La Individualidad de la Obra de Arte*
Georg Lukacs
LA EXISTENCIA DE UNA CORRESPONDENCIA
entre las singularidades de la obra de arte y las de la realidad es un
imposible postulado naturalista. Nuestra viva y fecunda contradicción no puede
nacer sino en la esfera de la particularidad. La individualidad de la obra de
arte es una particularidad; su generalización artística levanta todo lo
singular a la particularidad, hace sensible todo lo universal en lo particular.
Y no hará seguramente falta ninguna detallada discusión para establecer que la
comparación con la realidad a la que tiene que corresponder la obra muestra
también la congruencia de una particularidad con otra.
Aquello
que en la obra de arte corresponde estéticamente a la validez universal de las
proposiciones científicas es una universal vivibilidad de la generalización
artísticamente conformada de la realidad. Cuanto más general, profunda y
conmovedoramente viven los hombres ante ella el tua res agitur, cuanto más amplia es la plenitud de mundo que
abarcan esas vivencias –y los límites extensivos e intensivos de esa amplitud
están determinados por las leyes del género–, cuanto más extensos pueden ser en
el espacio y el tiempo esos efectos de la obra, tanto más enérgicamente se
manifiesta el logro de la generalización artística. Pero sería superficial el
ver en esa vivibilidad el rasgo esencial decisivo de la peculiaridad de lo
estético mismo. Pues tal experiencialidad es, como queda mostrado, precisamente
el resultado final de las relaciones forma-contenido, las cuales constituyen la
esencia de la individualidad de la obra. Aquella característica debe, pues,
concebirse a partir de ésta, y no a la inversa.
La
individualidad de la obra se distingue de toda otra forma de reflejo por el
hecho de representar una realidad cerrada en sí misma. Pero la palabra
“realidad” debe en este contexto aclararse un poco más detalladamente. Su
peculiaridad, que se presenta con inmediata paradoja, consiste en efecto en que
se nos presenta por de pronto como una conformación completa, creada por el
hombre; ante la obra de arte estamos siempre en claro acerca de que se trata de
un producto creado por el hombre, producto que se encuentra ya concluso y
cerrado ante nosotros, inmutable en su ser-así. Esa formación tiene que
conseguir su inmediata y vivencial fuerza de convicción como realidad sin
contar más que con sus propios medios; no puede llamar en su ayuda a ningún
otro elemento de la esfera artística –a ninguna otra obra–, mientras que cada
proposición de la ciencia puede, y hasta generalmente debe, apelar a otras
proposiciones ya probadas. En segundo lugar, el carácter de cada una de esas
formaciones es peculiar: la individualidad de la obra parece y actúa como
realidad, es decir, se enfrenta con la conciencia como algo independiente de
ella; nuestros deseos y esperanzas, nuestras simpatías y antipatías, etc., que
ella misma suscita y refuerza, son impotentes frente a ella, incluso más
impotentes que frente a la realidad misma, en la cual nuestra intervención puede
modificar algo, y hasta a veces mucho. En tercer lugar, esa realidad es una
realidad solo entre comillas. Posee sin duda la independencia respecto de
nuestra conciencia a que ya nos hemos referido, pero esa independencia está
exclusivamente creada por la forma artística. Las formas mentales de la vida
cotidiana y de la ciencia se orientan a captar la verdad material, la cual
aparece también, naturalmente, como complejo de formas, en sus determinaciones
y legalidades esenciales, para posibilitar en última instancia una práctica
efectiva, basada en el conocimiento más sólido que sea posible hallar; con esto
sufren, como es natural, ante todo las formas aparenciales de la realidad una
básica alteración. En cambio, frente a la “realidad” de las obras de arte no es
posible, como hemos visto, ninguna práctica (ninguna alteración de su
realidad). Las formas elaboradas son definitivas, o ni siquiera existen desde
el punto de vista estético. Una proposición científica que suscite duda o
reparos puede refutarse o corregirse; en la obra de arte es imposible una tal
corrección o refutación. La obra de arte exige, ante todo e inmediatamente, la
mejor recepción de su contenido, e impone, tanto más plenamente cuanto más
perfecta sea su conformación, una pura receptividad, una intensa convivencia de
lo conformado en ella.
Este
aspecto del arte ha sido fundamentado de un modo extremadamente idealista por
Kant con la teoría del “desinterés”1 y por Schiller con la del
“juego”; los dos han situado unilateralmente este momento en el centro de la
estética.
Es
llamativo que Feuerbach, al intentar distinguir con precisión entre religión y
arte, haya utilizado una caracterización muy emparentada con la de Kant, aunque
con la esencial diferencia de evitar toda exageración de ese momento. Su
exposición se orienta a concluir que “el arte presenta sus criaturas como lo
que son, criaturas del arte; la religión en cambio, presenta sus imaginarios
seres como seres reales”.2
Su polémica combate, pues, la pretensión de la religión, que consiste en
atribuir realidad material independiente de la conciencia a los meros productos
de las representaciones, los sentimientos, las formaciones de la fantasía. En
el marco de una tal polémica surge su caracterización del arte, resumida por
Lenin del modo siguiente en una de sus anotaciones marginales: “El arte no
exige el reconocimiento de sus obras como realidad.”3 También esta
caracterización sufre, naturalmente, una deformación en la posterior teoría
burguesa: todas las escolásticas discusiones sobre la “ilusión”, etc., se
relacionan con el hecho de que ese carácter de las obras como “no-realidad” se
concibe con una rigidez y una unilateralidad metafísica. Si consideramos, en
cambio, la realidad creada por la forma artística en su dialéctico ser-uno con
esa su “irrealidad” como peculiar reflejo de la realidad, se aclara la
contradictoria unidad de la oclusión, la independencia de las obras de arte y
su génesis y efecto socialmente determinados.
Esta
cuestión ha sido decisiva para el juicio sobre el arte, desde Platón hasta
Chernichevsky, podría decirse; teorías tan importantes como la aristotélica de
la catarsis no se entienden sino en este contexto. En su Poética ha vinculado ya Aristóteles íntimamente las dos cuestiones.
Mientras que Platón ve en la tendencia de la creación artística –y aún más de
la obra de arte– a independizarse el motivo que da fuerza a su desconfianza, a
su recusación, la Poética se esfuerza
por explicitar con la mayor concreción posible la peculiaridad formal artística
de la tragedia, con la consciente intención de hallar precisamente en su
perfección formal el vehículo de su papel social-pedagógico, y fundamentarlo
teoréticamente. La estética posterior no ha rebasado en este sentido a
Aristóteles; simplemente ha corregido de acuerdo con los tiempos las geniales
penetraciones de Aristóteles, y eso solo cuando dicha estética procedió por el
buen camino. Aristóteles ha visto que la consumación formal de las obras de
arte, cuyas condiciones no quedan aseguradas sino por el cumplimiento de las
legalidades específicamente estéticas del género, es el único presupuesto real
posible para que el arte cumpla su función social. Él ha sido, pues, el primero
en captar conceptualmente la indestructible conexión entre la consumación
estética de la obra y la significación social del arte.
Con
eso se ha hecho finalmente el arte comprensible como importante momento de la
evolución social de la humanidad, sin perder por ello su esencia específica.
Todas las teorías que han concebido esas relaciones de un modo demasiado
directo tuvieron que ignorar la esencia artística del arte, o hasta serle
hostiles. Tuvieron que pasar por alto que la gran eficacia –útil o nociva– de
las falsas obras de arte ha sido a pesar de todo más o menos efímera vista en
la perspectiva de la evolución de la humanidad, pues pertenecen a las partes de
la sobrestructura que desaparecen sin dejar rastro junto con la base; la mayor
parte de las veces basta incluso un mero desplazamiento de las proporciones de
esa base, mucho menos que su verdadero resquebrajamiento, para que tales
productos e hundan en un olvido definitivo. (Lo que no tiene nada que ver con
el hecho de que esos efímeros productos puedan ser transitoriamente, y hasta
durante largo tiempo, socialmente útiles o nocivos, razón por la cual tienen
que ser defendidos o combatidos.) Pero las concepciones que aíslan
artificialmente la perfección de la obra de su perdurable efecto socialmente
condicionado sitúan el arte en una “reserva” social. Aunque pretenden salvar
las supremas obras del arte, esas teorías las rebajan a una impotencia social.
Lo que tiene a su vez como consecuencia el que obras de otro modo efímeras en
las que ha recibido aparente perfección formal un contenido poco denso,
particular y a menudo reaccionario, se sitúen arbitrariamente en el mismo plano
que los productos supremos de la historia del arte, nueva forma de rebajar las
auténticas obras del arte.
Aristóteles
no podía tratar aún el arte de un modo realmente histórico; la conexión que él
estableció entre perfección de la obra y acción pedagógico-social del arte se
le presentaba como obvia. Pero ese efecto del arte tiene que desaparecer con el
hundimiento de la democracia de la polis
–ya Aristóteles está hablando en realidad más del pasado que del presente–, y
la lucha por el restablecimiento intelectual de aquella conexión, de su
realización para el arte, está visible en todos los escritos estéticos de
importancia. Estos esfuerzos cobran en las obras de los demócratas
revolucionarios rusos su culminación premarxista. El tratamiento
histórico-estético de los tipos por Dobroliúbov muestra una clara resurrección
del antiguo planteamiento aristotélico, aunque, de acuerdo con la evolución de
los tiempos, a un superior nivel de concreción. La diferencia de situación
social tiene como consecuencia que lo que para Aristóteles era obvio –la acción
pedagógico-social del arte– sea en Dobroliúbov problema capital, mientras que
la perfección estética de las obras en las que surgen artísticamente los tipos
estudiados por él en su efectividad social y en su significación se convierte
en una cuestión secundaria. Tampoco aquí puede surgir la síntesis completa sino
en el marxismo.4
Si
se resuelve esta esencial interpenetración, este esencial robustecimiento
recíproco de la perfección de la obra y posibilidad de una eficacia
pedagógico-social realmente adecuada y duradera, si se da respuesta correcta a
ese problema como cuestión central de la estética, caducan todas las objeciones
opuestas al método de Dobroliúbov por extra-artístico y anti-artístico. Si bien
aquí hemos considerado siempre la forma artística como forma de un determinado
contenido particular, la verdad de esta definición cobra ahora ulterior
concreción: la forma artística es forma de un determinado contenido relevante
para la evolución de la humanidad. La particularidad de la obra estatuye la
incomparabilidad del basarse-en-sí-misma de toda obra de arte auténtica; es el
específico carácter del contenido, determinado por la particularidad de la
forma y levantado a particularidad artística por aquella dación de forma, lo
que posibilita a la obra el ejercicio de una amplia y profunda eficacia
pedagógico-social. La generalización artística del contenido y de la forma es
la base de toda generalidad en la influencia; solo ella es capaz de suscitar en
los más diversos seres humanos la vivencia inmediata de que el mundo conformado
en la obra les afecta profundamente, de que los problemas a los que ella da
forma son problemas de sus propias vidas, problemas con los que tienen que
enfrentarse inexcusablemente. Solo por este camino, el de la real perfección de
la obra, llega el arte a cumplir su misión social, contribuye a modificar y
levantar al hombre en su evolución. Y esta función social del arte nace
orgánicamente de la independencia estética de la obra, de su inmediata
incomparabilidad artística.
La
universalidad de la validez o vigencia de la obra se dirige, pues, al sujeto.
Naturalmente que también la ciencia puede ejercer en el hombre efectos
profundamente modificadores. Pero su camino es siempre el profundizado
conocimiento de la realidad objetiva, mientras que el arte se dirige
inmediatamente al sujeto; las conmociones de toda clase que el arte provoca son
las que hacen fecundamente accesible al sujeto el mundo artísticamente
reflejado; aunque tampoco aquí está demás subrayar que solo pueden dirigirse
tan inmediatamente al sujeto aquellas obras que, en su más esencial contenido,
en los más artístico de sus formas, dan fieles reflejos de la realidad
objetiva. La contraposición entre el efecto del reflejo científico y el del
artístico no debe, pues, nunca trivializarse al nivel de una contraposición
entre subjetividad y objetividad. Ni tampoco se toca la cuestión central de esa
diferencia entre reflejo científico y reflejo artístico caracterizando, como
ocurre a menudo, el primero como propio del entendimiento, y el segundo como
emocional apelación a la fantasía, etc. Pues uno y otro se dirigen al hombre
entero con todas su fuerzas anímicas. De acuerdo con la diferencia entre los
dos modos de reflejo, el momento decisivo consiste más bien en el modo como ese
hombre entero tiene acceso a aquellos reflejos, en el modo como aquella
totalidad de sus fuerzas anímicas se pone en movimiento.
Aquí
destaca claramente la significación estética de los diversos papeles de la
universalidad y particularidad en el reflejo científico y el artístico de la
realidad. La función positiva de la particularidad como categoría regional, por
así decirlo, esto es, como categoría que determina para la estética lo
específico de todo su campo, se extiende, como podemos ver, tanto al contenido
como a la forma del arte, y determina también su peculiar vinculación, más
orgánica e íntima que en cualquier otra especie de reflejo de la realidad. La
universal y recíproca mutación entre contenido y forma es, ciertamente, el modo
esencial general de la realidad y se presenta por tanto en cualquier modo de
reflejo de la misma. Pero cuando el pensamiento cotidiano, como ocurre muy
frecuentemente, se detiene en esa originaria inseparabilidad de forma y
contenido, manifiesta con eso una de sus limitaciones: la incapacidad de
rebasar la forma apariencial inmediata y fugaz, para presentar mediante su
destrucción, mediante su sustitución por formas superiores, más universales,
hasta la esencia de los fenómenos. Precisamente en esto consiste el principio
central del reflejo científico. Este es un ininterrumpido desgarramiento de
formas, una vinculación de formas más universales con contenidos concebidos
también generalizadamente, proceso en el cual, a consecuencia del carácter
meramente aproximado del conocimiento, incluso la forma más alta y perfecta
está expuesta a su posible destrucción, a su posible corrección por otra más
aproximada. Un proceso análogo tiene lugar, naturalmente, en el proceso de
creación artística (no podemos entrar aquí en las diferencias que existen dentro
de esa analogía), pero el resultado –la individualidad de la obra– estatuye,
como forma de un determinado contenido, esa unidad de contenido y forma como
una unidad ya insuperable: la mutación de un momento en otro –tanto en la
totalidad de la obra cuanto en los detalles– es solo una profundización y
fijación de la unidad orgánica inseparable de contenido y forma,
simultáneamente como proceso infinito y como unidad perfecta.
El
que todo eso tenga lugar bajo el dominio de la categoría de la particularidad
tiene un aspecto de contenido y otro formal. En ambos se supera en la
particularidad toda singularidad y toda universalidad. Desde el punto de vista
del contenido esto significa que lo singular pierde su carácter fugaz, casual y
meramente superficial, pero que toda singularidad no solo conserva su
individual forma apariencial, sino que la recibe aún más acusada; que su
inmediatez sensible se convierte en inmediata significatividad sensible, que su
modo apariencial independiente se refuerza también inmediata y sensiblemente
pero, al mismo tiempo, se pone en indestructible conexión intelectual-sensible
con las demás singularidades. Lo universal, a su vez, pierde su directo
carácter intelectual. Se presenta como fuerza que se manifiesta en los hombres
singulares como su concepción del mundo personal, determinante de sus acciones,
en las relaciones que reflejan su situación social como fuerza objetiva de lo
histórico-social, o sea, visto intelectualmente, siempre de un modo indirecto;
este carácter intelectualmente indirecto se convierte, desde el punto de vista
estético, precisamente en lo más directo, en signo del dominio de la nueva
inmediatez artística.
En
su aspecto formal esto significa un paso de lo hasta ahora figurado desde la
posibilidad de una significatividad sensible inmediata a ésta misma real y
efectivamente. Como toda forma, la forma artística tiene una función
generalizadora. Pero al estar ésta orientada a la particularidad, es decir, a
una generalización que es al mismo tiempo sensiblemente materializadora, tiene
una tendencia a superar todo tipo de fetichización; no, tampoco aquí, de un
modo directo, mediante el desenmascaramiento intelectual de la fetichización,
sino haciendo que todo los cósmico de la vida humana aparezca como relación
entre hombres concretos. El ímpetu de la forma, evocador, despertador de vivencias,
se concibe superficialmente y hasta deformadamente si no se destaca en él más
que la acción sensible de la impresión, como hicieron, por ejemplo, Fiedler e
Hildebrand a propósito de la visualidad. Es verdad que todo arte tiene como
presupuesto y como consecuencia de su eficacia un determinado medio homogéneo
de la sensibilidad (en la pintura y en la escultura, por ejemplo, la pura
visualidad). Pero el efecto no puede afectar a la profundidad de las vivencias
sino abrazando en sí la totalidad de la vida humana particular de cada caso, la
externa igual que la interna, la personal igual que la social. La forma
artística consuma la conversión material de lo mental o vivencial inmediato y
directo en lo indirecto, en la absorción de toda objetividad no-humana en lo
humano; así surge, precisamente, lo directo específicamente estético, el paso
de todo fenómeno vital, que en la vida no puede generalmente captarse sino
indirectamente, a algo inmediatamente vivible en la nueva inmediatez artística.
Este es el sentido formal de la superación artística de todas las formas
aparienciales fetichizadas de la vida.
Esta
unidad orgánica de lo sensiblemente singular y lo intelectualmente universal en
una nueva inmediatez es precisamente la atmósfera de la particularidad como lo
específicamente estético. Aquí vuelve a hacerse concretamente visible la
importancia de la particularidad como reino intermedio levantado a forma
independiente; la unidad específicamente estética de contenido y forma no puede
realizarse más que en esa atmósfera; lo meramente general o lo individualmente
singular no permiten que nazca sin una transitoria unidad condenada desde el
principio a ser superada (como frecuentemente en la vida cotidiana) u una
unidad que rompe las formas aparienciales (como ocurre en la ciencia).
Estas
consideraciones remiten en muchos puntos a anteriores exposiciones: el arte no
da nunca forma más que a una pieza de la realidad delimitada exactamente
espacial, temporal e históricamente; pero lo hace de tal modo que ese trozo de
realidad presenta y satisface la pretensión de ser un todo cerrado en sí mismo,
un “mundo”. ¿De dónde vienen la justificación y la realizabilidad de una tal
pretensión, que se presenta siempre en la práctica? Creemos que también la
clave de este problema está en la particularidad. La realidad es ilimitada e
imposible de cerrar en su infinitud extensiva. El valor de la abstracción
científica consiste precisamente en que reconoce esa infinitud, hace de ella el
punto de partida y crea formas (descubre leyes) con cuya ayuda puede
determinarse con exactitud, descubrirse concretamente y ponerse en conexión
cualquier punto de esa ilimitación extensiva. El reflejo artístico renuncia
desde el principio a la reproducción inmediata de la infinitud extensiva. Lo
conformado por él es una particularidad también en este sentido, en comparación
con la ciencia. La dación artística de forma tiene que convertir en principio
dominante de todo su trabajo el hecho de que tanto la orientación a la
universalidad cuanto la orientación a la singular [sic], como hemos podido
comprobar varias veces, fijarían y harían incompleto el trozo de mundo
reproducido en su mera particularidad, por la falta de infinitud extensiva y de
totalidad material extensiva. El dominio de la particularidad como principio
creador y organizador de la objetividad conformada en la obra consigue
finalmente levantar aquel “trozo” de la realidad de su mera particularidad, de
su fragmentariedad, y darle el carácter eficaz de un “mundo” cerrado en sí,
representante de la totalidad.
Si
todo esto significa simplemente que el reflejo artístico no se orienta a la
totalidad extensiva de la realidad, sino solo a la infinitud intensiva de lo
reproducido, se habría dicho aún demasiada poca cosa concreta y específica
sobre él. Pues también el reflejo de la vida cotidiana y en la ciencia tiene
que enfrentarse constantemente con la infinitud intensiva de cada fenómeno. En
el arte esa situación cobra un acento cualitativamente nuevo ya por el hecho de
que esa orientación a la infinitud intensiva no es una tendencia entre muchas,
sino la predominante, la que determina decisivamente la reproducción estética
de la objetividad. Por encima de eso, pero en estrecha relación con ello, esta
orientación a lo particular, este ser-determinado por lo particular, tiene
también en el reflejo artístico la tendencia a no separarse nunca de la
inmediatez sensible de la forma apariencial, siempre condicionada por el
género. El conocimiento de la infinitud intensiva en la vida cotidiana misma
tiene que separarse de ella en mayor o menor medida, tiene que descomponerla
analíticamente, relacionarla con otros fenómenos o grupos de fenómenos elaborados
también analíticamente, para conseguir la mayor aproximación a ella; por mucho
que se aproximen a la infinitud intensiva de los objetos los resultados finales
de un tal proceso, su presupuesto metodológico es en cualquier caso la
supresión de aquella forma apariencial sensible inmediata.
Eso
precisamente sería la muerte del reflejo artístico. El reflejo artístico se
pone la tarea de prestar a los objetos a los que da forma el carácter, el modo
apariencial de la infinitud intensiva en su inmediatez. Aunque el proceso
creador no sea más que una aproximación a esa infinitud, aunque –de facto y
epistemológicamente– todo objeto conformado quede muy por detrás de su modo
real en cuanto a agotamiento de la infinitud intensiva, el hecho es que el
objeto artísticamente conformado tiene la propiedad de suscitar evocadoramente
la vivencia de su infinitud intensiva.
Así
surge en la obra de arte un “mundo” propio, un mundo particular en sentido
literal, la individualidad de la obra. Basada sensiblemente en sí misma, esa
individualidad se sostiene por la armonía de los detalles inmediatamente
evocadores. Pero esa eficacia suya no es más que la fuerza de impacto del
contenido intelectual, levantada a una nueva inmediatez. Aunque el contenido
intelectual contenga las verdades generales más importantes y altas, esas
verdades no pueden convertirse en elementos orgánicos de aquel complejo eficaz
más que si se funden con la nueva inmediatez sensible de los demás elementos de
la obra hasta conseguir una completa homogeneidad; o sea, cuando unas y otros
viven y se entretejen exclusivamente en la atmósfera de la particularidad, de
la específica particularidad de cada obra. La homogeneidad así conseguida de un
mundo inicialmente heterogéneo –desde el punto de vista estético, por el
contenido abstracto de los elementos– determina los límites de la
individualidad de la obra, la separa de la realidad objetiva y, al mismo
tiempo, hace nacer en ella, de cada aspecto relevante para la concreta dación
de forma, un “mundo” propio, de leyes propias, visto inmediatamente.
Una
tal peculiaridad y propia legalidad parece a primera vista contradecirse con el
carácter de reflejo que tiene el arte, así como con la necesidad de su eficacia
pedagógico-social. Pero, en realidad, lo que se nos presenta aquí es de nuevo
la vinculación de la perfección artística de la obra con la fidelidad del
reflejo y con el radio de acción de su eficacia social; se trata de una viva
contradictoriedad motora del reflejo estético. Un realista tan consciente como Balzac,
que no ve su trabajo personal sino como anotación de lo que le dicta la
sociedad, ha dicho acerca del mundo al que él mismo ha dado forma en La comedia humana: “Mi obra tiene su
geografía, como su genealogía y sus familias, sus lugares y sus cosas, sus
personas y sus hechos. Y como posee su heráldica, sus nobles y sus burgueses,
sus artesanos y sus campesinos, sus políticos y sus dandies, y su ejército –en una palabra: su mundo”.5
Balzac expresa aquí la mentalidad de todos los realistas que verdaderamente
tienen importancia. Respecto de la vinculación entre perfección de la obra y
acción pedagógico-social, que hemos expuesto a tenor de Aristóteles, Balzac
introduce la variación consistente en que la cerrazón del “mundo propio” de las
obras de arte, su incomparable individualidad, es el real vehículo del reflejo
fiel y profundo de la realidad.
Así
es la obra una particularidad, pero en doble sentido. Por una parte, la obra
crea un mundo “propio”, cerrado en sí. Por otra parte, actúa naturalmente también
en esa dirección; del mismo modo que el particular carácter de la obra actúa
modificativamente sobre el proceso de creación y sobre la personalidad de su
propio creador, así también tiene que influir análogamente en el receptor.
Como, objetivamente, las cerradas y autosuficientes individualidades de las
obras no son mundos que se excluyan solipsística y definitivamente unos a
otros, sino que, precisamente por su independencia, aluden a la realidad común
reflejada, ocurre por necesidad –visto ahora subjetivamente– que la más intensa
conquista del receptor por un tal mundo “propio” particular no cristaliza a
dicho receptor en su particularidad, sino que, por el contrario, le rompe los
límites de esa particularidad, amplía su horizonte y le pone en más próximas y
ricas relaciones con la realidad.
También
en esto es la estructura objetiva lo primario, el fundamento del modo de ser
del efecto subjetivo. La peculiaridad única de la individualidad de la obra,
que ha sido y sigue siendo el punto de partida de todas las interpretaciones
individualistas e irracionalistas de los teóricos burgueses, es como hemos
visto, precisamente lo contrario de lo que afirma de ella la teoría del
decadentismo. Esa individualidad debe su independencia precisamente a aquellas
de sus propiedades esenciales que rebasan lo particular-individual, o sea, a la
fiel reproducción de los rasgos y tendencias esenciales de la realidad
objetiva, llevados a un nivel de generalización superior. Por eso, la
individualidad de la obra es una individualidad real, porque es al mismo
tiempo, e inseparablemente de la individual, algo supra-personal, una
particularidad. Por eso, tiene la preservación una intensificación de las forma
aparienciales sensibles, y su carácter evocador presenta una duplicidad indesmembrable:
contenido reflejado y forma evocadora constituyen una indisoluble unidad
orgánica.
Hemos
hablado ya de la dialéctica del fenómeno y la esencia en la estética, y hemos
hallado como su peculiaridad principal la preservación de la forma apariencial
sensible. Ahora habría que añadir a lo dicho, completándolo y continuándolo,
que la coincidencia inmediata de fenómeno y esencia en la obra de arte no es
simplemente un hecho objetivo de la legalidad artística formal, sino que, más
bien, toda unidad de esa naturaleza, tanto como detalle en sí mismo cuanto en
la interacción con otros detalles, en su función compositiva (estos dos puntos
de vista no son separables más que en el análisis teórico, y aun en él
relativamente), es al mismo tiempo portadora del contenido intelectual y de la
fuerza evocadora de la forma. Ésta es vacía, meramente formal, meramente
“emocional” si no tiene un profundo entrelazamiento con aquél; y aquél es seco,
inartístico, si no coincide inmediatamente con la forma.
___________
(*) Individualidad de la obra de arte, Georg Lukacs, en Estética y marxismo, tomo I. Edición
Era, 1970. México.
(1) Kant, Kritik der Urteilskraft (Crítica
de la facultad de juzgar), párrafo 2.
(2) Feuerbach, Werke (Obras), VIII, p.
23.
(3) Lenin, Philosophischer Nachlass (Cuadernos
filosóficos), p. 316.
(4) Cfr. El dúplice planteamiento de
Marx sobre la estética, al que nos referiremos más adelante. (Grundisse… [Esbozo…], Berlín, 1939, p. 31.)
(5)
En el Prólogo a La comedia humana.
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