José
Carlos Mariátegui y César Vallejo: Los Iniciadores de la Cultura y Literatura Proletarias
en el Perú*
Julio
Carmona
EL SIGNO ESENCIAL, CARACTERÍSTICO DE LA
LITERATURA PERUANA es la escisión; y no es una separación que tenga tendencia a
la unidad (como propugnan –ilusamente– algunos de sus críticos), y no hay tal
porque está polarizada de manera antagónica, como las dos caras de la luna.
José de la Riva Agüero, estimado (por primogenitura) como ‘el fundador de los
estudios literarios en el Perú’ (Washington DELGADO, Historia de la literatura
republicana: 6), privilegiaba como ‘literatura peruana’ a aquélla de raíz,
forma y espíritu hispánicos.
No sólo es la
literatura del Perú con toda evidencia castellana, en el sentido de que el
idioma que emplea y la forma de que se reviste son y han sido castellanas
(sic), sino española, en el sentido de que el espíritu que la anima y los
sentimientos que descubre, son y han sido, si no siempre, casi siempre los de
la raza y la civilización de España. (RIVA AGÜERO, Carácter de la Literatura
del Perú independiente: 263. Cursiva del autor).
Y excluía a aquella
otra de raíz vernácula, autóctona y popular, llamándola incluso “exótica”
(Antonio CORNEJO, La cultura nacional: 11). Riva Agüero dice sobre esta: “El
sistema que para americanizar la literatura se remonta hasta los tiempos
anteriores a la Conquista, y trata de hacer revivir políticamente las
civilizaciones quechua y azteca y las ideas y los sentimientos de los
aborígenes [obviamente hace alusión al indigenismo], me parece el más estrecho
e infecundo. No debe llamársele americanismo sino exotismo.” (op. cit.: 267.
Cursiva del autor). Pero la negación que hizo de esta literatura no le confirió
inexistencia, porque su signo es la resistencia. Sin embargo, aquélla (la
privilegiada por Riva Agüero) pasó a constituir la llamada ‘literatura artística’:
“El arte nuevo es un arte artístico” (José ORTEGA y Gasset, La deshumanización
del arte: 19), llamada también ‘culta’ u oficial. Y su opuesta se convierte en
la ‘literatura popular, folklórica, marginal, exótica, etc.’ (“Productos de
esta naturaleza sólo parcialmente son obras de arte, objetos artísticos.”
ORTEGA, op. cit.: 24). Y esa vendría a ser la primigenia y más vasta
clasificación de la literatura peruana, que (paradójicamente, por esa misma
amplitud) se hace gaseosa, abstracta y deformante de su propia realidad. Pero,
con todo, esboza, genera o comprende a las dos líneas, tendencias y
concepciones en que se bifurca nuestra literatura. Jorge Basadre, por su lado
–sin ser, propiamente o profesionalmente, un crítico literario–, constata, refiriéndose
a los albores de la República, esa división:
La literatura que
floreció en aquellos días –dice–, tiene dos fases: la de la alabanza o éxtasis
ante lo realizado, y la de incitación ante lo que faltaba realizar. (Jorge
BASADRE, Historia de la República del Perú-1: 97).
Y ya en esta
observación de Basadre pueden apreciarse las dos constantes o, si se quiere,
las dos concepciones ideológicas de la realidad. Una contemplativa y otra
transformadora. Y que responden a los espíritus conservadores o de la decadencia,
y a los renovadores o de la revolución, según la incisión mariateguiana. En las
primeras décadas del siglo pasado fue José Carlos Mariátegui uno de los
primeros en proponer un enfoque propio para el estudio de la literatura, un
enfoque adecuado a nuestra realidad, una visión que no fuera subsidiaria o,
mejor, mimética de los estudios europeos. Afirmaba:
Por el carácter de
excepción de la literatura peruana, su estudio no se acomoda a los usados
esquemas de clasicismo, romanticismo y modernismo, de antiguo, medioeval y
moderno, de poesía popular y literaria, etc. (José Carlos MARIÁTEGUI, 7
Ensayos: 239).
Antes de J. C.
Mariátegui, solo José Martí –a nivel continental– intuyó que nuestra
independencia cultural será total en cuanto sea correlato de la independencia
política, social y económica. Decía el Apóstol:
No hay letras, que
son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ellas. Ni habrá
literatura hispanoamericana hasta que no haya Hispano-América. (Ensayos sobre
arte y literatura, pp. 50-51).
Y no puede decirse que después de
Mariátegui no haya habido otros planteamientos de similar intención.
Precisamente –y a propósito de José Martí–, después de la Revolución Cubana, se
despertó un gran interés por la búsqueda, al menos teórica, de esa identidad
(teoría que consecuentemente ha servido para más de un proyecto de adecuación
práctica) en el consenso de Nuestramérica. Y es así como, entre una gran
profusión de trabajos (cuya reseña sería impertinente realizar aquí), esa
preocupación se va haciendo cada vez más inquisitiva. Empero, particularmente
en el Perú –y siempre dentro del plano literario que nos compete–, la línea
trazada por Mariátegui –de orientación marxista– ha tenido muy pocos
continuadores. Esta incisión no asegura que haya dejado de existir la
preocupación arriba aludida, de dotar a los estudios literarios de una
personalidad propia. Constata sólo su no adecuación a los principios marxistas
de que partía Mariátegui. Y esta incisión es aplicable incluso a los dos
maestros sanmarquinos, ya citados: Antonio Cornejo Polar y Washington Delgado,
cuyos meritorios esfuerzos y encomiables realizaciones no dejaron de gravitar
en torno al espíritu de lo estrictamente académico y dentro de los parámetros
de una literatura nacional única, aun cuando –como es el caso de Cornejo–
reconociera dentro de ella la existencia de otras literaturas como la quechua,
la aymara, las amazónicas y la popular, solidarizándose con la lucha de
resistencia que deben librar frente a la literatura hegemónica, escrita en
español; sin embargo, reconoce que:
En el estado actual
de los conocimientos sobre el tema sería irresponsable tratar los casos de las
literaturas indígenas y populares. Aunque haremos algunas anotaciones al
respecto a lo largo de la exposición, pero sobre todo en el último capítulo que
es –más bien– un apéndice; este libro se concentra sobre la tradición de la
literatura hegemónica. Dentro de ella detectamos las resonancias de los otros
sistemas literarios nacionales. (La formación de la tradición literaria en el
Perú: 14).
Washington Delgado,
por su parte, incide en que no abordará el tema de la literatura popular en el
desarrollo de su libro; salvo en unas notas parciales de su prólogo, dice:
El estudio de la
literatura popular escapa a los límites de este ensayo. En estas líneas que
anteceden, solamente he querido subrayar la importancia del mestizaje en el
desarrollo de la literatura popular y que puede constituir un derrotero fecundo
para el estudio y análisis tanto de nuestras literaturas populares, como del
conjunto de nuestra cultura. (op. cit.: 24-25).
Por otro lado,
consideramos pertinente referirnos aquí al caso de Alberto Escobar, quien no
solo no llegó a ensamblar un planteamiento teórico dentro de esa preocupación
americanista , sino que en lo referente al estudio específico de la poesía
peruana, cometió lo que, por decir lo menos, podría llamarse un “desliz
académico”, pues en el prólogo a la primera edición de su Antología de la
poesía peruana, sin mencionar para nada la periodización de nuestra literatura
hecha por J. C. Mariátegui en su séptimo ensayo, la asume como propia. “Creemos
–dice– que es posible distinguir tres períodos muy bien definibles en la poesía
escrita en el Perú, esto es, desde la llegada de los españoles hasta los días
actuales.” (op. cit.: 10). Y lo único que variará de esos tres períodos en
relación con el esquema de Mariátegui es la denominación. Lo que Mariátegui
llamó período colonial, él lo denomina “de los mantenedores de la tradición
hispánica”; al segundo, llamado por Mariátegui período cosmopolita, Escobar lo
llama “buscadores de una tradición nativa”, y, finalmente, lo que Mariátegui
clasifica como período nacional, Escobar lo denomina “los fundadores de esa
tradición.” Desde luego, la formulación expositiva de Escobar difiere de la de
Mariátegui. Pero el esquema es similar. Nosotros creemos que, a partir de la
diferencia era un imperativo reconocer la precedencia.
Sin ser un
atenuante, debemos puntualizar que Escobar no fue el único en escamotear esa
precedencia. En orden cronológico, tenemos los casos de los argentinos
Alejandro Losada y Néstor García Canclini. El primero pone el siguiente título
a la introducción de su libro Creación y praxis: “La narrativa contemporánea en
EL PROCESO DE LA LITERATURA Peruana”. Ahí, todo lo transcrito con mayúsculas es
el título del séptimo ensayo de J. C. Mariátegui. Sin embargo, en el desarrollo
de su trabajo, Losada no hace ninguna referencia al hecho. Y, además, con
supina soberbia, en el prólogo sugiere que él es uno de los primeros en hacer
lo que dice va a hacer: “Nuestro modo de proceder –dice– debe afrontar
problemas que apenas están planteados por la investigación literaria que
habitualmente constituye otros objetos de reflexión.” (p. VII, cursiva nuestra).
Pero, al final, en la recapitulación, decide que él es el primero (y, al
parecer, no sólo en el Perú) “Hasta el presente, la ciencia literaria no se ha
preocupado de este problema y las ciencias sociales no lo han tomado como
objeto de investigación.” Y está haciendo referencia a la finalidad de su
trabajo, que es: “la determinación de ciertos elementos relevantes que permitan
formular una hipótesis sobre la literatura peruana contemporánea como praxis de
un grupo social.” Pero, a decir verdad, Alejandro Losada no está haciendo otra
cosa que “descubrir América” en las carabelas “praxis” y “grupo social”. Ya
Mariátegui había iniciado ese enfoque desde la perspectiva marxista,
relacionando la creación literaria con las clases sociales.
Por su parte, Néstor
García Canclini, con parecidas ínfulas adánicas, sostiene que “En América
Latina todas las historias del arte coinciden en desconocer el marco social y
ordenan los movimientos artísticos de acuerdo con la sucesión de los estilos.”
Y no deja de tener razón, en términos generales, pero es injusto, si no ignaro,
precisar que: “Sólo en las dos últimas décadas comenzaron a aparecer trabajos
que vinculan el desarrollo artístico con el contexto”, cuando ya Mariátegui
había hecho la misma atingencia, y con similar formulación –exactamente
cincuenta años antes – a través de Hugo Pesce en la Primera Conferencia
Comunista Latinoamericana realizada en Buenos Aires, en junio de 1929. Dice:
Recién han
comenzado a aparecer los trabajos serios de crítica marxista que realizan un
estudio concienzudo de la realidad de estos países, analizan su proceso
económico, político, histórico, étnico, prescindiendo de los moldes
escolásticos y académicos y plantean los problemas actuales en relación con el
hecho fundamental, la lucha de clases. (JCM, Ideología y política: 23).
Y para los estudios
literarios, en especial, sus propios enfoques constituyen una muestra
incontestable. Se puede decir, por otro lado, que uno de los más promisorios
actores para continuar la línea trazada por JCM fue Miguel Gutiérrez Correa.
Pero prefirió enfrascarse en un estudio aparentemente más actual y ambicioso
(que, al parecer, quedó inconcluso ), prefiriendo también, después, tomar
distancia de Mariátegui . Por lo que se refiere a esto último, en el trabajo de
Lluvia, Gutiérrez dice:
En cuanto a
Mariátegui, es sabido que en los 7 Ensayos y otros escritos sostuvo de manera
explícita la tesis del “comunismo inkaiko”. Resulta interesante observar, como
lo hace Roel, que la caracterización que hace Mariátegui de la sociedad incaica
no se ciñe a la clasificación que Engels propone acerca de las sociedades
humanas en su libro El origen de la familia, la propiedad (sic) y el Estado, lo
cual (aunque puedan ser discutibles sus planteamientos, como sucede también con
su periodificación de la literatura peruana) prueba la independencia y la
audacia con que Mariátegui aplicó el marxismo al estudio de nuestra realidad.
(op. cit. p. 92. La negrita es del autor; la cursiva, nuestra. Por lo demás, el
título de Engels está incompleto en el texto citado).
Y he ahí la “distancia”, no sustentada,
respecto de la ‘discutible periodificación de la literatura peruana hecha por
Mariátegui’, la misma que ahí se quiere paliar atribuyéndole dos cualidades:
“independencia” y “audacia” (que devendrían, en verdad, deserciones) en su
relación con el marxismo; porque Mariátegui no actuó con “independencia”
respecto del marxismo, aunque lo pareciera por no repetir al pie de la letra
las categorías usadas por los clásicos; ni tampoco fue “audaz”, simplemente fue
realista (y, en una palabra, marxista), al aplicar el marxismo a una realidad
(a su realidad) distinta de la observada por los clásicos del marxismo. Y es de
lamentar que MG no haya trascendido el nivel de los enunciados parciales o
ambiguos, como cuando tratando de la utilización del método de las generaciones
se lo atribuye también a Mariátegui sin una fundamentación convincente; y dice
que Lukács “emplea de manera implícita la noción de Generación, como con
criterio análogo lo hace Mariátegui en su ‘Proceso de la literatura’.” (La
generación del 50: un mundo dividido: 46. Cursiva nuestra). Y esta es una idea,
por decir lo menos, controversial y no debe ser planteada así al desgaire, como
una verdad que no necesita demostración.
Otro desencuentro
de MG con Mariátegui se puede ver en su libro de ensayos La invención novelesca
(ya citado). Ahí se pregunta: “¿Para qué sirve una novela?”, y responde: “Yo
conozco tres posibles respuestas: una optimista, otra pesimista y una tercera que
llamaré pragmática.” Y, seguidamente, las describe así: “Según la primera, si
bien una novela no puede cambiar el mundo, puede sí cambiar la mente y la
conciencia de los lectores –que son siempre minorías o grandes minorías–, y
estos a su vez, imbuidos por un humanismo radical, pueden influir en pequeñas
escalas al mejoramiento de los individuos y las sociedades. ¿Es esto posible?
Sí, si los lectores son gentes como Mariátegui u hombres o mujeres de buena
voluntad, lúcidos y equilibrados o seres atormentados, pero moralmente
honestos.” (op. cit.: 21-22).
La respuesta
pesimista también –según MG– está en relación con los lectores pero de signo
opuesto y pone como ejemplo a los asesinos nazis Goebels o Himmler que podrían
sentirse motivados por novelas como Los hermanos Karamazov de Dostoievski o En
la colonia penal de Kafka, para “una incitación al parricidio” o “para idear o
imaginar más perfectas máquinas de tortura”, respectivamente.
Y la tercera
respuesta –la pragmática, dice MG– “corresponde al leninismo, de acuerdo a la
cual una obra literaria puede cambiar el mundo si la literatura es tuerca y
tornillo del engranaje partidario para hacer la revolución. Los escritores que
opten por este camino en un acto de libertad deberán escribir obras muy ligadas
a las coyunturas históricas y a los vaivenes ideológico-políticos de la
organización partidaria. El resultado serán relatos épicos (algunos de gran
intensidad) o crónicas noveladas como Campos roturados, de Shólojov, o La Joven
Guardia de Fadeyev, donde el triunfo final de los valores socialistas está
asegurado.” (Ibídem).
Pero, en realidad,
esta taxonomía de MG resulta ser muy elástica, porque ha podido unir la primera
con la tercera, máxime si en la primera ubica a Mariátegui y en la última a
Lenin, permutando al primero su calidad de líder político por la de un
“hedonista estético”, y haciendo lo contrario con el segundo: reduciendo su
criterio estético y relevando su “pragmatismo político”, y deslizando, subliminalmente,
una oposición de principios entre ambos conductores de la revolución
mundial.
Y obsérvese también
que en la última opción (la “leninista”), que se podría suponer hubiera servido
para que el “primer MG” (aquel teórico marxista de la revista, fundacional
clasista, Narración) aportase con incisivas y sugestivas propuestas para una
comprensión cabal de lo que debe entenderse por la construcción de una
literatura que apoye a la causa de la liberación del hombre (respondiendo al lado
que desde niño supo donde estaba su corazón ), esta última opción le sirve al
“último MG” para empezar su propio deslinde con la novela del realismo
proletario y adherir a la concepción de la novela del formalismo burgués. Y
establece la siguiente y maniquea disyuntiva: el escribir novelas desde
convicciones ideológicas férreas tiene asegurado de antemano el fracaso, porque
ese tipo de concepción novelesca es comparada por MG con la fe católica y,
amparado en Sartre, dice que “si toda invención novelesca implica una visión
problemática del hombre sin salvación posible en una realidad trascendente, no
se pueden escribir novelas desde el amparo de una fe”, incluso dice que en el
caso de un escritor que partiendo de una fe (y pone el ejemplo de Graham Green)
‘descubra que no hay salida ni con la fuerza de esa fe (lo cual sería una
herejía o traición a la fe) lo único que se demostraría es que la novela es una
lucha entre la ortodoxia y la heterodoxia, es decir, un callejón sin salida’. Y
de esa manera MG deja plasmada la concepción de la novela que va a manejar en
todo su ensayo, que se resume en la concepción de Sartre: “una visión
problemática del hombre sin salvación posible en una realidad trascendente”.
Pero cabe preguntarse, esta concepción existencialista (no marxista) de Sartre
¿se convierte en la única concepción del arte? ¿Por qué no pensar –con absoluto
derecho– que hay dos maneras de concebir la novela (o la literatura o el arte,
en general) y que se puede ver como Demóstenes veía el discurso oratorio, según
Plutarco, quien hace que le diga a Esquines: “Al oír tu discurso han dicho:
¡qué bien habla! Al oír el mío han corrido a empuñar las armas”?
Desde el marxismo,
es decir, desde la teoría de la lucha de clases (aplicable también a los
estudios del arte y la literatura) no existe una sola concepción del arte, de
la literatura, de la novela. Y no es así tanto como no lo es la versión de “la
novela pragmática” descrita por MG, y que se estaría presentando como lo
opuesto a la novela burguesa, es decir: una novela proletaria o clasista,
maniquea, de visión estrecha. Y no es así. Esa descripción de la novela
realista proletaria o clasista (llamada por MG, pragmática) no necesariamente
responde a los intereses del partido, es en todo caso una novela de tendencia,
y la tendencia es el realismo proletario, que no se reduce a la visión descrita
por MG: “la literatura es tuerca y tornillo del engranaje partidario para hacer
la revolución. Los escritores que opten por este camino en un acto de libertad
deberán escribir obras muy ligadas a las coyunturas históricas y a los vaivenes
ideológico-políticos de la organización partidaria.” Esta es, en realidad, una
tergiversación del planteamiento leninista, que al hablar de “literatura de
partido” no se refería de manera exclusiva a la literatura artística, sino a
toda la producción escrita del partido; porque en el mismo texto del que MG
toma su versión de lo dicho por Lenin, éste dice: “Sin duda, la labor literaria
es la que menos se presta a la igualación mecánica, a la nivelación, al dominio
de la mayoría sobre la minoría. Sin duda, en esta labor es absolutamente
necesario asegurar mayor campo a la iniciativa personal, a las inclinaciones
individuales, al pensamiento y a la imaginación, a la forma y al contenido.
Todo esto es indudable, pero sólo demuestra que la función literaria del
Partido del proletariado no puede ser identificada mecánicamente con sus demás
funciones.” (LENIN, La literatura y el arte: 20). Esa apreciación –ya dijimos:
sesgada– de ‘la literatura como tuerca y tornillo de la revolución’ MG la ha
tocado antes en otro de sus libros de ensayos, El pacto con el diablo. Y ahí también ha tomado distancia respecto de
Mariátegui (inclusive de Mao). Dice:
A lo
largo de numerosos años he pensado mucho en este problema y pese a Mariátegui y
Mao (cuyos respectivos pensamientos admiro en el estricto plano de la
racionalidad), llegué a la conclusión de que el problema esencial del realismo
socialista es que no era realismo sino idealismo, en la medida que presenta a
los sujetos, los acontecimientos y las cosas no como son sino como debieran
ser. Se trata, pues, de una estética del “debe ser” (sic) y supeditada a
criterios morales y de utilidad revolucionaria de la obra artística. (Ibíd.)
Y ha hecho bien MG –en este caso– de tomar
distancia respecto de Mariátegui y de Mao, pues lo que dice en la cita
precedente no tiene nada que ver con ellos; pero de lo que no ha tenido cuidado
es de tomar distancia también del realismo en general, que no se ve comprometido
por las limitaciones del “realismo socialista” soviético. Y, al no hacer esa
distinción, MG está confundiendo los términos, y está incurriendo en el error
que Lenin denunciaba en los machistas u oportunistas filosóficos de Rusia que
para atacar a la filosofía materialista tildándola de metafísica e idealista,
no lo hacían criticando a Marx o a Engels, sino a Plejánov, y para colmo a
través de una lectura errónea de éste. Dice Lenin:
¿Es cierto, como ha
dicho Plejánov, que no hay para el idealismo objeto sin sujeto, y que para el
materialismo el objeto existe independientemente del sujeto, reflejado más o
menos exactamente en su conciencia? Si esto no es cierto, toda persona un poco
respetuosa con el marxismo debiera indicar este error de Plejánov y, en lo que
concierne al materialismo y a la existencia de la naturaleza con anterioridad
al hombre, no contar con Plejánov, sino con cualquier otro: Marx, Engels,
Feuerbach. Y si esto es cierto, o si, por lo menos, no se halla usted en estado
de descubrir en ello un error, su intento de embrollar las cartas y oscurecer
en la mente del lector la noción más elemental del materialismo a diferencia
del idealismo, es, en el terreno literario, una acción indigna. (LENIN,
Materialismo y empiriocriticismo: 93-94).
Por otro lado, no
se pierda de vista que en la cita de MG hay otra opinión lanzada al desgaire,
como una verdad que no necesita demostración ni sustento, y es ésta: que a una
obra artística no se le debe dar una utilidad revolucionaria. Y –preguntamos:
¿qué pasa con las obras paradigmáticas de Brecht y de Vallejo? Otra vez debe
advertirse que el problema no radica en la “utilidad revolucionaria” misma de
las obras literarias, sino en su realización. Entonces lo que hay que
recomendar no es la clausura de esa utilidad, sino el uso más y/o mejor
adecuado. Pero hay más respecto al distanciamiento que MG ha ido adoptando en
relación con José Carlos Mariátegui, en el Prólogo a EPCD (op. cit.), dice:
“siempre he admirado su escritura dialéctica –ágil y elegante en su expresión–
y la perspectiva de clase que utilizaba al analizar una obra.” (p. 14). Y
obsérvese que –con justicia– MG destaca la forma de la escritura de JCM,
calificándola de ágil y elegante, sin dejar de precisar su fondo ligado a la
perspectiva de clase. Es más, MG precisa que ese tipo de escritura es
calificable de dialéctica, es decir, una escritura que entiende el cuadro en su
conjunto y también ve sus partes. Y si es así, que en el cuadro social no se
debe ver las partes aisladas, sin entender el cuadro en su conjunto, es decir,
que la literatura de una clase no debe confundirse con su manifestación aislada
en una determinada época y lugar, desde esta perspectiva, pues, la literatura
artística proletaria (o de un nuevo realismo clasista) no siempre ha de confundirse
con el realismo socialista soviético que, por otra parte no se corresponde con
la época de Lenin ni de Mariátegui. Y,
obviamente, ambos no pudieron abogar por el “realismo socialista” dado que en
su época no había aparecido todavía, pero sí lo hicieron por el realismo, en
general, y Mariátegui –inclusive– por un nuevo realismo ; es, pues, el
“realismo en general” que tampoco ha de devenir “relato épico” o “crónica
novelada”, como sentencia MG; reducir a esas variantes de lo épico a la concepción
del realismo clasista es buscar su devaluación. Dice:
… se
trata del mundo de la epopeya. Y considero por eso, que la gran mayoría de los
libros que se publicaron en la Unión Soviética y otros países socialistas no
eran novelas sino narraciones (crónicas noveladas, biografías noveladas,
historias noveladas) escritas según el espíritu del optimismo militante que,
lleno de fe, tiene la certidumbre del advenimiento de un tiempo no importa si
remoto, pero en el cual se eliminará todo lo que oprime y enajena al hombre.
(op. cit: 30).
¿Por qué –cabe preguntarse– ese optimismo y
ese vislumbrar un mundo nuevo sería propio sólo de la epopeya y no de la
novela? Porque –argumenta MG– “la novela siempre narra las aventuras y
desventuras dentro del mundo de un individuo”, mientras que la epopeya “se
constituye a partir de un acuerdo general con el ser.” Y de esta
contraposición, no tan convincente que digamos (pues al final del párrafo dice
que ‘a la novela no le es ajena la dimensión épica’), MG llega a la siguiente
conclusión: “Desde esta perspectiva la novela, por naturaleza, resulta
incompatible con el socialismo.” Pero ¿de dónde –en esta conclusión– surge el
“socialismo”, si lo que se está dirimiendo en las premisas es la relación de la
novela o con el individuo o con el ser humano en general (el pueblo o las
masas)? Y este es el dilema a resolver en nuestra realidad (que no es
socialista). Entonces, hacia donde ha debido dirigir su atención MG es a
dirimir si existe una sola concepción de la novela (la del canon occidental, la
ligada a la burguesía y a su introspección individualista) o se puede conformar
otra que, rescatando aspectos propios de la epopeya, erija su propio canon,
proletario o clasista. Mariátegui pensaba que la épica puede resurgir
positivamente (como forma narrativa) en el fragor de la lucha revolucionaria;
dice: “El género épico, que en Occidente ha muerto, en Rusia resucita
renovado.” (El artista y la época: 162). Por su parte, MG, dejando de lado “el
hecho fundamental, la lucha de clases”, convierte su hipótesis –de considerar
“epopeyas” las novelas “optimistas o de masas”– en una tesis definitiva. Y
decimos que es hipótesis porque él mismo no está totalmente seguro de que se
pueda hacer esa clasificación, pues dice: “No discutiré si aún es posible en la
sociedad contemporánea el reflorecimiento de aquella venerable forma literaria”
(la epopeya), sin embargo, y a pesar de esta inseguridad, sentencia a pie
juntillas: “aunque no me cabe duda que libros tan conmovedores e intensos como
Así se templó el acero, de Ostrovski, o, de un nivel artístico superior, La
joven guardia, de Fadeiev, son o pretenden ser epopeyas.” (op. cit.: 30). Y
entonces resulta sintomático que a partir de esa prescripción hipotética, la
siga sosteniendo no sólo en el libro comentado, sino también en el otro también
aludido (La invención novelesca, p. 22), y que la vaya enunciando cíclicamente
en lo sucesivo. Y este es un recurso que encierra una devaluación subliminal. Y
no es novedoso. Lo hemos visto manejado por Carlos Fuentes y Mario Vargas
Llosa, al comparar las obras de la “novela moderna” (burguesa), con las que
ellos devalúan incluyéndolas en lo que denominan “novela indigenista” o
naturalista.
Es verdad que el
término “épico” ha sido usado por Mariátegui y hasta por Brecht, pero en ambos
casos no se busca su devaluación sino su enriquecimiento o fructuoso
aprovechamiento. Mariátegui dice: “Rechazo la idea del arte puro, que se nutre
de sí mismo, que conoce únicamente su realidad, que tiene su propio y original
destino. Este es un mito de las épocas clásicas o de remansamiento; no de las
épocas románticas o de revolución. Por esto, entre un ensayo vacilante –pero de
buena procedencia– de épica revolucionaria, y un mediocre producto de lírica de
exorbitante subjetivismo, preferiré siempre al primero.” (MARIÁTEGUI,
Correspondencia-1: 275.) Y en el caso de Brecht ya sabemos que calificó de
épico a su teatro, en oposición al aristotélico de Stanislavski (WILLET, El
teatro de Bertolt Brecht). La misma Julia Kristeva, admite que “La lógica épica
busca lo general a partir de lo particular” (KRISTEVA, Semiótica-1: 208), lo
cual está tan cercano a esta propuesta vallejiana: “¿Es mejor decir ‘yo’ o
mejor decir ‘El hombre’ como sujeto de la emoción –lírica épica? Desde luego,
más profundo y poético, es decir ‘yo’ –tomado naturalmente como símbolo de
‘todos’.” (VALLEJO, Contra el secreto profesional: 100).
Es preciso hacer
aquí otras precisiones sobre el pensamiento estético-literario de José Carlos
Mariátegui. En principio, él dice explícitamente que no esconde “ningún
propósito de participar en la elaboración de la historia de la literatura
peruana”, con lo cual no sólo deja sin piso a quienes le han censurado el haber
omitido en su ensayo a varios autores o
el haber pasado por alto la perfección estética de otros , sino que además
cuestionan el esquema de estudio por él propuesto por considerarlo como una
periodización histórica que él pretendía imponer como sistema rígido (no
obstante su novedad y pertinencia, reconocidas por muchos). Y, a continuación
de la frase citada, Mariátegui agrega que su propósito es el de un crítico, de
un testigo que asiste a un ‘proceso’, palabra a la que da “en este caso –dice–
su acepción judicial.” (7 Ensayos: 229). Y, más adelante, refiriéndose a la
acción crítica que va a realizar, dice que de todos modos requiere de una
periodización; pero dice que es un estudio que puede “conformarlo (...) a un
sistema de crítica y de historia artística, (o) construirlo con otro andamiaje,
sin que esto implique otra cosa que un método de explicación y ordenación, y
por ningún motivo una teoría que prejuzgue e inspire la interpretación de obras
y autores.” Y a continuación agrega:
Una
teoría moderna –literaria, no sociológica– sobre el proceso normal de la
literatura de un pueblo distingue en él tres períodos: un período colonial, un
período cosmopolita, un período nacional. Durante el primer período un pueblo,
literariamente no es sino una colonia, una dependencia de otro. Durante el
segundo período, asimila simultáneamente elementos de diversas literaturas
extranjeras. En el tercero, alcanzan una expresión bien modulada su propia
personalidad y su propio sentimiento. No prevé más esta teoría de la
literatura. Pero no nos hace falta, por el momento, un sistema más amplio. (op.
cit.: 239).
También se ha objetado al esquema de JCM
que está conformado con palabras que pertenecen más al vocabulario “de la
historia y de la sociología” (DELGADO, op. cit.: 11). “Cabe observar –dice– que
las palabras colonial, cosmopolita y nacional no pertenecen propiamente al
vocabulario de las ciencias literarias.” Y sobre el particular ha de decirse
que los estudios literarios (antes que “ciencias literarias”) no necesitan
inventar sus expresiones exclusivas cuando, de manera ineludible, tienen que
incursionar en el terreno de la historia y la sociología. El esquema de JCM,
sin añadir ni quitar términos, ¿no es aplicable –sólo por poner un ejemplo– a
la historia de la literatura española: que de ser colonia romana (con Lucano y
los Séneca), asumió la actitud cosmopolita de importar las formas italianas
(con Garcilaso y Boscán) para, sobre esa base, construir su literatura nacional
(con Cervantes y Lope)?
La periodización de
JCM, pues, presenta el decurso histórico del Perú como un todo en el cual la
literatura tendría las tres maneras de manifestarse ya expuestas: colonial,
cosmopolita y nacional, sin que por ello se clausuren como etapas sucesivas
(“No prevé más esta teoría de la literatura”), dejando abierta –incluso– la
posibilidad de agregar en el futuro al período socialista (porque “no nos hace
falta, por el momento, un sistema más amplio”). No obstante, dichos períodos
adquieren también la fisonomía de vertientes (que es a como los reduce
GARCÍA-BEDOYA, La literatura peruana en el período de estabilización colonial),
y con mayor razón si, como ya hemos dicho, el mismo JCM prolonga la influencia
del período colonial hasta la República; y es así como de Chocano (1875-1934) y
de Riva-Agüero (1885-1944) dice que son ‘representantes de la literatura
colonial’ (calificativo que también es aplicable a Mario Vargas Llosa,
agregamos nosotros). La calificación de “colonial” a esos autores hace que, por
ejemplo, Carlos García-Bedoya llegue a la siguiente conclusión: “Esta propuesta
–de Mariátegui–, [es] sin duda la que mayores aportes hizo a la reflexión
periodológica, no es sin embargo, en sentido estricto, una propuesta de
periodización, sino más bien el señalamiento de vertientes o tendencias
actuantes en la literatura peruana, puesto que orientaciones coloniales, cosmopolitas
o nacionales pueden coexistir en un mismo momento histórico.” (op. cit.: 23).
El establecimiento
de los tres períodos conformantes de su esquema le permite a Mariátegui
destacar la existencia de las clases sociales cuyos intereses ideológicos sobresalen
en cada uno de ellos: la aristocracia feudal (para el período colonial), la
burguesía (para el período cosmopolita) y las clases trabajadoras o pueblo
(para el período nacional). Este entronque fue “denunciado” por Víctor Andrés
Belaunde en su libro escrito exprofeso, La realidad nacional, para contradecir
a los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. Apoyándose en lo
expresado por el mismo Mariátegui respecto de la clasificación que hacía el
marxismo de la literatura europea, cuando dice: “... no intentaré sistematizar
este estudio conforme la clasificación marxista en literatura feudal o
aristocrática, burguesa y proletaria” (Ibíd.), Belaunde dice que el esquema de
Mariátegui “no es sino la fórmula disimulada y novedosa de encubrir el viejo e
insostenible cuadro marxista. Mariátegui identifica la literatura colonial con
la literatura feudal, literatura cosmopolita con literatura burguesa y
literatura nacional con literatura proletaria.” (BELAUNDE: 99-100). Pero, en realidad, no es que Mariátegui
estuviera “disimulando” ni que por ser –como anota Belaunde– “demasiado
inteligente” estuviera comprendiendo “lo absurdo del esquema marxista.” (Ibíd.)
Lo cierto es que Mariátegui (sin abdicar de sus principios marxistas –ni en
este caso: del rol decisivo, para la literatura, de las clases sociales) no
podía aplicar el mismo esquema marxista usado para el estudio de la literatura
europea, porque el capitalismo en nuestra realidad –comienzos del siglo XX– no
había desarrollado la existencia de una clase obrera similar a la europea;
entre nosotros era una clase obrera incipiente, recién estaba formándose y, por
lo tanto, aún no adquiría la conciencia de clase que permitiera considerarla
como proletariado. Más bien, con
honestidad y objetividad científicas, Mariátegui opta por no forzar la
realidad. Y, así, llama a César Vallejo: el iniciador de la literatura
nacional. Pues no era apropiado, entonces, decir que lo era de la literatura
proletaria. Porque entonces Vallejo era un poeta instintivamente ligado a los
intereses del pueblo, de los trabajadores (obreros y campesinos) y por eso pudo
escribir:
Se quisiera tocar todas las puertas,
Y preguntar por no sé quién; y luego
Ver a los pobres, y, llorando, quedos,
Dar pedacitos de pan fresco a todos.
Y saquear a los ricos sus viñedos
Con las dos manos santas
Que a un golpe de luz
Volaron desclavadas de la Cruz!
Pero Vallejo no era todavía un pensador
proletario. Y aunque después su evolución ideológica lo llevara a asumir esa
posición proletaria, luego de su viaje a Europa, convirtiéndose entonces, sí,
en el fundador de la poesía proletaria peruana, lo cierto es que –en la década
del 20, del siglo XX– en que Mariátegui emite sus juicios literarios, esa era
una realidad todavía inédita. Y lo mismo se puede decir de la clase burguesa y
de sus representantes literarios: que no estaban bien definidos. De Eguren y
González Prada, que Mariátegui ubica como precursores del período cosmopolita,
no se podía decir que fueran representantes ideológicos de la clase burguesa,
porque ellos mismos no eran plenamente burgueses (por eso los cataloga de
precursores) porque en ellos –como dice de Eguren el mismo Mariátegui–
“subsiste mustiado por los siglos el espíritu aristocrático.”
Lo real y
ostensible es que Mariátegui, indirectamente, establece la relación de los
períodos de su esquema con las clases sociales, mas no con las consideraciones
destacadas por Belaunde (ni por las que –hemos visto– da Miguel Gutiérrez). Ese
es el aporte de Mariátegui. De ahí que los más importantes estudiosos de la
literatura peruana coincidan en señalarlo como el introductor del método
marxista en este tipo de estudios. Y, por supuesto, él no tiene la intención de
que su punto de vista inspire en otros estudiosos “la interpretación de obras y
autores”, pero es un punto de vista tan válido como cualquier otro. Se debe
medir su eficacia por sus resultados, no por su sola propuesta. Se conoce la
bondad del pastel al comerlo, no cuando está en la receta.
Los años inmediatamente posteriores a la
muerte de Mariátegui enmarcan el despliegue de una ardua polémica investida con
los argumentos opuestos de “poesía pura” y “poesía social”. Dicha confrontación
estuvo signada por la beligerancia, no sólo en la poesía sino en todos los
dominios del arte, de manera especial en los años cincuenta del siglo pasado.
Este hecho fue configurado, ilustrado y sistematizado por don Luis Monguió (La
poesía postmodernista peruana), polarizándolo bajo la égida de Eguren y
Vallejo. Ambos –establece Monguió– son los iniciadores de las dos tendencias,
pura y social, respectivamente. Tendencias que (aunque Monguió no lo precisa
así) creemos nosotros –con distintas requisitorias y fisonomía– se proyectaron
en lo sucesivo y aún perduran en confrontación irreconciliable, pero marcadas
no sólo por la impronta de sus respectivas estéticas, sino en virtud al hecho
fundamental de la lucha de clases. Y esto es lo que –decíamos– Monguió no llegó
a precisar o –mejor– a admitir, en tanto dice que no se puede, por ejemplo,
llamar poesía proletaria a la que él llama social, ‘porque no la escribieron
proletarios.’ Y, asimismo, refiriéndose Monguió a la poesía pura, tampoco
–afirma– “quiere decir que es absolutamente no instrumental; ninguna poesía (aun
aquella que lo pretende) alcanza a serlo, ya que en su raíz, la comunicación
poética es instrumento de algún deseo o de alguna necesidad emocional o
intelectual del poeta en el ámbito de la sociedad en que vive.” (op. cit.:
150).
Posteriormente, esa
confrontación de lo puro y lo social fue perdiendo vigencia de forma progresiva
hasta la actualidad en que se manifiesta como un lejano eco. En realidad, era
una ordenación subsidiaria del problema sistematizado por Sartre con su tesis
de la literatura como compromiso, y que, desde luego, no era un descubrimiento
sartreano. Fue, en todo caso, reflejo de un interés por centrar el debate que
en Europa se arrastraba desde las querellas del romanticismo y el parnasianismo
con el realismo, en el siglo XIX, con las tesis del “arte por el arte” o la
“torre de marfil”. Ese núcleo de oposición aparece ahora como insuficiente y
caduco, porque han madurado enfoques más científicos y, por ende, más precisos
y concretos que la abstracta y gaseosa categorización precitada. Lo “puro”, en primer término, sólo cuenta
para su teorización con el asidero de la credibilidad metafísica:
¿Cómo es posible
–reclamaba el Abate Bremond, sustentando el carácter espiritual, puro, de la
poesía– que un alma inmortal dependa estrechamente de la arcilla que la
aprisiona y sólo vive por ella? (BREMOND, La poesía pura: 22).
Lo “social”,
partiendo de una posición objetiva, real, relativamente científica, no
metafísica, incurría en pleonasmo (como pasa con la misma teoría del
compromiso) porque no existe arte que no sea social. Ambos, términos, aunque
parcialmente lo definen, no lo explican. Además, la teorización de lo “social”
cayó en el equívoco de circunscribirse a lo político ; y lo político no es sino
un tema de lo social, y, por lo demás, no deja de estar presente en la llamada
“poesía pura”, ya que hasta por omisión se es político. Y, así, pues, los
conceptos de “puro” y “social” resultan siendo insuficientes. No obstante su
extensión, devienen limitados, en tanto la poesía goza de ambas cualidades: “La
poesía –dice Pablo Neruda– tiene la pureza del agua o del fuego que sin embargo
lavan o queman” , asimismo, como señala Plejánov:
Quien se hace
adorador de la “belleza pura” no se independiza por ello de las condiciones
biológicas, históricas y sociales que determinan su gusto estético, sino que
cierra los ojos más o menos conscientemente a esas condiciones. (El arte y la
vida social: 10).
Y el concepto de lo
“social”, por su parte, no deja de ser unilateral en virtud a que toda
“manifestación del espíritu” lo es. De donde se sigue que la misma llamada
“poesía pura” es social. El hombre nunca actúa solo, siempre necesita del
concurso de otro o de otros en su actividad cotidiana. El trabajo del hombre se
halla vertebrado, mancomunado. La acción solitaria, de una u otra forma,
deviene acción solidaria. El poeta más solitario, aquel que –en el colmo del
ostracismo– sólo escribe para sí mismo (salvo que después de ello queme sus
versos o los mantenga encerrados bajo cuatro llaves y los destruya antes de
morir ) en virtud sólo a la utilización del lenguaje, que es un instrumento
social, está escribiendo para la sociedad. No existe el hombre al margen de la
sociedad. Robinson Crusoe vive solo, pero sólo en la ficción, y aun ahí no se
salvó de encontrar compañía, la misma que no lo convierte –recién, al momento
de producirse– en un ser social, incluso sin la compañía de Viernes lo era,
puesto que en su conciencia ya tenía la concepción de lo social. Y, más aún, Robinson, con toda su soledad no
se “salva” de ser “observado” por la sociedad lectora.
Otro intento
promisorio de continuar el estudio mariateguiano, y que merece ser tratado
aparte, es el de Washington Delgado, en su libro Historia de la Literatura
republicana (op. cit.). Sin ánimo de devaluar los méritos de este libro, de
historia literaria, del recordado maestro, vamos a retomar las objeciones que
ahí hace al esquema marxista de JCM. Y así vemos que empieza dando una acepción
diversa a la clasificación marxista de la literatura, y es la siguiente:
“literatura caballeresca, literatura cortesana y literatura burguesa”
(aplicable –dígase de paso– al período medieval, feudal; mas no al de la edad
moderna, capitalista), y lo hace reemplazando la expuesta por JCM cuando dice
que no intentará “sistematizar este estudio conforme la clasificación marxista
en literatura feudal o aristocrática, burguesa y proletaria.” Pero no se pierda
de vista que al restringir el uso de la clasificación marxista de la
literatura, JCM lo hace con la excusa –aparente– de ‘no agravar la impresión de
que su alegato está organizado según un esquema político o clasista’, y decimos
que es una excusa aparente porque es, en realidad, una señal para los futuros
estudiosos de su misma tendencia, como si dijera: ‘Por las condiciones actuales
no se puede aplicar; pero cuando cambien esas condiciones, sí, háganlo: ¡usen
ese esquema político y clasista’! Y esto es tanto más razonable si en el primer
parágrafo “Testimonio de parte”, del séptimo ensayo, JCM ha dicho ‘no dolerse
de esa fatalidad que se supone es lo indivisible del espíritu humano, que no
excluye las pasiones y las ideas políticas en la exégesis literaria’ (op. cit.:
199).
Por eso WD no
encuentra el paralelismo entre la clasificación que él hace y la de JCM, y
dice: “En el caso del propuesto por Mariátegui si bien el esquema, como hemos
señalado, es claro y sencillo, no resulta tan nítido ni perfilado como el de la
literatura caballeresca, cortesana y burguesa para el ámbito europeo.” Y aún
agrega Delgado: “Mariátegui expone además, su esquema con demasiada rapidez; lo
notamos coherente y sólido, pero nos hubiera gustado encontrar un análisis más
detenido, una ejemplificación más prolija. ¿Qué es, por ejemplo, lo que
caracteriza a la literatura colonial?” Y, seguidamente, WD, en lugar de relevar
el carácter de clase que le da JCM a la literatura colonial peruana cuando dice
que es una literatura propia de los herederos de los conquistadores y de los
encomenderos, es decir, que su caracterización es el ser una literatura feudal
o aristocrática (y es lo que interesa), WD incide en “Su escaso valor
estético”. Y es algo que hace con el afán de demostrar la falta de un enfoque
‘estrictamente literario’ en el ensayo de JCM. Por eso dice estar proponiendo
un ‘nuevo esquema’, “acaso más ajustadamente literario para auxiliar, completar
o perfeccionar el esquema dialéctico de Mariátegui.” Y en esa pretensión está,
es cierto, su mérito; pero, también, su limitación. Ese mérito y esa limitación
radican en considerar el método pero no la teoría; la letra pero no el
espíritu; la forma pero no la doctrina de JCM. Realmente es una pretensión
equivalente a aquellas tan socorridas de “enriquecer al marxismo” en su
filosofía o en su estética, porque en esos campos –se arguye– no tiene en
cuenta sus especificidades, y éstas –para tales pretensiones– están reñidas con
“el problema fundamental que es la lucha de clases”, es decir, con la
revolución: con la misma razón de ser del marxismo. Lo decisivo para la
importancia del esquema marxista de JCM –además del método dialéctico– es la
teoría, el espíritu, la doctrina que lo anima. Sin ésta no pasaría de ser un
esquema formal, como lo prueba el “nuevo esquema” de WD. Veámoslo.
Proponer dos
premisas (opuestas, desde luego, contradictorias), “dos líneas de fuerza
magistrales”, como él las llama: a) la aproximación a la realidad, y b) el
esfuerzo por conseguir la autonomía literaria o la perfección estética; ambas
como puntos de partida para el estudio de la literatura, sin considerar para
nada la lucha de clases y la revolución, no significa “auxiliar, completar o
perfeccionar” el esquema trazado por JCM. Esa es, en todo caso, una dicotomía
que en su esquema está supuesta; es, más bien, proponerse –quizá
inconscientemente– retrasar lo adelantado por él. “Esas modificaciones –diría
Marx– afectan al índice y no al contenido; al nombre, no a la cosa.” Y, de otro
lado, no está haciendo sino cambiar de nombre a la obsoleta e inoperante
oposición de “lo puro” y “lo social” para caracterizar a la literatura (aunque
en el fondo no lo quisiera así).
Explicar la
tendencia poética que utiliza la forma como fin en sí misma, es decir, la
poesía cuyo objeto es ella misma, con la descripción de ‘el esfuerzo por
conseguir la autonomía literaria o la perfección estética’ es no explicar esa
tendencia. Es una tautología querer explicar un objeto con los términos que
exigen la misma explicación, y, más aún, si se lo hace tomando como un hecho a
sólo un “esfuerzo”, ya que si sólo es eso, un esfuerzo, todavía no es una obra
lograda. Lo que hay que hacer es explicar que ese esfuerzo responde a una
actitud formalista (que puede ser muy bella: lo cual no es un hecho raro, pues
se trata de una actitud artística) cuyo rasgo principal es ser unilateral pues
se solaza en los medios antes de conseguir el fin, y en ese solaz, en ese
regodeo formal, se siente tan a gusto que olvida el fin. Pero lo decisivo de
todo esto es que esa “confusión” tiene un carácter de clase, burgués o
pequeñoburgués. No se trata, pues, de explicar el resultado por el resultado
mismo (la consecuencia por sí misma) sino por su causa, su origen, su
fundamento. De la otra forma sólo hay un paso para aceptar a la poesía como un
absoluto que, “como a Dios”, se le encuentra por la vía del milagro o de la fe,
lo cual es sólo permitido a los elegidos (y bien dice Pedro Henríquez Ureña:
“Ni los milagros vienen de la nada”).
Y si la poesía es
eso, se tiene que concluir que no es parte de la realidad sino una “realidad
aparte”, pero sólo así –entre comillas– se puede aceptar que busque un fin en
sí misma. Porque aceptarlo, sin comillas, equivale a dar razón de fuerza a los
formalistas que creen estar nutriendo a la tendencia realista, como si ésta
implicara una nulidad formal. Es decir, que los poetas de “la otra margen”, los
“puristas” (según Mirko Lauer y Abelardo Oquendo, dentro de la misma óptica de
WD) “… son, sin duda, hitos significativos a lo largo de una de las líneas de
fuerza” (cursiva nuestra) “que, con igual importancia que las otras, mantiene
unida a esa gran pieza de textilería del lenguaje que es nuestra poesía, y
todos en conjunto representan una tendencia adicta –no importa desde qué
diversas escuelas– a lo que suele llamarse la ‘pureza’, a una línea que hoy
tiende a fundirse con otra –la social– para producir el tono característico de
las últimas promociones de poetas.” (LAUER, Vuelta a la otra margen: 7). En
resumen, vienen a decirnos Lauer y Oquendo, que la poesía realista ha sido
nutrida por la poesía formalista. Sin ésta, aquella no existiría. No obstante hay
que reconocer que –aun así, a regañadientes– ya empezaron a admitir la
existencia de la poesía realista, aunque, siempre –con esa exclusividad que da
el espíritu aristocrático o la tendencia parcializada de lo anticientífico–
hicieron su antología sin poner muestras de las dos “líneas de fuerza”, de las
dos márgenes de ese río que es la poesía nacional, sólo antologaron a los
representantes de la poesía formalista, es decir la de “la margen burguesa”, y
segregaron a la de “la otra margen”, la popular, la clasista. De donde debe
seguirse que esa intención conciliadora, “globalizadora”, es, en definitiva,
una ilusión, porque ambas tendencias establecen sus relaciones no sólo por el
aparato formal, que, en última instancia, es indiferente a la contienda: las
formas artísticas como las lingüísticas, son asumidas indistintamente por los
usuarios de las diversas clases (en esto no hay una diferenciación definitiva),
sino básicamente por sus concepciones ideológicas que tienen que ver con sus
concepciones: políticas, éticas y estéticas.
Decir –como lo hace
también Rocío Silva Santisteban, refiriéndose a la poesía de Cesáreo Martínez –
que “exhibía un resuelto manejo de recursos expresivos de la llamada ‘poesía
pura’ a disposición de uno de los temas centrales de la poesía política”, es
devaluar a ésta considerándola a remolque de aquélla. Cesáreo Martínez (gran
representante de la poesía clasista, como Vallejo o Romualdo) conocía las
técnicas de la “poesía pura”, pero eso no lo hace su siervo (porque ella tampoco
es un feudo). Lo expresado por la respetada poeta equivaldría a limitar al
introductor de la poesía pura en el Perú, Eguren (según JCM), diciendo que
‘dependió de los recursos expresivos de la poesía tradicional’ en, por ejemplo,
“La niña de la lámpara azul”, poema hecho con cuartetos octosílabos y rima
clásica. La sabiduría popular pone orden: “Cada quien corta su palo y sabe cómo
lo carga.” Y, en el mismo sentido, es pertinente parafrasear aquí una frase del
apóstol José Martí quien, refiriéndose a la patria (y puede adecuarse a la
poesía), dijo que “… no es de nadie: y si es de alguien, será, y esto sólo en
espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia.” El
saneamiento del problema no es puramente formal. Lo que no se debe perder de
vista es que la poesía tiene su inicio y su fin en la realidad. Los formalistas
se quedan en el inicio y se pierden en el camino, es decir, se refugian en su
interioridad anulando su anterioridad. Y, obcecadamente, se niegan a
reintegrarse a la realidad. Lo cual también es una ilusión, posible sólo en el
caso de la inedición, que es una manera de ‘no existir’ el poema.
Cuando Mariátegui
dice: “La literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su substractum
económico y político”, está emitiendo un juicio que no es fruto de la
improvisación y está muy lejos de ser una frase de cliché. Responde simple y
llanamente a su concepción marxista. Y no está tomando en cuenta sólo a uno de
los polos que dan forma ‘a la literatura de un pueblo’ (que, podría pensarse,
equivaldría en el esquema de WD al de “aproximación a la realidad”, o la línea
“social” en el de Lauer/Oquendo) sino a los dos elementos contradictorios. Y
eso es coincidente con el punto de vista del marxismo que no opera
privilegiando o segregando, maniquea o mecánicamente, los elementos de la
contradicción. El marxismo parte del principio de que toda obra literaria (o de
arte) es un reflejo de la realidad. Sin embargo, WD sugiere que la línea de
‘autonomía literaria’ y ‘perfección estética’ puede ser estudiada
independientemente de su aproximación o alejamiento de la realidad. De otra
forma no se explicaría su proposición, pero para el marxismo y para Mariátegui,
si se habla de autonomía literaria debe de hacerse como de una cualidad
inherente a toda obra. Por tanto, el otro polo de la contradicción –en el
esquema de WD–: ‘la aproximación a la realidad’, también se hace con ‘autonomía
artística y perfección estética’: ningún contenido artístico puede concebirse
en abstracto separado de su forma. “La forma –dice Mariátegui– no puede ser
separada, no puede ser aislada de su esencia. La forma es la idea realizada, la
idea actuada, la idea materializada” (MARIÁTEGUI, El Alma matinal: 31) ; de lo
contrario, y ciñéndonos siempre al esquema tratado, tendría que demostrarse que
el escritor adscrito a esta vertiente de ‘aproximación a la realidad’ no posee
autonomía o perfección; pongamos por caso Vallejo, a quien de ningún modo se lo
podrá adscribir a la otra tendencia (y es significativo –y hasta plausible– que
Lauer/Oquendo no lo incluyeran en su “otra margen”).
El hecho elemental
que determina la naturaleza social de la literatura condiciona su carácter
fundamental de dependencia a una clase social determinada y determinable: “Un
fenómeno literario –señala Scarpit–, en una opinión literaria y consciente,
corresponde a una determinada clase social.” (SCARPIT, Sociología de la
literatura: 22). Por lo tanto, tal fenómeno literario tiene también una
orientación política. Es decir, dentro de la sociedad no existe ninguna
literatura que no sea social o que sea independiente de las clases o de la
política. Pero, por lo común los estudiosos burgueses de la literatura dicen
escandalizarse cuando ven que en una obra literaria aparecen consideraciones
políticas explícitas ; pero no son capaces de percibir los trasfondos políticos
de las obras “puras” que ellos proclaman como auténticas representantes de lo
artístico. José de la Riva-Agüero que, según Mariátegui, no disimula “el fondo
político de su crítica, al mezclar a sus valoraciones literarias
consideraciones antihistóricas respecto al presunto error en que incurrieron
los fundadores de la independencia prefiriendo la república a la monarquía”
(MARIÁTEGUI, 7 Ensayos: 232) , este autor –Riva- Agüero– censura a un crítico
(Patricio de la Escosura, de quien dice “que no es crítico de mucho vuelo ni de
gusto muy seguro”) porque dicho crítico juzga que las “sátiras políticas” de
Felipe Pardo y Aliaga “adolecen de marcado prosaísmo”, R-A dice que ese es un
juicio equivocado: “Si Pardo no hubiera compuesto sus sátiras políticas, sería
un literato elegante y apreciable, y nada más; por haberlas compuesto, es un
poeta de fisonomía propia, original, muy interesante y de pinceladas a veces
magistrales.” (RIVA-AGÜERO, op. cit.: 118). Pero, obviamente, lo dice porque
está de acuerdo con la “política” que Pardo esgrime en dichas sátiras. Sin
embargo, protesta de la forma más airada cuando son los revolucionarios los que
no se duelen de conjugar la poética con la política; dice R-A: “Manuel Atanasio
Fuentes derrochó sus aptitudes satíricas en las luchas políticas” (op. cit.:
209); y esta recusación se vuelve beligerante cuando analiza la obra de don
Manuel González Prada. Dice:
Bien quisiera separar
la causa de González Prada, que es simpático por su talento y respetable por su
carácter, de la de los radicales, que no han revelado cualidad alguna; pero la
verdad, la triste verdad es que los ha animado en sus campañas, que les dio un
tiempo el apoyo de su nombre, que ha sido para ellos el maestro universalmente
reconocido, y que ha estampado en Páginas (sic ) libres frases subversivas,
anárquicas, excitaciones al desorden y a la revolución social.
(…)
Los escritos de
González Prada se han convertido para una parte de la juventud, sin pretenderlo
él ni procurarlo, sin medir tal vez el alcance de sus palabras, en aguijón de
las malas pasiones, de la envidia, del despecho, del amor a la rebelión y al
trastorno, de la rabia comprimida, de la vanidad impotente que hierve de
continuo en ciertas capas de nuestra sociedad; en despertadores de los más
desordenados apetitos; en tea que deslumbra e incendia las pobres inteligencias
de incautos provincianos. (op. cit.: 250-251).
Y lo peor es que
esta “catilinaria” la hace como crítico literario que reconviene –precisamente–
a González Prada sus –según él– intolerancias críticas. Dice: “A la crítica
literaria, lo mismo que a todo, González Prada lleva una intransigencia rígida
y unilateral. (…) Así entendida, la crítica se convierte en alegato pro domo
sua , y quien no se avenga con la idiosincrasia del crítico, saldrá de su
tribunal irremisiblemente condenado.” (op. cit.: 237-239). ¿Y no es lo mismo
que ha hecho Riva Agüero con González Prada, a quien –para descalificarlo con
similares invectivas a las arriba descritas– le dedica veintidós páginas?,
tantas que al final debe reconocer su exceso y decir: “La indiscutible
importancia de la personalidad de González Prada y la influencia de sus
doctrinas políticas me han obligado a extender este estudio” [este ataque, y
virulento, ha debido decir] “más de lo que pensaba.” (op. cit.: 254).
Es proverbial,
pues, en los críticos aristocráticos o burgueses esgrimir contra la poesía
clasista la acusación de estar haciendo exclusivamente política. Pero no es que
se opongan a ésta –a la política– en abstracto, ya que esa sola recusación al
hecho de estar haciendo política proletaria o favorable a la revolución
proletaria, es también una actitud política (sólo que de carácter burgués,
reaccionario, es decir, una reacción política), que reconoce como verdadera
poesía a la que no hace ninguna alusión política, o la hace desde la ideología
conservadora, y todo porque no es lesiva al sistema burgués. La indiferencia no
es apolítica. Y “el pretexto –dice Mariátegui– de la repugnancia a la política
es un pretexto femenino y pueril.” Pongamos un ejemplo, relativamente cercano.
Aparece la novela Historia de Mayta que refleja el punto de vista de un burgués
sobre un hecho revolucionario (y, por extensión, sobre la revolución). Es,
pues, un punto de vista reaccionario y, desde luego, favorable a la política
burguesa. Pero la crítica literaria burguesa se olvida de su aversión a la
injerencia de la política en el arte. Se hace “de la vista gorda”. Y no hace
ninguna objeción, en ese sentido, a la novela de MV a pesar de que allí el
mismo autor tiene la intrepidez, por decir lo menos, de enemistarse con la
poesía de Ernesto Cardenal, y no porque acuse en ella declaraciones políticas
(es más él dice gustar de su poesía); lo hace por su actividad ciudadana,
porque –como emisario del Frente Sandinista– hizo declaraciones públicas que MV
caricaturiza y considera demagógicas, insinceras, histriónicas. Y, más aún,
tiene la desfachatez de pretender inexplicable su actitud. Dice: “… siempre
lamentaré haberlo oído, pues, desde entonces, no puedo leer su poesía, que,
antes, me gustaba. ¿No es injusto? ¿Tiene algo que ver lo uno con lo otro?” Y
se responde: “Debe de tener, de una manera que no puedo explicar.” Pero, en
realidad, no es que no pueda explicarlo. No quiere explicarlo, es otra cosa.
Simple y llanamente, un anticomunista rechaza y degrada todo lo que esté a
favor del comunismo. Así como MV, la crítica literaria burguesa en general, se
arroga el derecho de condenar la obra de alguien –incluso no comunista, como es
el caso de E. Cardenal– que ella considera pro-comunista, aun cuando la obra
misma no haga alusión directa a ello, en una versión superlativa del más oscuro
macartismo. Y, sin embargo, su política anticomunista –expresada sin tapujos en
esa novela de MV– está bien, está muy bien.
Es, pues, una
visión cuadriculada, con anteojeras. Tiene miradas benignas para una sola
poesía o para una sola poética que sería, además, la única positiva, la única
buena y hasta la única blanca. Toda poesía o poética que se aparte de ese
centro es, inmediatamente, contrapuesta como lo negativo a lo positivo, como lo
malo a lo bueno, como lo negro a lo blanco. Ahí no hay mediatintas. Y ya en el
colmo de la aberración teórico-crítica, si alguien demuestra que así como la
burguesía gusta de su literatura “sin política” (sin política antiburguesa),
del mismo modo las clases explotadas por la burguesía –contrariamente– gustan
de esa literatura con política antiburguesa,
esto responde a un gusto vulgar desprovisto de todo criterio estético; y, es
más, si sólo se exige que a cada quien no se le conculque el derecho a ser lo
que es y a hacer lo que hace, esa crítica-teórica puede ‘condescender’, pero
siempre condicionando que ‘si ambas son literatura, entonces, al momento de ser
estudiadas –requisito cien por ciento científico–, se deberá hacer sin
establecer sus nexos con la sociedad, con la política, con la realidad’. Y,
así, se entra entonces en un círculo vicioso.
Y es lo que siempre
se ha pretendido hacer, por ejemplo, con César Vallejo. Pero lo único que se
ambiciona con esa vana y absurda pero interesada pretensión es “aislar la
poesía de la sociedad”, contraponerla a la revolución. Y, realmente, la poesía
no es un arca en la que se pueda salvar de ese diluvio. Cuando llueve todos se
mojan, dice un aforismo popular. ¿Qué privilegio tendrían la literatura o los
literatos para no ser confrontados con esa realidad? ‘El reino de la poesía’
–dicen los teóricos burgueses– ‘no es de este mundo’. Nada más falso o
indemostrable, producto sólo de una “elucubración ebria”, con la que el
marxismo, por supuesto, ha zanjado desde sus inicios, insistiendo en el
carácter histórico y en la génesis material de todas las abstracciones. “Hay
quienes defienden el capitalismo –dice Lenin– no por motivos egoístas de clase,
sino ideológicos, porque continúan creyendo que la ‘democracia’, la ‘igualdad’,
la ‘libertad’ en general, que predican, no tiene carácter de clase.” (LENIN,
Obras Escogidas-6: 380). El arte, la
libertad, el trabajo mismo –dice Marx– son, por naturaleza, algo vago e
indeterminado; pero se definen “cualitativamente por su objeto, es decir que se
convierten en realidad por el producto”. Lo que importa no es, pues, tanto
definir el arte y la literatura en general, sino explicarse la naturaleza de
sus productos concretos. Hacer, como dice Lenin, un análisis concreto de la
realidad concreta. Y José Carlos Mariátegui, refiriéndose a la obra de la
novelista Sigrid Undset, dice: “Alguno de sus críticos la estima como la más
notable intérprete del alma femenina”; pero –agrega Mariátegui, y es lo
decisivo:
Esto no es exacto
sino a condición de que se defina y precise los límites históricos, temporales,
de la interpretación. Sigrid Undset –concluye Mariátegui– es una novelista de
la pequeña burguesía. (MARIÁTEGUI, Signos y obras: 45).
Retomando el hilo
de nuestro repaso histórico, podemos decir que es a partir de la década del
setenta del siglo pasado que se concretizaron enfoques que tuvieron apertura en
la década anterior (a propósito de acontecimientos como la revolución cubana,
la efervescencia revolucionara interna y una mayor difusión de la ‘literatura’
marxista), replanteándose aquellos tópicos pero superándolos definitivamente
con teorizaciones que trascienden en cada caso sus limitaciones. Por un lado,
se retoma la tendencia iniciada por Mariátegui.
El marxismo por él introducido se asume para dar una explicación teórica
y una caracterización clasista de la literatura. Del otro lado, se remozan concepciones
idealistas o neopositivistas. Mientras el formalismo preconiza la teoría
autonomista de la literatura y, por ende, su indiferencia respecto de la
estructuración social, el marxismo propone la teoría del reflejo para explicar
la génesis del poema, y su carácter de clase para definir su entronque social;
no dejando de enfrentar a los teóricos de la transacción o de la reforma (como
los llama Mariátegui), que practican el juego ideológico del “tercerismo”, el
eclecticismo o la conciliación.
Repitámoslo: toda
cultura, y consecuentemente todo arte y literatura, es un reflejo dialéctico de
su circunstancia socio-económico-política. A toda sociedad dividida en clases
corresponde también una cultura escindida. Sin embargo –y, precisamente, dentro
de ese entorno en nuestra realidad– es harto sabida la prescindencia que del
pensamiento de José Carlos Mariátegui y de César Vallejo –como forjadores de la
auténtica cultura nacional– hacen los intelectuales conservadores. A lo sumo
una referencia intrascendente o poco relevante. No es de extrañar. Lo contrario
sería lo alarmante. La unilateralidad es el proverbial signo del pensamiento
conservador. La idea dialéctica, por el contrario, no prescinde de los
elementos contradictorios; sin amalgamarlos o diluirlos de manera
indiscriminada, los estudia en su verdadera esencia y, fundamentalmente, en su
carácter de clase.
Es un imperativo,
pues, reivindicar la (que debe ser insoslayable) presencia de esos dos
pensamientos más lúcidos del pueblo trabajador de nuestra patria: José Carlos
Mariátegui (junio de 1895, abril de 1930) y César Vallejo (marzo de 1892, abril
de 1938). La cercanía cronológica de su vida –sin ir más allá de la
coincidencia– posibilita graficar sus derroteros como la unidad sólida de dos
pilares para nuestra cultura, una cultura que el pueblo viene forjando con su
lucha indesmayable y su múltiple creatividad, y que debe cristalizar cuando
conquiste o capture el poder político y económico. Y decíamos que no íbamos más
allá de la coincidencia en lo cronológico, por principista recusación de
cualquier predestinación esotérica, y porque lo válido en esa unidad es su
identificación ideológico-política. Y es tanto más admirable, en cuanto se sabe
la relativa vinculación vital que hubo entre ambos. Empero, cuán cercanas sus
perspectivas, convicciones, esperanzas, definiciones y realizaciones. Y se
necesita ser muy obcecado –dentro de la pretensión reaccionaria– para negar la
calidad de marxistas de los dos amautas. Descontado esto, es justo deducir que,
en el terreno de la estética, es decir, en el terreno de la teoría del arte,
ambos son, para nuestra patria, los precursores de los estudios marxistas
referidos al arte y la literatura. Por eso, cualquier trabajo de investigación
que se haga al respecto no puede negligir sus lineamientos en ese sentido. Y
consideramos que uno de los aspectos más importantes de las pautas legadas por
ellos es su fidelidad a la ideología de la clase obrera, a la ideología
proletaria.
Bastante se ha
hablado sobre la obra poética de Vallejo (y nunca será lo suficiente), pero muy
poco se ha visto su obra teórica. Existe el prurito de considerar las
teorizaciones de los creadores como apéndices o complementos de su creatividad,
y no como incisiones generales inquisidoras de esencias. Por ejemplo, el
colombiano Carlos Rincón (con quien, por otra parte, nos identificamos con
algunos de sus planteamientos) sostiene lo siguiente: “Una concepción
materialista de las ideologías impide tomar al pie de la letra como
científicamente válido lo que pueda decir un escritor sobre su obra o la de
otros.” Y esta es una generalización que
también tiene que ser tomada con pinzas ya que está dando pie para invalidar toda
teorización de todos los creadores, puesto que –como cualquier crítico o
teórico– ellos tienen que opinar a partir de “su obra o la de otros” (no hay
otra alternativa). Y, realmente, no se sabe en qué radicaría la cualidad
especial de los críticos o teóricos “puros”, no creadores, si su opinión se
basa sólo en la “obra de otros”, para tomar de ellos sí ‘al pie de la letra
como científicamente válido lo que puedan decir sobre la obra de otros’, cuál
sería la diferencia de los “críticos no creadores” para que sus juicios
adquieran validez científica, y la de los “creadores críticos” no. Pero si se
obvia ese prejuicio y, en el caso de Vallejo, se cotejan sus juicios con los
parámetros de la estética marxista se verá no sólo su fidelidad a éstos, sino
además sus aportes que la enriquecen en muchos aspectos.
Tal vez en el caso
de Mariátegui las cosas sean un tanto diferentes, en el sentido de haber sido
estudiada su obra casi en su totalidad y quizá demasiado en forma tergiversada,
lo cual ha generado múltiples controversias y polémicas; pero creemos que
todavía está por hacerse el estudio preciso que haga justicia también a su
fidelidad al marxismo y a sus aportes en el terreno de la estética desde ese
basamento.
César Vallejo y
José Carlos Mariátegui no son, pues, sólo dos marxistas más. Son dos creadores
más dentro del marxismo. Y lo son no sólo por aprendizaje teórico, sino –como
decía el mismo Vallejo– por experiencia vivida. Si la teoría y la práctica de
un hombre son como el fondo y la forma de una obra, en el caso de Vallejo y de
Mariátegui la teoría marxista y su práctica clasista los hace ser no sólo
ejemplos de humanidad sino también, e incuestionablemente, modelos de creador
revolucionario. En ellos nuestro pueblo tiene a los paradigmas de su futuro, y
con ambos tiene un compromiso de honor: que la tierra donde descansen sus
restos sea libre, como ellos quisieron. Y seguir luchando para que el mundo que
se conquiste en el futuro sea ancho, lo más ancho posible, pero no ajeno.
Concurrir a la creación de ese mundo, como lo hicieron Mariátegui y Vallejo, es
el mejor índice de fidelidad a su pensamiento. Y, así, podemos decir de ellos
lo que Mariátegui dijo de don Manuel González Prada, su gran maestro, que:
… no
reconocería en la nueva generación peruana una generación de discípulos y
herederos de su obra si no encontrara en sus hombres la voluntad y el aliento
indispensables para superarla. Miraría con desdén a los repetidores mediocres
de sus frases. Amaría sólo una juventud capaz de traducir en acto lo que en él
no pudo ser sino idea y no se sentiría renovado y renacido sino en hombres que
supieran decir una palabra verdaderamente nueva, verdaderamente actual.
(MARIÁTEGUI, 7 Ensayos: 265).
En 1981, Julio Cortázar (en un lúcido
balance de la cultura nuestramericana y de su literatura, la misma que –dice–
“como las otras expresiones de la cultura, es un hecho social que empieza por
ir a la zaga de las corrientes del poder”) precisa que “Pizarro viene del
exterior y aplasta a Atahualpa; César Vallejo viene del interior y aplasta a
cualquier poesía peruana basada en moldes exteriores.” Sin embargo, hoy por hoy, hay quienes siguen
aplicando el criterio inverso, continuando así la línea y prosapia iniciada por
Riva Agüero. Empero, ya José Carlos Mariátegui –cincuenta años antes de la
apreciación, justa, de Cortázar– había advertido que el arte vallejiano “señala
el nacimiento de una nueva sensibilidad. Es un arte nuevo, un arte rebelde que
rompe con la tradición cortesana de una literatura de bufones y lacayos.” (op.
cit.: 216). Para Mariátegui, pues, nuestro poeta “es el orto de una nueva
poesía en el Perú.” Es el iniciador de lo nacional. Subrayemos que a ‘lo
aristocrático’ y a ‘lo burgués’ Mariátegui les opone lo nacional como expresión
de las fuerzas del trabajo, de las clases trabajadoras, incidiendo siempre en
la idea (cara también a Gramsci) de lo popular-nacional. Y “lo nacional y lo
popular –dirá Elías Castelnuovo–, en el fondo son una misma cosa, pues no hay
nada que represente más a una nación que el pueblo.” Y agrega: “La clase
trabajadora es lo más genuino con que cuenta la nación.” (Revista Crisis, p.
5). Empero, para la literatura, Mariátegui no podía, en su momento, hacer una
delimitación ideológica precisa de las clases conformantes del pueblo. “Los
Heraldos negros –dice– podía haber sido su obra única. No por ello Vallejo
habría dejado de inaugurar en el proceso de nuestra literatura una nueva
época.” (op. cit.: 309). Pero Mariátegui no se detiene en señalar la
identificación temporal de la obra vallejiana. Avanza hasta develar su carácter
de clase. Y es algo que –como ya tuvimos oportunidad de ver con el caso de
Eguren– hace con todos los autores que estudia, lo cual, pues, y sin escamoteos
interesados, norma toda su actividad crítico-estética. No siempre lo dice directamente, pero siempre
hay indicio de ello. Y –así– sugiere que la ideología característica de los dos
primeros libros de Vallejo (Los Heraldos Negros y Trilce) es la
pequeñoburguesa. En ese sentido es que se debe entender la explicación que de
‘lo indígena’ hace Mariátegui al referirse a esa poesía de Vallejo: “El
sentimiento indígena obra en su arte quizá sin que él lo sepa ni lo quiera.” Y
ese sentimiento, el espíritu indígena –agrega– “tiende a expresarse en símbolos
e imágenes antropomórficas o campesinas” (cursiva nuestra). Y la ideología
campesina tiene (como ya hemos precisado) un carácter de clase pequeñoburgués.
La campesina es una ideología pequeñoburguesa de ámbito rural. Pero debemos reiterar que tanto el
campesinado como la pequeña burguesía (urbana) pueden ser clases aliadas del
proletariado en su lucha por la transformación de la sociedad. De ahí que
Mariátegui dijera de Vallejo –calando en la médula popular de su poesía– que
era ‘espontánea y lúcidamente socialista’, aun cuando está transida de un
ostensible pesimismo:
El pesimismo de
Vallejo –dice Mariátegui–, como el pesimismo del indio, no es un concepto sino
un sentimiento. Tiene una vaga trama de fatalismo oriental (…) Este pesimismo
se presenta lleno de ternura y caridad. Y es que no lo engendra un egocentrismo,
un narcisismo, desencantados y exasperados, como en casi todos los casos del
ciclo romántico. Vallejo siente todo el dolor humano. Su pena no es personal.
Su alma ‘está triste hasta la muerte’ de la tristeza de todos los hombres” (op.
cit.: 313).
Y es doble y hasta
triplemente significativo el caso de Vallejo para sentar las bases de la poesía
clasista en el Perú, configurando, así, la tendencia poética marginada por la
crítica legataria del pensamiento conservador de Riva-Agüero. En la obra de
César Vallejo, pues, se pueden sustentar los tres momentos de la clasificación
poética clasista: poesía pequeñoburguesa rural, poesía pequeñoburguesa urbana y
poesía proletaria.
*Este
texto se ha extraído del tercer capítulo (parágrafo 3.1) del libro La Poesía Clasista: Poesía y Lucha de Clases
en el Perú Contemporáneo. El autor ha tratado de adecuarlo a una idea de
coherencia que lo haga inteligible fuera de su contexto, pero que tampoco lo
enajene del mismo. (Nota de la Redacción).
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