Acerca del Materialismo Histórico: Dilucidación
Preliminar*
Advertencia a la Segunda Edición
Antonio Labriola
LAS IDEAS NO CAEN DEL CIELO ni
nosotros recibimos el bien de dios en sueños.
La
mutación en los modos del pensamiento que por último ha producido la doctrina
histórica de la cual se hace aquí el balance y la exposición preliminar, se ha
ido desarrollando, primero con lentitud y después con creciente rapidez,
precisamente en este periodo del devenir humano en que tuvieron lugar las
grandes revoluciones político-económicas, o sea, en esta época que, mirada en
las formas políticas, dícese liberal, pero que, mirada en su fondo, por efecto
del dominio del capital sobre la masa proletaria, es la época de la producción
anárquica. La mutación en las ideas, hasta la creación de nuevos métodos de
concepción, ha ido reflejando paso a paso la experiencia de una nueva vida.
Como ésta, en las revoluciones de los dos últimos siglos, se ha ido despojando
poco a poco de las envolturas mítica y religiosas a medida que ha ido
adquiriendo conciencia práctica y precisa de sus condiciones inmediatas y
directas, , así el pensamiento que esta vida resume y teoriza se ha despojado a
su vez de los presupuestos teológicos y metafísicos para encerrarse, al fin, en
esta prosaica exigencia: en la interpretación de la historia hay que limitarse
a la coordinación objetiva de las condiciones determinantes y de los efectos
determinados. La concepción materialista señala el ápice de esta nueva
dirección en el hallazgo de las leyes histórico-sociales, por cuanto no es un
caso particular de una genérica sociología o de una genérica filosofía del
estado, del derecho y de la historia, sino la solución de todas las dudas y
todas las incertidumbres que acompañan a las otras formas de filosofar sobre
las cosas humanas, y el inicio de la interpretación integral de éstas.
Es
cosa fácil, pues, especialmente por el modo en que se han dedicado a ello
algunos vulgares criticastros, andar buscando los precursores de Marx y Engels,
que han sido los primeros en precisar los fundamentos de esta doctrina. ¿Y
cuándo se le ha ocurrido a alguno de sus seguidores, aun los de más estricta
observancia, hacer pasar a esos dos pensadores por hacedores de milagros? Antes
bien, si place andar buscando las premisas de la creación doctrinal de Marx y
Engels, no bastará detenerse en aquellos que se dicen precursores del
socialismo hasta Saint-Simon y más allá, ni en los filósofos y principalmente
en Hegel, ni en los economistas que han puesto de manifiesto la anatomía de la
sociedad que produce las mercancías: precisa remontarse a toda la formación de
la sociedad moderna y luego, por último, declarar triunfalmente que la teoría
es un plagio de las cosas que explica.
Porque,
en verdad, los precursores efectivos de la nueva doctrina fueron los hechos de
la historia moderna, que ha llegado a ser tan perspicua y reveladora de sí
misma desde que se operó en Inglaterra la gran revolución industrial de fines
del siglo pasado y en Francia tuvo lugar la gran dilaceración social que todos
sabemos, las cuales, mutatis mutandi,
se han ido reproduciendo después en diversa combinación y en formas más
aplicables a todo el mundo civilizado. ¿Y qué otra cosa es, en el fondo, el
pensamiento sino el conciente y sistemático complemento de la experiencia, y
qué es ésta sino el reflejo y la elaboración mental de las cosas y los procesos
que nacen y se desarrollan fuera de nuestra voluntad o por obra de nuestra
actividad, y qué otra cosa es el genio sino la individual, consecuente y aguda
forma de ese pensamiento, que por sugestión de la experiencia surge en muchos
hombres de la misma época, pero que en la mayor parte de ellos queda
fragmentario, incompleto, incierto, oscilante y parcial?
Las
ideas no caen del cielo; antes bien, como cualquier otro producto de la
actividad humana, se forman en circunstancias dadas, en una precisa madurez de
tiempo, por la acción de determinadas necesidades y las reiteradas tentativas
de dar satisfacción a éstas, y con el hallazgo de tales o cuales medios de
prueba que son como los instrumentos de su producción y elaboración. También
las ideas suponen un terreno de condiciones sociales y tienen su técnica: y el
pensamiento es también una forma de trabajo. Apartar aquéllas y éste, o sea,
las ideas y el pensamiento, de las condiciones y el ámbito de su propio
nacimiento y desarrollo, es desfigurar su naturaleza y significado.
Mostrar
cómo la concepción materialista de la historia ha nacido precisamente en
condiciones dadas, esto es, no como opinión personal y discutible de dos
escritores, sino como una nueva conquista del pensamiento por la inevitable
sugestión de un nuevo mundo que se está generando, o sea, la revolución
proletaria, fue el tema de mi primer ensayo. Lo que es como decir que una nueva
situación histórica se ha completado con su congruente instrumento mental.
Ahora
bien, imaginar que esta producción intelectual pudiese tener lugar en todo
tiempo y lugar es como elevar a regla de las propias investigaciones el
absurdo. Trasferir las ideas caprichosamente del terreno de las condiciones
históricas en que han nacido a cualquier otro terreno, es como tomar por base
del razonamiento lo simple irracional. ¿Y por qué no se debiera imaginar
igualmente que la ciudad antigua, en
la cual nacieron el arte y la ciencia griegos y el derecho romano, aun siendo
ciudad antigua de democracia con esclavos, alcanzase y desarrollase de igual
modo todas las condiciones de la técnica moderna? ¿Por qué no creer que la
corporación artesana medieval, permaneciendo tal cual era en su marco fijo, se
encaminase a la conquista del mercado mundial sin las condiciones de la
competencia ilimitada que comenzaron precisamente a socavarla y negarla? ¿Por
qué no imaginar un feudo, que aunque permaneciendo feudo, sea empresa de
producción exclusiva de mercancías? ¿Por qué Miguel de Lando no habría escrito
el Manifiesto de los comunistas? ¿Por
qué no se podría pensar que los hallazgos de la ciencia moderna podrían haber
nacido en el cerebro de los hombres de otro lugar y tiempo, esto es, antes de
que determinadas condiciones hicieran nacer determinadas necesidades, y a la
satisfacción de éstas hubiera que proveer con una reiterada y acumulada
experiencia?
Nuestra
doctrina supone el desarrollo amplio, claro, conciente y apremiante de la
técnica moderna y con ésta la sociedad que produce las mercancías en los
antagonismos de la competencia, la sociedad que supone como su condición
inicial y como medio indispensable a su perpetuación la acumulación capitalista
en la forma de la propiedad privada, la sociedad que produce y reproduce de
continuo los proletarios y para regirse tiene necesidad de revolucionar
incesantemente sus instrumentos, comprendiendo el estado y los engranajes
jurídicos de éste. Esta sociedad que, por las leyes mismas de su movimiento, ha
puesto al desnudo su propia anatomía, produce de rechazo la concepción
materialista. Como ha producido en el socialismo su negación positiva, así ha
generado en la nueva doctrina histórica su negación ideal. Si la historia es el
producto no arbitrario, sino necesario y normal, de los hombres en cuanto se desarrollan,
y se desarrollan en cuanto socialmente experimentan, y experimentan en cuanto
perfeccionan y refinan el trabajo, y acumulan y conservan los productos y
resultados de éste, la fase de desarrollo en que ahora vivimos no puede ser la
última y definitiva, y los contrastes a ésta inherentes y congénitos son las
fuerza productoras de nuevas condiciones. Y he aquí cómo el período de las
grandes revoluciones económicas y políticas de estos dos últimos siglos ha
madurado en la mente estos dos conceptos: la inmanencia y constancia del
proceso en los hechos históricos y la doctrina materialista, que en el fondo es
la teoría objetiva de las revoluciones
sociales.
No
hay duda que remontarse a través de los siglos y reconstruir estudiadamente con
el pensamiento el desarrollo de las ideas sociales, aunque no hay de ello
documento en los escritores, es cosa que resulta todavía bastante instructiva y
ayuda sobre todo a acrecentar en nosotros la conciencia crítica, tanto de
nuestros conceptos como de nuestros procedimientos. Tal regreso de la mente a
sus premisas históricas, cuando no nos lleva a extraviarnos en el empirismo de
una ilimitada erudición o nos induce a la tentación de establecer
apresuradamente vanas analogías, ayuda sin duda a dar flexibilidad y eficacia
de persuasión a las formas de nuestra actividad científica. En el conjunto de
nuestras ciencias se halla ahora, por vía de hecho y por aproximada continuidad
de tradición, lo óptimo de cuanto fue encontrado, inferido y probado, no en los
tiempos modernos, sino en los de la antigua Grecia, con la cual comienza,
precisamente, de modo definitivo para todo el género humano, el desarrollo
ordenado del pensamiento conciente, reflejo y metódico. No nos sería dado dar
un solo paso en la investigación científica sin el uso de los medios desde hace
tiempo hallados y prestos, como por ejemplo, para proponer algunos de los más
generales, la lógica y la matemática. Tener una opinión contraria sería como
decir que cada generación debe comenzar desde el principio, aniñándose.
Pero
ni a los antiguos autores, en el angosto ámbito de sus repúblicas de ciudad, ni
a los escritores del renacimiento, inciertos siempre entre un imaginado retorno
a lo antiguo y la necesidad de aferrar intelectualmente el mundo nuevo, que
estaba en gestación, fue dado llegar al análisis preciso de los elementos
últimos de los cuales resulta la sociedad, que el genio insuperado de
Aristóteles no vio ni comprendió más allá de los confines en que se despliega
la vida del hombre urbano.
Las
investigaciones sobre la estructura social, considerada en sus modos de origen
y proceso, se hace viva y aguda, y asume aspectos multiformes en los siglos
XVII y XVIII, cuando se formó la economía y, junto a ésta, bajo los varios
nombres de derecho natural, ensayos sobre el espíritu de las leyes y contrato
social, se abrió camino la tentativa de resolver en causas, en factores, en
datos lógicos y psicológicos, el multiforme y no siempre claro espectáculo de
una vida en que se preparaba la más grande revolución que se conoce. Estas
doctrinas, cualquiera que fuese el intento subjetivo y el ánimo de los autores
–como es el caso antitético del conservador Hobbes y del proletario Rousseau–,
fueron todas revoluciones en la sustancia y en los efectos. En el fondo, en todas
se encuentran siempre, como estímulo y como motivo, las necesidades materiales
y morales de la era nueva, que por las condiciones históricas eran las de la
burguesía: y por esto convenía combatir, en nombre de la libertad, a la
tradición, la iglesia, el privilegio, las clases fijas, o sea los órdenes y
clases y por consiguiente el estado que de éstos era o parecía autor, y además
los privilegios del comercio, las artes, el trabajo y la ciencia. Por esto se
miró al hombre en abstracto, o sea, a los individuos emancipados y liberados,
por virtud de abstracción lógica, por sus vínculos históricos y de necesaria
dependencia social, y en la mente de muchos el concepto de la sociedad se vino
como a reducir a un átomo y, antes bien, pareció natural, además, creer que la
sociedad misma no era sino una suma de individuos. Las categorías abstractas de
la psicología individual se vieron como lanzadas hacia adelante o puestas en la
cima de la explicación de todos los hechos humanos; y he aquí como en todos
estos sistemas y lucubraciones no se habla sino de miedo, de amor propio, de
egoísmo, de obediencia voluntaria, de tendencia a la felicidad, de originaria
bondad del hombre, de libertad de contratar, y también de conciencia moral, de
instinto y sentido moral y otras cosas semejantes abstractas y genéricas, como
las que fueron suficientes para explicar la historia concreta existente y para
crear otra completamente nueva.
En
el momento en que toda la sociedad entraba en una estrepitosa crisis, el horror
a lo antiguo, a lo rancio, a lo tradicional, a lo organizado desde hacía
siglos, y el presentimiento de una renovación de toda la existencia humana,
generaron por último un oscurecimiento total en las ideas de necesidad
histórica y necesidad social, o sea, en esas ideas que, aludidas apenas por los
filósofos antiguos y venidas después a tanto desarrollo en nuestro siglo, en
ese período de racionalismo revolucionario no tuvieron sino raros
representantes, como Vico, Montesquieu y, en parte, Quesnay. En esta situación
histórica, que hace nacer una literatura aguda, ágil, subvertidora, penetrante
y popularísima, está la razón de lo que Luis Blanc, con cierto énfasis, llamó individualismo, con cuya palabra otros
después de él han creído dar expresión a un hecho permanente de la naturaleza
humana que puede servir, sobre todo, como argumento decisivo contra el
socialismo.
¡Singular
espectáculo, o más bien singular contraste! El capital, una vez que se hubo
formado, tendía a vencer toda otra forma precedente de producción, rompiendo
sus vínculos y salvando los impedimentos, esto es, tendía a ser el señor
directo o indirecto de la sociedad, como de hecho ha llegado a ser en la mayor
parte del mundo, del que después nacieron, junto a todos los modos de la
miseria moderna y de nueva jerarquía en que ahora vivimos, las más estridentes
antítesis de toda la historia, o sea, la actual entre la anarquía de la
producción en el complejo de la sociedad y el férreo despotismo del modo de
producir en cada empresa, fábrica o industria. ¡Pues bien, los pensadores,
filósofos, economistas y divulgadores del siglo XVIII no veían sino libertad e
igualdad! Todos razonaban del mismo modo, todos partían de las mismas premisas,
ya concluyesen que la libertad debía obtenerse de un gobierno de pura
administración o fuesen francamente democráticos y aun comunistas. El reino
próximo de la felicidad estaba a la vista de todos como indudable advenimiento,
una vez que fuesen cortados los vínculos e impedimentos que al hombre, por
naturaleza bueno y perfectible, habían impuesto la forzada ignorancia y el
despotismo de la iglesia y el estado. Estos impedimentos no parecían
condiciones y términos en los cuales los hombres se hubiesen hallado por las
leyes de su desarrollo y por la trama inevitable del movimiento antagónico, por
lo incierto y flexible de la historia, como nos parecen finalmente a nosotros
por la preponderancia del historicismo objetivo; antes bien, parecían simples
estorbos del que el uso recto de la razón debía liberarnos. En este idealismo,
que llega a su ápice en algunos de los héroes de la Gran Revolución, retoñó una
fe ilimitada en el seguro progreso de todo el género humano. Por primera vez el
concepto de humanidad aparece en
toda su extensión y sin mezcla de ideas o presupuestos religiosos. Los más
resueltos de todos estos idealistas fueron precisamente los materialistas
extremos, como aquellos que, negando todo objeto a la fantasía religiosa,
asignaban a la felicidad esta tierra como seguro dominio, aunque la razón
cerrase la vía.
Pero
las ideas fueron maltratadas
bárbaramente por las prosaicas cosas,
como ocurrió entre fines del siglo pasado y comienzos de éste. Bastante dura
fue la lección de los hechos, de la cual derivaron las más tristes
desilusiones, y de ello siguió luego una radical repugnancia en los espíritus.
Los hechos, en una palabra, resultaron contrarios a toda esperanza, lo que si
primero produjo cansancio en los desengañados no pudo menos que suscitar deseo
y necesidad de nueva investigación. Es sabido como Saint-Simon Y Fourier, en
los cuales, a principios de siglo, se produce, en formas unilaterales de la
genialidad prematura, la reacción contra los resultados inmediatos de la gran
revolución político-económica, se levantaron resueltamente, el primero contra
los juristas y el segundo contra los economistas.
De
hecho, removidos los impedimentos a la libertad que fueron propios de otros
tiempos, se habían presentado otros nuevos y a menudo más graves y más
dolorosos, y como la felicidad igual para todos no había cristalizado, la
sociedad permanecía en su forma política, tal como antes, o sea, una
organización de las desigualdades. La sociedad debe ser, pues, algo por sí
fijo, algo natural, un semoviente complejo de relaciones y condiciones que
desafía los buenos propósitos subjetivos de sus componentes y pasa por alto las
ilusiones y los designios de los idealistas. Sigue, pues, su propia marcha, de
la cual será lícito abstraer leyes de proceso y desarrollo, ¡pero a la cual no
es dado imponérselos! Por tal conversión de las mentes, el siglo XIX se anunció
con la vocación de ser el siglo de la ciencia histórica y la sociología.
El
pensamiento invadió y penetró, de hecho, todo campo de la actividad humana con
el principio del desarrollo. En este siglo fue hallada la gramática histórica y
reinventada la clave para explorar la génesis de los mitos. En este siglo
fueron descubiertas las huellas embriogenéticas de la prehistoria y puestas por
primera vez en serie de proceso las formas políticas y jurídicas. El siglo XIX
se anunció como el siglo de la sociología en la persona de Saint-Simon, en el
cual, como ocurre a los autodidactas y los precursores geniales, se encuentran
confusos y juntos los gérmenes de muchas tendencias contradictorias. A este
respecto la concepción materialista es un resultado; pero un resultado que es
la realización de todo un proceso de formación, y como resultado y realización
es también la simplificación de toda la ciencia histórica y de toda la
sociología, porque nos remite de los derivados y las condiciones complejas a
las funciones elementales. Y esto ha acontecido por la directa sugestión de una
nueva y estruendosa experiencia.
Las leyes de la economía, como son por sí y
por sí se explican, habían triunfado sobre todas las ilusiones, habíanse
mostrado directoras de la vida social. La gran revolución industrial, operada
primero en Inglaterra a la luz del día o más bien en el siglo de las luces,
hacía entender que las clases, si no están en la naturaleza, no son tampoco
consecuencia del azar o del arbitrio; antes bien nacen histórica y socialmente
dentro y en torno de una determinada forma de producción. ¿Y quién, en verdad,
no había visto surgir ante sus ojos a los nuevos proletarios, de la ruina
económica de tantas clases de pequeños propietarios, de pequeños campesinos y
artesanos, y quién no era capaz de advertir el método de tal nueva creación de
un nuevo estado social a que tantos hombres venían a quedar reducidos por la
fuerza? ¿Quién no era capaz de advertir que el dinero convertido en capital
había logrado en breve lapso mayorear por la atracción que ejerce sobre el
trabajo de los hombres libres, en los cuales la necesidad de darse libremente
como mercancía había sido desde mucho antes preparada con cuidadosos métodos de
derecho y por las vías de una violenta o indirecta expropiación? ¿Quién no ha
visto surgir las nuevas ciudades en torno a las fábricas y ceñirse a su
perímetro la desoladora miseria, que ya no era un caso de singular desventura,
sino la condición y las formas de la riqueza? Y en esa miseria de nuevo estilo
eran muchas las mujeres y los niños, salidos por primera vez de una ignorada existencia
para figurar en el escenario de la historia como siniestra ilustración de la
sociedad de los iguales. ¿Y quién no sentía –existiese o no la sedicente teoría
del reverendo Malthus– que el número de coexistentes que este modo de
organización económica puede contener, si bien a veces es insuficiente para
quien por la suerte favorable de la producción tiene necesidad de brazos, otras
veces es abundante y por ello no ocupable y pavoroso? Se hacía, además, cosa
evidente que la rápida y violenta transformación económica operada ruidosamente
en Inglaterra había resultado allí porque ese país se había podido crear,
frente al resto de Europa, un monopolio hasta entonces nunca visto, y para
regir este monopolio había sido necesaria una política sin escrúpulos, la cual
permitía a todos de una vez traducir a prosa el mito ideológico del estado que
habría de ser tutor y pedagogo del pueblo.
En
la visión inmediata de tales consecuencias de la nueva vida se originó el
pesimismo, más o menos romántico, de los laudatores
temporis acti, desde De Maistre a Carlyle. La sátira del liberalismo invade
las mentes y la literatura a principios de este siglo. Comienza esa crítica de
la sociedad en la cual está el inicio de toda la sociología. Precisaba ante
todo vencer la ideología que habíase acumulado y expresado en las muchas
doctrinas del derecho natural y el contrato social. Precisaba ponerse de nuevo
frente a los hechos que las rápidas vicisitudes de un proceso tan intenso
imponían a la atención en formas tan nuevas y pavorosas.
He
aquí a Owen, el inigualable bajo todos los aspectos; pero por eso especialmente
él fue tan clarividente sobre las causas de la nueva miseria como ingenuo al
investigar los modos de vencerlas. Precisaba llegar a la crítica objetiva de la
economía, que aparece por primera vez, en formas unilaterales y reaccionarias,
en Sismondi. En ese período de tiempo, en que se cambiaban las condiciones de
una nueva ciencia histórica, nacen y atraen sobre sí la atención muy diversas
formas de socialismo utópico, unilateral y francamente extravagantes que no
llegaron nunca a los proletarios porque estos no tenían conciencia política o
porque, teniéndola, se movían a saltos, como en las conspiraciones y revueltas
francesas de 1830-1848, o giraban en el terreno práctico de las reformas
inmediatas, como es el caso de los cartistas. Y, no obstante, todo este
socialismo, aunque utópico, fantástico e ideológico, era una crítica inmediata
y a menudo genial de la economía, una crítica unilateral que necesitaba el
complemento científico de una general concepción histórica.
Todas
estas formas de crítica parcial unilateral e incompleta desembocaron
efectivamente en el socialismo científico. Éste no es ya la crítica subjetiva
aplicada a las cosas, sino el hallazgo de la autocrítica que está en las cosas mismas. La crítica verdadera de
la sociedad es la sociedad misma, que por las condiciones antitéticas de los
contrastes en que se apoya genera por sí misma la contradicción, y ésta vence
luego por el paso a una nueva forma. La solución de las presentes antítesis es
el proletariado, sépanlo o no los mismos proletarios.
Así
como en ellos su propia miseria ha llegado a ser la condición evidente de la
sociedad presente, también en ellos y en la miseria está la razón de ser la
nueva revolución social. En este paso de la crítica del pensamiento subjetivo,
que examina desde afuera las cosas e imagina poder corregirlas por su cuenta, a
la inteligencia de la autocrítica que la sociedad ejerce sobre sí misma en la
inmanencia de su propio proceso, solamente en esto consiste la dialéctica de la historia que Marx y
Engels, sólo en cuanto eran materialistas, extrajeron del idealismo de Hegel. Y
a fin de cuentas poco importa si de tales ocultas y complicadas formas del
pensamiento no saben darse cuenta los literatos que no conocen otra
significación de la palabra dialéctica sino la del artificio sofístico, ni los
doctos y eruditos que no son nunca aptos para superar el conocimiento
empíricamente disgregado de los simples particulares.
Pero
el gran vuelco económico que ha ofrecido los materiales de que está compuesta
la sociedad moderna, en la cual ha llegado, al fin, a su casi completo
desarrollo el imperio del capitalismo, no habría logrado tan rápida y sugestiva
enseñanza si no hubiese sido luminosamente ilustrado por el movimiento
vertiginoso y catastrófico de la revolución francesa. Puso ésta en plena
evidencia, como en trágica representación, todas las fuerza antagónicas de la
sociedad, porque se abrió camino entre las ruinas y señaló en breve lapso,
precipitadamente, todas las fases de su nacimiento y ordenamiento.
Nace
la revolución de los impedimentos que la burguesía debía vencer con la
violencia, después de que pareció evidente que la transición de la vieja a la
nueva forma de producción –o de propiedad, como dicen por necesidad de jerga
profesional los juristas– no podía tener lugar por las vías más tranquilas de
las reformas sucesivas y graduales. Y por eso fue levantamiento, contradicción
y confusión de todas las viejas clases del ancien
régime, rápida y vertiginosa formación al mismo tiempo de nuevas clases en
el brevísimo pero singularmente intenso período de sólo diez años, que en
comparación con la ordinaria historia de otros países y tiempos parecen siglos.
En esta comprensión de vicisitudes de siglos en tan breve número de años se
simplificaron los momentos y los aspectos más característicos de la sociedad
nueva o moderna, con tanto mayor evidencia cuanto que la pugnaz burguesía había
creado por sí misma tales medios y órganos intelectuales, que poseía en la
teoría de su propia obra la conciencia refleja de su movimiento.
La
violenta expropiación de una parte no pequeña de la vieja propiedad, esto es,
de la que estaba inmovilizada en el feudo, en los patrimonios reales y
principescos y en la mano muerta, con los derechos reales y personales que de
ello derivaban por mil vías, puso a disposición del estado, convertido por
necesidad de las cosas en un terrible y omnipotente gobierno de excepción, una
masa extraordinaria de medios económicos, y éstos, por un lado, dieron lugar a
la singular economía de los asignados, anulados luego por sí mismos, y por otro
dieron lugar a la formación de nuevos propietarios, que fueron deudores de los chances del agiotismo y las
contingencias de la intriga y la especulación, de su fortuna. ¿Y quién hubiera osado jurar sobre la cabeza de la sagrada
y atávica institución de la propiedad apoyándose el título reciente y
averiguado de ésta tan evidentemente en el conocimiento de las afortunadas contingencias?
Si nunca había pasado por la cabeza de tantos enojosos filósofos, comenzando
por los sofistas, que el derecho fuera una útil y cómoda hechura del hombre,
esta proposición de aborrecidos heréticos podía parecer ahora verdad simple e
intuitiva aun para el último de los andrajosos de los suburbios de París. ¿No
habían ellos, los proletarios, junto al resto del pueblo, dado el impulso a la
revolución general con los movimientos anticipados de abril de 1789, y no se
vieron luego como arrojados de nuevo del escenario de la historia después del
fracaso de la revuelta de prarial de 1795? ¿No habían ellos llevado en hombros
a todos los fogosos oradores de la libertad y la igualdad, no habían tenido en
la mano la Comuna parisiense, que fue durante un tiempo el órgano impulsor de
la Asamblea y de toda Francia, y no acaban por último en la amarga desilusión
de haberse creado con sus propias manos los nuevos amos? En la conciencia
fulmínea de tal desilusión está el móvil psicológico, rápido e inmediato de la
conspiración de Babeuf, la cual, por eso precisamente, es un gran hecho de la
historia y tiene en sí todos los elementos de la tragedia objetiva.
La
tierra, que el feudo y la mano muerta habían como vinculado a un cuerpo, a una
familia, a un título, liberada de sus vínculos, se había convertido en
mercancía, para que fuese base e instrumento de producir mercancías, y habíase
convertido de golpe en mercancía tan plegable, dócil y adaptable que se
prestaba a circular en los símbolos de muchos pedazos de papel. Y en torno a
estos símbolos, tan multiplicados sobre las cosas que debían representar que
por último terminaron en nada, surge gigante el negocio, como surge de todas
partes sobre las espaldas de la miseria de los más míseros y entre las anfractuosidades
de la precipitada y sinuosa política, diestro sobre todo en sacar partido de la
guerra y sus gloriosos triunfos. Hasta los rápidos progresos de una técnica
acelerada por las urgentes circunstancias dieron materia y ocasión a la
prosperidad de los negocios.
Las
leyes de la economía burguesa, que son las de la producción individual en el
campo antagonista de la competencia, se rebelaron furiosas, con todos los
medios de la violencia y la insidia, contra la arbitrariedad idealista de un
gobierno revolucionario, el cual, fuerte en la certeza de salvar la patria y
más aún con la ilusión de fundar eternamente la libertad de los iguales, creyó
que era cosa fácil o posible suprimir el agiotismo con la guillotina, eliminar
los negocios con la clausura de la bolsa y asegurar al pueblo humilde la
existencia fijando el máximo de los precios de los artículos de primera
necesidad. Las mercancías, los precios y los negocios reivindicaron con
violencia su propia libertad contra los que querían legislar e imponerles su
moral.
El
termidor, cualesquiera que fuesen
las intenciones personales de los termidorianos, viles, medrosos o ilusos, fue,
tanto en las causas ocultas como en sus efectos no remotos, el triunfo de los negocios sobre el idealismo
democrático. La constitución de 1793, que señala el límite extremo a que puede
llegar el pensamiento democrático, no se había puesto en ejecución. La grave
presión de las circunstancias, la amenaza del exterior, las diversas formas de
rebelión en el interior, desde la girondina a la vandeana, habían hecho
necesario un gobierno de excepción, que era el Terror, nacido del miedo.
A medida que los peligros desaparecían, desaparecía la necesidad del terror;
pero la democracia se quiebra frente a los negocios,
en los cuales nacía la propiedad de los propietarios nuevos. La constitución
del año III consagró el principio del moderantismo liberal, del cual ha salido
todo el constitucionalismo del continente europeo, pero ante todo fue la vía
para llegar a la garantía de la propiedad nueva. Cambiar los propietarios
salvando la propiedad, ésta es la consigna, ésta es la palabra de orden, la
bandera que desafió por años, desde el 10 de agosto de 1792, tanto las
insurrecciones violentas como los atrevidos designios de aquellos que
intentaron fundar la sociedad en la virtud, en la igualdad, en la espartana
abnegación. El Directorio fue el trámite a través del cual la revolución llega
a negarse a sí misma como conato idealista; y con el Directorio, que fue la
corrupción confesada y profesada, se convierte en realidad el lema: ¡cambian
los propietarios, pero la propiedad está a salvo! Y por último hacía falta
levantar de tanta ruina un edificio estable, la fuerza verdadera; ésta se
encontró en un singular aventurero de insuperada genialidad a quien la fortuna
había sonreído, y sólo él poseía la virtud de poner el dique de la conveniente moral a aquella fábula gigantesca, porque en él no había sombra ni traza de
escrúpulos morales.
Todo
se vio en aquella sucesión de acontecimientos. Los ciudadanos, armados para la
defensa de la patria, victoriosos más allá de los confines de la circundante
Europa, a la cual llevan, con la conquista, la revolución, se convierten en
soldadesca para oprimir la libertad en su patria. Los campesinos, que en un
ímpetu de imperiosa sugestión produjeron dentro de las tierras de feudo la
anarquía de 1789, tornados soldados, pequeños propietarios o pequeños
arrendatarios, después de haber sido durante un cuarto de hora los centinelas
de la revolución, recayeron en la silenciosa y estúpida quietud de su vida
tradicional que, muda y paralítica, sirve de sustrato seguro al llamado orden
social. Los pequeños burgueses de ciudad, miembros de las corporaciones, al
poco tiempo se acomodaron a ser, en el campo de la carrera económica, los
libres vendedores de la mano de obra. La libertad de comercio exigía que todo
producto llegase a ser libremente comerciable y superaba, pues, el último
impedimento logrando que el trabajo se convirtiese también en libre mercancía.
Toso
se cambió en aquel tiempo. El estado, que había parecido por siglos a tantos
ilusos una sagrada institución o un divino mandato, dejando la cabeza de su
soberano bajo la fría acción de un instrumento técnico, perdió con ello la
consagración y se hizo profano. Tornábase él mismo, el estado, un aparato
técnico en que la jerarquía era sustituida por la burocracia. Y para que no
hubiera allí presunción de antiguos títulos que dieran razón de privilegio para
ocupar un cargo, este nuevo estado podía llegar a ser presa del que lo tomase;
estaba, en suma, a pública subasta para que los ambiciosos afortunados fueran
los únicos garantes de la propiedad y de los nuevos y viejos propietarios. El
nuevo estado, que tuvo necesidad del 18 Brumario para llegar a ser una ordenada
burocracia apoyada en el militarismo victorioso, este estado que completaba la
revolución en el momento que la negaba, no podía dejar de tener su texto, y lo
tuvo en el Código civil, que es el
libro de oro de la sociedad que produce y vende mercancías. No en vano la
jurisprudencia generalizada había conservado y comentado por siglos, en la
forma de una disciplina científica, aquel derecho romano que fue, es y será la
forma típica y clásica del derecho de toda sociedad de mercancías, hasta que el
comunismo quite del medio la posibilidad de venderlas y comprarlas.
La
burguesía, que por la incidencia de tantas y tan singulares circunstancias hizo
la ruidosa revolución con el concurso de tantas otras clases y semiclases,
después de breve tiempo desparecidas casi todas de la escena política, aparece
en los momentos de más viva contradicción como empujada por motivos e inspirada
por una ideología que serían completamente diferentes de los efectos que
sobrevivieron y positivamente se perpetuaron. Esto hace que, en el calor de las
luchas, la vertiginosa mutación de sustrato económico aparezca como disimulada
por los ideales y oscurecida por el tejido de tantos propósitos y designios, de
los cuales surgen actos de maldad y heroísmo inauditos y corrientes de
ilusiones y duras pruebas de desengaños. Nunca se aposentó tan poderosa en los
pechos humanos la fe en el ideal del progreso. Liberar al género humano de la
superstición o de la religión, hacer de cada individuo un ciudadano y de cada
particular un hombre público, éste es el inicio, y luego, en línea de este
programa, compendiar en la acción de pocos años esa revolución que a los más
idealistas de ahora parece obra de muchos siglos por venir, éste es el
idealismo de entonces. ¿Y por qué debía repugnar a éstos la pedagogía de la
guillotina?
Tal
poesía, grandiosa si no deleitosa, dejó tras sí una prosa bastante dura. Fue la
prosa de los propietarios que debían la propiedad a la fortuna y fue la de la
alta finanza y los proveedores enriquecidos, de los mariscales, de los
prefectos, de los periodistas, artistas y literatos mercenarios; fue la prosa
de la corte del singular mortal a quien las cualidades del genio militar
injertadas en la índole bandidesca habían sin duda conferido el derecho de
escarnecer como ideólogo a
quienquiera que admirase el hecho desnudo y crudo que en la vida puede ser,
como era para él, la simple brutalidad del triunfo.
La
Gran Revolución apresuró el curso de la historia en buena parte de Europa. De
ella partió todo lo que llamamos liberalismo y democracia moderna, salvo los
casos de errada imitación de Inglaterra, y hasta el establecimiento de la
unidad de Italia, que fue y seguirá siendo quizá el último acto de la burguesía
revolucionaria. Fue esa revolución el ejemplo más vivo y más ilustrativo de
cómo una sociedad se transforma y de cómo las nuevas condiciones económicas se
desarrollan, y desarrollándose coordinan en grupos y clases a los miembros de
la sociedad. Fue la prueba palpable de cómo se encuentra el derecho cuando hace
falta como expresión y defensa de determinadas relaciones y de cómo se crea el
estado y se disponen sus medios, fuerzas y órganos. Y se vio cómo las ideas
germinan en el terreno de las necesidades sociales y cómo los caracteres, las
tendencias, los sentimientos, las voluntades, o sea, para decirlo en pocas
palabras, las fuerzas morales, se producen y desarrollan en condiciones
circunstanciadas. En una palabra, los datos de la ciencia social fueron, por
así decirlo, aprontados por la sociedad misma, y no es de maravillarse que la
revolución, que fue precedida ideológicamente por la forma más aguda de
doctrinarismo racionalista que se conozca, haya terminado después dejando atrás
la necesidad intelectual de una ciencia histórica y sociológica antidoctrinaria, como en buena parte ha
logrado hacerse en este siglo nuestro que ahora toca a su fin.
Y
aquí, por las cosas que he dicho y por las sabidas generalmente, sería inútil
recordar nuevamente cómo a Owen hacen juego Saint-Simon y Fourier, y repetir por
qué vías se ha originado el socialismo científico. Lo importante está en dos
puntos, o sea: que el materialismo histórico no podía nacer sino de la
conciencia teórica del socialismo, y que él puede ahora explicar su propio
origen con sus principios propios, lo que es la prueba máxima de su madurez.
No
está por fuera de lugar la frase con que comienza este capítulo: las ideas no
caen del cielo.
____________
(*)
Antonio Labriola. Acerca del materialismo histórico: dilucidación preliminar.
Advertencia a la segunda edición. Aparatdo VII. En La concepción materialista
de la historia. Editorial de ciencias sociales. Instituo del libro, La Habana,
1970.
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