lunes, 1 de julio de 2024

Literatura

Más Avances de Lecturas

Julio Carmona

VOY A HACER ALGUNOS comentarios a un artículo de James Higgins. Empiezo citando su primer párrafo:

“Se ha discutido mucho sobre si Vallejo es o no es un poeta social. Creo que la verdad está entre los dos extremos. Efectivamente, Vallejo es un poeta social en cuanto su obra trata de la injusticia social y proclama la liberación de los oprimidos mediante la revolución. Pero en Vallejo lo social es un aspecto de la injusticia de la vida y la revolución es una primera etapa hacia la redención total de los hombres”. (James Higgins, “La revolución y la redención del hombre en Vallejo”, en: Universidad, Órgano de extensión cultural de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, Año III, N° 9, Ayacucho, Julio de 1967) p. 2.

La primera proposición de este párrafo, a mi entender, parte de una premisa incompleta, pues la oposición no se da entre «si Vallejo es o no es un poeta social», sino entre si es poeta social o, contrariamente, si es un poeta formalista —que es, desde lo literario, la verdadera oposición. Porque la segunda parte de la premisa de Higgins sería: no es un poeta social, cuando lo correcto es decir lo contrario: o es un poeta formalista. Pero, en lo que sigue de esa primera proposición, es que hay una conclusión contradictoria, porque decir «que la verdad está entre los dos extremos» equivale a decir: que es social y que no es social. Y bien se sabe que, en poesía, como en cualquier otro ámbito, no se puede ser lo uno y lo otro a la vez. ¿O ha querido decir que entre ambos extremos hay una tercera opción? (que no se dice cuál es en todo el artículo).

Sin embargo, Higgins insiste en su galimatías, pues dice que «Efectivamente, Vallejo es un poeta social» (pero) «en cuanto su obra trata de la injusticia social y proclama la liberación de los oprimidos mediante la revolución.» Y lo que se desprende de esa afirmación es que solo es social cuando «su obra trata de la injusticia social y proclama la liberación de los oprimidos mediante la revolución», o sea que de eso se ha de seguir que al tratar cualquier otro tema deja de ser poeta social. Hubiera quedado mejor si planteaba su oposición entre lo social y lo político. Y mejor, insisto, entre lo social y lo formalista (o lo puro: aunque con esto último es repetir una fórmula periclitada, pero que dio origen a los formalismos de hogaño, como si se dijera que ‘de esos polvos vienen estos lodos’).

Y, entonces, lo que hace Higgins es irse por las ramas, porque después de aceptar que, efectivamente, ‘es un poeta social’, inmediatamente, morigera esta situación, tratando de explicar lo que es para Vallejo lo social, pues dice que «en Vallejo lo social es un aspecto de la injusticia de la vida», y, cabe preguntar: ¿cómo sabe que en Vallejo se reducía a eso lo social? Y, en realidad, esa es una «explicación» que puede ser contradicha con esta otra pregunta: ¿la vida es —para Vallejo— una injusticia? Y esto está muy lejos de demostrarse con su poesía, ni siquiera con la de Los heraldos negros (que es a la que alude, después, Higgins). Comenzando con el primer poema de este libro, cuyo primer verso dice: «Hay golpes en la vida tan fuertes. Yo no sé». Y de ahí no debe desprenderse que dichos «golpes» provengan de la vida. El «Yo no sé» indica que hay golpes en la vida, pero no se sabe de dónde provienen. Y, obviamente, provienen de lo social, de la creación que ha hecho el mismo hombre dentro de la vida: la sociedad humana. Pero la vida, en sí, no se reduce a lo social. Es más, ella es inimputable de los desajustes (o injusticia) habidos en la sociedad. Y eso tenía que saberlo Vallejo.

Por último, también Higgins se atreve a especular sobre lo que es para Vallejo la revolución: «una primera etapa hacia la redención total de los hombres», pero este es un razonamiento de Pero Grullo, que no se condice con todo lo que Vallejo dejó escrito sobre el tema; por ejemplo: si la revolución se hace por la vía pacífica o por la vía armada; si el trabajo cultural (incluida la poesía) tiene un carácter de clase, y si, desde la clase que hace la revolución, cabe decir: que la poesía de esta clase puede adoptar la denominación de su realidad: proletaria, etc.

En las proposiciones siguientes, Higgins —sin hacer la distinción entre el mundo natural y el mundo humano— se refiere a la poesía de Vallejo, igualmente, sin distinguir a la inicial de la última (al menos, en el segundo párrafo del artículo; más adelante veremos que sí lo hace, pero igualmente de forma desenfocada), dice:

La poesía [¿toda?] de Vallejo presenta un mundo absurdo, caótico, desordenado, ilógico, un mundo regido por el mal, donde el destino del hombre se frustra, donde la vida es vacía y sin sentido.

Si no se hace la distinción entre el mundo natural y el mundo humano, ese «mundo» referido en la cita, sería el de la naturaleza, en el que «la vida es vacía y sin sentido», considerando a esta última como la vida humana; pero aun cuando fuera que solo se refiera al mundo humano y a la vida humana, lo observado por el crítico como:

absurdo, caótico, desordenado, ilógico, un mundo regido por el mal, donde el destino del hombre se frustra…

en realidad, es eso: lo observado por el crítico, pero no todos los lectores estamos obligados a seguir al crítico en esa su observación. Más bien, aquí salta la liebre de lo que dejó de precisar en el primer párrafo arriba comentado: que todas esas calificaciones son las que calzan con la visión del mundo de las poesías de la vanguardia (de comienzos del siglo XX, es decir, de hace un siglo), las mismas que instauraron el formalismo (cuyos intentos de dominio se remontan a los comienzos de los siglos XVII —con el barroco— y del XIX —con el romanticismo). Es decir, Higgins, indirectamente, está complementando su primera premisa: ‘se ha discutido mucho sobre si Vallejo es un poeta social o un poeta formalista’. Y, entonces, sí calza aquí su conclusión: «Creo que la verdad está entre los dos extremos». Pero, obviamente, esta sigue siendo la verdad de Higgins. Porque, en efecto, la poesía de Vallejo no deja de ser reflejo de su época, vale decir de lo que su conciencia percibe en su sociedad; pero no lo hace —no puede hacerlo— en el mundo y la vida naturales, inclusive ni en otras sociedades en las que se lucha en la práctica por reconstruirse de manera distinta: ‘no absurdas, no caóticas, no desordenadas, no ilógicas, no regidas por el mal’, sin la sensación de que «la vida es vacía y sin sentido». Y, lo más importante, Vallejo, en más de una ocasión, se manifestó en contra de una poesía que no diga nada o que se solace en la sola experimentación formal. Pero, Higgins sigue atribuyendo a la poesía de Vallejo lo que a él se le antoja. Dice:

Sin embargo, se nota también en su poesía el anhelo de trascender la miseria de la condición humana, el anhelo de conseguir una existencia armoniosa y unificada. En sus primeras obras, Vallejo tiende a buscar una solución personal, individual, al problema de la existencia, a través del amor sexual o de un amor que reproduce el ambiente integrado del hogar en que vivía de niño. Pero, en general, fuera de algunos momentos de plenitud, estos anhelos quedan frustrados.

Aquí cabe preguntar, ¿para Vallejo la condición humana es solo miseria? Y ¿se puede decir que haya pensado eso para trascenderlo, en provecho propio, y conseguir una existencia armoniosa y unificada? Y son preguntas válidas en tanto, a punto seguido, afirma que «En sus primeras obras, Vallejo tiende a buscar una solución personal, individual, al problema de la existencia», y, bueno, sus primeras obras son Los heraldos negros y Trilce, pero, aunque en esas obras haya un peso significativo del yo lírico orientado a configurar un mundo imaginario en el que las vicisitudes personales gravitan de manera apodíctica, eso no quiere decir que el autor esté imponiendo a su voz poética una prédica solipsista. Todo lo contrario, porque como lo dice él mismo: «¿Es mejor decir “yo”? ¿O mejor decir “El hombre” como sujeto de la emoción lírica y épica?  Desde luego, más profundo y poético, es decir “yo” —tomado naturalmente como símbolo de todos» Contra el secreto profesional, p. 100). O sea que esas experiencias, aun cuando parte de las suyas, propias, no son excluyentes, porque sabe que todas las experiencias son humanas y si bien no son las mismas (idénticas) en todos los lectores, sí pueden hacer reflexionar a estos como de ser posibles de que les acaezcan a ellos, propiciando así la solidaridad no con el yo poético, sino con la humanidad toda: «… cuándo nos veremos con los demás, al borde / de una mañana eterna, desayunados todos!» («La cena miserable»).

Se tiene que convenir, además, que Vallejo sabía (no podía ser de otro modo) que con la poesía no se puede buscar “una solución personal, individual al problema de la existencia”, aunque idealmente crea o considere posible proponer una salida a sus preocupaciones existenciales de las que hace copartícipe al lector. En tal sentido, el hecho mismo de que Vallejo proponga la búsqueda de un amor ideal, no es que lo haga como un objetivo fijo; porque en el mismo libro se convence de su imposible realización, que no equivale a frustración destructiva sino a comprensión realista. Y esto se demuestra analizando —del libro Los heraldos negros— el poema «Amor», título este con el que se ratifica su existencia como un tema —entre otros— del libro. Mas no debe obviarse que, como tal, adopta una doble faceta (que se ha ido destacando en poemas anteriores: el amor material y el amor ideal: oposición que se da en este poema. Igualmente, en el poema «Lluvia» (previo a este, en el libro) se presenta al final las imágenes de ataúd y de ahuesar, en un sentido del ser perecedero, o de muerte sucesiva, y, aquí, se toma al «Amor» como interlocutor para ratificar esa incompatibilidad del ser transitorio del locutor poético con el ser perenne del amor.

AMOR

 

Amor, ya no vuelves a mis ojos muertos;

y cuál mi idealista corazón te llora.

Mis cálices todos aguardan abiertos

tus hostias de otoño y vinos de aurora.

 

Amor, cruz divina, riega mis desiertos

con tu sangre de astros que sueña y que llora.

¡Amor, ya no vuelves a mis ojos muertos

que temen y ansían tu llanto de aurora!

 

Amor, no te quiero cuando estás distante

rifado en afeites de alegre bacante,

o en frágil y chata facción de mujer.

 

Amor, ven sin carne, de un icor que asombre;

y que yo, a manera de Dios, sea el hombre

que ama y engendra sin sensual placer!

 

En el primer cuarteto, nótese, en principio, que la tilde de la palabra «cuál» descarta que se la esté usando como nexo de comparación, sino como signo de exclamación, como si dijera: ‘y cuánto mi idealista corazón te llora’. Con esta expresión: «mi idealista corazón te llora», el locutor poético prefiere apelar a ese amor ideal antes que persistir en el otro (material) que, lo siente degradante, por eso alude a sus «ojos muertos». Y sus «cálices», del verso tercero, son sus deseos de contener en sí las «hostias» o elementos sagrados de purificación, que son «de otoño», aludiendo al apuro de tener mayor edad, en la que se supone hay un retraimiento frente a lo pasado, y un retorno a la pureza de los ideales juveniles (los «vinos de aurora»).

En el segundo cuarteto, siendo el «Amor, cruz divina» es placentero cargarla y, por su misma divinidad, puede tonificar los desiertos vividos, porque se piensa en la sangre de Cristo: «sangre de astros que sueña y que llora», porque es sangre celestial que «sueña» su retorno y que «llora» por el sufrimiento de sus fieles. El verso tercero de este cuarteto («Amor, ya no vuelves a mis ojos muertos») repite la idea con que se inicia el primer cuarteto: y confronta la perennidad de ese amor ideal con lo transitorio de su amor carnal, que mira por sus «ojos muertos / que temen» por ser pecadores, «y ansían tu llanto de aurora», es decir, que reclaman la presencia de su salvador que ilumina.

El primer verso del primer terceto: «Amor, no te quiero cuando estás distante», hace recordar —por contraste— este otro de Pablo Neruda, referido a la amada: «Me gustas cuando callas porque estás como ausente». Pero, en el caso de Vallejo, se refiere a ese amor ideal que lo siente lejano, y más aun cuando lo encuentra por suerte o «rifado» (de rifa) y cree tener al amor ideal en los brazos de una mujer de contrato o, incluso, en la presencia de un amor fortuito: «en afeites de alegre bacante, / o en frágil y chata facción de mujer.»  Y el poema se cierra con estos dos versos categóricos: «Amor, ven sin carne, de un icor que asombre; / y que yo, a manera de Dios, sea el hombre / que ama y engendra sin sensual placer!»

El reclamo de un amor sin carne, se explica porque el Amor Ideal suele confundirse con el amor material. Y ese amor sin carne solo puede provenir de los dioses. Pero no del dios de los cristianos, de ahí que recurra a la expresión «sangre de un icor que asombre», pues con la palabra icor se alude a la sangre inmortal que se agita en las venas de los dioses; pues ellos no comen del pan basto, ni beben del vino negro. Sin embargo, el locutor poético no se identifica plenamente con esa idea pagana de los dioses griegos, sino que, bajo el influjo de ese amor de Cristo, pide él que, a la manera de su divinidad, seguir siendo «el hombre que ama y engendra [pero] sin sensual placer».

Con este poema concluye el tema del amor sostenido en todo el libro (y ha sido uno de los pilares del mismo, junto con el tema de la muerte y, en menor medida, de la religión), llegando a un desenlace de hibridación, porque si bien queda la sensación de que el locutor poético le da mayor constancia al amor ideal, sin embargo, admite el reconocimiento del otro, aunque recusando su materialidad. Y esto es prueba de su asunción realista no solo de la poesía, sino de su concepción ideológica general. Porque en esta etapa de su vida, César Vallejo, no solo asume los postulados estéticos de un modernismo romántico, sino, además, los fundamentos de un idealismo supérstite, sobreviviente, con todo lo cual arribará a Europa, hasta derivar de la metafísica idealista a la dialéctica materialista.

Higgins, en su artículo, pretende seguir ese derrotero vallejiano, pero (sin haber aclarado el tema aquí analizado) sigue planteando situaciones poco menos que arbitrarias. Por ejemplo, dice:

Después, entre Trilce y Poemas humanos, hay una evolución en el pensamiento de Vallejo. Despierta a la situación de los otros, abre los ojos a la miseria de sus semejantes. Se da cuenta de que los demás también sufren, de que la sociedad también es una selva donde los poderosos oprimen y explotan a los débiles. Y, al mismo tiempo, se da cuenta de que no se puede pensar en términos individuales, puesto que su situación está ligada a la situación de todos los hombres.

Obviamente, en esta cita, Higgins insiste en sugerir (sin demostrarlo) que en Los heraldos negros y en Trilce no hay una visión ecuménica, pues dice que, recién, después de ellos, aparece ‘la situación de los otros’ y «abre los ojos a la miseria de sus semejantes». Y, más bien, da la sensación de que Higgins no ha leído en Heraldos: «La araña», «Los arrieros», «Las piedras» y el ya citado «La cena miserable» o en Trilce: XLV, LXIV, LXX, LXXV. Todos estos poemas elegidos al azar. Pero hay más poemas que demuestran lo contrario a lo afirmado por Higgins. Es, pues, inexacto decir que recién cuando Vallejo llega a Europa (al año siguiente de publicado Trilce) «se da cuenta de que no se puede pensar en términos individuales, puesto que su situación está ligada a la situación de todos los hombres».

(En otro artículo seguiré desmadejando las opiniones de Higgins, como otro Avance de lecturas).



El Realismo Socialista*

Aníbal Ponce

SI SE EXAMINA en un amplio panorama la historia de la literatura o del arte, se descubre una exigencia de realismo cada vez que una clase aristocrática y agrícola abre paso a otra clase comerciante e industrial. Así ocurrió en el siglo V en Grecia, en el siglo III en Roma, en el siglo XI en la Edad Media, en el siglo XVI durante el Renacimiento, en el siglo XVIII durante la Revolución. Fácil sería escoger para cada caso los ejemplos oportunos. Pero dentro del terreno que a nosotros nos interesa en especial, vimos ya como la exaltación de lo humano y terrenal correspondió al quattrocento a un vigoroso impulso de las finanzas y el comercio en los momentos mismos en que el capitalismo se afirmaba. Francamente pagano o tímidamente religioso, el movimiento cultural y artístico llevaba consigo otra manera de contemplar la vida, otro modo de enfocar la sociedad y el mundo. Los hombres, en verdad, seguían siendo cristianos, pero las cosas no correspondían a los nombres. El Cristo flaco de la Edad Media había dado sitio a un Júpiter crucificado, y los apuntes de Rafael que se guardan en Oxford muestran con sobrada elocuencia que el artista dibujaba desnudas antes de echarles sobre el cuerpo el ropaje flotante.1

        La reacción que trajo consigo la monarquía absoluta detuvo esa exigencia de realismo, como en la vida social frenó a la burguesía durante cierto tiempo en provecho de la nobleza domesticada de las grandes cortes. Pero a medida que la burguesía renovaba sus bríos, asomaban otra vez en la cultura y en el arte sus tendencias realistas cada vez más claras. Así cuando Diderot pasea sus ojos de primer crítico de arte por los “Salones” de París, se detiene con burla frente a las figuras de Boucher y nos dice: “En toda esta innumerable familia no encontraréis una sola figura que sirva de veras para los actos reales de la vida, para estudiar su lección, leer, escribir, batir el cáñamo.”2 Y si eso era bien neto en Diderot frente a la pintura, no lo era menos en Beaumarchais frente a las tragedias de su tiempo. En su Carta moderada sobre la caída y la crítica del Barbero de Sevilla, Beaumarchais se burlaba de la tragedia clásica por la inverosimilitud de la trama, la hinchazón de los caracteres y del lenguaje; reyes desdichados u burgueses ridículos, de ahí, añadía con sorna, “todo el teatro existente y posible”.3

        Harta ya de emperadores y de príncipes, la burguesía aspiraba a contemplarse así misma en la pintura y en el teatro; fatigada de tantos siglos de coturno y toga, quería llevar sobre la escena la naturalidad de Fígaro o trasladar sobre la tela los interiores de Monsieur Jordain. La pintura y el teatro no le bastaban, sin embargo. Hacía falta algo más, capaz de reflejar de manera más exacta el curso diario de la vida, el tono habitual de los conflictos, la marcha acompasada de la existencia. Y he ahí que un buen día ese mismo burgués en pantuflas, satisfecho de la vida, mandó llamar -según Taine- a los mejores escritores de su tiempo y les habló de esta manera.

Les propongo a ustedes un trabajo. El tema debo ser yo mismo. Pintarán el traje de entrecasa que me he puesto para recibirlos y el negligé de terciopelo verde con el que hago por la mañana mis ejercicios. De paso harán observar ustedes que cada vara de esta tela cuesta un Luis. Si la descripción está bien hecha encontrarán ocasión de algunas chuscadas y enseñarán al público, al mismo tiempo, el precio de las cosas. Quiero, además, que hablen de mis espejos, de mis tapices, de mis cortinas. Mis proveedores les facilitarán sus memorándums; no dejen de insertarlos en la obra. Con mucho placer volveré a ver en ella el pequeño negocio de mi padre, la cocina de mi sirvienta Nicolasa, las travesuras de Brusquet, el perro de mi vecino el señor Domingo.

        Pueden ustedes expresar también mis asuntos domésticos; nada más interesante para el público que aprender la manera de ganar un millón. Díganle ustedes, además, que mi hija Lucila no se casó con ese pillete de Cleonte, sino con el señor Samuel Bernard, que hizo una fortuna con los arrendamientos, tiene carruaje y será ministro. No voy a regatear el precio del trabajo: pagaré medio Luis por cada dos metros de escritura.4

Este discurso imaginario no necesito decirlo, es de una verdad puntual. Las clases sociales no necesitan reunir un buen día a los mejores escritores para dictarles sus deberes; influencias difusas primero, más especializadas después, configuran de tal manera la mentalidad de los artistas, que les impone, a sabiendas o no, la dirección en que habrán de producir. Pero en el auditorio al cual se dirigía nuestro buen Monsieur Jourdain podrían reconocer ustedes a todos los creadores del realismo burgués en la novela, desde Diderot con su Sobrino de Rameau hasta Balzac con su César Borotteau. No importa que a veces la descripción no fuese fotográfica y hasta se alejase ruidosamente de la vida diaria en el Robinson de De Foe o en el Gulliver de Swift, con ser fantásticos, se pueden ver de manera transparente las andanzas aventureras de la expansión capitalista, la febril acumulación de las riquezas, la certera comprensión de las funciones del dinero.

        En la vida social de fines del siglo XVIII y de la primera mitad del siglo XIX, no era Monsieur Jourdain, sin embargo, el único personaje que se movía en el tinglado. Antes de triunfar y de tener entre sus manos el poder, él mismo había descubierto que la evolución es la ley universal que domina por igual en lo moral y en lo físico, y que uno de los motivos más poderosos del progreso histórico reside precisamente en esas revoluciones que de tiempo en tiempo levantan unas clases sociales contra las otras. Todas esas cosas, que él mismo había proclamado en otros tiempos, empezaban ahora a esfumársele de la memoria. Las revoluciones estaban bien mientras él las dirigía; el progreso también, mientras él lo controlaba. Fuera de esas condiciones, nada de protestas, trans formaciones, ni desórdenes. A sus ojos, fue una locura de Boussuet creer que la historia no tenía más objeto que conducir a una apoteosis del monarca absoluto; en opinión de Monsieur Jourdain es claro como la luz que la historia no tiene otro sentido que el de asegurar eternamente el dominio de la gran burguesía.

A lo largo del siglo XIX, sin embargo, muchos eran los que pensaban de otro modo: en primer término, los restos de la nobleza desalojada; en segundo término, la pequeña burguesía, otra vez estafada por la grande. Alguien más, víctima eterna, maduraba ya las primeras insurrecciones auténticamente obreras que obligaron a la burguesía a fusilar en las calles a la Fraternidad. Pero ese alguien, cada vez menos apocado, no tenía aún su perfil en el arte.

La nobleza desalojada protestó contra la burguesía enemiga mediante un romanticismo a lo Chateaubriand: engolado y fastuoso, cristiano y caballeresco, falso y declamatorio hasta dar náuseas.5 La pequeña burguesía desilusionada, siguió dos caminos aparentemente contradictorios, pero que traducían de igual modo su rencor: uno de ellos la condujo a la teoría del arte por el arte; otro, la llevó en línea recta hasta el naturalismo. Por el primero, se esforzaba en expresar su desencanto de la vida social, su desdén de las realidades, su preocupación por la belleza en sí, sin dramaticidad y sin consecuencias. “Yo soy de aquellos –decía Gautier– para quien lo superfluo es necesario.”6 Y poco después añadía: “¿qué importa que sea un sable, un paraguas o un hisopo el que gobierna?”.7 “Renunciaría alegremente a mis derechos de francés y de ciudadano por tener un cuadro auténtico de Rafael o contemplar a la Princesa Borghese después de posar desnuda frente a Canova.”8

Por el segundo camino, buscaba decir su repugnancia por el medio vulgar que la rodeaba sin tener necesidad de refugiarse en el pasado, sin suspirar por la Edad Media, sin oponer un héroe pálido al burgués obeso. Le bastaba, para eso, arrancar de la realidad el “documento humano” y disecarlo implacable en sus ligamentos y filetes como un anatomista con la pieza de un cadáver. Es inútil, sin embargo, que se fingiera impasible, objetiva, científica: bajo su aparente curiosidad helada había una cólera que no siempre lograba disfrazar, un resentimiento y un desprecio que se le adivinaba a través de esta mueca o de aquel gesto. El “anatomista” que nos dio en Madame Bovary la obra más perfecta de su género, ¿no es acaso el mismo Flaubert que define al “burgués” como a un “hombre que piensa bajamente”? Sólo un artista, en efecto, que odie hasta la desesperación el medio en que vive, puede tener aliento para construir a punta de pluma esos retratos desesperantes de Bouvard y Pecuchet.

Pero ya se escape de la realidad con la teoría del arte por el arte, o ya se vengue de ella con retratos crueles, el pequeño burgués que no ocultaba su desprecio por el grande, se sabía unido indisolublemente al régimen social que aquél había construido. Admitía, sí, que podía ser modificado para asegurarle a él una vida más digna y más hermosa; pero tan pronto vio aparecer en el horizonte los primeros indicios de la tormenta que podía conmover en los cimientos al mismo orden contra el cual vociferaba, cuando corrió presuroso a ponerse a la sombra del despreciado “gran burgués”: como lo hizo Gautier, como lo hizo Flaubert.9 Esa mentalidad conservadora que impregnaba a los artistas de la pequeña burguesía –disconformes con las costumbres burguesas, pero no con el régimen de la propiedad privada– es lo que dio al “naturalismo”, aun al de la mejor época, una cierta superficialidad que lo invalida. Cuando la burguesía era clase que ascendía, arrastrando consigo a la totalidad del “tercer Estado”, el realismo de sus artistas tenía una fuerza y un impulso tal que le ha permitido asegurar a Engels, por ejemplo, que El sobrino de Rameau, de Diderot, es “una obra maestra de dialéctica”.10 Pero ahora que la gran burguesía no sólo defraudaba las exigencias de la pequeña, sino que por temor del proletariado se acercaba más y más a sus viejos enemigos los feudales, resultaba al mismo tiempo que sus artistas carecían hasta del aliento que en los comienzos les permitió captar una realidad que se desplaza entre las contradicciones. Ocurrió así que el realista pequeño-burgués sólo atinó a interpretar el mundo que lo rodeaba trasladando a la realidad social la concepción mecánica del mundo que la burguesía había elaborado. La burguesía, que en gran parte había asegurado el dominio sobre la realidad natural, se encontró desarmada frente a la economía. El estudio de lo social la desconcertó, y a pesar de sus tentativas para aprehenderlo con los métodos de la física a lo Comte, o de la biología a lo Spencer, la anarquía de la producción capitalista le pareció un misterio indes cifrable. Frente a ese “misterio” sus artistas se limitaron a “explicar” los “documentos humanos” que habían escogido, como si fueran los juguetes de la “herencia”, la “degeneración” o el “atavismo”; y a conducir su crítica del orden social no como una lucha contra el capitalismo, sino contra “algunos aspectos” del capitalismo. A la “esencia” de la sociedad la consideraban armoniosa, y la teoría llamada “organicista” que reinaba por entonces en la sociología no hacía más que reflejar esa manera de admitir el orden constituido. La esfera social, se decía, es idéntica a la esfera orgánica; en las naciones como en los organismos hay una tan estrecha solidaridad entre las partes, que no es posible modificar el equilibrio de un sector sin traer la perturbación de todo el resto.

Varios años atrás, a pesar de su catolicismo monárquico, Balzac había descubierto la mentira de esa pretendida solidaridad entre las partes del “organismo social”. Y no sólo había señalado los conflictos entre las clases sociales como causa del drama histórico, sino que había llegado a exponer en su Comedia humana una interpretación dialéctica del medio en que vivía. Aunque más “liberales” y “progresistas” que Balzac, los naturalistas habían dejado de percibir las contradicciones sociales entre las clases y se conformaban, por lo mismo, con vagas comparaciones extraídas de la biología y de la clínica a propósito de las “enfermedades del organismo social”.

Hace precisamente cincuenta años, uno de esos artistas de la pequeña burguesía, y de los que más habían abusado de las explicaciones mediante el fatalismo dé la herencia, tuvo en Germinal la visión confusa11 de que por debajo de las llamadas “solidaridades biológicas” había fuertes contradicciones que las desgarraban, Pero ¿cómo descubrir esas contradicciones sociales que la burguesía niega, no puede ver o disimula? Separándose de las filas de la burguesía y ocupando un puesto en la única clase social que por lo mismo que no tiene privilegios que defender, no tiene tampoco verdades que desfigurar.

Abierta quedó la ruta desde entonces para un realismo con caracteres bien distintos; un realismo que pusiera al servicio del proletariado la parecida actitud que en Diderot o en Balzac había llevado a narrar, en el lenguaje de la burguesía, las luchas y los dramas de las clases sociales. Con esta diferencia de un alcance incalculable: mientras la burguesía se debate impotente frente a las mismas fuerzas sociales que ha desencadenado, el proletariado tiene en cambio en el marxismo no sólo el instrumento más perfecto para comprender la sociedad, sino también para transformarla. Frente al orden burgués que es su enemigo, el proletariado no se consume en declamaciones solitarias a lo Chateaubriand, ni en fríos rencores a lo Flaubert, ni en sueños estériles a lo Gautier. Deja para la burguesía en decadencia los anhelos místicos que le aguardaban al final de su naturalismo, como Huysmans lo pronosticara con acierto. Para ella, en efecto, las angustias de la muerte próxima, con las máscaras distintas de la lujuria que aturde, del más allá que consuela, del estoicismo que endurece. Y mientras por un lado el viejo y fuerte realismo burgués a lo Balzac degenera más y más12 en estos hijos raquíticos de hoy –agonía cargosa de Marcel Proust, humareda de opio de Cocteau–, el proletariado victorioso va gestando en el mundo, y ya ha impuesto en la URSS una nueva visión del mundo y de la vida.

Como en el resto de Europa, la conciencia burguesa rusa anterior a la Revolución expresaba su agotamiento en obras de un nihilismo desesperado. Intérprete de una clase social sin confianza en la vida, Andreiev dominaba la literatura de su patria con su gesto sombrío y su pesimismo mortal. Bajo su influencia, los jóvenes no encontraban otra salida que el suicidio; a los veinte años Alejandro Blok se quejaba de ser “un cadáver pintado”. Haciendo coro, Dostoievski predicaba la resignación; Chejov la docilidad; Tolstoi la no resistencia al mal. Cuando este último fustigaba con sus libros la realidad social, se podía pensar que su arte apuntaba al porvenir; pero frente a las desdichas que reflejaba, su realismo no tenía nada que ofrecer, nada tampoco que afirmar.13 Sólo Gorki, el “amargo”, predicaba la lucha, la lucha viril, orgullosa, creadora; la única capaz –como Octubre lo probó muy pronto– de liberar al hombre de sus miserias de esclavo. Por vez primera, una nueva clase social se hacía escuchar en el arte; pero la nueva clase social que en el Germinal de Zola había asomado y que en las obras de Gorki adquiría madurez, no expresaba su protesta a la manera confusa y reaccionaria de los románticos. En el romanticismo pequeño-burgués, las discrepancias con la realidad no encontraban soluciones prácticas; se perdían por eso en la utopía o se gastaban inútiles en la gesticulación. A la inversa de esa rebeldía sin programa, el proletariado opuso su marcha dirigida por un método, su revolución que la doctrina esclarece. Sus héroes no viven entre las tempestades, ni buscan para exhalar sus quejas la amistad del mar o la montaña. Tienen como primera cualidad la lucidez reflexiva; y porque saben cómo transformar la realidad social ni desesperan ni se agotan. ¿Acaso, por eso, faltarán a sus héroes las otras dimensiones del hombre? ¿No alumbrará en ellos el lirismo cordial, el regocijo en el esfuerzo, la imaginación que anticipa y agranda? Ningún marxista es completo –ha dicho Lenin– si no sabe soñar. Contra los que alardeaban de su parsimonia y de su sentido de lo concreto, Lenin recordaba lo que había escrito Pisaref a propósito del desacuerdo entre sueño y realidad.

“Hay desacuerdo y desacuerdo –aseguraba–. Mis sueños pueden aventajarse al curso natural de los acontecimientos o bien pueden ir por caminos que el curso natural de los acontecimientos no podría andar jamás. En el primer caso, el sueño no es nocivo; puede incluso fomentar y fortalecer la energía del hombre que trabaja... El desacuerdo entre sueño y realidad no es perjudicial siempre y cuando la persona que sueña crea seriamente en su sueño, considere atentamente la vida, compare sus observaciones y sus castillos en el aire, y trabaje concienzudamente en la realización de su fantasia”.14

Formar soñadores de ese tipo era, en opinión de Lenin, una exigencia de la Revolución. Para el más grande de los tácticos del proletariado, el comunista es un realista que controla sus sueños. ¿Es legítimo, en tal caso, hablar de una nueva variedad del romanticismo? Algunos, Lunatcharski15 y Gorki16, entre ellos, han respondido que sí. La palabra romanticismo, sin embargo, tiene una tradición histórica tan confusa; lleva adherida de tal modo a su estructura la idea de la exaltación sin medida y el arrebato patético; trae tan irresistible a nuestro espíritu la imagen del escritor grandilocuente y del artista infatuado17, que me parece poco feliz –si no se la explica a cada rato incorporarla al lenguaje de la revolución. En los países en los cuales la burguesía se mantuvo vacilante frente al feudalismo, como en Alemania, o pactó con él como en Inglaterra, el romanticismo fue una insurrección literaria contra los déspotas, pero una insurrección en la que vivía el desencanto de las burguesías sin coraje. En los países en los cuales la revolución burguesa logró imponerse, como en Francia, el romanticismo cobijó a su vez –como ya dijimos– dos corrientes desiguales; una aristocrática feudal, francamente restauradora; otra pequeño-burguesa, liberal a veces en la superficie, pero reaccionaria y utópica en el fondo. Bajo todas sus formas, pues, el Romanticismo significó siempre reacción, consciente o inconsciente18. Y contra el Romanticismo, precisamente, comenzó el joven Marx sus primeras campañas en la Gaceta Renana19. El sueño romántico encubre ignorancia20, nostalgia, hastío, desilusión, desencanto; el sueño socialista representa, en cambio, dinamismo, fortaleza, confianza en la vida, seguridad en la victoria. Pero si ese sueño se exaltara hasta perder el control de sí mismo, si cortara las amarras que a la realidad lo unen, por eso sólo perdería el derecho a llamarse socialista. Y es lo que ha ocurrido a veces y ocurre aún –aunque cada día en menor medida– bajo la forma de un defecto grave que se ha dado en llamar “la jactancia comunista”. Contra él reaccionó la educación, y tuvo plena justicia para hacerlo. Dentro del realismo socialista no se conciben los sueños que desfiguran la vida, ocultan los defectos o sobreestiman las fuerzas; sólo tienen derecho a vivir los sueños que hacen comprender mejor la realidad, los que ayudan a penetrarla y dirigirla. Para el romántico el sueño era una manera de disimular la fealdad de la vida; para el realista pequeño-burgués –con “romanticismo inconsciente”– una manera también de compensar la pintura de esa misma mediocridad que despreciaba. El autor de Pére Goriot, ¿no es también el de La piel de zapa? El creador de La señora Bovary, ¿no es el de Salambó y Las tentaciones? Sólo en el realismo socialista, el sueño no es una fuga de la vida; es una manera de prolongarla bajo otros aspectos, de amarla también bajo nombres distintos.

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(*) Aníbal Ponce, Obras, Casa de las Américas. 1975.

(1) Lo mismo hacía fray Bartolomeo.

(2) Diderot: Oeuvres choises, París. Ed. Garmier, t. II, p. 329 [sin fecha].

(3) Beaumarchais: Théậtre, París, ed. Garmier, p. 3, [sin fecha]. En igual sentido ver Plejanov, “La littérature dramatique et la peinture française au XVIII siècle”, en Commune, París, mayo de 1935.

(4) Taine: Histoire de la litérature angloise, París, ed. Hachette, 1866, t. I, p. 314-15.

(5) Marx lo “odiaba”. Ver Schiller: “Marx et la littérature mondiale”, en Commune, agosto de 1935, p. 1390.

(6) Gautier: Mademoisille de Maupin, París, ed. Charpentier, 1918, p. 22.

(7) Gautier: ob. Cit., p. 25.

(8) Gautier: ob. Cit., p. 22.

(9) Plejanov: El arte y la vida social, Madrid, ed. Cenit, 1929, p. 41.

(10) Engels: Anti-Dühring, Madrid, ed. Cenit, 1932, p. 7.

(11) Aunque Zola en su última etapa gustaba decirse socialista, su socialismo no pasó de un fourierismo atenuado. Ver Luckacs: “Zola et le realisme”, en La littérature internationale, Moscú, 1935, n. 7, p. 51.

(12) Ver un animado programa de la literatura contemporánea en Dinamov, “El capitalismo actual y su literatura”, en Tensor, Madrid, set. de 1935, p. 14 y ss.

(13) Lenin: “Leon Tolstoi”, en Commune, ene. de 1935, p. 434 y ss.

(14) Lenin: ¿Qué hacer?, Buenos Aires, ed. Claridad, 1933, p. 169-70.

(15) Lunacharski: “Les problèmes du style et de l’art socialista”, en Le Théậtre internationales, Moscú, boletín n. 4-5 de la Olimpiada del Teatro de acción Revolucionaria, 1933, p. 13.

(16) Gorki: “Discurso en el Congreso de Escritores Soviéticos de Moscú”, Montevideo, en el volumen editado por el “Centro de Trabajadores Intelectuales del Uruguay”, 1935, p. 35.

(17) Ver en Lemaitre, Chateaubriand, París, ed. Calman Levy, p. 329, [sin fecha]. La transcripción de un retrato exactísimo de Chateaubriand por Veuillot. El mismo Lemaitre, refiriéndose a los cuidados con que Chateaubriand organizó su “actitud de ultratumba”, dice con razón que el autor de René tenía “vanidoso hasta el esqueleto”, p. 328.

(18) Proudhon ha dicho más de una vez que toda la literatura y el arte románticos eran “monumentos de la contrarrevolución”. Max Raphael: Proudhon, Marx, Picasso, París, ed. Excélsior, 1933, p. 18.

(19) Freville: “Marx et Engels contre le romantisme”, en Mondede, 1° de feb. de 1935, p. 6.

(20) La escuela de los románticos, ha dicho Brunetler, muy bien, ha sido “la escuela de la ignorancia y la presunción”. Honoré de Balzac, París, ed. Nelson, p. 140 [sin fecha].


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