El Neologismo y el Lenguaje*
Aníbal Ponce
EL USO DE LA MANO como instrumento de
análisis en la conquista progresiva de la realidad
exterior, se acompaña al mismo tiempo en el niño con la adquisición de otra
herramienta no menos prodigiosa que va a asegurarla a su vez el dominio
progresivo de su realidad interior.
La mano y el lenguaje forman en verdad las “técnicas” características del
hombre, y su aparición en el desenvolvimiento infantil constituye un
acontecimiento de una importancia tal que bien merecen designar las dos un
momento preciso de la vida del niño: la etapa
de la técnica. Algo vimos en la clase anterior de lo que la mano era capaz
de realizar en beneficio exclusivo de la percepción; vamos a ver ahora lo que
el lenguaje introduce en la mentalidad infantil y la manera como ésta lo acepta
y lo recrea.
Desde
el punto de vista de la Psicología comparada, el lenguaje ha empezado siendo
–como decía Wundt– un simple “gesto vocal” (lautgebärden).
En el hombre primitivo, lo mismo que en el animal, cualquier estado de
excitación moral encontraba su expresión bien visible no sólo en el juego de la
fisonomía, como en nosotros, sino en verdaderas agitaciones totales de su
cuerpo. En esas condiciones, el estertor de sus dolores o los gritos de su
cólera eran, como el aullido del perro herido, uno de los tantos elementos de
la emoción. Incorporados a su trama, con la emoción nacían y con ella también
dejaban de existir. Pero no obstante llevar en sí la posibilidad de un
desarrollo ulterior, esos “gestos vocales” del homínido remoto en nada diferían
de los otros “gestos” animales. Aunque ya existía el grito, el lenguaje aún no
había aparecido.
Pero
cuando la adherencia entre el grito y la emoción se rompió; cuando el hombre comprendió que imitando ese
grito podía conseguirlos mismos efectos que logró en otra oportunidad cuando
gritó sin pensarlo; cuando la emoción que creó el sonido fué reemplazada
por la voluntad que lo adoptó, la rica materia sonora prelingüística alcanzó el
momento meridiano de su historia: el nacimiento del signo. Lo que hasta entonces había sido interjección comenzaba
ahora a ser nombre.
Claro
es que la invención del signo pudo realizarse sino en una etapa avanzada de la
inteligencia y en un cierto grado de organización social. Es menester, sin
duda, una mentalidad ya desarrollada, para separar el sonido, de la emoción que
lo envuelve y para manejar a ese sonido, no por lo que es, sino por lo que
representa. Y es menester también el contacto de otros seres, con organización
y necesidades parecidas a las nuestras, para garantizar la relación del signo y
lo significado.
Esa
relación ha sido, y es siempre, arbitraria. Lo único que da valor al signo es
la convención. Gracias a ella, “una experiencia presente sugiere la idea de
otra experiencia posible”, y el lazo entre una y otra es tan preciso que en
millones de casos y para millones de hombres, el primer término arrastra fatalmente
su segundo: hace su oficio, es su substituto.
Y esa substitución a causa, de manera palpable, una de las condiciones
fundamentales del lenguaje: la posibilidad de expresar sin que el poder de
expresión esté ligado a la naturaleza del signo. Según lo que se haya convenido
previamente, una palabra, una sortija, una hoguera, podrán significar lo mismo.
Pero
si el signo es, por definición, la posibilidad de pensar una cosa como
equivalente a un grupo de cosas, el lenguaje que es sistema de signo será siempre
con respecto al pensamiento la expresión incompleta e inexacta. Incompleta, porque no se ha agotado todo
lo que puede decirse de la rosa cuando se ha dicho que es rosa; inexacta, porque no es correcto seguir
llamándola rosa cuando es blanca o amarilla. No obstante esa desproporción
entre los signos y las cosas a significar, el lenguaje ha cumplido su finalidad
cuantas veces despierta en el sujeto la significación que se ha convenido en
atribuir al signo. Imperfecto y relativo, el lenguaje satisface las necesidades
prácticas que le dieron origen a condición de imponerse a cada uno como un
acuerdo de lo que es accesible a los demás.
Bajo
la influencia tiránica de Durkheim se ha querido ver por eso en el lenguaje,
los dos caracteres esenciales del hecho social: la coerción y la exterioridad
al individuo. En toda sociedad hay siempre autoridad, presión, obligaciones; contrainte, como decía Durkheim. Que esa
coerción venga de los jefes, de las leyes, de la opinión, lo mismo da: el hecho
social implica siempre una coacción. Pero significa además otra cosa: la
impersonalidad de lo que es público. Hay vida social, en efecto, en la medida
que el individuo renuncia a una parte de sí mismo.
Esta
manera de interpretar el lenguaje como un hecho social, como una institución,
es exacta pero unilateral. El lenguaje, tal como existe en el espíritu de los
individuos que lo hablan, es un sistema de equilibrio entre la fuerza de la
tradición y la espontaneidad del individuo. Por eso un lingüista tan agudo como
Saussure no podía menos que distinguir en el lenguaje, la lengua y la palabra.
Porque si la primera es un hecho colectivo, la palabra es un hecho individual.
Cierto es que, en rigor, todas las palabras no han sido dadas por la lengua,
pero cierto es también que conservamos respecto de las mismas la elección
personal, según las circunstancias.
Esa
libertad frente a la lengua, que en nosotros está limitada únicamente a la
elección de las palabras, tenía al parecer en otras épocas, un carácter casi
ilimitado. Avanzando con paso cauto en el terreno poco firme de la prehistoria,
Jespersen ha observado que la evolución del lenguaje muestra una tendencia
progresiva a pesar de “conglomerados” irregulares, ricos en toda especie de
sonidos difíciles, a elementos cortos, móviles y regularmente combinables.
Mucho
tiempo antes, Renán había señalado la indeterminación y la libertad sin
contralor como rasgos probables de las primeras lenguas. “En el estado de la
libertad primitiva, cada uno hablaba a su manera, imitando a los otros sin
renunciar a su derecho de iniciativa y sin pensar en cumplir un conjunto de
leyes establecidas”. Por menor esfuerzo o por deseos de claridad, el pueblo fue
simplificando la lengua que hablaba, sin preocuparse de la corrección y la
elegancia. Por otra parte, una aristocracia lingüística, los literatos, lejos
de acrecentar la riqueza del idioma, lo empobrecieron al regularizarlo. Los
idiomas antiguos se permiten, por ejemplo, una multitud de construcciones, en
apariencia poco lógica: frases inconclusas, suspendidas, sin continuación. El
papel de los gramáticos de redujo a seleccionar dentro de la riqueza excesiva
de las lenguas populares y a eliminar todo aquello que aparecía repetido.
Lo
que en las últimas etapas del lenguaje se nos presenta separado y distinto,
estaba fundido, en sus comienzos, en una unidad indisoluble y esa unidad indisoluble, con no tener la
estructura de la frase, tenía, sin embargo, su intención. La frase es
anterior a la palabra; la palabra es anterior a la sílaba.
Cuesta
imaginar ese curioso protoplasma del lenguaje, a partir de nuestro complicado
lenguaje intelectual. Pero bástenos pensar, por ejemplo, que cuando decimos:
“¡aquí!” o “¡no!”, cada una de esas palabras gramaticales es, en realidad, una
verdadera frase, con un sentido completo, y que aun en idiomas como el latín,
una sola palabra reunía, a veces, bajo la unidad del vocablo, el sentido, el
número, la persona, el tiempo, el modo y la voz.
Hemos
hecho este largo recorrido porque el lenguaje infantil, en sus comienzos,
procede también por grandes síntesis indiferenciadas e imprecisas. Sus signos
no se refieren a un objeto o a una cosa, sino a todo lo que el niño sabe, desea
o quiere de esa cosa. Así, a los trece meses, el niño tan bien estudiado por
Pavlovitth, decía robe para
significar paseo, capa, sombrero, coche; en una palabra, todo lo que directa o
indirectamente se relacionaba a su paseo. En igual sentido el niño de Bühler
llamaba tue (por “stue”: silla), no
sólo para señalarla, sino para pedir que lo sentaran o acercaran.
Sería,
pues, absurdo clasificar a palabras de ese tipo entre los sustantivos o entre
los verbos y reconocer, de acuerdo con su aparición, los tres famosos estados
sucesivos de Stern. En realidad, tienen un valor indefinido y elástico,
verdaderas palabras-frases, con las
cuales el niño comienza a expresar necesidades y llegará más tarde a expresar
relaciones. Es el periodo individualista
del lenguaje, fuertemente marcado por un predominio de la afectividad.
Las
pocas “palabras-frases” de los comienzos van a aumentar rápidamente: diez
alrededor de un año, cincuenta a los dieciocho meses, quinientas a los dos
años. Pero el número no tiene más que una importancia relativa. Lo que
caracteriza ese momento, lo que le da fisonomía, es el hecho de que frente a
una situación el niño responde siempre por una sola palabra, enunciación verbal de una experiencia sincrética. Si fuera
posible clasificar esos conglomerados o esas “frases de una sola palabra” (einwort tasz) dentro de algunos de los
cuadros que usamos los adultos, diríamos sin mucha impropiedad que las primeras
palabras del niño tienen el carácter de una orden. El lenguaje, en efecto, es
ante todo un fenómeno de interpsicología, y lejos de aparecer como un simple
reflejo de la vida individual –tal cual lo querían las viejas definiciones– es
por el contrario uno de los factores esenciales de la vida en común. Detrás de
todas las palabras infantiles hay actos que se ordenan o que se reclaman, y por
eso Pierre Janet ha podido decir, dando a su expresión cierto sabor de paradoja
que, “comprender es en cierto sentido, obedecer”.
Alrededor
de los dos años la primitiva palabra-frase se diferencia, se desagrega, se
desarticula; dicho de otro modo, la frase comienza a organizarse. La sintaxis
por cierto no puede ser más rudimentaria: deriva, en realidad, de la simple
acción de contacto entre las palabras sin que haya relaciones expresas. La
frase no pasa de ser sino una combinación de palabras significativas o sematemas, sin que intervengan para nada
las proposiciones, los pronombres, las conjunciones, los adverbios, es decir,
los morfemas. Cuando el niño dice
“sombrero papá”, no ha marcado con ninguna palabra la relación que está difusa
en la frase. Para darle unidad e intención, le basta a menudo con el tono y con
el ritmo; el tono interrogativo, por ejemplo, aparece tan temprano que hace
pensar a veces si no será una manifestación refleja de la duda o la inquietud.
Las formas gramaticales –los morfemas– están por lo tanto ausentes del lenguaje
infantil, y cuando aparezcan no serán en un principio más que un lujo cuando no
un estorbo.
Las
solicitaciones del ambiente familiar son las que van a ayudar al niño en la
adquisición de los morfemas y en su uso cada vez más exacto. Una serie de
preguntas más o menos hábilmente dirigidas le va a ir haciendo precisar los
vínculos y las relaciones a las cuales en un principio no atendía. Un ejemplo
entre miles. María le da al niño un juguete y le pregunta sucesivamente: ¿Qué
le ha dado María? ¿Quién le ha dado el juguete? ¿Para quién es el juguete? Es
evidente que las diversas preguntas realizan prácticamente el análisis completo
de esta frase: “María ha dado un juguete al nene”. A cada pregunta el niño
agrega una información nueva, y al cabo de todas ha recorrido la frase
desmenuzándola en sus relaciones. Los simples sematemas ya no le bastan: “María
juguete nene”, dice mucho menos, aunque lo esencial sea lo mismo. Y a fuerza de
ir desmenuzando frases del nuevo tipo –“María le ha dado un juguete al nene”–
se va a ir encontrando con una serie de morfemas que le han venido a quedar
como residuos.
La
última adquisición –y siempre por el mismo camino– van a constituirla las flexiones conjugación, comparación,
declinación. Sin saber explicar de qué manera, el niño va a encontrar al fin
los principios en virtud de los cuales se conjuga, y va a ponerse a construir
formas por su cuenta sobre la base estrecha de las formas adquiridas y sobre la
imitación continuada del adulto. Es precisamente al declinar y conjugar como va
a sentir el niño que hay otra realidad no menos ruda que la física. Leyes casi
tan inflexibles como la de la caída de los cuerpos le van a imponer ciertos
modos de hablar y nada más que esos modos. Las menores infracciones van a traer
sobre él un anatema. Hay, en efecto, una interdicción social que prohíbe decir rompido y haiga mucho más terrible que la que prohíbe treparse a los jardines
en las plazas. Esa fuerza social que nadie sabría explicarle donde está, el
niño va a sentirla viviendo en torno suyo, pero es sobre todo en el lenguaje
donde va a sufrir en especial su tiranía y su fuerza.
La
sociedad no tolera el capricho en el lenguaje como no lo tolera en las
costumbres, y si el lenguaje es ante todo un medio de asociar esfuerzos y
acumular resultados, la influencia individual no podrá modificarlo sino a
condición de ser aceptada por la comunidad e incorporada a la tradición.
Inventar
nuevas palabras es, sin embargo, necesario, pero aun asimismo la invención en
lingüística está sometida a reglas tan fijas y tan estrictas que cualquier
palabra en disidencia podrá difícilmente prosperar. Los lingüistas han reducido
a pocos tipos los procedimientos en virtud de los cuales nuevas palabras se
incorporan al idioma. Por lo pronto, se acostumbra a distinguir dentro del
neologismo, el neologismo de significación y el neologismo propiamente dicho.
En el primer caso, la palabra no varía, se le da tan sólo otro destino; en el
segundo, hay formación real de otra palabra. De origen sabio o de origen
popular, el neologismo se crea por composición
o por derivación. En la palabra
compuesta, los elementos se han unido de tal modo que no despiertan sino una
sola representación (cortaplumas). En la palabra derivada –con sufijos o sin
ellos–, ha bastado una simple modificación para hacerla sonar como un vocablo
nuevo (perchero).
Si
agregamos a esto la adopción de palabras pertenecientes a otros idiomas,
dialectos o germanías, y el procedimiento, hoy tan en boga, de dar a un nuevo
objeto o a un nuevo matiz de sentimiento, el nombre de quien lo inventó,
popularizó o encarnó en modo arquetípico, habremos agotado los sistemas que
aseguran la renovación incesante del vocabulario.
Toda
creación se realiza así, de acuerdo a modelos tradicionales. Hay patrones que
permiten crear nuevas palabras, como hay otros que permiten agruparlas. Sin un
sistema de derivación, la lengua sería un amontonamiento de palabras. Con ese
sistema, cada palabra es, siempre, la posibilidad de muchas otras. Antes de
aparecer la forma nueva tiene una existencia virtual en el idioma: el
neologismo nace con el contexto que lo explica.
Cuando
Villemain, en el célebre prefacio al Diccionario de la Academia, se atrevió a
emplear la palabra deconstruir, que
no estaba en ese mismo diccionario, su neologismo no fue un enigma para nadie.
Cuando Jules de Gautier echó a rodar por el mundo la palabra bovarismo, todo hombre culto vió, por
debajo de la misma, la inquietud insatisfecha de la burguesía ahogada por el
medio. Pero cuando el extravagante señor Mercier1 quiso llamar alumelle a la hoja de un cuchillo, su
palabra, lejos de tradición y del pensamiento de los otros hombres, no
consiguió despertar en nadie el saber potencial que la convierte en signo.
***
En los primeros años de la vida, los
niños forman con profusión palabras de ese género, y en ciertos casos hasta un
lenguaje sólo por ellos comprendido. No hay que confundir los neologismos
infantiles con muchas palabras de apariencia original y que resultan ser, tan
pronto se las examina atentamente, una deformación más o menos reconocible de
palabras oídas al adulto. Noemí, de tres años, llama gominos a los ómnibus, pero es evidente que “gomino” no es
neologismo, sino la pronunciación imperfecta de una palabra difícil.
Sin
olvidar esta fuente posible de errores, no es menos cierto que el niño llega a
crear a veces hasta un pequeño lenguaje. Barth cuenta que su hermano, siendo
muy pequeño, había inventado un lenguaje personal, y que la abuela sabía
recitar en su ancianidad una jerga de una decena de líneas que había compuesto
en la niñez. Esa actividad infantil no tiene, sin embargo, repercusión sobre el
idioma porque no está sancionada de antemano por un sentimiento colectivo.
Marcela, de dos años, ha resuelto llamarse “Tarunda”. Como sus familiares la
corrigen, no tiene inconvenientes en volver a nombrarse Marcela, pero tan
pronto se enoja por cualquier motivo, vuelve a llamarse Tarunda. Es evidente
que Tarunda le parece un nombre que le es mucho más privativo que Marcela, pero
en esa lucha contra su medio está condenada a fracasar. Sus neologismos no se
imponen porque no son necesarios. “Si el hombre perdiera la lengua –ha escrito
Renán– la inventara de nuevo. Pero la encuentra hecha; su potencia creadora,
desprovista de objeto, se atrofia por falta de ejercicio. El niño goza, en alto
grado, de esa facultad expresiva, pero la pierde tan pronto como la educación
del ambiente viene a hacer inútil la fuerza que lleva en su interior.”
La
formación de todo neologismo será siempre ad
referendum. El triunfo es independiente de su valor intrínseco. En la
charla de todos los días nacen algunos muy felices, pero las circunstancia que
les dan luz, desparecen a poco de vivir. Dentro de las reglas o fuera de ellas, los neologismos
infantiles no son, en realidad, sino alardes de independencia en un organismo
aun no del todo socializado; pero en la misma resistencia que va a encontrar
para imponerlos va a ir comprendiendo poco a poco que lo único que confiere a
nuestra iniciativa fuerza perdurable, es la necesidad de todos imponiéndose a
la voluntad de cada uno.
___________
(*) Aníbal Ponce. Problemas de
psicología infantil. IV. El neologismo y el lenguaje. Ediciones el Nuevo Mundo,
1970. Argentina.
(1)
Autor de una Néologie, publicada en
1801.
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