Erasmo
Aníbal Ponce
NO SON MUCHOS los reyes que podrían
exhibir una iconografía más ilustre. Holbein lo pintó seis veces, Durero dos,
Matsys una.
El
físico, a decir verdad, no valía gran cosa. Aun más, apenaba un poco con su
aspecto frágil y su tez amarilla, sus cuidados perpetuos y su y sus temores
incesantes. Erasmo era, en efecto, de esos hombrecillos escasos, puro hueso y
nervadura, friolentos y egoístas, escurridizos e incómodos; de esos hombrecillos
molestos que se quejan siempre del estómago o del hígado, que temen las
corrientes de aire, los contactos impuros, las comidas sin la adecuada sazón;
de esos hombrecillos, en fin, que todos los días amenazan con despedirse de
este mundo, pero que viven setenta años enterrando a los amigos más robustos y
consiguiendo siempre de cuantos los rodean, los asientos más cómodos y los
lugares más tibios.
Pero
ese hombrecillo endeble encarnaba con más derecho que nadie la formidable
novedad que había aparecido en su tiempo: la sabiduría alejada del convento, la
cultura antigua al servicio de la vida, la ironía burguesa que hincaba su
diente en la gravedad del teólogo, la doblez del obispo, la corrupción del
señor. En aquel cuerpo despreciable, la mirada y las manos vivían, sin embargo,
de manera extraordinaria. Eran ellas las que más preocupaban a quien se le
acercaba: sobre ellas ha construido Holbein su retrato más famoso. Lo recuerdan
ustedes. En la pieza en silencio el humanista escribe. A sus espaldas, sin
duda, la puerta está con doble llave. Gruesas cortinas, además, apagan los
rumores. ¿Reposos de media noche? ¿Sosiego logrado en pleno día? Lo mismo da.
Erasmo se ha encerrado a escribir, y la luz amarilla de los cirios ilumina el
rostro, las manos y el papel. Afuera, tal vez, debe hacer mucho frío. Pero
aunque así no fuera, él no dejaría por eso ni su birrete de terciopelo1
ni su gabán de mangas anchas. Para escribir como para vivir, Erasmo necesita el
abrigo, el cuidado, la suave caricia de la seda o de la piel. De lejos se diría
que está inmóvil; de cerca es de una vitalidad que sobrecoge. Muchos pintores
han osado acercarse a ese instante prodigioso en que un gran escritor se
dispone al trabajo: Van Loo o Manet, para no citar más que a dos. Pero en el
cuadro de Van Loo, Diderot mira al espectador y lo interpela; en el cuadro de
Manet, Emilio Zola se ha quitado los lentes, ha interrumpido la lectura, se ha
quedado perplejo. En ninguno de los dos el pintor se ha atrevido a sorprender a
su modelo en el preciso instante en que el pensamiento adquiere cuerpo sobre el
papel. Holbein se ha propuesto precisamente eso, y ha realizado tamaño milagro.
Los tonos obscuros del vestido y del fondo atraen sabiamente la atención sobre
el rostro severo y las manos con sortijas. La mejilla caediza y el mechón
ceniciento son los de un hombre fatigado y viejo2. Pero en ese
instante ni significan ni valen. Hay allí un espíritu reconcentrado en un solo
esfuerzo creador, y a ese esfuerzo se lo adivina en acecho desde los superciliares
contraídos y los labios apretados, hasta la mano ágil y la pluma alerta. No vemos ahora sus ojos azules, pero tras de
los párpados en visera se siente que la mirada baja hasta la pluma como un rayo
de luz.
Nunca
la pintura ha rendido a un escritor un homenaje más alto. Y bien está que haya
tomado en Erasmo, el pretexto y el símbolo. Porque este hombre extraordinario,
que representó como nadie el humanismo burgués, llevaba en sí con todas las
virtudes que le aseguraron un vasto reinado intelectual, todas las mezquindades
del “letrado” que iban implícitas en su alma friolenta y en su pieza cerrada.
***
La
vida de Erasmo (1467-1536) es relativamente fácil de contar si no se nos ocurre
seguirlo paso a paso en sus viajes frecuentes y perpetuas mudanzas. Hijo de un
eclesiástico, la madre no pudo recibirlo al nacer con esas telas blancas que en
las tradiciones holandesas se ponían en las puertas de las casa para anunciar
un hijo que la Iglesia había bendecido. Huérfano a los pocos años, Erasmo bebió
en la infancia la doble amargura del desamparo y de la situación irregular.
Tutores poco escrupulosos lo llevaron casi a la fuerza a un monasterio: el
monasterio de los Agustinos de Steyn, en el cual continuó una educación que los
“Hermanos de la vida común” inauguraron. Entre éstos había aprendido, a
regañadientes, la actitud recogida y la gravedad silenciosa; entre los
agustinos del convento, “ignorantes y perezosos”, le fue más difícil mantener
sin protestas, la humildad opaca y la resignación tullida3. Casi
todo el odio que sintió por los monjes, y toda la repugnancia por la pedagogía
tradicional, los aprendió en aquellos años que para él fueron de un martirio
indecible4.
Con
trampas, mañas y truhanerías, consiguió que el obispo de Cambrai lo tomara a su
servicio, después de ordenarlo sacerdote. Para él equivalía a escaparse del
convento, y desde entonces, en efecto, Erasmo no buscará más que pretextos para
continuar estudiando en libertad. Un protector generoso había que encontrar
cuanto antes, y para encontrarlo, adular, humillarse, mendigar. Puede decirse
que desde el instante en que sale del convento (1492) a los veinticinco años de
edad, hasta que alcanza la celebridad y el bienestar alrededor de los
cincuenta, su vida no fue más que un continuo pedir, suplicar, importunar5.
En 1500, después de haber escrito en todas direcciones muchas cartas adulonas,
le confiesa a un amigo: “En mi vida he escrito con más asco estas necedades de
parásito.”6 Dura era la vida para los humanistas. En la lista de
gastos de los grandes señores, ocupaban el último lugar después de la corte, la
guardia personal, el ejército, los edificios públicos y los bufones7.
A fuerza de insistencias y limosnas, Erasmo consiguió estudiar en París y
viajar por Inglaterra. Entre teólogos y doctores, acrecentó aún más su
antipatía por la vida religiosa. Para colmo, algunos nobles sacerdotes le
confiaron también su desencanto. Tal, por ejemplo, el guardián del convento de
franciscanos de Saint-Omer, el generoso Vitrier, a quien Erasmo tanto admiraba.
La Sorbona le había condenado a retractarse, algunos años atrás, con motivo de
sus críticas al tráfico de las indulgencias y de sus censuras de las malas
costumbres de los clérigos. Sin embargo. “con el deseo de no herir la fe de los
humildes”, Vitrier no admitía que un monje dejara jamás los hábitos8.
Subrayo a propósito este consejo oportuno: en la vida de Erasmo, lo veremos en
breve, tuvo una importancia excepcional ese
cuidado “de no herir la fe de los humildes”. En la clase anterior vimos con
qué clara intención los humanistas destinaban al bajo pueblo lo que Bruno
llamaba “la crédula locura”; en la de hoy vamos a ver actuar con idéntico
sentido al menos creyente de los teólogos y al más sarcástico enemigo de los
pontífices y de los nobles.
***
Nada
de escándalos que entibien la fe de los humildes, nada de rebeliones que
permitan cundir el mal ejemplo, eso fue para Erasmo una norma invariable de su
conducta privada y de sus opiniones públicas. Aspiraba, en efecto, a conseguir
la independencia y el bienestar que se había propuesto, sin grandes gestos ni
revueltas inútiles. No importa que para eso tenga que soportar más de una
vergüenza: lo importante es no chocar con violencia las formas recibidas, ni
dar, sobre todo, a la “bestia enorme y poderosa que se llama pueblo”9,
el espectáculo peligroso de una rebelión.
Sólo en muy contadas excepciones dirá, por eso, derechamente, lo que piensa.
Cuidadoso de su tranquilidad, primero; de la tranquilidad pública después,
Erasmo es el hombre de las interlíneas, de los subentendidos, de las alusiones,
de los matices, de los pasos oblicuos, de la luz tamizada, del gesto evasivo,
de la tos oportuna10. Cuando se lo lee es difícil separar a veces
con exactitud lo que dice porque así le conviene, de lo que dice porque así lo
ha creído11. Si nos atenemos a su letra y lo leemos sin malicia,
Erasmo hasta puede parecer un buen católico; es lo que han sostenido con alguna
apariencia de verdad, Tiraboschi en Italia, Quoniam en Francia, Dámaso Alonso
en España. Pero si se lo estudia como Erasmo debe ser estudiado –con el oído
atento y el olfato alerta–, ¿quién no reconoce en cada línea a ese incrédulo
burlón a ese satírico cauto frente a cuyos libros los frailes españoles
situaban centinelas en las librerías para disuadir a las gentes de comprarlos?12.
El
largo proceso mediante el cual dejó los hábitos, sin romper por eso con la
Iglesia, es una maravilla de picardías y patrañas, bajo la apariencia de un
cierto coraje y hasta de cierta grandeza. Porque este hombre personalmente
cobarde –cobarde confeso– tenía a veces un arte prodigioso para disfrazar de
heroísmo hasta sus malandrinadas. “A pesar –dice– de que yo había comprobado
que no servía para ese género de vida [se refiere a la vida monástica], el hecho de que la opinión corriente
consideraba como impío a aquel que abandonaba ese estado conferido para
siempre, hizo que yo aceptara valientemente
hasta el fin esta parte de mi infortunio”13 Ya hemos visto que lo de
“hasta el fin” es puro cuento. Apenas lo ordenan sacerdote, sabemos que salió
del convento para servir a las órdenes del obispo de Cambrai, y que a partir de
ese instante, Erasmo sólo pensó en asegurar la retirada de modo que nunca más
lo volvieran a ver por el convento. En compañía de obispos y milores ha viajado
mucho, ha estudiado más. Sabe todas las lenguas clásicas, ha recibido en
Bolonia el grado de doctor, ha vigilado en casa de Aldo Manuncio la impresión
de sus Adagios (1500), es ya el amigo
del ilustre Tomás Moro. Traducir un viejo texto, corregirlo en las pruebas,
escoger bien los tipos: he ahí su dicha, su horizonte, su vida. Para esa vida,
el traje canónico le molestaba. Desde que había salido del convento no dejó de
llevarlo un solo día, pero lo modificaba de acuerdo a los usos del país en que
viajaba, “a objeto –según decía– de no singularizarse”. En Lovaina se atrevió a
pedir un poco más: solicitó y obtuvo el permiso de llevar un simple escapulario
de lino en vez del traje completo de agustino que le correspondía. Cuando fue a
Italia vio que los monjes llevaban traje negro; para no perder la costumbre,
colocó su escapulario sobre un traje negro. Pero ocurrió que al pasar por
Bolonia una epidemia azotaba la ciudad, y que las autoridades habían dispuesto
que los enfermos y los sospechosos llevaran sobre su traje un distintivo muy
parecido al escapulario de lino que Erasmo usaba. Sin apercibirse de lo que
ocurría, Erasmo fue corrido a pedradas tan pronto quiso entrar a uno de los
barrios cuyo acceso estaba prohibido a los enfermos. La ocasión era magnífica,
y Erasmo no la desaprovechó. Refirió al Papa el incidente desdichado y obtuvo
el favor de no llevar el traje
religioso. “Las leyes pontificales –explicó después– excomulgan al que arroja
el traje religioso a fin de vivir más libremente entre los laicos. Yo lo
abandoné en Italia bajo amenaza de morir.”14 No era un católico, por
cierto, el que así hablaba. No era un teólogo tampoco el que escribía desde
Inglaterra a su amigo el poeta Fausto Andrelin, esta carta bien pagana en que
se adivinan sus ojos brillantes y sus labios húmedos: “Hay por aquí algunas
ninfas de rostro divino que preferirías con seguridad a vuestras musas. Existe
además una costumbre que no podría elogiarse demasiado. A cualquier lado que
uno va, las mujeres lo besan. Lo besan cuando uno se retira; lo besan cuando
regresa. Besos cuando entra la visita; besos cuando se retira la visita. Cada
encuentro un beso; de cualquier lado que uno se mueve, un beso. Si vos
hubierais gustado la dulzura y el perfume, desearías viajar por Inglaterra
hasta la muerte.”15
No
era un monje tampoco el que años después, cuando lo invitan a reincorporarse a
su convento, contesta con argumentos de este orden: no se necesita vivir en el
encierro para ser virtuoso; fuera del claustro ha encontrado verdaderos
cristianos que lo alejaron del vicio; en el claustro tendría que soportar una
vida para la cual su salud no lo autoriza; el pescado, por otra parte, le hace daño;
el clima no le conviene; sufre de un cálculo y para curarlo los médicos no le
permiten tomar nada más que ciertos vinos… En esas condiciones, ¿cómo ir a
molestarlos? No ocasionaría más que fastidios y tal vez se moriría…”16
El
arte sutil que lo mismo le permitía introducirse que zafarse; esa manera entre
inocente y humilde para presentar las objeciones o las disculpas; ese
procedimiento tan personal para insinuar sin concluir, es lo que va a hacer de
su Elogio de la locura el grito de
guerra del humanismo. En casa de su amigo Tomás Moro lo compuso en siete días;
casi de un solo aliento, entre broma y broma. Una circunstancia feliz vino en
su auxilio. Por las dificultades de la época en cuestiones de transporte,
Erasmo y su biblioteca no pudieron llegar a Inglaterra al mismo tiempo. Y a ese
retraso, para él incómodo –porque un humanista nada podía escribir sin verlo
primero a través de los antiguos17–, debe la literatura universal su
panfleto prodigioso: esbelto y alegre como un muchacho extravagante y elástico
como un acróbata.
Exagera
Croce cuando afirma que aquel libro da la impresión de no haber sido sentido;
es decir, de ser mucho más un capricho académico, una “bravura sofística”, una
paradoja hábilmente desenvuelta, que la expresión de un pensamiento potente, o
una pasión que se va caldeando al afirmarse18. Y digo que exagera y
no se equivoca, porque aun en este libro excepcional en que Erasmo arremete con
su armadura completa, no olvida por eso ni las precauciones, ni las artimañas,
ni los equívocos. Toda la primera parte, en efecto, no persigue otra cosa que
quitarle a su sátira importancia y alcance; la parte final, de igual manera, se
propone también adelantar excusas y embotar las flechas. Pero todo lo que
podríamos llamar el cuerpo mismo del volumen –porque el Elogio no está dividido ni en capítulos ni en párrafos– es de una
vehemencia que a veces asombra, es de una entonación iracunda que a veces
contagia. Todo lo que Erasmo sabía de los pontífices y de los teólogos; todo lo
que conocía de los reyes y de los señores, de los monjes y de los pedagogos;
toda la indignación acumulada durante tantos años en su alma de burgués, se
vuelca allí bajo los cascabeles de la locura. “Dama Estulticia” es la que
habla. El recurso es feliz y le exime de responsabilidad. Pero, tal vez por lo
mismo, cada acusación que dispara alcanza al blanco en pleno centro. Cuanto la
burguesía pensaba de los nobles y la Iglesia, allí está expuesto con una
travesura que desconcierta, con una gracia que encanta, con una destreza que
maravilla. “Bravura de sofista”, como dice Croce, hay en el libro. Pero no es
eso sólo. Hay, además, maestría de pintor, arrebato de satírico, mordedura de
ácido que ataca el metal. Aquel panfleto
de pocas páginas era el cuadro más acabado de la sociedad de la época visto con
los ojos de la burguesía que trepaba; el inventario cabal de los abusos
feudales; el cahier de doléances del
Tercer Estado en los tiempos todavía nada revolucionarios del Renacimiento.
Las
primeras palabras que pronuncia la Locura sitúan al libro en su momento. Son,
en efecto, un canto al oro, en el instante mismo en que ese oro, “hirviente de
juventud”, se desparramaba por el mundo: “no debo mi nacimiento –dice– ni al
Caos, ni a Platón, ni a Saturno, ni a Júpiter, ni a ningún otro de estos dioses
podridos de vejez. Me ha engendrado Pluto –Pluto, padre de los dioses y de los
hombres, digan lo que quieran Homero, Hesíodo y el mismo Júpiter–; Pluto, que
hoy como ayer, con un movimiento de cabeza pone patas arriba las cosas sagradas
y las profanas; Pluto, que dispone según su capricho, la guerra, la paz, los
imperios, los consejos, la justicia, las asambleas populares, los matrimonios,
los tratados, las alianzas, las leyes, las artes, lo festivo, lo serio… (¡ay!,
¡me ahogo!), en una palabra, todos los negocios públicos y privados de los
hombres; Pluto, sin el cual la tropa de los dioses inferiores… ¿qué, los
inferiores?... los mismos grandes dioses no existirían o por lo menos no se
darían buen trato en casa; Pluto, cuya cólera es tan temible que Palas misma no
podría venir en ayuda de quien hubiera incurrido en ella, y cuyo favor es tan
poderoso que con él cualquiera puede burlarse de Júpiter y de su rayo”…19.
“Mirad a vuestro alrededor: los papas, los reyes, los jueces, los magistrados,
los amigos, los enemigos, los grandes y los pequeños, todos tienen un solo
móvil: la sed de oro.”20
Como
exordio es de una audacia que inquieta. Cierto es que a poco andar la Locura se
vuelve juguetona y no la emprende a dentelladas; que se distrae un poco con los
pequeños vicios, que se detiene frente a los errores del egoísmo, del amor o de
la juventud. Pero tan pronto el lector ha olvidado un poco la violencia del
comienzo, la Locura lo instala de nuevo ante la cruda realidad que lo rodea. Y
empiezan, entonces, con lo mejor del discurso, los ataques mordaces a la
nobleza y a la Iglesia. “¿Qué diré de aquellos que engañan agradablemente al
pueblo con sus pretendidas indulgencias fabricadas por ellos mismos y que miden
como con una clepsidra la duración del purgatorio, calculando sin equivocarse y
con una precisión matemática los siglos, los años, los meses, los días y las
horas? ¿Y qué diré de aquellos que, fundándose en signos mágicos y en oraciones
que un piadoso impostor ha imaginado para reírse de ellos y sacarles de paso el
dinero, ya se lo prometen todo, riquezas, honores, placeres, buena mesa, salud
siempre floreciente, larga vida, verde vejez, y en fin, un puesto en el cielo
al lado de Cristo?”21. “A pesar de disponer de poco tiempo, no puedo
dejar de mencionar a esos otros locos que, tan viles como el último de los pajes, se creen superiores a los
hombres, gracias a un vano título nobiliario: si se les da crédito, descienden
unos de Eneas, otros de Bruto, otros del rey Arturo. En todos los rincones de
sus casas se ven las imágenes de sus antepasados esculpidas o pintadas. Cuentan
sus bisabuelos y sus tatarabuelos y citan sus antiguos apellidos, aunque ellos
mismos se parezcan a las mudas estatuas y sean más estúpidos que los retratos
que enseñan.”22 “Quizá fuera mejor pasar en silencio a los teólogos;
es una imprudencia remover esa ciénaga y «tocar esa planta fétida». Orgullosos
e irascibles en el más alto grado, serían capaces de atacarme en corporación
con mil conclusiones, de forzarme a una retractación, y si me negaba, de declararme inmediatamente herético. Éste es el rayo de
que se sirven para atemorizar a todos los que nos los admiran… Dichosos por
el amor propio, como si habitaran el tercer cielo, miran desde lo alto a los
demás hombres como a unos míseros animales que se arrastran sobre la tierra y
casi se compadecen de ellos. Están rodeados de tan numeroso cortejo de
definiciones magistrales, de conclusiones, de corolarios, de proposiciones
explícitas e implícitas; tienen todos al alcance de la mano tantas
tergiversaciones, que aunque se les encerrara en el red de Vulcano, se
escaparían de ella por medio de esas distinciones que cortan todos los nudos
como el hacha de Tenedos. Vense llenos de palabras recién forjadas y de
términos obscuros. Además, explican los misterios a su gusto, cómo fue creado y
dispuesto el mundo, por qué canales el pecado original se extendió a la
descendencia de Adán, en qué momento concibió la Virgen a Cristo, qué
participación tuvo ellas, cuánto tiempo lo llevó en su seno y cómo es posible
que en la Eucaristía los accidentes subsistan sin sustancia.”23 “Los
mortales que me deben por lo menos tantos favores como los teólogos, son los
religiosos o monjes, calificativos muy falsos, porque, de un lado, la religión
se encuentra raramente en ellos y, por otro, «monje» quiere decir «solitario» y
nos los tropezamos por todas partes… El género humano los aborrece de tal modo,
que su encuentro es considerado de mal augurio; pero esto no impide que ellos
tengan la más alta opinión de sí mismos. En primer lugar, piensan que la
suprema piedad consiste en ser bastante ignorante para no saber siquiera leer. En
seguida, cuando rebuznan como los asnos cantando sus salmos en las iglesias,
sin conocer más que el ritmo, pero no el sentido de ellos, se imaginan
verdaderamente que encantan los oídos de la Divinidad. Muchos trafican
ventajosamente con su mugre y con su mendicidad, berreando en todas las puertas
para pedir un pedazo de pan. Por todas partes, en las hosterías, en los coches
y en los barcos, con gran perjuicio de los verdaderos pobres, penetra esta raza
detestable, que con su suciedad, su ignorancia, su grosería y su desvergüenza
pretende ser una imagen de los apóstoles”24. “Si lo soberanos
pontífices, que ocupan el lugar de Cristo, se esforzaran por imitar su vida, es
decir, su pobreza, su trabajo, su doctrina, su cruz y su desprecio del mundo;
si pensaran en su nombre de Papa, que quiere decir padre, y en su nombre de
Santísimo, ¿habría alguien más desdichado sobre la tierra? ¿Quién querría
comprar ese honor a costa de toda su fortuna, y después de haberlo comprado,
conservarlo por la espada, por el veneno y por toda clase de violencias?, si
alguna vez la sabiduría… ¿qué digo la sabiduría?, si un solo grano de la sal de
que habla Cristo se apoderase de ellos, ¿qué ventajas no perderían?, ¿qué sería
entonces de todo lo que les rodea: riquezas, honores, poder, triunfos,
beneficios, dispensas, impuestos, indulgencias, caballos, mulos, guardias y
placeres de todo género?... Habría que reemplazar todo eso con vigilias,
ayunos, lágrimas, rezos, predicación, estudio, penitencias y otros mil
ejercicios de esta clase. Notad, además, que tantos escribanos, copistas,
notarios, abogados, promotores, secretarios, muleteros, escuderos,
recaudadores, mediadores –iba a decir proxenetas, pero no me atrevo–,
muchedumbre onerosa, digo, honrosa, que forma la corte romana, perecerían de
hambre. Esto sería un acto de inhumanidad abominable; pero todavía sería más
horrible hacer que volviesen a la alforja y al cayado los soberanos de la
Iglesia, verdaderas luces del mundo.”25
Escrito
en 1508, publicado en 1510, el Elogio
preludiaba a Lutero y la Reforma, con la gran tragedia teológica y social que
le siguió. Qué fue de Erasmo en ese instante y qué sentido tuvo su actitud
aparentemente tan confusa, es lo que vamos a ver ahora para completar la figura
del humanista.
***
Se
dice habitualmente –y qué escritor que ha tratado este punto no ha esbozado un
paralelo– que Erasmo era la razón y Lutero el entusiasmo; aquél el equilibrio y
este el arrebato; aquél el tranquilizador y este el incendiario. De donde se
deduce que el choque de temperamentos tan opuestos debía acarrear su
incomprensión, y que aunque Erasmo guardaba en el fondo de su alma secreta
simpatía por Lutero, no quiso acompañarlo en sus excesos de “revolucionario”26.
Cuestión de táctica pues, no de principios; asunto de caracteres, no de
doctrinas.
Nos
llevaría mucho tiempo si nos propusiéramos demostrar ahora la superficialidad
de semejante interpretación. En las páginas magistrales de La guerra de los campesinos en Alemania ya ha fijado Engels27,
de modo definitivo, la verdadera participación que Lutero tuvo en la Reforma.
Lejos de ser un “revolucionario”, Lutero fue, si es posible expresarse así, el
“entregador” del movimiento. Lógico era que partiera la protesta contra el Papa
desde el país en donde la burguesía más sufría con su influencia. Pero en la
rebelión contra el Pontífice coincidían, aunque persiguiendo objetivos
diversos, la nobleza, la burguesía y lo que podría llamarse la “oposición
plebeyo-campesina”: es decir, conservadores, reformistas y revolucionarios28.
Para mejor llevar su lucha contra el Papa, tanto la burguesía como la pequeña
nobleza alentaron la rebelión de los paisanos. Lutero, en un principio, asumió
la representación de la burguesía moderada y de la pequeña nobleza contra los
príncipes seculares y los príncipes de la Iglesia. Pero si de 1517 a 1522
encarnó tendencias en cierto modo democráticas, reaccionó ferozmente contra
ellas desde 1522 a 1525 tan pronto vio crecer con ímpetu extraordinario la
rebelión de los paisanos. Cuando en los comienzos Lutero convocó a todo el
mundo contra la constitución y los dogmas de la Iglesia Católica, creyeron unos
que había llegado el momento de terminar con la sumisión a Roma y de
enriquecerse de pasada con la confiscación de los bienes eclesiásticos; creyeron
otros que el movimiento debía aspirar a mucho más: a la igualdad civil y a la
igualdad social29. Entre esas dos concepciones extremas: auspiciada
una por la nobleza y la burguesía; enarbolada otra por los paisanos y la plebe,
Lutero se decidió por la primera. Mientras creyó que le servían para su Reforma
moderada de la Iglesia, Lutero dio la mano a los elementos populares; los
abandonó y se dispuso a aplastarlos cuando vio que los paisanos habían tomado
al pie de la letra las palabras de la Biblia que él mismo había traducido. Los
“Doce artículos” que los paisanos presentaron como “reclamaciones justas”30,
demostraban demasiado bien que a través de Isaías y Mateo era hacia una
revolución social a donde iban. Contra ella, ni que hablar, reaccionaron por
igual el Papa, los príncipes y la burguesía; y Lutero puso desde entonces en
pedir la cabeza de los paisanos la misma furia que al principio había puesto en
pedir la de los Papas31. Pero no sólo en eso reaccionó Lutero: con
la Biblia en la mano, había comenzado oponiendo el limpio cristianismo de los
primeros siglos al cristianismo corrompido de la “Sodoma Romana”; de la misma
Biblia, después, Lutero extrajo un himno a la servidumbre, a la obediencia
pasiva, a la reyecía de derecho divino. Traidor al movimiento popular primero,
Lutero traicionaba ahora a la burguesía en provecho de los príncipes.
Erasmo
lo vio al principio con evidente simpatía. Antes que Lutero, “Dama Estulticia”
había acusado a los príncipes corrompidos y a los príncipes parásitos; y en su
edición del Nuevo Testamento (1516), Erasmo había pedido también una traducción
popular de la Escritura: “Muy pocos cristianos conocen el cristianismo –decía–;
como si la verdad de la religión estuviera reservada a los teólogos y monjes…
Pero el Cristo ha hablado para todos y es necesario que todos lo puedan
escuchar.”32 No nos engañemos, sin embargo, sobre el verdadero
sentido de esta actitud en apariencia “popular”: si para Lutero, las
muchedumbres sólo merecían, como el asno, “el pienso, el fardo y el castigo”33,
para Erasmo también “es vil e indigno sentir con el pueblo”34.
Con
todo, más burgués y antifeudal que Lutero, Erasmo tuvo por lo mismo y desde el
comienzo una actitud más de “izquierda”. A pesar de todo lo que digan los
pretendidos admiradores católicos de hoy, su incredulidad o su indiferencia era
total. Por cristianismo entendía una vaga moral humanitaria, muy distinta del
rígido cristianismo de Lutero en que la libertad se sacrifica a la gracia, el
hombre a Dios, la moral a una especie de fatalidad providencial35. Erasmo
quería substituir a la Iglesia Romana por una iglesia sin fórmulas ni rutinas;
una iglesia sin dogmas y sin fanáticos, del tipo de esas asociaciones que
varios siglos después los norteamericanos llamarían “iglesia ética”; es decir,
una institución en la cual la vida y la palabra de Jesús bastarían para
inspirar una religión simple y racional. “En cuanto a lo demás –añadía Erasmo–,
que los teólogos se peleen entre ellos cuanto quieran.”36 Lutero, en
cambio, era ante todo un teólogo; un teólogo heterodoxo, sin duda, pero de la
familia de aquellos de quienes Erasmo dice en el Elogio que por la manera como hablan se diría que son los
secretarios del Eterno. Lejos de aspirar a un debilitamiento del dogmatismo,
Lutero traía una nueva severidad y un nuevo despotismo37. Según
Erasmo, por el contrario, para conseguir la protección de un santo bastaba “con
imitar su vida”38; ese era “el verdadero culto, el único que sea
agradable a los habitantes de los cielos”39. Una religión humanitaria,
una moral vagamente teñida de cosas religiosas, era lo que en el fondo
perseguía Erasmo. Nada de iglesias terratenientes, nada de iglesias
politiqueras, guerreras y prestamistas: una iglesia simple y humilde como las
primitivas, una iglesia que sólo sepa combatir en el orden espiritual, “el
único que vale a los ojos de Dios”40. Nada, pues, en Erasmo, de ese
horror del pecado ni de ese sentimiento de la miseria humana que atormentaba el
alma de Lutero. Por eso, si lo escuchó al principio con amistad, no dejó de
recelarlo, como si presintiera su posterior traición a la burguesía; por eso,
también, en la polémica ulterior a propósito del "libre arbitrio",
Erasmo defendería esa libertad41 que Lutero negaba y que constituía
la atmosfera necesaria de la burguesía mercantil.
Lutero
no se equivocaba, pues, cuando afirmaba que el humanitarismo de Erasmo no era
más que una falta evidente de fe cristiana42, y cuando le lanzaba al
rostro con violencia estas palabras precisas que eran la fiel expresión de la verdad:
“Sin certidumbre no hay cristiandad. Un cristiano debe estar seguro de su
doctrina y de su causa o bien no es cristiano. Aquel que por tibieza o
escepticismo, duda en cosas de la fe, debe dejar una vez para siempre de
meterse en teología.”43
Erasmo,
a su turno, se indignaba, y con razón, cuando lo suponían luterano: “hombres
estúpidos –decía– pretenden que yo pienso como Lutero y disimulo por miedo”44.
Estaba con Lutero, sí, cuando atacaba a la Iglesia y a los teólogos, pero eso
lo había pensado y escrito antes que el otro. Contra Lutero estaba, en cambio,
en todo ese aspecto de su obra que el joven Marx resumía así, en el lenguaje
cargado de antítesis que tan grato le fue cuando muchacho: “Lutero ha vencido a
la servidumbre por devoción, pero le ha substituido la servidumbre por
convicción. Ha roto la fe en la autoridad, porque ha restaurado la autoridad de
la fe. Ha transformado a los sacerdotes en laicos, porque ha transformado a los
laicos en sacerdotes. Ha liberado al hombre de la religiosidad exterior, porque
ha hecho de la religiosidad la esencia misma del hombre.”45
Tolerante
por lo mismo que era incrédulo, Erasmo no sólo se indignaba antes los furores
de Lutero. Algo, además, veía en él que lo alarmaba: su demagogia, su
“vulgaridad”, su afán de conseguir aliados sacando a la calle cuestiones que no
debían ventilarse en público46. Estaba allí una de las razones más
profundas de su antipatía y una de las causas por lo mismo más tenaces de su
resistencia a la Reforma. Ya hemos dicho que para Erasmo, “no ofender la
opinión de los humildes” no sólo fue una norma de su vida privada, sino también
de la pública. Lo primero pudimos verlo a propósito de sus líos con motivo del
traje religioso; lo segundo vamos a verlo ahora a propósito de la Reforma. Desde
que Lutero empezó su violenta campaña contra Roma alentando la rebelión de los
paisanos, Erasmo tuvo la certidumbre de que iba a estallar un gran tumulto47.
Más que nadie, Erasmo sabía que los grandes prelados de la Iglesia Católica se
hallaban en la misma situación de los augures en los tiempos de Cicerón: no se
podían mirar a los ojos sin reírse. Pero el conocimiento de ese escándalo
notorio no quería que llegase hasta la plebe. “La sabiduría inoportuna –había dicho– es una locura… La verdadera prudencia para un mortal consiste en
ver justamente la dosis de sabiduría compatible con la naturaleza humana y en disimular su sentimiento acerca de los
errores de la multitud, si no puede compartirlos.”48 “Si cuando
los actores están en escena se le ocurriere a alguno quitarles las máscaras
para mostrar a los espectadores sus figuras verdaderas y naturales, ¿no
trastornaría toda la obra dramática y no merecería que se le arrojase del
teatro a pedradas, por extravagante? En un momento todo cambiaría de aspecto.
La mujer no sería más que un hombre y el adolescente un viejo. Bajo el monarca
despojado de su corona aparecería un bellaco, y bajo el dios un pobre diablo.
Pero al destruir así la ilusión, habría destruido al mismo tiempo el interés de
toda la obra, porque los disfraces y el afeite retienen por sí solos la
atención del espectador.”49 En opinión de Erasmo, Lutero había sido
precisamente el “sabio inoportuno” y el “espectador extravagante” que había
arrancado las máscaras de puro aturdido y provocado un escándalo por el cual
merecía que lo corriesen a pedradas. Con esa “bestia enorme y poderosa” que es
el pueblo, nunca es suficiente la cautela50. Cuando se busca su
apoyo para algo, es difícil después saber a dónde va. Ese era el tumulto que Erasmo
preveía con claros ojos de burgués; el tumulto de los paisanos que sacudió la
Alemania bajo la valiente dirección de Tomás Munzer y que desbordó con sus
reivindicaciones a la misma burguesía que al comienzo lo alentó. Aterrorizado
por el “tumultus” que en alguna medida también él había contribuido a atizar,
prefirió Erasmo arrojarse en brazos de sus propios enemigos, convencido de que
el orden es siempre mejor que la revuelta. “Cuando los papas y los emperadores
actúan bien, los sigo porque es agradable; cuando deciden mal los soporto
porque es necesario.”51
“Reconozco
–le escribe Erasmo al teólogo Martín Dopp– que ciertos problemas deben ser
buscados y otros resueltos; pero a menudo hay muchos problemas que vale más no
plantear que tratar de resolver: una
parte de la creencia consiste en ignorar ciertas cosas.”52 En el
Elogio de la locura, él, Erasmo, es
verdad, se había burlado de lo humano y lo divino. Pero lo había hecho en
latín, en el lenguaje de los sabios, en el idioma reducido de las gentes cultas.
Los teólogos, sin duda, se habían fastidiado, ¿pero acaso el mismísimo León X,
el pontífice León X, no lo había festejado a carcajadas? Lo grave, lo terrible,
no era, pues, decir las cosas; era decirlas de manera que pudiesen enardecer al
grueso público.
Casi
en la misma fecha del Elogio de la locura,
Copérnico terminaba su libro sobre las Revoluciones
de los orbes celestes, aunque mucho tiempo después habría recién de
publicarlo53. Lo escribió en latín, lo dedicó al papa Pablo III y no
hubo nada. Pero a Galileo, que defenderá en italiano esas mismas doctrinas, la
Inquisición lo hará callar en el tormento. Así también con las obras de Erasmo:
cuando escribe en latín no lo molestan; pero al que traduce sus libros al
francés lo queman vivo en la plaza de Grève…54
Para Erasmo, pues, las grandes cuestiones
que interesan al mundo no debían ser discutidas sino por las “élites”.
¡Las
élites! Erasmo ha sido el primero tal
vez en acariciar amorosamente esa creencia que estaba en la entraña del
humanismo burgués, y que bajo formas tan diversas reaparece todavía en el
“intelectual” y en el “letrado”. Si los emperadores y los papas antes de
resolver las cuestiones más difíciles escuchasen la opinión de un humanista,
los negocios del mundo comenzarían a marchar mejor. Erasmo estaba tan seguro de
que así ocurriría, que durante cierto tiempo pensó que Carlos V lo escuchaba… Y
él, de ordinario tan lúcido, escribió además al papa Adriano VI para proponerle
que se despojara de su lujo inútil y revistiera la pobreza de los que acompañan
a Jesús…55
¡Erasmo
dirigiendo desde su biblioteca los sucesos del mundo! ¡Qué tema más delicioso
para Dama Estulticia! ¡Qué tema más delicioso si la lectura de su carta al
Pontífice no nos causara cierta pena! De esa carta no se conoce más que la
primera parte, y aun ésta es incompleta. El párrafo final, aunque sin terminar,
es quizás el más elocuente. Helo aquí: “Su Santidad va a decir: ¿cuáles son
esas fuentes y cuáles son esas cosas que es necesario cambiar? Para exponer
esas cosas estimo que es necesario inspirarse en la opinión de hombres
íntegros, ponderados, dulces, benévolos, pacíficos, de todos los países cuyo…”
La carta se detiene ahí: pero basta lo que conocemos para comprender que Erasmo
proponía algo así como un jury internacional de sabios para regular la cuestión
de la Reforma…56
El
Papa, naturalmente, no le contestó. Y eso fue para Erasmo la prueba terminante
de su fracaso, la brusca revelación de todo lo que había de ingenuo y de
ridículo en su confianza en las élites.
Después de haber deslumbrado al siglo con su nombre, esperó en silencio,
trabajando y leyendo, que llegara la hora de su muerte. Cuando ésta vino, no
quiso que hubieran sacerdotes junto a su lecho. Dejó en herencia una fortuna
que se podría evaluar hoy en casi dos millones de francos57.
***
La
cifra es enorme e invita a reflexionar. Hasta los cincuenta años, en que logró
la fortuna y la celebridad, ya hemos visto que Erasmo vivó entre humillaciones
y adulonerías. De buenas ganas se las perdonaríamos, si hubiera sabido
redimirlas después con el ejemplo de una vida sin mancha. Triste era la vida de
los humanistas; pero una vez lograda la fortuna, ¿no estaba ya al alcance de
Erasmo la ansiada posibilidad de decir cuanto pensaba, no había conquistado con
creces el formidable derecho a no callar? Dos circunstancias se lo impidieron:
su cobardía primero, su actitud desdeñosa ante la lucha, después. La cobardía
de Erasmo tuvo mucho de común con aquella otra tan parecida que su discípulo
Rabelais no tardaría también en confesar. Como el autor de Gargantúa, el autor del Elogio
era de esos hombres capaces de defender sus ideas, hasta la hoguera exclusive. Con una franqueza que apena,
lo reconoció más de una vez: “Yo no expondría mi cabeza por el amor de la
verdad. Todo el mundo no tiene la fuerza necesaria para convertirse en mártir,
y mucho temo que en caso de revuelta no siga yo el ejemplo de San Pedro.”58
Hace un instante hemos dicho que Erasmo no fue un traidor a Lutero; digamos
ahora con igual franqueza que fue, sin embargo, mucho peor: un traidor a sí
mismo. Cuando con toda razón Lutero le abofeteó en aquellas líneas
irrefutables: “aquel que por tibieza o escepticismo dude en las cosas de la fe,
debe dejar de una vez por todas de entremezclarse en teología”, hubiera también
podido decirle, y con igual razón, que tampoco tiene derecho a escribir el que no está dispuesto a defender con la
vida su opinión. Escribir es actuar, y en un escritor que tiene su público,
hasta el hecho de no escribir en determinadas circunstancias es también una
manera de tomar partido59. Poco valen todas las triquiñuelas con que
intente después justificarse o disculparse. Por solidaridad en el trabajo
social, el hombre que ha estado en condiciones de formarse una cultura, debe a
los otros su opinión y su ejemplo. Erasmo supo darlos cuando rechazó indignado
la acusación de ser un luterano timorato; no los dio en cambio cuando en medio
del tumulto no quiso mantenerse en la
actitud a que el "Elogio de la locura" lo obligaba. Económicamente
no necesitaba ya de nadie. Magnífico en su retiro de Basilea –como después
Voltaire en Ferney, o Goethe en Weimar–, Erasmo se retiró de la lucha y se
propuso ser un tranquilo espectador después de haber lanzado al feudalismo el
desafío de su libro. Cierto es que la burguesía, que estaba a sus espaldas,
tardaría más de dos siglos antes de iniciar la conquista del poder; pero sin
necesidad de exigirle a Erasmo actitudes revolucionarias que su clase no podía
inspirarle, duele verlo justificar con su cobardía la tristeza de haber
desertado de sí mismo. Mal pretexto también la cobardía, aunque haya cierta
honradez en confesarla. Y mal pretexto, digo, porque el secreto del valor no
está en el coraje, sino en la dignidad60.
El
más grande de los humanistas y el primero de los “intelectuales” nos da ya el
ejemplo de una abdicación frente al empuje de las grandes masas. A fuerza de
sacrificios, Erasmo había conquistado una situación excepcional. A fuerza de
estudio, de labor, de vigilias, el humanista de la burguesía había arrancado al
teólogo el privilegio de una cultura que hasta entonces sólo la Iglesia
usufructuaba. Mas tan pronto se encontró
en posesión de esa cultura, el “intelectual” no quiso arriesgar con un gesto de
intrepidez el goce de un privilegio que quería disfrutar en la tranquilidad y
el egoísmo. Para defenderlo, propuso la formación de las élites; para no comprometerlo en el
tumulto, proclamó a todos los vientos que la inteligencia está por arriba de
los partidos y que a la verdad le basta con ser enunciada para imponerse sin
esfuerzos.
***
“La
indiferencia –ha dicho Lenin– es la saciedad política. Es necesario estar
repleto para mostrarse «indiferente» frente a un trozo de pan. Confesar la
indiferencia es confesar al mismo tiempo que se pertenece al partido de los
saciados.”61 Junto al partido de los saciados lo hemos visto al
humanista; y para no disgustar a ese partido, lo hemos visto también quebrando
en el silencio la línea de su espíritu.
Cuando
a la cultura se la disfruta como a un privilegio, la cultura envilece tanto
como el oro.
_____________
(1) El birrete de terciopelo con que
Erasmo se tocaba siempre, y con el cual aparece en todos sus retratos, no
obedecía a afectación de doctor ni a cuidado de friolento calvo, como Stefan
Zweig afirma (Erasme, trad. Hella.
Edit Grasset, París, 1935, p. 64). En opinión del conservador del Museo de
Basilea –en donde, como es sabido, se guarda en una vitrina un molde en yeso de
su cráneo– se debía a que su cráneo, demasiado alto y corto, le daba un aspecto
desagradable. Ver: Georges Duhamel, “Erasme ou le Spectateur pur”, en: Conferencia, París, abril 15 de 1935, p.
472.
(2) Cincuenta y seis años tenía Erasmo
en ese entonces. El cuadro fue pintado por Holbein en 1523, para Tomás Moro,
gran amigo de Erasmo.
(3) Renaudet, “Erasme, sa vie et son
ceuvre jusqu’en 1517 d’aprè sa correspondence”, en: Revue Historique, t. CXI, septiembre y diciembre de 1912, pp.
233-234.
(4) Para imaginar los horrores de
semejante educación, ver: Maison, ob. cit., pp. 35 y 37.
(5) Algunas veces de manera bastante
indigna. Veáse: Durand de Laur, Erasme,
précurseur et initiateur de l’esprit moderne, edit. Didier, París, 1872, t.
I, p. 65.
(6) Renaudet, art. cit., p. 249.
Parecidas palabras a propósito del panegírico que escribe en honor del
archiduque Felipe; ver pp. 254-255.
(7) Burckhardt, ob. cit., t. I, p. 8.
En el mismo tomo, p. 165, Burckhardt dice que el tirano “protege al talento
pero lo explota sin consideración”. Ver también: Maison, ob. cit., pp. 44-45,
65 y 67.
(8) Renaudet, art. cit., p. 253.
(9) Así lo llama en el Elogio de la locura, trad. de José
Luengo, edit. Prometeo, Valencia, p. 48, sin fecha.
(10) Lutero lo llamaba “el rey de la
anfibología”. Maison, ob. cit., p. 232.
(11) “No es posible distinguir en
Erasmo lo que decía porque así lo exigía su posición –y hasta su posición
económica– de lo que decía porque tal era su íntegra convicción.” Dilthey, L’Analisis dell’uomo e l’introduzione della
Natura del Renascimento al secolo XVIII, trad. se Sanna, edit. La Nuova
Italia, Venecia, 1927, p. 97. En igual sentido: Quoniam, Erasme, edic. Desclée de Brower, París, 1935, p. 12.
(12) Dámaso Alonso, “El crepúsculo de
Erasmo”, en: Revista de Occidente,
Madrid, t. XXXVIII, 1932, p. 47. La opinión de os contemporáneos era unánime
respecto a la incredulidad de Erasmo: Possevino pedía que su nombre fuese
borrado de todos los escritos católicos; Bellarmino lo consideraba
semicristiano; Pablo Giovio, al referirse al Elogio, no deja de insinuar que allí se “hace befa hasta de las
cosas de Dios”. Ver: B. Croce, “Introduzione”
a su traducción del Elogio della
Pazzia e Dialoghi, edit. Laterza, Bari, 1914, pp. XIII y XVIII. Considero
el libro de Pineau, Erasme, sa pensé
religieuse, edic. Presses Universitaires de France, París, 1924, como la
más fiel interpretación de sus ideas.
(13) Quoniam, ob. cit., p. 48. [Los
subrayados son de Ponce. _ H.P.A.]
(14) Quoniam, ob. cit., p. 37.
Igualmente Durand de Laur, ob. cit., t. I, p. 86.
(15) Durand de Laur, ob. cit., t. I,
p. 47. Sobre las costumbres bastantes libertinas de Erasmo, ver: Maison, ob. cit.,
pp. 72-74, y Pineau, ob. cit., pp. 17, 20 y 85.
(16) La carta, que es un modelo de
habilidad, está comentada ampliamente en Quoniam, pp. 44 a 65.
(17) Cuando Petrarca, que amaba el
alpinismo, llegó a la cumbre del monte Ventuso, fue tal la impresión que sintió
que no se le ocurrió otra cosa que ponerse a leer la Confesiones, de San Agustín, que llevaba en el bolsillo…
(18) Croce, “Prefazione” a su
traducción italiana del Elogio della
Pazzia e Diaologhi, ed. cit., pp. XIII y IX.
(19) Erasmo, Elogio de la locura, pp. 17-18.
(20) Idem, p. 144.
(21) Idem, p. 79.
(22) Idem, p. 83. [El subrayado es de
Ponce. _ H.P.A.]
(23) Erasmo, ob. cit., pp. 108-109 [El
subrayado es de Ponce. _ H.P.A.]
(24) Idem, pp. 118-119.
(25) Erasmo, ob. cit., pp. 135-136.
(26) Eugenio Camerini, por ejemplo,
dice en su estilo pomposo que Erasmo anhelaba “un Hércules que limpiase los
establos de Augías, y no un Polifemo que devorase a los hombres y a las
bestias”. Ver su “Prefazione” al Elogio
della Pazzia, edic. del Instituto Editoriale Italiano, Milano, p. 16, sin
fecha. En igual sentido: Albert Maison, Erasme,
p. 10, escribe: “Los curiosos de psicología histórica saben que la lucha de la
Reforma y del Renacimiento ha sido menos un conflicto de ideas que de
temperamentos”…
(27) Engels, La guerre des paysans en Allemagne, edic. Bibliothèque Marxiste,
París, 1929.
(28) Guizot distingue en la Reforma,
“una reforma aristocrática” y “una reforma popular”. A pesar de la imprecisión
de los términos, la visión es exacta. No podía dejar de serlo en uno de los
grandes historiadores que tanto hizo por esclarecer las luchas de clases. Ver
su Historia de la civilización en Europa,
trad. Vela, edic. Revista de Occidente, Madrid, 1935, p. 253.
(29) Engels, ob. cit., pp. 56 y 61.
(30) Van como apéndice en la edición
ya citada de La guerre des paysans…
de Engels, p. 161. El sentido “insurreccional” de ciertos pasajes de las
Biblias que Rockefeller editaba habían sido expurgadas de los lamentos contra
las inequidades de los ricos y el escándalo de la fortuna. Ver Lafargue, Por qué cree en Dios la burguesía, trad.
Rafael Río, edic. Dialéctica, Buenos Aires, 1936, p. 111.
(31) La Reforma protestante, al atacar
a la Iglesia “el gran centro internacional del feudalismo”, fue a parar, por un
lado, en la religión luterana adaptada a los intereses de la monarquía
absoluta; por el otro, en la religión calvinista de acentuado carácter
republicano y democrático. Reflejo aquélla del ala derecha de la burguesía;
fórmula esta otra de las aspiraciones del ala izquierda de la misma clase. Ver:
Engels, “Inglaterra y el materialismo”, en: Dialéctica,
Buenos Aires, núm. 4, junio de 1936, p. 159 y ss.
(32) Renaudet, art. Cit., t. CXII, p.
263.
(33) Engels, La guerre des paysans…, p. 64. En igual sentido: Luther, Memoires, edit. Hachette, París, 1837,
t. I, pp. 154, 156 y 201.
(34) Funck-Brentano, La Renaissance, ed. cit., p. 86.
(35) “El individuo de la Reforma no es
el individuo valiente y varonil del Humanismo, abandonado a su destino y a la
necesidad de construirse él mismo su propio mundo; es un individuo arrojado en
brazos de una realidad trascendente y a quien sólo por virtud de la gracia es
posible encontrar en su humanidad.” Gentile, Giordano Bruno e il pensiero del Rinascimento, p. 264.
(36) Quoniam, ob. cit., p. 68.
(37) Para citar dos autoridades bien distintas,
ver el juicio coincidente de Renan, Les apótres, edit. Calman-Lévy, París, pp.
LX-LXI, sin fecha, y Jaspers, Ambiente
espiritual de nuestro tiempo, trad. de la Serna, edit. Labor, Barcelona,
1933, p. 13.
(38) Erasmo, Elogio de la locura, p. 82.
(39) Maison, ob. cit., p. 116, dice
muy bien que las reflexiones de Erasmo, contenidas en su Enquiridion, son el “primer libro de moral laica publicada en
tiempos del Renacimiento”. Pineau, Erasme,
p. 10, subraya que a la moral religiosa, Erasmo substituye “un cristianismo
razonable tan atenuado que no difiere en nada de una disciplina puramente
filosófica”. Ver también p. 116 y ss.
(40) Quoniam, ob. cit., p. 189.
Renaudet, que ha estudiado tan bien el pensamiento religioso de Erasmo,
reconoce que no tenía “ni la pasión intelectual de los grandes teólogos, ni la
aspiración de los místicos hacía la unión divina, ni ese humilde amor de Cristo
que consuela al autor de la Imitación,
ni ese horror del pecado, ese sentimiento desesperado de la miseria humana que
atormentaba entonces el alma violenta de Lutero”. Ver: Pineau, ob. cit., p. 70.
(41) “Aunque la manera como Erasmo
trató esta cuestión no haya sido desaprobada por los ortodoxos, no se puede
negar que su solución se inclinaba al pelagianismo y mostraba tendencias más
racionales que teológicas.” Bouchitt,
“Erasme”, en: Frank, Dictionnaire des
Sciences Philosophiques, edit. Hachette, París, 1885, p. 460.
(42) S. Zweig, Erasme, p. 208.
(43) Idem, p. 206.
(44) Durand de Laur, ob. cit., t. I,
p. 423.
(45) Marx, “Contribution a la
critique de la philosophie du droit de Hegel”, en: Oeuvres philosophiques, edit. Cit., t. I, p. 97.
(46) S. Zweig, Erasmo, p. 145.
(47) En 1520, Erasmo le decía al papa
León X: “He sido favorable a las buenas tendencias de Lutero, no a las malas, y
hasta he favorecido en él la gloria de Cristo… Desde el principio he sentido las perturbaciones que iban a salir de
ahí, y más que nadie me he horrorizado.” Ver: Quoniam, ob. cit., pp.
175-176.
(48) Erasmo, Elogio de la locura, p. 54. [Los subrayados son de Ponce. – H.P.A.]
(49) Erasmo, ob. cit., p. 52.
(50) “Erasmo no quiere destruir nada
de la gran institución tradicional. Comprende su utilidad para la masa humana.”
Pineau, ob. cit., p. 128. “La rebelión, dijo, no puede complacer a ningún hombre
piadoso” (p. 161). “Toda revolución es impía” (p. 164).
(51) Quoniam, ob. cit., p. 188.
(52) Idem, p. 100. [El subrayado es de
Ponce. – H.P.A.]
(53) Lo que tenía pensado desde 1507;
lo terminó en 1514; lo publicó en 1543.
(54) Berquin fue quemado el 17 de
abril de 1529.
(55) Quoniam, ob. cit., p. 202.
(56) Idem, p. 224.
(57) Siete mil ducados de oro.
Funck-Brentano, La Renaissance, p.
131; Maison, Erasme, p. 190.
(58) S. Zweig, Erasme, p. 152.
(59) “El espectador puro es una
quimera de intelectual. A pesar de que Erasmo lo sostuvo, debió tomar parte en
todas las querellas. Ante todo, porque los escritos son actos. El hombre que
tiene una pluma, sobre todo si la tiene con autoridad, no puede escaparse
fácilmente cuando un mundo entero lo solicita. Si escribe, hace un acto. Y si
no escribe, hace un acto también, y a veces un acto notable y notado, un acto
de consecuencias innumerables.” Duhamel, art. cit., p. 482.
(60) Tan cobarde “físicamente” como
él, fue tres siglos después un escritor que se llamaba Emilio Zola. Tímido como
Erasmo, de una exasperación enfermiza, eludía también la lucha y el tumulto.
Pero había en él la responsabilidad moral de su función de escritor, y eso sólo
le bastó para llegar al heroísmo. Sobre la cobardía “física” de Zola, ver:
Henri Barbusse, Zola, trad. Ximénez
Sandoval, edit. Cenit, Madrid, 1932, pp. 202-203.
(61) Marcu, Lénine, edit. Payot, París, p. 168.
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