La Res Cogitans y el Error como Fenómeno
Específicamente Humano*
Jaime Labastida
a] LA TEORÍA DEL ERROR
El hombre, señalamos en la introducción, no solo es producto
de sus circunstancias sino activo transformador de las mismas.
Descartes, por tanto, no es el reflejo mecánico del período manufacturero sino
que, teniendo a la vista, como no podía menos de tener, el conjunto de las
relaciones sociales y la naturaleza que esas relaciones le ofrecían de un modo
peculiar, se eleva sobre ellas y, en determinado sentido, las niega o pretende
negarlas. El postulado de la res cogitans es, a nuestro modo de
entender, a más de un prejuicio heredado de la tradición, formulación que
compartimos con el doctor Villoro,1 un intento de escapar a las
rígidas determinaciones de la mecánica. Pero el intento original queda limitado
por el establecimiento de una contradicción de la que Descartes no es
consciente: la contradicción entre cogito y res. El principio
activo del cogito, que hubiera podido desarrollarse de inmediato, sufre una
cosificación que frena su actividad (su espontaneidad) para destacar su permanencia
y estatismo. La lucha por abandonar esta limitación será emprendida un
tanto confusamente por Leibniz, pero después con mucho rigor por Kant, como más
adelante veremos.
En la
quinta parte del Discurso, Descartes formula un planteamiento que nos
resulta muy interesante: el de la diferencia que existe entre el hombre,
entendido ahora no solo como sustancia extensa sino también pensante,
y los animales o cualquier otro tipo de “máquinas”: esta diferencia tiene por
base la idea de que el error es algo específicamente humano.
En
efecto, Descartes habla en el paisaje de referencia de sus Tratados (de
la luz y del hombre); repite, por supuesto, la idea cardinal de los mismos:
que “las reglas de la mecánica” son “las mismas de la naturaleza”,2
y que el cuerpo humano “es una máquina” que, por “estar hecha por la mano de
Dios, está incomparablemente mejor ordenada y posee movimientos más admirables
que ninguna de las que puedan inventar los hombres”.3 Pero, dice, al
llegar a este punto, “me detuve muy especialmente para mostrar que si hubiera
máquinas que tuviesen los órganos y la figura exterior de un mono, o de
cualquier otro animal irracional, no tendríamos ningún medio de reconocer que
no eran en todo de igual naturaleza que estos animales; al paso que si hubiera
otros semejantes a nuestros cuerpos y que imitasen nuestras acciones cuanto
fuere moralmente posible, siempre tendríamos dos medios seguros de reconocer
que no por eso eran hombres verdaderos”. El primero de estos medios sería que
jamás podrían usar del lenguaje articulado, “cuanto hacemos nosotros para
declarar a los demás nuestros pensamientos”; pues, añade, “se puede concebir
que una máquina esté hecha de tal manera que profiera palabras…, pero no que
arregle las palabras de diversos modos para responder según el sentido de
cuanto en su presencia se diga como pueden hacer aun los más estúpidos de los
hombres”. El segundo consistiría en que, por más bien que hicieran muchas cosas
esas máquinas, e incluso mejor que nosotros, se equivocarían en otras sin tener
posibilidad de, dijéramos, enmendar el error, pues lo repetirían siempre; “y
así se descubriría que no obraban por conocimiento, sino tan solo por la
disposición de sus órganos; pues mientras la razón es un instrumento universal
que puede servir en todas ocasiones, éstos órganos necesitan de alguna
disposición especial para cada acción particular”;4 el mismo
argumento endereza contra las bestias al probar que, aun cuando mejor que
nosotros algunas cosas, ello no significa que tengan razón, sino, por lo
contrario, que no tienen ninguna, pues “es la naturaleza la que en ellas obra,
por la disposición de sus órganos, como vemos que un reloj, compuesto solo de
ruedas y resortes, puede contar las horas y medir el tiempo con mayor exactitud
que nosotros con toda nuestra prudencia”.5
El hombre
es el único animal que se equivoca y tiene la posibilidad de enmendar el error.
Ello brota de la libertad que construye. El resto de los animales no hace sino
repetir mecánicamente la función para la que, diría Descartes, están hechos y
que depende de la sola disposición de sus órganos. En este sentido, ni el
animal ni la máquina se equivocan, hablando rectamente. No es ni “por
equivocación” ni “por error” que un río cambia el curso de su corriente;
tampoco es “por ciencia” que una abeja se acerca siempre a libar azúcar de las
flores: esto es un reflejo condicionado, diríamos nosotros, que se ha vuelto
incondicionado ya para la especie; o, diría Descartes, tal es la función a la
que obliga “la sola disposición de sus órganos”: un movimiento “mecánico”.
Nosotros sabemos, desde luego, que no puede reducirse la biología a la
mecánica; pero Descartes intentaba precisamente eso. Sexualmente un animal no
tiene la “posibilidad de elección” ni se fija en la “belleza” o la “gracia” de
su compañera o compañero; el hombre, en cambio, aunque también en él la pasión
sexual sea una necesidad, define y concreta esa pasión en un objeto amoroso
preciso, único e insustituible: “Desde que yo te amo, a nadie te pareces”
escribe Neruda y con razón.
Entonces,
y en primer término, es la inaplazable urgencia filosófica de explicar lo que
es diferente en el hombre con relación a los animales y el resto de la
sustancia extensa lo que conduce a Descartes a plantearse la formulación
del cogito. El pensamiento, la razón, en tanto “instrumento universal”,
escapa a la determinación mecánica; no es el “órgano particular” que repite
siempre la función para la cual fue hecho, sino el instrumento universal que
renueva la respuesta a los estímulos externos. Cronológicamente, pues, a nuestro
juicio, la formulación del cogito tiene su punto de partida aquí: en la
necesidad de escapar a las determinaciones de la mecánica.
B] EL DOBLE CAMINO DEL MÉTODO
La duda metódica recorre un doble camino: uno, de
acceso al cogito; otro, de “recuperación” del mundo.
Sobre
estos aspectos es precisamente sobre lo que con más frecuencia se insiste al
tratar la filosofía cartesiana. Nosotros destacaremos tan solo, del conjunto
del proceso, aquello que pueda sernos útil en el cuadro general de nuestro
trabajo.
Podríamos,
pues, decir que así como el Novum Organum consta, desde el punto de
vista del contenido, de dos partes: una llamada pars destruens, otra, la
llamada pars construens, del mismo modo, el Discurso y las Meditaciones
(por mejor decir: la duda metódica) constan de las mismas dos partes: una
destructiva y otra constructiva. Toda la
primera parte de acceso al cogito formaría, a nuestro entender, el
aspecto destructivo del método cartesiano, enderezado lo mismo contra la
opinión oscura y confusa de los testimonios sensoriales que contra las
opiniones recibidas “desde la más tierna infancia”. Estos prejuicios, como son
ya llamados por Descartes y luego, con mayor violencia si cabe, por los
enciclopedistas, constituyen los ídolos baconianos, especialmente los del foro
y los del teatro. Advertimos que Descartes usa indistintamente en dos
diferentes sentidos el concepto de prejuicio (préjugé), a saber: uno,
que depende de la voluntad y que consistiría en la precipitación o en la
prevención;6 y otro que provendría de la sociedad al modo de
los ídolos, es decir, falseando las ideas de los fenómenos.7
Para
Descartes la posibilidad de emitir un juicio incorrecto o falso tiene su fuente
en una limitación de la estructura ontológica del hombre. La misma duda que le
servirá en definitiva para establecer el primer principio válido de las
ciencias constituye una imperfección, puesto que, a su juicio, “hay más
perfección en no equivocarse que en errar”. En la Cuarta meditación,
Descartes se pregunta: “¿De dónde nacen entonces mis errores? A saber, solo de
esto: siendo la voluntad mucho más amplia y más vasta que el entendimiento, no
la contengo dentro de los mismos límites, sino que la extiendo a las cosas que
no comprendo”.8 Lo más amplio que Descartes encuentra en el hombre
es la voluntad y ella es, pues, la causa del error.
Éste es el planteamiento ontológico del error;
pero, dentro de la primera parte del método, la destructiva, uno de los
intentos capitales es el de librarse de todo aquello en lo que “hubiere
imaginado la menor duda”, entre lo que se encuentran las opiniones recibidas de
la tradición. La sociedad es, así, a la vez, fuente de error y de verdad.
Condiciona por un lado, negativamente, los conocimientos; por otro, permite la
aprehensión de los fenómenos con claridad y distinción y el desarrollo gradual
de la ciencia. Sin embargo, es el primer aspecto, el negativo, el que predomina
en el planteamiento cartesiano, por donde encontramos uno de los prejuicios
ideológicos que informan la metodología científica burguesa, a saber, que
la sociedad en su conjunto, lejos de favorecer el juicio científico, en general
lo entorpece.9
Ahora
bien, el proceso de la duda conduce al establecimiento del cogito.
Apartemos, por el momento, la validez o no de la inferencia que se hace del ego
cogito a la sustancia o cosa, para centrarnos en las
instancias posteriores de mediación de que Descartes tiene que valerse para
recuperar un mundo que teóricamente ha perdido.
La duda
abarca las opiniones tradicionalmente admitidas, los datos sensoriales
incluidos aquellos que determinan la existencia de “mi cuerpo”, el “mundo”, los
“otros”. Por esta vía, que llamamos de acceso al cogito, Descartes
encuentra que si duda no puede, al menos, dudar de la duda; y que, puesto que
duda, piensa y que el pensamiento implica un sujeto, un ego pensante.10
Pero no satisfecho con esto, Descartes avanza hacia la determinación del ego
cogito como una sustancia (res).
Hasta
aquí, pudiéramos admitir como válido el desarrollo metódico de la duda; carece,
aparentemente, de contradicciones. Sin embargo, como antes señalábamos, el
principio de sustancia es un concepto derivado directamente de la tradición con
el que Descartes limita la revolución iniciada.
En
efecto, a Descartes importa por sobre todo mostrar la permanencia, el sustrato
del pensamiento; de ahí que lo vea más como cosa que como acción.
“Mas hay no sé qué engañador muy poderoso y astuto que emplea toda su industria
en engañarme siempre. No hay duda que soy, si me engaña; y que me engañe tanto
como desee, él no sabría jamás hacer que yo sea nada, en tanto que pensaría ser
cualquier cosa. De suerte que después de haber pensado bien sobre esto y de
haber examinado cuidadosamente todas las cosas, es necesario concluir, en fin,
y tener por constante que esta proposición: yo soy, yo existo, es
necesariamente verdadera todas las veces que la pronuncio o que la concibo en
mi espíritu”.11 Y esta conclusión se hace aún más precisa después: “Clara
y distintamente”, señala Descartes, concibo que soy, en tanto cuerpo, una
máquina “compuesta de huesos y carne, tal como aparece en un cadáver”. Pero yo,
“¿qué soy, ahora que supongo que existe alguien extremadamente poderosos y, si
me atrevo a decirlo, malicioso y astuto, que emplea todas sus fuerzas y toda su
industria en engañarme? Me detengo a pensar en esto con atención, paso y repaso
todas esas cosas en mi espíritu y no encuentro alguna que pueda decir sea en
mí”.12 Pues si es verdad que “carezco de cuerpo, es verdad también
que no puedo ni caminar ni nutrirme”. Y “encuentro aquí que el pensamiento es
un atributo que me pertenece: solo él no puede ser desprendido de mí. Yo soy,
yo existo: esto es cierto; pero, ¿por cuánto tiempo? A saber, durante el
tiempo que pienso; pues es posible que suceda que, si dejo de pensar, cese al
mismo tiempo de ser o de existir. Ahora no admito nada que no sea
necesariamente verdadero: no soy, entonces, hablando con precisión más que una
cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos
cuya significación me era antes desconocida. Luego, soy una cosa verdadera y
verdaderamente existente; mas ¿qué cosa? Ya lo dije: una cosa que piensa”.13
Descartes
ha, pues, cosificado el principio. “Al interpretar el pensamiento como
atributo inherente en un sujeto, ‘existencia’ adquiere otro sentido. En primer
lugar: designa inmediatamente el ser del sujeto, solo mediatamente el
ser del atributo. No expresa en primer término la actualidad del pensamiento,
sino la permanencia en el ser de su sustrato… El ser ente de la res cogitans
consiste en tener y sostener el pensamiento, al modo como vulgarmente se supone
que un cuerpo cualquiera tiene y sostiene una propiedad de que está dotado… ‘Res
cogitans’ es, en verdad, una idea confusa; en efecto, en ella se
mezcla la idea clara de ‘pensamiento’ con la oscura de ‘sustancia’. Confusa es
también la idea de la existencia del ego cogito, que mezcla la claridad
de lo presente (cogitatio) con la oscuridad de un sustrato (ego).
En el fondo, la confusión es posible por falta de una clarificación de la
noción de ‘ente’. El ser abierto, propio del principio, queda remplazado
por el ente como estado de ser en…, el ente como presencia en acto se
sustituye por el ente como tenencia de un acto”.14
La cosa
o sustancia pensante es una idea confusa, ciertamente, tomada
como evidencia por la precipitación del juicio.
Pero
supongamos que Descartes ha no solo “llegado” al cogito sino, también,
evitando el solipsismo, salido de él. Tendríamos, desde el punto de
vista del método dialéctico, un ejemplo claro de negación de la negación.
En un primer término, el mundo y mi propio cuerpo, los datos de los sentidos y
las opiniones de la tradición, las evidencias de la matemática incluso, se
presentan espontáneamente a mi conciencia. Este sería el momento de la afirmación
o de la tesis, el momento de la inmediatez, de la conciencia materialista,
vulgar e ingenua: la cotidianeidad del “hombre de la calle”, a saber, una
conciencia prefilosófica. Esta conciencia práctica tiene que ser negada,
para lo cual se emprende el arduo camino de la duda metódica; siguiéndolo,
accedemos al segundo de los momentos (negación): el cogito. Pero
este segundo momento, evidentemente, tampoco basta. Hay necesidad de recuperar
el mundo que, anteriormente y en el plano teórico de la conciencia filosófica,
se había “perdido”. Para ello sirven las instancias mediadoras de Dios.
Descartes vuelve al mundo. Y podría decirse que vuelve al “mismo” mundo que
antes había “perdido” o, como diría Husserl, “puesto entre paréntesis”. Sin
embargo, filosóficamente, el mismo mundo no es el mismo mundo. Ahora
está fundamentado en la duda metódica y es imposible que volvamos a dudar de
él. Tendremos el “mismo” mundo que al principio de la negación de la
negación; pero, evidentemente, no tendremos el “mismo” mundo: para la
conciencia práctica, prefilosófica, que no ha emprendido el camino de la duda,
el mundo seguirá siendo radicalmente el mismo; para la conciencia filosófica,
en cambio, el mundo (el mismo, ciertamente, pues aunque Descartes se mudara a
los espacios inmensos que pedía en su Traité de la lumiére, no por ello
dejaría de estar y ser en el mundo), para la conciencia filosófica, decíamos,
el mundo ha sufrido una transformación de grado: es y no es el mundo de que
disponíamos en los inicios de la duda. Es decir, la negación ha vuelto a ser
negada, con lo que llegamos al tercero de los momentos del proceso (negación
de la negación o síntesis). La aparente vuelta al punto de partida nos
ofrece una realidad distinta, como es obvio, una realidad afirmada ya por la
conciencia de la duda, por el cogito.
Vamos a
tratar las pruebas acerca de la existencia de Dios en el próximo capítulo;15
ello nos excusa de hacerlo en este momento. Digamos, sin embargo, que Dios es,
para Descartes, el “mediador” entre el pensamiento, fruto de la reducción
metódica, y los otros pensamientos posibles. Y también es Dios el mediador
entre las dos sustancias. Detengámonos un momento.
La res
cogitans es el resultado de una conciliación contradictoria (no de una
superación sintética) entre dos conceptos. Con uno de ellos, el cogito,
Descartes abre el camino a la gran renovación filosófica de carácter idealista
de la modernidad; pero limita con el otro, la sustancia o cosa,
su propio y gran descubrimiento. Como hemos señalado con anterioridad, la
determinación del pensamiento como cosa destaca en él lo que hay de permanente,
lo que subyace en medio de la diversidad de los cambios: la sustancialidad, al
modo como analiza la cera en las Meditaciones.16 De aquí
deriva la famosa dualidad de las sustancias, con todos los problemas acerca de
su comunicación.
Spinoza,
por ejemplo, encuentra que la dualidad de las sustancias es insostenible; y él,
que tiene siempre palabras de admiración para el “celebérrimo Descartes”, el
“clarísimo varón”, no puede menos que asombrarse “de que un filósofo que se
había decidido firmemente a no deducir nada sino de principios notorios por sí
y a no afirmar nada sino lo que percibiera clara y distintamente, y que además
había reprochado tantas veces a los escolásticos que quisieran explicar las
cosas oscuras por medio de cualidades ocultas, admita una hipótesis más oculta
que toda cualidad oculta. ¿Qué entiende, pregunto, por unión del alma y el
cuerpo? ¿Qué concepto claro y distinto, digo, tiene un pensamiento muy
estrechamente unido a cierta partícula de la cantidad?... Pero él había
concebido el alma tan distinta del cuerpo, que no pudo asignar ninguna causa
singular ni a esta unión ni al alma misma, sino que le fue necesario recurrir a
la causa de todo el Universo, esto es, a Dios. Además, quisiera saber cuántos
grados de movimiento puede el alma comunicar a esta glándula pineal y con
cuánta fuerza puede tenerla suspendida. Pues no sé si esta glándula es movida
de un lado a otro por el alma más lenta o más rápidamente que por los espíritus
animales…”17
Spinoza
resuelve el asunto de una manera por demás sencilla: eliminando el dualismo. La
sustancia extensa y la sustancia pensante no son sino “atributos de Dios” o
“afecciones de los atributos de Dios”.18 Spinoza se eleva sobre toda
singularidad y concreción y postula la generalidad de lo Uno que, dice Hegel,
“es en el fondo lo mismo que el ón de los eléatas”.19
Admirador a la vez que crítico de Descartes, Spinoza desarrolla algunos de los
elementos contenidos en el sistema cartesiano hacia una forma de idealismo
absoluto y mecanicista en el que rigen las leyes físicas de la mecánica, y
otras, de orden metafísico, que tienen cierto apoyo en las mencionadas.
Pero la
crítica más profunda al cartesianismo, antes de la realizada por Kant, fue la
de Leibniz. En Leibniz, encontramos una mezcla curiosa de mecanicismo,
intereses religiosos y vitalismo, al lado de una erudición sorprendente, de
suerte que “la conciliación de las concepciones del mundo mecanicista y teleológico
y, con ello, la alianza de los intereses científicos y religiosos de su
época, constituye el Leitmotiv del pensar leibniziano”20
Este Leitmotiv tiene también por origen, ciertamente, la problemática
surgida por el descubrimiento de microorganismo pluricelulares: “es aquí
-escribe Leibniz- donde las transformaciones de Swammerdam, Malpighi y
Leeuwenhoek, que son de los más excelentes observadores de nuestro tiempo, han
venido en mi ayuda y me han hecho admitir más fácilmente que el animal y toda otra
sustancia organizad no comienzan cuando creemos y que su generación aparente es
solo un desarrollo y una especie de aumento”.21 En otra parte,
Leibniz señala que “las experiencias de nuestro tiempo nos inducen a creer que
las almas y también los animales han existido siempre, aunque en poca cantidad,
y que la generación es solo una especie de aumento, y de esta manera todas las
dificultades de la generación de las almas y las formas desaparecen”.22
Los
microorganismos recién descubiertos dan pie a Leibniz para criticar el
mecanismo cartesiano. Es verdad que muchas de sus afirmaciones son falsas
generalizaciones de hechos no suficientemente observados, pero no lo es menos
que son un intento de superar una concepción rígida y estática. En efecto,
Leibniz establece un juicio parcialmente correcto al afirmar que la generación
no es sino una especie de aumento, es decir, que lo complejo viene de lo
simple, que los organismos pluricelulares vienen de los unicelulares (aunque
esté imposibilitado de decirlo así); pero de ahí extrae la falsa conclusión de
que ni hay, “en verdad”, muerte y que los animales y las “almas” (es decir, las
que más tarde llamará mónadas) han existido siempre. Frente a Spinoza,
quien “pretendió demostrar que solo hay una sustancia en el mundo” con
demostraciones “pobres o ininteligibles”,23 Leibniz levanta el
principio de lo indistinto, es decir, el de la absoluta individualidad
determinada.24 Pero, por supuesto, no permanece aquí.
Para
resolver el problema de la comunicación de las dos sustancias, Leibniz, como se
sabe, recurre a una hipótesis: la de los dos relojes que marchan al unísono.
¿Por qué? Y responde que tres posibles soluciones se han apuntado: una es la de
la influencia, ya vista por Huyhgens, de los movimientos del péndulo; “es la de
la filosofía vulgar”; otra es la vía de la asistencia que destina de manera
continua a un “hábil obrero” (es decir, a Dios) a que ponga de acuerdo los dos
relojes; y la tercera es la de “la armonía preestablecida”, la que acepta y
formula Leibniz: Dios “desde el principio ha formado cada una de esas
sustancias de manera tan perfecta, dispuesta con tanta exactitud que, siguiendo
solo sus propias leyes que ha recibido con su ser, concuerda, sin embargo, con
la otra, como si hubiera influencia mutua, o como si Dios pusiera continuamente
su mano, además de concurso general”.25
Está
claro que para Leibniz la única manera de resolver el problema de la
comunicación de las dos sustancias es el de reducirlas a un común denominador:
la energía, el movimiento, la fuerza: “la sustancia corpórea, lo mismo que la
sustancia espiritual, no cesa jamás de obrar: verdad que no parecen haber
comprendido bastante los que han hecho consistir su esencia en la sola extensión
e incluso en la impenetrabilidad, y que se han imaginado que concebían un
cuerpo absolutamente en reposo”.26 El reproche a Descartes y los
cartesianos (y, con ellos, a toda la concepción mecánica del mundo) es
transparente. Por ello, en otro escrito dice que advirtió “que la sola
consideración de una masa extensa no bastaba y que era necesario emplear
también la noción de fuerza, que es muy inteligible, aunque de la incumbencia
de la metafísica”.27 Así, señala Windelband, “la sustancia de los
cuerpos es algo metafísico”; y en nota: “con ello quedaba abolida la
coordinación de los dos atributos extensio y cogitatio: el mundo
verdaderamente real es el de la conciencia, el mundo de la espacialidad en apariencia”.28
Esto,
desde luego, es un avance en el sentido del idealismo filosófico; pero también
lo es de la dialéctica y, en consecuencia, de la superación del mecanicismo:
Leibniz anuncia a Kant y a Hegel (y, por tanto, a Marx, quien ha de poner sobre
sus pies la dialéctica idealista hegeliana). Destaquemos, pues, el hecho
patente: Leibniz formula de una manera confusa lo que Descartes, sin
advertirlo, había limitado: el principio de la espontaneidad de la conciencia.
“La percepción y lo que de ella depende es inexplicable por razones
mecánicas, es decir, por las figuras y los movimientos. Supongamos que
exista una máquina cuya estructura haga pensar, sentir y tener percepción;
conservando las mismas proporciones, concibámosla aumentada, como un molino, de
modo que pueda penetrarse en ella. Esto supuesto, si se la visita por dentro
solo se encontrarán piezas que se empujan unas a otras, y nunca algo con que
explicar una percepción. Así, pues, en la sustancia simple y no en lo compuesto
o máquina es donde debe buscársela”.29 La sustancia simple es, como
se sabe, la mónada o entelequia (concepto que no sin fundamento
viene de Aristóteles: en ambos proviene de la influencia teleológica de la
biología); la mónada es la generalización filosófica (teleológica,
antropomorfizante; en consecuencia, una inversión filosófica idealista) de los
recientes descubrimientos de bacterias hechos por los microscopistas ya
citados. Leibniz fue incapaz de advertir que los “principios seminales” que él
consideraba simples, era, a su vez, compuestos de elementos aún más simples; y
que lejos de advertir que todo “está vivo”, la ciencia contemporánea ha podido
mostrar que lo vivo proviene de lo muerto, lo orgánico de lo inorgánico, lo
superior de lo inferior. De una manera oscura, tortuosa, la doctrina
leibniziana de la fuerza tiende a superar, en favor de la dialéctica, la
rigidez del mecanicismo.30
El
idealismo posterior se esforzará en despojar al pensamiento de su clasificación
como cosa para destacar en él la esencia pura de su actividad (la espontaneidad
de la conciencia). Este esfuerzo lo encontramos ya en Leibniz, como hemos
visto; pero no será sino a partir de Kant cuando cobre su verdadera
trascendencia y se formule en términos rigurosos. Para el filósofo de
Königsberg, la sustancialidad del pensamiento es un paralogismo que se apoya en
un silogismo,31 incorrectamente llevado. Para Kant, el “yo” no se
representa más que como “un sujeto trascendental de los pensamientos, el cual
solo es conocido por los pensamientos que son sus predicados”.32
En esta
crítica tenemos, por un lado, que se avanza en el sentido del idealismo trascendental;
pero, por otro, que se critica el mecanicismo cartesiano. Pues, a nuestro
juicio, Descartes realiza la conciliación de dos términos antitéticos (res
y pensamiento) debido a que continúa prisionero de la concepción mecánica del
mundo, hecho que, por otra parte, era para él imposible de evitar.
El
idealismo clásico (por tal entendemos el de la Antigüedad, el idealismo
objetivo de Platón, por ejemplo), lo mismo que el materialismo, se caracterizan
por tener la idea de que el sujeto cognoscente no hacía más que, en el mejor de
los casos, aprehender de una manera pasiva las esencias, las formas, las ideas
o los fenómenos concretos, sensoriales. A diferencia de la concepción
primitiva, mágica del mundo, la concepción que los legaron los griegos
establece la distinción entre el sujeto y el objeto, distinción que es la base
general del desarrollo científico. Para el griego, el objeto puede ser conocido
si seguimos determinados modos o métodos de razonar que difieren esencialmente
de los ritos mágicos de “control” de la naturaleza, que constituyeron la
mentalidad de nuestros “primitivos” ancestros. En última instancia en la época
clásica el método fundamental de conocimiento se basaba en la observación, más
o menos rigurosa según el caso, de los fenómenos. Se disponía de las
matemáticas basadas en los números naturales y de la geometría de planos
(euclidiana); pero el instrumento para transformar la naturaleza, como hemos
visto ya, seguía siendo el trabajo muscular del esclavo que utilizaba
instrumentos que pudiéramos calificar de rudimentarios: la azada, el arado de hierro,
la gubia, el martillo, el hacha, etc. En la época cartesiana el asunto es un
poco distinto. A la observación la sustituye la experimentación. Entendamos
bien la diferencia. El experimento no es la “experiencia cotidiana”, la
práctica inmediata de los sentidos “naturales”, sino la elevación, sobre este
plano de cotidianeidad, a un plano más alto. La física aristotélica daba
explicación de la “experiencia cotidiana”, es decir, de los datos inmediatos de
los sentidos y la observación. Pero la ciencia, que, por otra parte, como ha
quedado dicho, refleja la misma realidad que la experiencia cotidiana, tiene
necesidad de elevarse sobre los datos inmediatos. Es la diferencia entre la
física de Galileo y la de Aristóteles. “Una física arquimedeana, vale decir:
una física matemática, deductiva y ‘abstracta’: tal será la física que Galileo
desarrollará en Padua. Física de la hipótesis matemática: física en la cual las
leyes del movimiento, la ley de la caída de los graves, son deducidas ‘abstractamente’,
sin hacer uso de la noción de fuerza, sin recurrir a la experiencia con los
cuerpos reales. Las ‘experiencias’ que Galileo reclama -o que reclamará más
tarde-, aun aquellas que ejecuta realmente, no son y no serán jamás sino
experiencias de pensamiento”33 Lo anterior no es del todo verdad.
Galileo intenta descubrir la relación matemática en la serie de los fenómenos
que entiende son susceptibles de medida; para ello hay necesidad de forjar una
nueva física, pues la aristotélica “es esencialmente no matemática y no se la
puede matematizar… sin falsear su espíritu”.34 De aquí la necesidad
de un nuevo método científico. El experimento, entonces adquiere una característica
absolutamente revolucionaria: aísla los elementos esenciales del fenómeno que
observa e interviene conscientemente en su desarrollo; no es el puro empirismo,
sino la experiencia guiada, en Galileo, por la razón matemática. De aquí el
aspecto aparente de “apriorismo” que tiene el método galileano; y que
tiene, en verdad, todo experimento bien entendido: en él se destaca lo que hay
de común (lo esencial) en un conjunto de fenómenos particulares. Por ello,
Galileo parte siempre de una construcción aparentemente a priori, de una
hipótesis matemática, que el experimento verifica o deshecha.35
Todo lo
dicho hasta aquí tiene por objeto esencial mostrar el cambio de actitud frente
a los datos de la experiencia cotidiana. Que Descartes recelaba de estos datos
es de suyo evidente; que Galileo intentaba ordenarlos y subsumirlos en el
cuerpo de la razón matemática también lo es. Pero en ambos es común el deseo de
intervenir conscientemente en el curso de la observación, es decir, de fraguar
experimentos. Esto implica el inicio del algo muy importante: que el hombre no
es el simple observador o contemplador pasivo de la naturaleza, sino un ser que
interviene voluntariamente en su curso. Sin embargo, no es más que el inicio.
La acción del hombre en el experimento (como su acción productiva potenciada
por la gran industria) será la base para abandonar los criterios mecanicistas y
pasar a los dialécticos.
Por
tanto, en Descartes está presente el intento de escapar a las leyes de la
mecánica, para lo cual formula como antagónicas la constitución ontológica de
las dos sustancias. En la sustancia pensante no se daría, a su juicio el
mecanicismo. Sin embargo, cosa y pensamiento son términos en sí
mismos antitéticos y de esta contradicción Descartes no es consciente.
Plantear, pues, la existencia del cogito como sustancia o cosa ha de
implicar cierto impedimento de potenciación y actividad, en suma, cierta
sujeción a la mecánica misma, de la que se pretendía escapar. Y en verdad, para
que el cogito desarrolle el principio revolucionario de espontaneidad
que lleva implícito, aunque con todas las deformaciones idealistas que le son
inherentes, por supuesto, ha de ser necesario que sea despojado de su cosificación.
Así, el idealismo desenvolverá “el lado activo” del conocimiento, por oposición
al materialismo mecánico, “pero solo de un modo abstracto, ya que el idealismo,
naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal”, nos dice Marx
en la primera de sus Tesis sobre Feuerbach.
Cuando
Descartes, pues, cosifica el principio, sigue preso, pese a sí mismo y a su
intención, precisamente del mecanicismo que deseaba superar en el ámbito de la
conciencia.
_____________
(*) Tomado de Jaime Labastida, Producción, ciencia y
sociedad. De Descartes a Marx. Capítulo V. Siglo XXI editores. Primera edición,
1969. Decimotercera edición, 1990.
(1) Hay en Descartes un concepto novedoso de sustancia
como la “existencia efectiva del atributo”, aunque él “no se percate claramente
de ello” (La idea y el ente…, p. 105). Añade Villoro: “Preso del significado
heredado de las palabras, Descartes no puede concebir la existencia de
cualquier propiedad más que en términos de su ser en… Porque al pensar
en una propiedad piensa ya en algo que debe ser en otro, al juzgar un
atributo efectivamente existente comprende esa existencia como existencia en…
Por ello no encuentra mejor término para expresar el ser ente de la propiedad
que la tradicional de “sustancia”. Heidegger dice que Descartes, al dejar
“indeterminada en este término ‘radical’ la forma de ser de la res cogitans
o, más exactamente, el sentido del ser del ‘sum’, trasplanta al comienzo
“aparentemente nuevo del filosofar” un “prejuicio fatal” heredado de la
ontología (sustancialista) tradicional (El ser y el tiempo, trad. de
José Gaos, FCE, México, 1962, pp. 34-35). A nuestro juicio, Heidegger se limita
a mostrar el aspecto viejo y gastado de la concepción cartesiana del cogito,
pero oculta lo que hay de novedoso en esta misma concepción; reduce
injustamente a Descartes a la categoría de un “escolástico”.
(2) Disc., AT, VI, 54; RO, 54.
(3) Ibid., 56.
(4) Ibid., 56-57. Descartes es, para Marcial
Guéroult, “uno de los precursores más lejanos de la cibernética” (El
concepto de información en la ciencia contemporánea – Coloquios de
Royaumont, varios autores, traducción de Florentino M. Torner, Siglo XXI
Editores, México, 1966, p. 3). Creemos, sin embargo, que la idea cartesiana de
la razón es, precisamente, el intento de escapar a las leyes generales de la
mecánica, de suerte que, para el Cartesio, no habría comparación posible entre
la razón y la máquina. Bien entendido, las proposiciones que de Descartes
acabamos de señalar implican una crítica a las actuales ideas cibernéticas: no
se puede reducir la razón a un “mecanismo”.
(5) Ibid., 59.
(6) Ibid., 18, primera regla del método.
(7) Ibid., 13: “Y pensé asimismo que por haber
sido todos nosotros niños antes de ser hombres y haber necesitado por largo
tiempo que nos gobernasen nuestros apetitos y nuestros preceptores, con
frecuencia contrarios unos a otros, y acaso no aconsejándonos, ni unos ni
otros, siempre lo mejor, es casi imposible que nuestros juicios sean tan puros
y sólidos como lo serían si desde el momento de nacer hubiéramos dispuesto por
completo de nuestra razón y ella únicamente nos hubiera dirigido”. En el art.
16 de la primera parte de los principios dice que son “los prejuicios” los que
impiden a muchos conocer la necesidad de ser que está en Dios.
(8) AT, IX, 46. Más adelante añade: “Por tanto, si me
abstengo de dar mi juicio sobre una cosa, mientras que no la concibo con la
suficiente claridad y distinción, es evidente que uso muy bien mi juicio y que
no soy engañado; pero si me determino a negarla o a asegurarla, no me sirvo como
debo de mi libre albedrío. Y si aseguro lo que no es verdad, es evidente que me
equivoco… y uso mal de mi libre albedrío, pues la luz natural nos enseña que el
conocimiento de la mente debe preceder siempre a la determinación de la
voluntad. Y es en este mal uso de la libertad en donde se encuentra la
privación que constituye la forma del error. La privación, digo, se encuentra
en la operación en tanto que procede de mí; pero ella no se encuentra en la
potencia que he recibido de Dios, ni aun en la operación en tanto depende de
él”. (Ibid., pp. 47-48).
(9) “Me hallaba obligado, en cierto modo, a tratar de
dirigirme yo mismo”, dice en el Discurso (AT, VI, 16; RO, 16). Thomson
dice que los “empiristas burgueses” (sin que consideremos, por supuesto, que
este epíteto pueda convenir a Descartes) suponen “que el individuo puede
adquirir conocimiento del mundo mediante un acto ‘libre’ de aprehensión
inmediata independiente de la sociedad, o que si la sociedad interviene, puede
hacerlo solo como un obstáculo a la comprensión” (op. Cit., p. 190).
(10) Disc., cuarta parte (AT, VI, 31ss; RO, 31ss); Méditations,
primera y segunda partes (AT, IX, 13ss) y Principes, primera parte (AT,
VIII).
(11) Méditations, II (AT, XI, 19).
(12) Ibid., p. 21.
(13) Ibid.
(14) Villoro, La idea y el ente…, pp. 118, 119
y 121. Frondizi escribe que Descartes pasa “de la afirmación del pensar como
una actividad a la concepción del pensamiento como sustancia. Una crítica de este
paso ilegítimo del cogito a la res cogitans se encuentra en nuestra obra Substancia
y función en el problema del yo [Buenos Aires, Losada, 1952, pp. 18-27]” (nota
12 a la cuarta parte del Discurso, RO, p. 201). En dicha obra, Frondizi
escribe: el “descubrimiento del Cogito se vio limitado por una serie de
prejuicios que [Descartes] debía a su formación escolástica y que no
había podido desterrar de su espíritu. Tales prejuicios actuaron en forma de
supuestos y limitaron desde un principio no solo el descubrimiento inicial sino
todo el desarrollo de la doctrina cartesiana… el descubrimiento del Cogito
tendrá que arrastrar la pesada carga de la categoría de sustancia con todos sus
derivados y consecuencias… Descartes pasa -tanto en el Discurso del método
como en las Meditaciones metafísicas- de la ingenua expresión ‘alguna
cosa’ -que no supone ninguna doctrina filosófica- a la afirmación de la ‘cosa
pensante’ en tanto sustancia” (pp. 16, 17 y 20).
(15) Cap. VI. “La teoría mecánica del conocimiento”,
apartado b, “El innatismo de las ideas”.
(16) AT, IX, 23ss. El examen de la cera es casi el
tradicional, solo que para Descartes la esencia es inseparable de las
determinaciones que la caracterizan y la sustancia, inseparable de los
atributos (ver Villoro, op. cit., pp. 110ss).
(17) Ética, p. 244.
(18) Ética, p. 22: “Todo es en Dios y nada puede ser
ni concebirse sin Dios”. Laín Entralgo escribe: “El monismo panteísta de Baruch
de Spinoza (1632-1677) y la ‘armonía preestablecida’ de Leibniz son modos
nuevos de resolver el problema de la relación entre el espíritu y la materia;
nuevas respuestas, por tanto, a la visión cartesiana del problema
antropológico. Para seguirla o para combatirla, toda la antropología moderna
arranca de la antropología de Descartes” (op. cit., p. 136).
(19) Historia de la filosofía, t III, p. 284:
“El sistema spinozista -añade Hegel- es en realidad la objetivación del sistema
cartesiano, bajo la forma de la verdad absoluta.”
(20) W. Windelband, Historia de la filosofía,
t. IV, p. 129.
(21) Leibniz, “Nuevo sistema de la naturaleza y de la
comunicación de las sustancias, así como de la unión que hay entre el alma y el
cuerpo”, en Tratados fundamentales, traducción de V. P. Quintero,
Editorial Losada, Buenos Aires, 1946, p. 13. “Una parte del pensamiento de
Leibniz -escribe Laín E.- no hubiera sido posible sin la obra del paciente
microscopista holandés” (op. cit., p. 165), es decir, Leeuwengoek, “la primera
persona que ha visto una bacteria”. (ibid.).
(22) “Consideraciones sobre la doctrina de un espíritu
universal”, en Tratados fundamentales, p. 49. Lukács escribe: “Desde que
existe una biología como ciencia, la filosofía burguesa se encuentra ante un
dilema que es para ella irresoluble: o bien intenta resolver los problemas
biológicos con los medios intelectuales del pensamiento metafísico, con lo que
entra en contradicción con los hechos específicos de la vida; o bien intenta
captar mentalmente los nuevos fenómenos mediante un aparato mental que rebase
la mecánica, con lo que tropieza necesariamente con la categoría de la
teleología y sucumbe a todas las contradicciones de esa categoría en su versión
idealista. Este segundo camino es el que intenta recorrer Kant” (Prolegómenos
a una estética marxista, traducción de Manuel Sacristán, Editorial
Grijalbo, México, 1965, p. 29). Consideramos que este segundo camino es, en la
filosofía moderna, el seguido por Leibniz (en la filosofía antigua ya lo había
emprendido Aristóteles), mientras que el primero es el tomado por Descartes.
(23) Consideraciones sobre la doctrina…, p. 48.
(24) “No hay dos individuos indiscernibles. Un
gentilhombre de espíritu amigo mío, hablando conmigo en presencia de Mad. l’Électrice en el jardín de Herrenhausen, creyó
que fácilmente encontraría hojas enteramente iguales. Mad. l’Électrice lo
desafió a hacerlo y él corrió largo tiempo, en vano, para encontrarlas. Dos
gotas de agua o de leche, observadas al microscopio, se encuentran totalmente
distintas” (Leibniz, Principia philosophiae, Opera, t II, parte I, p.
128; citado por Hegel, Historia de la filosofía, t. III, p. 345, nota
96).
(25) “Tercera aclaración del sistema de las
sustancias”, Tratados fundamentales, pp. 38-39. En la “Segunda
aclaración” (op. cit., p. 36). Leibniz señalaba que “la vía de la asistencia
continua del Creador es la del sistema de las causas ocasionales; pero sostengo
que esto es recurrir a un Deux ex machina en cosa natural y ordinaria,
en la que, según la razón, debe concurrir solo de la manera como concurre a
todas las cosas naturales. Así, pues, solo queda mi hipótesis, es decir, solo
la vía de la armonía. Dios creó desde el principio cada una de estas sustancias
de tal modo que, siguiendo cada cual sus propias leyes que recibió con su ser,
concuerda, sin embargo, con la otra”. Ver, en Du monde clos à l’univer
infini, de Koyré, la exposición de los puntos a debate entre Newton y
Leibniz (op. cit., caps. IX, X y XI, y la conclusión general del libro);
básicamente, el supuesto de Leibniz de que la materia era “fuerza” encerraba,
bien que bajo ropajes idealistas y animistas, un principio dialéctico
importante.
(26) “De la reforma de la filosofía primera y de la
noción de sustancia”, en Tratados fundamentales, p. 166. Por ello, no es
extraño, antes al contrario, que Les príncipes de la nature et de la grace
fondés en raison empiecen por decirnos que “la sustancia es un ser capaz de
acción” (edición de André Robinet, Presses universitaires de France, París,
1954, pp. 26-27; en la citada edición de Losada, la página es la 81). Por otra
parte, Leibniz comprende que la sola noción de extensión no basta para definir
la sustancia material y nos dice: “Hay en la materia alguna otra cosa que lo
puramente geométrico, es decir, que la extensión y su cambio exclusivamente. Y,
bien considerado, se advierte que es necesario agregar alguna noción superior o
metafísica, a saber, la de sustancia, acción y fuerza; y estas nociones
expresan que todo lo que padece debe obrar recíprocamente, y que todo lo que
obra debe padecer alguna reacción; y, por consiguiente, que un cuerpo en reposo
no debe ser arrastrado por otro al movimiento sin cambiar algo en la dirección
y en la velocidad del agente. Estoy de acuerdo en que, naturalmente, todo
cuerpo es extenso, y que no hay extensión sin cuerpo. Sin embargo, no deben
confundirse las nociones de lugar, de espacio o de pura extensión, con la
noción de sustancia, la cual, además de la extensión, encierra la resistencia,
es decir, la acción y la pasión” (“Carta sobre si la esencia del cuerpo
consiste en la extensión”, en Trat. Fund., pp. 161-162).
(27) Nuevo sistema de la naturaleza…, p. 10.
(28) Historia de la filosofía, t. IV, p. 131,
nota 61.
(29) Les príncipes de la philosophie on La
monadologie, párrafo 17 (en edición de Robinet, pp.78-79; Losada, p. 62).
(30) “De esta suerte se convierte otra vez en Leibniz,
bien que en forma más acabada que en el neoplatonismo, la vida es principio
explicativo de la naturaleza; su doctrina es vitalismo” (W. Windelband, Historia
de la filosofía, t. IV, p. 132).
(31) En la premisa mayor, dice Kant, “se habla de un
ser que en general puede ser concebido bajo todas las relaciones y, por
consecuencia de tal naturaleza, que puede ser dado en la intuición. Pero en la
menor no se habla del mismo ser, sino en tanto se le considera como sujeto
solamente en relación al pensamiento y a la unidad de la conciencia, pero no a
la vez con relación a la intuición por la que es dado como objeto a lo pensado,
o al pensamiento. La conclusión es obtenida por sofisma figurae dictionis
y, por consiguiente, por un raciocinio especioso” (Crítica de la razón pura,
“Lógica trascendental, dialéctica trascendental”, 1a sección, “De
los paralogismos de la razón pura”, traducción de Manuel Fernández Núñez, El
Ateneo, Buenos Aires, 1961, p. 359). Kant concluye: “Nosotros no tenemos en la
intuición interior absolutamente nada de permanente, puesto que el yo nos es
más que la conciencia de mi pensamiento; si permanecemos en el pensar, nos
falta, pues, la condición necesaria para aplicarla al yo, como ser pensante; el
concepto de sustancia, es decir, un sujeto existente por sí mismo y en la
simplicidad de la sustancia que va unida a él, desaparece enteramente con la
realidad objetiva de este concepto, para transformarse en una unidad
simplemente lógica y cualitativa de la conciencia de sí mismo en el pensamiento
en general…” (Ibid, pp. 361-362.)
(32) Ibid., p. 350 Al referirse a este mismo pasaje,
Villoro escribe: “Kant acertó plenamente al mostrar la imposibilidad de captar
el ego como un objeto y, por lo tanto, como un ‘alma’ o ‘espíritu’ (en
el sentido cartesiano); con ello señaló también la cosificación de la
conciencia en que incurrió Descartes. Tuvo igualmente razón al mostrar el
paralogismo oculto en el paso del puro sujeto de conciencia a la sustancia
pensante. Con todo, al considerar al ‘yo pienso’ como una mera forma de
todo pensamiento y no como la condición de todo dato, condición que es ella
misma el dato primordial, al concebir la esfera del pensamiento como una
condición formal de conocimiento, vacía de contenido intuido, perdió de vista
el carácter existencial y empírico del principio. Con Kant la conciencia se salva
de la cosificación, mas pierde también su carácter concreto existencial; al
dejar de ser sustancia, deja de ser también algo ente. Por otra parte, el mismo
paso del pensamiento al yo pensante aparece aún en Kant bajo otra forma;
si aquí no existe ya ‘cosificación’ del principio, subsiste, sin embargo, su
‘subjetivización’: el pensamiento no es ya atributo de una sustancia, mas sigue
siéndolo de un sujeto” (La idea y el ente…, op. cit., pp. 122-123, nota
35).
(33) Koyré, “A l’aube de la science…”, en Études
galiléennes, ed. cit., pp. 78-79. En otro lugar, Koyré señala: “La
naturaleza no responde sino a las cuestiones establecidas en la lengua
matemática porque la naturaleza es el reino de la medida y el orden. Y si la
experiencia guía así ‘como por la mano’ al razonamiento, es que, en la
experiencia bien conducida, es decir, en un problema bien establecido, la
naturaleza revela su esencia profunda que solo el intelecto, por otra parte, es
capaz de asir. Galileo nos dice partir de la experiencia; pero esta ‘experiencia’
no es la experiencia bruta de los sentidos” (“La loi de la chute des corps”, en
op. cit., p. 156).
(34) Koyré, “A l’aube…”, op. cit., p. 17, nota 4.
(35) En rigor, todo experimento es la superación dialéctica de “la experiencia bruta de los sentidos”, pues todo experimento es en sí mismo una síntesis de teoría y práctica: ningún científico se pone a “ver” sin una idea previa y una posible dirección de su experimentación. El proceso del conocimiento real es concreto-abstracto-concreto enriquecido. Por lo demás, y como señala Mao Tse-tung, “si se quiere adquirir conocimientos hay que participar en la práctica que modifica la realidad. Si se quiere saber el gusto de una pera, hay que transformarla, masticarla. Si se quiere conocer la estructura del átomo hay que dedicarse a hacer experimentos físicos y químicos, modificar el estado del átomo” (“Acerca de la práctica”, en Cuatro tesis filosóficas, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1966, p. 9). Insistamos, pues: la construcción experimental de Galileo es producto de un tamiz y una selección; Koyré exagera: el experimento en Galileo tiene un poderoso elemento de abstracción conceptual y matemática, es cierto, pero se apoya en la transformación práctica, tiene incorporada una enorme cantidad de trabajo, cualitativamente diferenciado.
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