico de arte por los “Salones” de París, se detiene con burla frente a las
figuras de Boucher y nos dice: “En toda esta innumerable familia no
encontraréis una sola figura que sirva de veras para los actos reales de la
vida, para estudiar su lección, leer, escribir, batir el cáñamo.”2 Y
si eso era bien neto en Diderot frente a la pintura, no lo era menos en
Beaumarchais frente a las tragedias de su tiempo. En su Carta moderada sobre
la caída y la crítica del Barbero de Sevilla, Beaumarchais se burlaba de la
tragedia clásica por la inverosimilitud de la trama, la hinchazón de los
caracteres y del lenguaje; reyes desdichados u burgueses ridículos, de ahí,
añadía con sorna, “todo el teatro existente y posible”.3
Harta ya
de emperadores y de príncipes, la burguesía aspiraba a contemplarse así misma
en la pintura y en el teatro; fatigada de tantos siglos de coturno y toga,
quería llevar sobre la escena la naturalidad de Fígaro o trasladar sobre la
tela los interiores de Monsieur Jordain. La pintura y el teatro no le bastaban,
sin embargo. Hacía falta algo más, capaz de reflejar de manera más exacta el
curso diario de la vida, el tono habitual de los conflictos, la marcha
acompasada de la existencia. Y he ahí que un buen día ese mismo burgués en
pantuflas, satisfecho de la vida, mandó llamar -según Taine- a los mejores
escritores de su tiempo y les habló de esta manera.
Les propongo a ustedes un trabajo. El tema debo ser yo
mismo. Pintarán el traje de entrecasa que me he puesto para recibirlos y el
negligé de terciopelo verde con el que hago por la mañana mis ejercicios. De
paso harán observar ustedes que cada vara de esta tela cuesta un Luis. Si la
descripción está bien hecha encontrarán ocasión de algunas chuscadas y
enseñarán al público, al mismo tiempo, el precio de las cosas. Quiero, además,
que hablen de mis espejos, de mis tapices, de mis cortinas. Mis proveedores les
facilitarán sus memorándums; no dejen de insertarlos en la obra. Con mucho
placer volveré a ver en ella el pequeño negocio de mi padre, la cocina de mi
sirvienta Nicolasa, las travesuras de Brusquet, el perro de mi vecino el señor
Domingo.
Pueden
ustedes expresar también mis asuntos domésticos; nada más interesante para el
público que aprender la manera de ganar un millón. Díganle ustedes, además, que
mi hija Lucila no se casó con ese pillete de Cleonte, sino con el señor Samuel
Bernard, que hizo una fortuna con los arrendamientos, tiene carruaje y será ministro.
No voy a regatear el precio del trabajo: pagaré medio Luis por cada dos metros
de escritura.4
Este discurso imaginario no necesito decirlo, es de
una verdad puntual. Las clases sociales no necesitan reunir un buen día a los
mejores escritores para dictarles sus deberes; influencias difusas primero, más
especializadas después, configuran de tal manera la mentalidad de los artistas,
que les impone, a sabiendas o no, la dirección en que habrán de producir. Pero
en el auditorio al cual se dirigía nuestro buen Monsieur Jourdain podrían
reconocer ustedes a todos los creadores del realismo burgués en la novela,
desde Diderot con su Sobrino de Rameau hasta Balzac con su César
Borotteau. No importa que a veces la descripción no fuese fotográfica y
hasta se alejase ruidosamente de la vida diaria en el Robinson de De Foe
o en el Gulliver de Swift, con ser fantásticos, se pueden ver de manera
transparente las andanzas aventureras de la expansión capitalista, la febril
acumulación de las riquezas, la certera comprensión de las funciones del
dinero.
En
la vida social de fines del siglo XVIII y de la primera mitad del siglo XIX, no
era Monsieur Jourdain, sin embargo, el único personaje que se movía en el
tinglado. Antes de triunfar y de tener entre sus manos el poder, él mismo había
descubierto que la evolución es la ley universal que domina por igual en lo
moral y en lo físico, y que uno de los motivos más poderosos del progreso
histórico reside precisamente en esas revoluciones que de tiempo en tiempo levantan
unas clases sociales contra las otras. Todas esas cosas, que él mismo había
proclamado en otros tiempos, empezaban ahora a esfumársele de la memoria. Las
revoluciones estaban bien mientras él las dirigía; el progreso también,
mientras él lo controlaba. Fuera de esas condiciones, nada de protestas, trans
formaciones, ni desórdenes. A sus ojos, fue una locura de Boussuet creer que la
historia no tenía más objeto que conducir a una apoteosis del monarca absoluto;
en opinión de Monsieur Jourdain es claro como la luz que la historia no tiene
otro sentido que el de asegurar eternamente el dominio de la gran burguesía.
A lo
largo del siglo XIX, sin embargo, muchos eran los que pensaban de otro modo: en
primer término, los restos de la nobleza desalojada; en segundo término, la
pequeña burguesía, otra vez estafada por la grande. Alguien más, víctima
eterna, maduraba ya las primeras insurrecciones auténticamente obreras que
obligaron a la burguesía a fusilar en las calles a la Fraternidad. Pero ese
alguien, cada vez menos apocado, no tenía aún su perfil en el arte.
La nobleza
desalojada protestó contra la burguesía enemiga mediante un romanticismo a
lo Chateaubriand: engolado y fastuoso, cristiano y caballeresco, falso y
declamatorio hasta dar náuseas.5 La pequeña burguesía
desilusionada, siguió dos caminos aparentemente contradictorios, pero que
traducían de igual modo su rencor: uno de ellos la condujo a la teoría del arte
por el arte; otro, la llevó en línea recta hasta el naturalismo. Por el
primero, se esforzaba en expresar su desencanto de la vida social, su desdén de
las realidades, su preocupación por la belleza en sí, sin dramaticidad y sin
consecuencias. “Yo soy de aquellos –decía Gautier– para quien lo superfluo es
necesario.”6 Y poco después añadía: “¿qué importa que sea un sable,
un paraguas o un hisopo el que gobierna?”.7 “Renunciaría alegremente
a mis derechos de francés y de ciudadano por tener un cuadro auténtico de
Rafael o contemplar a la Princesa Borghese después de posar desnuda frente a
Canova.”8
Por
el segundo camino, buscaba decir su repugnancia por el medio vulgar que la
rodeaba sin tener necesidad de refugiarse en el pasado, sin suspirar por la
Edad Media, sin oponer un héroe pálido al burgués obeso. Le bastaba, para eso,
arrancar de la realidad el “documento humano” y disecarlo implacable en sus
ligamentos y filetes como un anatomista con la pieza de un cadáver. Es inútil,
sin embargo, que se fingiera impasible, objetiva, científica: bajo su aparente
curiosidad helada había una cólera que no siempre lograba disfrazar, un
resentimiento y un desprecio que se le adivinaba a través de esta mueca o de
aquel gesto. El “anatomista” que nos dio en Madame Bovary la obra más
perfecta de su género, ¿no es acaso el mismo Flaubert que define al “burgués”
como a un “hombre que piensa bajamente”? Sólo un artista, en efecto, que odie
hasta la desesperación el medio en que vive, puede tener aliento para construir
a punta de pluma esos retratos desesperantes de Bouvard y Pecuchet.
Pero
ya se escape de la realidad con la teoría del arte por el arte, o ya se vengue
de ella con retratos crueles, el pequeño burgués que no ocultaba su desprecio
por el grande, se sabía unido indisolublemente al régimen social que aquél
había construido. Admitía, sí, que podía ser modificado para asegurarle a él
una vida más digna y más hermosa; pero tan pronto vio aparecer en el
horizonte los primeros indicios de la tormenta que podía conmover en los
cimientos al mismo orden contra el cual vociferaba, cuando corrió presuroso a
ponerse a la sombra del despreciado “gran burgués”: como lo hizo Gautier, como
lo hizo Flaubert.9 Esa mentalidad conservadora que impregnaba a los
artistas de la pequeña burguesía –disconformes con las costumbres burguesas,
pero no con el régimen de la propiedad privada– es lo que dio al “naturalismo”,
aun al de la mejor época, una cierta superficialidad que lo invalida. Cuando la
burguesía era clase que ascendía, arrastrando consigo a la totalidad del
“tercer Estado”, el realismo de sus artistas tenía una fuerza y un impulso tal
que le ha permitido asegurar a Engels, por ejemplo, que El sobrino de Rameau,
de Diderot, es “una obra maestra de dialéctica”.10 Pero ahora que la
gran burguesía no sólo defraudaba las exigencias de la pequeña, sino que por
temor del proletariado se acercaba más y más a sus viejos enemigos los
feudales, resultaba al mismo tiempo que sus artistas carecían hasta del aliento
que en los comienzos les permitió captar una realidad que se desplaza entre las
contradicciones. Ocurrió así que el realista pequeño-burgués sólo atinó a
interpretar el mundo que lo rodeaba trasladando a la realidad social la
concepción mecánica del mundo que la burguesía había elaborado. La burguesía,
que en gran parte había asegurado el dominio sobre la realidad natural, se
encontró desarmada frente a la economía. El estudio de lo social la
desconcertó, y a pesar de sus tentativas para aprehenderlo con los métodos de
la física a lo Comte, o de la biología a lo Spencer, la anarquía de la
producción capitalista le pareció un misterio indes cifrable. Frente a ese
“misterio” sus artistas se limitaron a “explicar” los “documentos humanos” que
habían escogido, como si fueran los juguetes de la “herencia”, la
“degeneración” o el “atavismo”; y a conducir su crítica del orden social no
como una lucha contra el capitalismo, sino contra “algunos aspectos” del
capitalismo. A la “esencia” de la sociedad la consideraban armoniosa, y la
teoría llamada “organicista” que reinaba por entonces en la sociología no hacía
más que reflejar esa manera de admitir el orden constituido. La esfera social,
se decía, es idéntica a la esfera orgánica; en las naciones como en los
organismos hay una tan estrecha solidaridad entre las partes, que no es posible
modificar el equilibrio de un sector sin traer la perturbación de todo el
resto.
Varios
años atrás, a pesar de su catolicismo monárquico, Balzac había descubierto la
mentira de esa pretendida solidaridad entre las partes del “organismo social”.
Y no sólo había señalado los conflictos entre las clases sociales como causa
del drama histórico, sino que había llegado a exponer en su Comedia humana
una interpretación dialéctica del medio en que vivía. Aunque más “liberales” y
“progresistas” que Balzac, los naturalistas habían dejado de percibir las
contradicciones sociales entre las clases y se conformaban, por lo mismo,
con vagas comparaciones extraídas de la biología y de la clínica a propósito de
las “enfermedades del organismo social”.
Hace
precisamente cincuenta años, uno de esos artistas de la pequeña burguesía, y de
los que más habían abusado de las explicaciones mediante el fatalismo dé la
herencia, tuvo en Germinal la visión confusa11 de que por
debajo de las llamadas “solidaridades biológicas” había fuertes contradicciones
que las desgarraban, Pero ¿cómo descubrir esas contradicciones sociales que la
burguesía niega, no puede ver o disimula? Separándose de las filas de la
burguesía y ocupando un puesto en la única clase social que por lo mismo que no
tiene privilegios que defender, no tiene tampoco verdades que desfigurar.
Abierta
quedó la ruta desde entonces para un realismo con caracteres bien distintos; un
realismo que pusiera al servicio del proletariado la parecida actitud que en
Diderot o en Balzac había llevado a narrar, en el lenguaje de la burguesía, las
luchas y los dramas de las clases sociales. Con esta diferencia de un alcance
incalculable: mientras la burguesía se debate impotente frente a las mismas
fuerzas sociales que ha desencadenado, el proletariado tiene en cambio en el
marxismo no sólo el instrumento más perfecto para comprender la sociedad, sino
también para transformarla. Frente al orden burgués que es su enemigo, el
proletariado no se consume en declamaciones solitarias a lo Chateaubriand, ni
en fríos rencores a lo Flaubert, ni en sueños estériles a lo Gautier. Deja para
la burguesía en decadencia los anhelos místicos que le aguardaban al final de
su naturalismo, como Huysmans lo pronosticara con acierto. Para ella, en
efecto, las angustias de la muerte próxima, con las máscaras distintas de la
lujuria que aturde, del más allá que consuela, del estoicismo que endurece. Y
mientras por un lado el viejo y fuerte realismo burgués a lo Balzac degenera
más y más12 en estos hijos raquíticos de hoy –agonía cargosa de
Marcel Proust, humareda de opio de Cocteau–, el proletariado victorioso va
gestando en el mundo, y ya ha impuesto en la URSS una nueva visión del mundo y
de la vida.
Como
en el resto de Europa, la conciencia burguesa rusa anterior a la Revolución
expresaba su agotamiento en obras de un nihilismo desesperado. Intérprete de
una clase social sin confianza en la vida, Andreiev dominaba la literatura de
su patria con su gesto sombrío y su pesimismo mortal. Bajo su influencia, los
jóvenes no encontraban otra salida que el suicidio; a los veinte años Alejandro
Blok se quejaba de ser “un cadáver pintado”. Haciendo coro, Dostoievski
predicaba la resignación; Chejov la docilidad; Tolstoi la no resistencia al
mal. Cuando este último fustigaba con sus libros la realidad social, se podía
pensar que su arte apuntaba al porvenir; pero frente a las desdichas que
reflejaba, su realismo no tenía nada que ofrecer, nada tampoco que afirmar.13
Sólo Gorki, el “amargo”, predicaba la lucha, la lucha viril, orgullosa,
creadora; la única capaz –como Octubre lo probó muy pronto– de liberar al
hombre de sus miserias de esclavo. Por vez primera, una nueva clase social se
hacía escuchar en el arte; pero la nueva clase social que en el Germinal
de Zola había asomado y que en las obras de Gorki adquiría madurez, no
expresaba su protesta a la manera confusa y reaccionaria de los románticos. En
el romanticismo pequeño-burgués, las discrepancias con la realidad no
encontraban soluciones prácticas; se perdían por eso en la utopía o se gastaban
inútiles en la gesticulación. A la inversa de esa rebeldía sin programa, el
proletariado opuso su marcha dirigida por un método, su revolución que la
doctrina esclarece. Sus héroes no viven entre las tempestades, ni buscan
para exhalar sus quejas la amistad del mar o la montaña. Tienen como primera
cualidad la lucidez reflexiva; y porque saben cómo transformar la realidad
social ni desesperan ni se agotan. ¿Acaso, por eso, faltarán a sus héroes las
otras dimensiones del hombre? ¿No alumbrará en ellos el lirismo cordial, el
regocijo en el esfuerzo, la imaginación que anticipa y agranda? Ningún
marxista es completo –ha dicho Lenin– si no sabe soñar. Contra los
que alardeaban de su parsimonia y de su sentido de lo concreto, Lenin recordaba
lo que había escrito Pisaref a propósito del desacuerdo entre sueño y realidad.
“Hay
desacuerdo y desacuerdo –aseguraba–. Mis sueños pueden aventajarse al curso
natural de los acontecimientos o bien pueden ir por caminos que el curso
natural de los acontecimientos no podría andar jamás. En el primer caso, el
sueño no es nocivo; puede incluso fomentar y fortalecer la energía del hombre
que trabaja... El desacuerdo entre sueño y realidad no es perjudicial siempre y
cuando la persona que sueña crea seriamente en su sueño, considere
atentamente la vida, compare sus observaciones y sus castillos en el aire, y
trabaje concienzudamente en la realización de su fantasia”.14
Formar soñadores de ese tipo
era, en opinión de Lenin, una exigencia de la Revolución. Para el más grande de
los tácticos del proletariado, el comunista es un realista que controla sus
sueños. ¿Es legítimo, en tal caso, hablar de una nueva variedad del
romanticismo? Algunos, Lunatcharski15 y Gorki16, entre
ellos, han respondido que sí. La palabra romanticismo, sin embargo, tiene una
tradición histórica tan confusa; lleva adherida de tal modo a su estructura la
idea de la exaltación sin medida y el arrebato patético; trae tan irresistible
a nuestro espíritu la imagen del escritor grandilocuente y del artista
infatuado17, que me parece poco feliz –si no se la explica a cada
rato incorporarla al lenguaje de la revolución. En los países en los cuales la
burguesía se mantuvo vacilante frente al feudalismo, como en Alemania, o pactó
con él como en Inglaterra, el romanticismo fue una insurrección literaria contra
los déspotas, pero una insurrección en la que vivía el desencanto de las
burguesías sin coraje. En los países en los cuales la revolución burguesa logró
imponerse, como en Francia, el romanticismo cobijó a su vez –como ya dijimos–
dos corrientes desiguales; una aristocrática feudal, francamente restauradora;
otra pequeño-burguesa, liberal a veces en la superficie, pero reaccionaria y utópica
en el fondo. Bajo todas sus formas, pues, el Romanticismo significó siempre
reacción, consciente o inconsciente18. Y contra el Romanticismo,
precisamente, comenzó el joven Marx sus primeras campañas en la Gaceta
Renana19. El sueño romántico encubre ignorancia20,
nostalgia, hastío, desilusión, desencanto; el sueño socialista representa, en
cambio, dinamismo, fortaleza, confianza en la vida, seguridad en la victoria. Pero
si ese sueño se exaltara hasta perder el control de sí mismo, si cortara las
amarras que a la realidad lo unen, por eso sólo perdería el derecho a llamarse
socialista. Y es lo que ha ocurrido a veces y ocurre aún –aunque cada día en
menor medida– bajo la forma de un defecto grave que se ha dado en llamar “la
jactancia comunista”. Contra él reaccionó la educación, y tuvo plena justicia
para hacerlo. Dentro del realismo socialista no se conciben los sueños que
desfiguran la vida, ocultan los defectos o sobreestiman las fuerzas; sólo
tienen derecho a vivir los sueños que hacen comprender mejor la realidad, los
que ayudan a penetrarla y dirigirla. Para el romántico el sueño era una manera
de disimular la fealdad de la vida; para el realista pequeño-burgués –con
“romanticismo inconsciente”– una manera también de compensar la pintura de esa
misma mediocridad que despreciaba. El autor de Pére Goriot, ¿no es también el
de La piel de zapa? El creador de La señora Bovary, ¿no es el de Salambó
y Las tentaciones? Sólo en el realismo socialista, el sueño no es una
fuga de la vida; es una manera de prolongarla bajo otros aspectos, de amarla
también bajo nombres distintos.
______________
(*) Aníbal Ponce, Obras,
Casa de las Américas. 1975.
(1) Lo mismo hacía fray
Bartolomeo.
(2) Diderot: Oeuvres
choises, París. Ed. Garmier, t. II, p. 329 [sin fecha].
(3) Beaumarchais: Théậtre,
París, ed. Garmier, p. 3, [sin fecha]. En igual sentido ver Plejanov, “La
littérature dramatique et la peinture française au XVIII siècle”, en Commune,
París, mayo de 1935.
(4) Taine: Histoire de la
litérature angloise, París, ed. Hachette, 1866, t. I, p. 314-15.
(5) Marx lo “odiaba”. Ver
Schiller: “Marx et la littérature mondiale”, en Commune, agosto de 1935,
p. 1390.
(6) Gautier: Mademoisille
de Maupin, París, ed. Charpentier, 1918, p. 22.
(7) Gautier: ob. Cit., p.
25.
(8) Gautier: ob. Cit., p. 22.
(9) Plejanov: El arte y
la vida social, Madrid, ed. Cenit, 1929, p. 41.
(10) Engels: Anti-Dühring,
Madrid, ed. Cenit, 1932, p. 7.
(11) Aunque Zola en su
última etapa gustaba decirse socialista, su socialismo no pasó de un
fourierismo atenuado. Ver Luckacs: “Zola et le realisme”, en La littérature
internationale, Moscú, 1935, n. 7, p. 51.
(12) Ver un animado programa
de la literatura contemporánea en Dinamov, “El capitalismo actual y su literatura”,
en Tensor, Madrid, set. de 1935, p. 14 y ss.
(13) Lenin: “Leon Tolstoi”,
en Commune, ene. de 1935, p. 434 y ss.
(14) Lenin: ¿Qué hacer?,
Buenos Aires, ed. Claridad, 1933, p. 169-70.
(15) Lunacharski: “Les problèmes
du style et de l’art socialista”, en Le Théậtre internationales, Moscú,
boletín n. 4-5 de la Olimpiada del Teatro de acción Revolucionaria, 1933, p.
13.
(16) Gorki: “Discurso en el
Congreso de Escritores Soviéticos de Moscú”, Montevideo, en el volumen editado
por el “Centro de Trabajadores Intelectuales del Uruguay”, 1935, p. 35.
(17) Ver en Lemaitre, Chateaubriand,
París, ed. Calman Levy, p. 329, [sin fecha]. La transcripción de un retrato
exactísimo de Chateaubriand por Veuillot. El mismo Lemaitre, refiriéndose a los
cuidados con que Chateaubriand organizó su “actitud de ultratumba”, dice con
razón que el autor de René tenía “vanidoso hasta el esqueleto”, p. 328.
(18) Proudhon ha dicho más
de una vez que toda la literatura y el arte románticos eran “monumentos de la
contrarrevolución”. Max Raphael: Proudhon, Marx, Picasso, París, ed.
Excélsior, 1933, p. 18.
(19) Freville: “Marx et
Engels contre le romantisme”, en Mondede, 1° de feb. de 1935, p. 6.
(20) La escuela de los
románticos, ha dicho Brunetler, muy bien, ha sido “la escuela de la ignorancia
y la presunción”. Honoré de Balzac, París, ed. Nelson, p. 140 [sin
fecha].
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