Julio Carmona
LA
SINCERIDAD ES UN PASAPORTE para la credibilidad. Y parto de ella para decir, en
torno al tema expuesto en el título de este texto, que no me considero un especialista
de la literatura rusa, en general, ni de la soviética, en particular. Pero,
identificado como estoy con todos los procesos que se relacionan con el
desarrollo del socialismo (sus avances y retrocesos), no puedo dejar de opinar
sobre el tema aludido, máxime si se trata —como lo proyecta nuestra revista
CREACIÓN HEROICA— de hacer un balance de lo ocurrido en el transcurso de cien
años de la revolución bolchevique: octubre de 1917-octubre de 2017. Y tanto es
así mi opinión de marginal que revisando mi modesta biblioteca solo he
encontrado cuatro libros relacionados con el tema (además de los artículos de
José Carlos Mariátegui y de César Vallejo, o los de Lenin, y dos textos más
sobre estética de Lunacharski, y, por supuesto, no puedo dejar de mencionar el libro Arte y revolución de Trotski).
El más antiguo de los cuatro primeros está
firmado por el famoso teórico del anarquismo, Pedro Kropotkin, titulado La literatura rusa. Los ideales y la
realidad (1943: Buenos Aires, Claridad), libro que se puede ubicar entre
los que tratan de esa «literatura
general», aludida arriba, es decir, anterior a la soviética. Y este libro es
importante no solo por su densidad y por la versación del autor, sino también
porque —como el mismo título lo indica— destaca una característica que otros
autores relevan (en libros que no tratan exclusivamente de dicha literatura):
ser propensa a la valoración de lo espiritual y, de manera contradictoria, su
tendencia al realismo artístico.
Kropotkin hace ver en su libro cómo en las
obras de los más destacados autores de la Rusia pre-revolucionaria se funden,
precisamente, el realismo más expresivo con el idealismo más sublime. Asimismo,
otra propuesta adelantada de Kropotkin, sobre la caracterización de esta
literatura, es que su existencia propiamente moderna (aunque fuera, seguro, una
visión propia de su época) se inicia —dice— con Puschkin: «La labor paulatina de los cinco siglos
anteriores había preparado ya ese magnífico y flexible instrumento, el lenguaje
literario, en que Puschkin podría escribir sus versos melódicos y Turgueniev su
prosa no menos armoniosa».
Pero Puschkin, como se sabe, actuará en el siglo XIX, lo cual
indica que los cinco siglos anteriores han sido de preparación, pero no de existencia
—propiamente dicha— de la literatura rusa, pues contra ella confabulaban las
persecuciones y la represión del despotismo zarista. Como dice el prologuista
de Kropotkin —Alejandro Castiñeras—: «El proceso
político de Rusia se identifica de tal manera con la historia de su literatura
que el estudio de esta no puede hacerse sin una continua y dramática referencia
a los sucesos revolucionarios que han agitado durante un siglo al gran país. No
hay una sola figura literaria de positivos méritos que no haya participado,
directa o indirectamente, en las agitaciones políticas. De ahí que, en buena
parte, tanto la poesía como la novela o la crítica, hayan sido en Rusia medios
propicios para la divulgación de ideas o principios que no hallaban otras
formas más adecuadas para ser exteriorizados sin contravenir las severas
disposiciones de la autocracia.»
En orden de aparición, el segundo libro —de
los cuatro a que he hecho referencia— es de una autora, cuyos datos biográficos
o de nacionalidad no se mencionan: Helen von Ssachno, y su título: Literatura soviética posterior a Stalin
(1968: Madrid, Guadarrama). Y aunque el título remite a una etapa
post-revolucionaria (y con ostensible predisposición anticomunista) la autora
ha tenido el plausible criterio de hacer un breve acercamiento a la literatura
producida en la época anterior a la muerte de Stalin. Y es así que he
encontrado una coincidencia con lo que destacaba como visión de adelantamiento
en Kropotkin. En su página inicial dice: «El reproche que se ha hecho a la
literatura soviética a causa de su compromiso con la sociedad, de su estrecha
ligazón con la época y, por consiguiente, con una determinada situación
histórica y social, es ya válido en cierto modo respecto de la literatura rusa
clásica. El escritor ruso fue siempre a la vez artista y moralista, creador
formal y partidario de una ética, visionario y realista. La literatura rusa
reflejaba fielmente las enfermedades y anomalías de la sociedad rusa, del alma
rusa, pero también la incapacidad del ruso para conformarse con la mendacidad
de la vida personal y social. Yo y nosotros se fundían en el mensaje del poeta,
para dar una expresión de intensidad, a la vez propia del tiempo y atemporal,
que en las obras de los grandes maestros se convertía en visión profética».
Y, más adelante, la autora cita a Berdaiev,
que dice: «La verdad, la moralidad, la norma ya no se buscaba en la cultura,
sino en la vida elemental y orgánica del pueblo, y esto en todas las
situaciones y en todas las ideologías… Así se daba la demofilia religiosa de
Tolstoi y Dostoievskil y la demofilia socialista de Gorki». Y la autora, por su
parte, agrega: «Así se da todavía hoy la ficción de una demofilia comunista, al
fundir Partido y pueblo en el concepto de fuerza histórica ordenadora». Y
concluye la autora: «La literatura del siglo XIX había preparado la revolución.
La había popularizado y exteriorizado como fenómeno de la vida rusa y del
espíritu ruso, disgregado en sus componentes patológicamente rusos y alzado
sobre el podio de una tragedia universal. El realismo ruso de sentimientos
sociales fue elevado por medio de ella desde los bajos fondos de un reflejo de
la realidad, sin distancias y condicionado por el medio, a la planicie de
aquella clarividencia, de la que habría de nacer la gran novela rusa, que supo
interpretar los síntomas de decadencia de la vida rusa como mal mundial, el
sufrimiento del alma rusa como estigma del espíritu en rebeldía y, de esta
manera, hacer saltar la estrecha conexión con el tiempo, con una determinada
situación histórica y social».
Se sabe que los
primeros años tras la llegada de los
bolcheviques al poder en 1917 fueron tumultuosos
en todos los aspectos y, entre estos, el que corresponde a lo cultural se caracterizó
por su intensa movilización. Salieron a flote varios grupos literarios como
expresión de las fuerzas sociales que habían permanecido ocultas durante la
autocracia zarista. Fueron años de una verdadera eclosión revolucionaria, en el
sentido literal de la palabra, en el desarrollo del arte de la Unión Soviética,
expandiéndose una lucha entre quienes adherían a la tradición literaria realista
del siglo XIX, y aquellos que apostaban por una cultura proletaria. La figura del poeta Alexander Blok (1880-1921) ilustra a cabalidad
esa encrucijada. Se sabe que en él ese
sentimiento caótico gravitaba en dos direcciones definidas, una mística y otra
revolucionaria. Por ubicación generacional, Blok pertenecía por entero a la
literatura pre-revolucionaria, pero esto no fue un impedimento para que
asumiese el cambio. Y lo hizo escribiendo su famoso poema Los Doce, tal vez su obra más importante, la única que —asegura la
crítica especializada— sobrevivirá en el curso de los siglos, y que ha sido el
fruto de ese contacto. Es un poema —se dice— que ocupará un lugar de privilegio
en la historia de la literatura rusa. Los impulsos de Blok, ya sea que se orienten
hacia un misticismo proceloso o bien hacia la revolución, no han brotado en un
espacio vacío, sino en la atmósfera, muy densa, de la cultura de la vieja
Rusia, de sus terratenientes y de su intelligentsia (es decir, de su
intelectualidad). Los poemas de Blok —ha explicado alguien— son románticos,
simbólicos, místicos, confusos e irreales; pero suponen una vida muy real, con
formas y relaciones definidas.
Ello explica
que Blok saludara a Maiakovsky como un gran talento y bostezó francamente ante
Gumilev.1 «Si no me puse al lado de la revolución, me pareció menos
indicado aún ponerme de parte de la guerra», diría Blok. Si no se puso «del
lado de la revolución», sí dirigió su norte espiritual hacia ella. En realidad,
dicen sus biógrafos, que la cercanía de la revolución de 1905 abrió su ímpetu
creador y, por primera vez, elevó su arte por encima de las brumas líricas. La
primera revolución penetró en su alma y la arrancó de la autosatisfacción
individualista y del quietismo místico. La segunda revolución lo despertó, lo
puso en movimiento hacia un objetivo y en una dirección determinada. Blok no
era el poeta de la revolución. Se pegó a su carro cuando él languidecía en el
callejón sin salida de la vida y el arte anteriores a la revolución. El poema «Los
Doce» es una prueba de esto al tratar en él de salvar la imagen artística de
Cristo poniéndole los puntales de la revolución. Heredero de una conciencia
patriarcal, los dirigentes de la revolución eran hombres cuya psicología y cuya
conducta le resultaban extrañas. Trotsky escribe sobre él lo siguiente: «Cierto,
Blok no es de los nuestros. Pero ha venido hacia nosotros. Y al hacerlo, se ha
roto. El resultado de esta tentativa es la obra más significativa de nuestra
época. Su poema Los Doce pervivirá
siempre.»
Se puede decir que Maiakovski (1893-1930) es el poeta que se ha convertido en
leyenda como representante de la literatura soviética. Pero este enfoque no es
unánime o consensuado. Uno de los contrarios a esa «sacralización» es César
Vallejo. En uno de los artículos de su libro El arte y la revolución, con objetividad pero también con cruda revelación,
dice: «No es, en realidad, Maiakovski el mejor poeta del
Soviet. Es solamente el más difundido. Si se leyese más a Pasternak, a Kaziin,
Gastev, Sayanof, Viesimiensky, el nombre de Maiakovski perdería muchas ondas
sonoras en el mundo.» (El caso Maiakovski). Obsérvese que Vallejo menciona a
varios poetas cuyos nombres y obras nos son desconocidos, ello debido a que los
medios de difusión cultural occidentales siempre han aplicado una censura
tácita a toda producción que le fuera adversa. Su arma principal en esta acción
ha sido el silencio. Pero, en relación con Maiakovski, es verdad que fue un
revolucionario dentro de la poesía rusa, pues adhirió —antes de la revolución
bolchevique— al futurismo que alborotaba en otros países europeos y que
representaba una ruptura con la tradición. Y, en su caso, optó por adherir a
los parámetros futuristas, pero con gran inquietud social.
Aquí es
pertinente referirme al tercero de los libros que he tenido a mano para tratar
el tema que me ocupa, de un autor italiano, Ángelo María Ripellino, Sobre literatura rusa. Itinerario a lo
maravilloso (1970, Barcelona, Barral). Se trata de un conjunto de ensayos
sobre autores como Derzhavin, Pushkin, Lermontov Tiútchev, Chejov, Blok, Bieli,
Pasternak, Pilniak, Zabolotski y, al final, un breve estudio sobre Maiakovski.
Y de este dice que «la parte más estimable de la poesía de V. Maiakovski es la
del momento anterior a la revolución y que, incluso después, lo mejor de él
está en los versos que se acercan a los módulos del cubofuturismo (la gran edad
gogolianobarroca de la moderna lírica rusa), mientras que empalidecen cada vez
más sus textos asertivos, sus prescripciones, sus artículos rimados, con
arreglo al ritual de la propaganda política).» Es obvia la posición
crítico-ideológica formalista de este autor. Y eso no es lo censurable. Lo inadmisible
es que, al margen de la posición misma de Maiakovski (vale decir de sus
aspiraciones personales, sus limitaciones ideológicas y su exacta
identificación de clase) se cuestione la tendencia poética o literaria, el realismo
proletario, en que no se pudo desarrollar. Porque esa es la misma tendencia
asumida, por ejemplo, por Bertolt Brecht, por Nazim Hikmet, por Paul Éluard y
por César Vallejo (entre muchos otros), tendencia en la que estos autores no
solo dieron sus mejores frutos sino que, al mismo, tiempo la enriquecieron y
potenciaron para su permanencia en el imaginario estético de poetas posteriores
a ellos.
Vale, entonces,
retomar la incisión crítica que de Maiakovski hizo César Vallejo (en el texto
citado supra): «Maiakovski me hablaba con un acento visiblemente penoso y
amargo. Contrariamente a lo que dicen de él todos sus críticos, Maiakovski
sufría, en el fondo, una crisis moral aguda. La revolución le había llegado a
mitad de su juventud, cuando las formas de su espíritu estaban ya cuajadas y
hasta consolidadas. El esfuerzo para voltearse de golpe y como un guante a la
nueva vida le quebró el espinazo y le hizo perder el centro de gravedad,
convirtiéndole en un “desaxé” [descentrado o desorientado], como a Essenin y a
Sobol». Y algo similar dice José Carlos Mariátegui de Essenin, de quien dice
que «nos cuenta su regreso a la aldea después de ocho años de ausencia. Su
pueblo, transformado por la Revolución, no es el mismo. Essenin sufre una
desilusión que expresa con nostalgiosa melancolía. “En los ojos de nadie
encuentro refugio”. “En mi pueblo soy un extranjero”. “Mi poesía aquí no sirve
más”. El equilibrio no sólo se había roto entre Essenin y el mundo exterior; se
había roto, sobre todo, en el propio poeta. Dentro de un mundo en laboriosa
organización, el poeta escandalista quedaba desocupado. A pesar de sus cantos
revolucionarios, no era el poeta de la Revolución.» (El artista y la época). Es la reacción del pequeñoburgués,
especialmente de extracción campesina. Y no se diga que es algo generalizable,
que se pueda o deba aplicar a todos los que tienen esa extracción de clase.
Porque ese es también el caso de César Vallejo, pero que, sin embargo, tanto en
su poesía como en su ubicación ideológico-política, supo superar las
limitaciones de su clase de origen para adoptar la ideología del proletariado,
sin menoscabo de su quehacer artístico.
Y esa puede ser
la clave para enfocar la obra de muchos de los escritores de la Rusia soviética
y post-soviética. Y es algo que se puede observar en el trabajo ya citado supra
de Helen von Ssachno —muy a su pesar—. Esta autora —con impecable prosa, hay que reconocerlo— se refiere,
un poco a la ligera, a los autores que actuaron en el período revolucionario
hasta la muerte de Stalin. Y qué mejor que sea su propia expresión la que nos
describa ese panorama (máxime si ratifica lo ya dicho arriba acerca de esa
impronta realista/idealista que caracteriza a la literatura rusa). Dice ella
que el
Partido había considerado la necesidad de «crear una literatura nueva, puesta
al día e impregnada de ideología, pero quería conectar estos escritos
proletarios con la forma del arte
retrospectivo, porque, desde un
punto de vista específicamente ruso, le parecía
que aquella forma estaba precisamente
predestinada para la aceptación del mensaje social de salvación. Lenin y
con él la vieja guardia de los bolcheviques habían crecido en esta tradición
del crítico realismo ruso, cargado de
material socialmente explosivo. El Partido quería continuar este clásico arte
poético, sobre la base de una temática social edificante, enriquecida
ideológicamente. La literatura rusa del siglo XIX había disgregado la vida
rusa, al hombre ruso, a la historia rusa en sus componentes enfermizos y, de
este modo, lo había desvalorizado a base de una crítica negativa; la literatura
del siglo XX debía, tras la memorable interrupción de la revolución de octubre,
disgregar la vida soviética, al hombre soviético, a la historia soviética en
sus componentes ideológicos saludables y, de este modo, aceptarlo e
interpretarlo sin crítica alguna. Al
hacer esto, no
pensaba al principio ciertamente en un montaje de
literatura propagandística, sino en escritos patéticamente llenos de una
conciencia de misión heroica. Aceptó al difícil Leonov, cuando se pasó a la
expresión comunista, envuelta en mística eslavófila. Aceptó a Maiakovski,
aunque al parecer por ese tiempo precisamente perpetró el suicidio. Glorificó a
Gorki, cuya postura como decano de la literatura soviética constituye por sí
misma un fenómeno. Hizo de Sholojov el clásico del proletariado, lo que de
ninguna manera le impedía intimarle una y otra vez a efectuar retoques en su
obra épica. Después de la muerte de Gorki lanzó a Fadeiev a la cumbre dirigente
de la vida cultural rusa, porque era adicto y dotado. Adicta y dotada —en el
sentido de la tesis citada más arriba— de una devota simplicidad ideológica y
de una madura maestría, no lo era en cambio la élite literaria. Los grandes
talentos dentro de la lírica —Pasternak y la Ajmatova, Bagritzki y Tijonov,
Kirssanov y Aseiev, Sabolotzki y Mandelstam, Yessenin y Selvinski—, aun cuando
alcanzaran en ocasiones aplausos por sus obras, se encontraban fuera de la
norma considerada como sana. Lo mismo se diga en la prosa. Sin Fedin y Nikitin,
Laureniov y Babel, Kaverin y Olescha, Leonov y Pilniak, Samiatin y Bulgakov,
Soschenko y Vsevolod, Ivanov y Petrov, Slonimski y Budanzev, Tinjanov y Alexis
Tolstoi y, con ellos, sin el escéptico
ardor de los simpatizantes, descompuesto en ironía y perspicacia, romanticismo
y sobriedad, éxtasis y desesperación, no habría ni una narrativa soviética de
la guerra civil, ni una novela soviética, ni una sátira soviética, pues los
ingenuos escritos de edificación entusiasta de la así llamada escuela proletaria,
al estilo de un Ostrovski, Gladkov, Libedinski, Panfiorov, Serafimovich, Furmanov
o Vesseli, tienen, tanto hoy como entonces, un mero valor documental».
(op. cit.)
Nótese que esta autora hace una división en dos bandos de los
autores de esta etapa, previa a la proclamación del realismo socialista —del
que ella misma hablará a continuación—. A unos los presenta como muy ligados al
«oficialismo» (para decirlo con expresión arcediana o fiel a la autoridad) y a otros
«caídos de su mano». Pero, asimismo, cabe resaltar que entre los líricos «no
oficiales», hoy por hoy, solo suenan los nombres de Pasternak, Essenin y algo
Ajmatova (cuya obra fue reseñada por José Carlos Mariátegui). Mientras que los
otros son prácticamente desconocidos, al menos en nuestro medio: Bagritzki, Tijonov,
Kirssanov, Aseiev, Sabolotzki, Mandelstam y Selvinski. Sin embargo hay que
resaltar que de los tres primeros no necesariamente ha de decirse que fueran
enemigos del poder soviético. Y algo similar ocurre con la prosa de Fedin,
Babel, Leonov, Pilniak y, un poco, Alexis Tolstoi (sin que de estos con mirada
desprejuiciada tampoco se pueda decir que fueran disidentes del soviet2);
mientras que los otros no alcanzaron mayor renombre: Nikitin, Laureniov,
Kaverin, Olescha, Samiatin, Bulgakov, Soschenko, Vsevolod, Ivanov, Petrov,
Slonimski, Budanzev. Y, por el lado de los identificados plenamente con el
soviet, solo menciona a siete Ostrovski, Gladkov3, Libedinski,
Panfiorov, Serafimovich, Furmanov o
Vesseli, condenando a su obra a tener solo «un mero valor documental». Una
visión más ecuánime de la obra de estos autores la tiene J.C. Mariátegui
cuando, refiriéndose a uno de ellos, dice: «Todas las pasiones, todos los
impulsos, todos los dolores de la revolución están en esta novela. Todos los
destinos, los más opuestos, los más íntimos, los más distintos, están
justificados. Gladkov logra expresar, en páginas de potente y ruda belleza, la
fuerza nueva, la energía creadora, la riqueza humana del más grande
acontecimiento contemporáneo» (El alma
matinal).
Y de esa bifurcación (entre autores,
calificados de pro y de contra-soviéticos) sin una valoración justa, sino
sesgada y prejuiciosa, ya estamos acostumbrados, al extremo de no poder hacer
una apreciación equilibrada, en la medida que sus obras nos son prácticamente
desconocidas. Y si algo sabemos de ellos es por la información —también
teledirigida— del poder mediático occidental que siempre nos ha bombardeado con
noticias de autores previamente «santificados» por su desconexión con el
sistema soviético. Tal es el caso de Alejandro Solzhenitsyn, cuya obra se
catapultó hasta la cumbre del premio Nobel (en las décadas de los sesenta o
setenta del siglo pasado) y que ahora goza del más sepulcral silencio.4
Y lo curioso de esta acción —como ya la he llamado— teledirigida es que pasa
por alto los «principios» estéticos que dominan en su apreciación cuando
cuestiona a los autores que luchan contra el imperialismo, indicando que su
obra tiene «un mero valor documental» (para usar la frase de Helen von Ssachno,
citada arriba) porque —como lo precisa la misma autora— es una obra «de
compromiso con la sociedad, de estrecha ligazón con la época y, por consiguiente,
con una determinada situación histórica y social». Sin embargo, cuando eso
ocurre con la obra de sus autores «santificados» está bien que lo hagan si se
trata de atacar a los países que están en contra de su imperio. Y ese era el
caso de Solzhenitsyn y de otros como Andrei Siniavski y Yuri Daniel que, en
efecto, fueron encarcelados por haber llevado a cabo acciones
contrarrevolucionarias (acciones que, de haber ocurrido en un país de
occidente, igual hubieran sido reprimidas y catalogadas de terroristas), pero
cuyo proceso fue calificado de inhumano y con mayor razón si se trataba de
«excelentes literatos». Pero una vez que pasó la tormenta resulta que de su
obra no ha vuelto a saberse nada. Algo similar ocurrió en Cuba con el caso de
Heberto Padilla que, siendo en efecto un excelente poeta, como ciudadano había
optado por realizar acciones contrarrevolucionarias. Y, después de ser
procesado, él reconoció su culpabilidad, y por esto fue convertido en víctima,
porque se dijo que le habían lavado el cerebro y que lo habían obligado a
auto-inculparse (y algo similar se dijo de Boris Pasternak). Es decir: la ley
del embudo, sin escapatoria posible. Y ya no se diga de los casos patéticos de
delincuentes comunes que optaron por hacer el teatro de presentarse como
poetas, tal como ocurrió con Armando Valladares, de quien —después de su liberación, por hacerse pasar como poeta y de
hacer creer que había quedado «paralítico» en prisión— el presidente francés
François Mitterrand dijo sobre él: «el hombre no era
poeta, el poeta no era paralítico y el cubano hoy es americano». Y después de
su «poemario» titulado Desde mi silla de
ruedas (absolutamente desconocido) no volvió a escribir ni «así de
tantico», como dicen los cubanos.
En conclusión, entiendo que al hablar de «literatura soviética» se
puede hacer entendiendo ese término en dos sentidos: a) el que esa literatura
haya sido creada por autores identificados con el régimen soviético, y b)
haciendo referencia a los escritores que, manteniéndose al margen de dicho régimen,
escribieron bajo su dominio. Y es necesario precisar esto ya que recurriendo al
cuarto libro (de los que aludí al comienzo de este escrito), descubro que su
título es ambiguo y hasta confusionista: Literatura
clandestina soviética (1969, Madrid: Guadarrama). Al revisar los textos ahí
reunidos —pues, propiamente, es una antología— se ve que se trata de una
literatura contrarrevolucionaria, antisoviética, que no protesta contra el
retroceso de la revolución socialista, sino contra el régimen inaugurado por
Nikita Kruschev, es decir, el iniciador del liquidacionismo de la Unión
Soviética. No lo hacen, pues, para luchar —clandestinamente— por un retorno a
los principios originales de la revolución rusa que permitió a ese país
liberarse del despotismo zarista, es decir, salir de su estado feudal, y llevar
a la Unión Soviética a convertirse en la segunda potencia mundial, sino que lo
hacen contra el sistema socialista tomando como pretexto la orientación
decadente que adoptó el sistema revisionista a partir de Kruschev.
Y estas precisiones son pertinentes porque incluso dentro del
primer grupo de la denominación «literatura soviética», también se encuentra
otra subdivisión que describe muy bien César Vallejo, en el texto ya citado
sobre Maiakovski. Dice ahí: «Dentro de esta misma generación [se refiere a la
generación de Maiakovski y de Esenin], el calvario ha sido mayor para quienes
fueron tomados sorpresivamente por la revolución, para los desheredados de toda
tradición o iniciación revolucionaria. La tragedia de transmutación psicológica
personal ha sido entonces brutal, y de ella han logrado escapar solamente los
indiferentes con máscara revolucionaria, los insensibles con “pose”
bolchevique». Estos especímenes —digo yo— se presentan en todo el movimiento
revolucionario mundial y responden a un carácter de clase pequeñoburgués. Y
este era el caso de Maiakovski, pero él —como precisa Vallejo— era un caso
especial, con una sensibilidad fuera de lo común, dentro de esa clase. Y sobre
este tipo de personas dice: «Cuanto más sensible y cordial el individuo para
permearse en los acontecimientos sociales, más hondos han tenido que ser los
transtornos de su ser personal, derivados de la convulsión política, y más
exacerbado el “pathos” de su íntima e individual revisión de la Historia. El
juicio final ha sido entonces terrible, y el suicidio, material o moral,
resultaba fatal, inevitable, como única solución de la tragedia».
El último intento del poder soviético por rescatar a esos
escritores de tal encrucijada era llamarlos a asumir una concepción realista de
la literatura, con una conciencia proletaria. Pero eso no se hizo poniéndoles
una pistola en el pecho o un puñal en la espalda, sino apelando a un cambio de
esa sensibilidad ideológica pequeñoburguesa. Lógicamente, si esos escritores
optan por sabotear —no como escritores, sino como contrarrevolucionarios— las
acciones de la revolución, entonces se les tiene que aplicar lo establecido por
las leyes revolucionarias. Su literatura no puede ni debe ser un atenuante. Y,
en realidad, si se leen los textos antologados en el libro aludido arriba, Literatura clandestina soviética, se
observa una rabiosa actitud anticomunista, y se encuentra un gran parentesco
con algunos poemas del cubano Heberto Padilla, Fuera del juego. Y, lo patético, es que en el caso de los
antologados no se puede encontrar ningún nombre que haya trascendido. Y
tratándose de autores de esa estirpe el Estado, que defiende los intereses de
las clases trabajadoras (mientras esos escritores se están poniendo en contra
de estas clases, y a favor de las clases explotadoras nacionales e
internacionales), entonces tiene que actuar como lo hace cualquier Estado en
una sociedad dividida en clases. Y no era otra la situación de la Unión
Soviética, cuya disolución lo demuestra de la manera más flagrante: las clases
trabajadoras derrotadas por una burocracia parasitaria. Pero cabe preguntar:
¿esa defensa de su Estado no la hacen acaso los gobiernos de los países
latinoamericanos —y está demás decir que se incluye al Perú— que, en defensa de
los intereses capitalistas internos y externos, encarcelan a los escritores sin
tener en cuenta esta su condición de escritores y solo son perseguidos por su
manifiesto apoyo a las clases trabajadoras?
En esa encrucijada, es que en la Unión Soviética surgió la
proclama del «realismo socialista», que obedecía a las condiciones históricas,
coyunturales, de la Rusia de entonces. Y fue adoptado, voluntariamente, por
algunos escritores. Pero eso no compromete al realismo proletario. Este es
internacional, el «realismo socialista» fue nacional, ruso. Y si lo asumieron
algunos escritores de otras naciones (por sus vínculos políticos con Moscú) fue
una acción de responsabilidad individual. Y sus logros o fracasos tienen que
ser apreciados en su especificidad, y no englobados en una generalidad
maniquea: que todos los que escriben sobre temas relacionados con la lucha de
los pueblos por la construcción del socialismo tienen que ser calificados con
signo de devaluación, también genérica, que es la que le asignan al «realismo
socialista» autores como Mario Vargas Llosa, como lo demuestro en mi libro (El mentiroso y el escribidor. Teoría y
práctica literarias de Mario Vargas Llosa. 2007, Lima: Fondo Editorial del
Pedagógico San Marcos), del que tomo el siguiente fragmento. Dice Mario Vargas:
«Ha hecho tanto daño el realismo socialista, frustró a tantos escritores
que sacrificaron su espontaneidad, su locura y fantasía a nombre de una
revolución, que ahora, por temor a caer de nuevo en ese esquematismo, ha nacido
una especie de aversión contra el realismo a secas. Pretendiendo condenar el
realismo socialista o rehuir sus peligros, lo que se condena es en última
instancia el realismo, algo (sic) que de ninguna manera está representado por aquél.
(C-1972: 35.)
En principio, resaltemos ese repentino apego al
realismo, defendiéndolo de ciertas desviaciones que, con el afán de preservarlo
de la contaminación que significa el realismo socialista —dice— están
condenándolo en bloque. Pero obsérvese que esa «satanización» del realismo
socialista la hace alguien que en muchas oportunidades, para defender su
elección de dedicar el cien por cien de su vida a la literatura, concedía que
otros no lo hicieran o que la compartieran con sus ideales políticos o
partidarios:
«Es posible que un joven que abandona la literatura para dedicarse a
enseñar o para hacer la revolución, sea ética y socialmente más digno de
reconocimiento que ese otro, egoísta, que sólo piensa en escribir. (B-1993:
148). [Incluso en otro momento dice:] No sería justo condenar rápidamente a
esos jóvenes que reniegan de su vocación, es preciso examinar antes las razones
que los mueven a desertar» (Ibíd.: 93).
Obsérvese
que el caso expuesto no es idéntico al de los escritores que asumen (o
asumieron) el realismo socialista, porque estos no abandonan la literatura sino
que la realizan en una dirección específica (con el mismo derecho con que MV
opta por un camino diferente), pero la atingencia en su caso es tanto más
pertinente. Por otro lado, no se trata de si el realismo socialista representa
o no al «realismo a secas», sino de hasta qué punto las obras de esos
escritores merecen ser incluidas dentro de la tendencia realista (así como, en el otro extremo, se hace con
Kafka) sin maniqueísmo ni sectarismo ni segregacionismo.
Nótese,
finalmente, que ahí se considera a los escritores que asumieron el realismo
socialista —en época y condiciones específicas: la revolución rusa y su proceso
subsiguiente— como poco menos que acusables de infantilismo por haber adoptado
esa decisión o convicción. Cuando, en realidad fue (y es) una opción de su
absoluta responsabilidad. Y lo que más llama la atención es que —en otro
momento— MV presente como representantes del realismo-socialista soviético a
dos escritores cuyas obras fueron escritas antes de que entrara en vigencia la
denominación aludida. Y da su definición como sigue: «Era para que la
literatura cumpliera mejor su función de instrumento de cambio, al servicio del
progreso humano, de la revolución socialista, que se establecieron esas pautas
teóricas a propósito de la creación literaria.5 Pero los resultados
nos muestran que la teoría estaba errada: la eficacia que se pretendía no ha
dejado la menor huella. Ni los espíritus más ortodoxos se atreverían a afirmar,
hoy, que una novela como Así se templó el
acero, de Ostrovsky, o Cemento,
de Gladkov, dos grandes monumentos del
realismo socialista, han sido más útiles a la causa del progreso humano,
que una obra “decadente” como Los
endemoniados de Dostoievski o En
busca del tiempo perdido. (Ibíd.: 34).
Y, dentro del
objetivo de nuestro trabajo, lo expuesto constituye otra mentira, pues no se
puede considerar a las obras de Gladkov (publicada en 1924) y la de Ostrovski
(1935) como «grandes monumentos del realismo socialista», cuando la historia
literaria tiene bien determinado que las tesis del realismo socialista recién
se oficializaron hacia 1948. Este dato está consignado en el artículo «Los
vastos espacios de la literatura rusa» de la Gran Enciclopedia la Clave del
Saber. Es más, esa precisión de fechas
coincide con lo señalado en el libro Literatura,
filosofía y marxismo, que recoge textos de Gorki y Zhdanov, sindicados como
los impulsores de la denominación «realismo-socialista», y se dice ahí, en la
Nota Editorial, que Gorki fue el primero
en sugerir el impulso del realismo socialista en un discurso (que es
reproducido en el libro) pronunciado el 17 de agosto de 1934, con ocasión de
celebrarse el I Congreso de escritores soviéticos, y ahí se indica también que
los postulados de Zhdanov sobre el particular fueron expuestos en 1945.
Y, entonces, vemos que el realismo socialista se
convierte para MV (y para toda la concepción burguesa, formalista del arte y la
literatura) en un fantasma persecutor o un demonio que se quiere exorcizar, y
que, al final, se confundirá —pese a sus prevenciones iniciales— con todo el
realismo, llegando a la conclusión —como ya hemos visto— de que este no existe.
Y es así que vemos aparecer al realismo socialista en Historia de un deicidio, cuando indica que García Márquez en su
búsqueda de un lenguaje apropiado, máxime si sus amigos le censuraban el estilo
‘artístico’ en que estaba escrita su obra primigenia, y realiza —dice MV— la búsqueda
de otras alternativas «aunque sin caer nunca en las toscas concepciones del realismo-socialista, García Márquez
llegaría a una conclusión parecida sobre su lenguaje narrativo, algunos meses
después, al iniciar su segunda novela.» (B-1971: 45).
Repito, el realismo socialista es, pues, el demonio
al que se debe exorcizar. Pero, en realidad, el realismo socialista nació junto
con su partida de defunción. Y, hoy por hoy, descansa en paz. Y no compromete a
toda la literatura auténticamente soviética ni, mucho menos, al realismo
proletario, al que José Carlos Mariátegui prefirió denominar nuevo realismo.
__________
(1) Nikolai Gumilev, fue un escritor
contrarrevolucionario. El 3 de agosto de 1921 fue arrestado por la Cheka
acusado de participar en una conspiración monárquica conocida como
«organización militar de Petrogrado» o conspiración de Tagantsev. El 24 de
agosto, la Cheka de Petrogrado decretó la ejecución de los 61 participantes del
caso, incluido Nikolai Gumilev. Fueron fusilados el 26 de agosto en el bosque
Kovalevsky.
(2) De Leonov, por ejemplo, J.C. Mariátegui dice:
«Esta novela es una versión objetiva —indiferente al contraste de las ideas—
del alma de la aldea rusa. Y, más que del alma, del cuerpo. Porque,
afortunadamente, Leonov no se propone objetivos trascendentales ni metafísicos.
Es un realista que, sólo para que no nos sea posible dudar de que lo que nos
describe es la realidad, pone en ella el poco de poesía necesario para que no
le falte nada» (op. cit.) En el mismo texto, también trata de los siguientes
escritores: «La novela y el cuento recuperan su sitio. La patria de
Dostoievsky, de Turguenev, de Tolstoy y de Gorki, tiene el genio del cuento y
del relato. Lo testimonian, en nuestra época, Pilniak, Zamiatine,
Serafimovitch, Ehrenburg, Ivanov, Babel y varios otros. En el arte de casi
todos estos cuentistas o novelistas se combina frecuentemente un ingenuo
primitivismo con una sagaz modernidad. En Pilniak, por ejemplo, hay un marcado
freudismo.»
(3) De Gladkov dice Vallejo que figura «dentro de
la literatura proletaria» (El duelo entre dos literaturas)
(4) Y, en comparación por oposición, cabe mencionar
el caso de Boris Pasternak, que rechazó el premio Nobel.
(5) En realidad, el realismo socialista no surgió como una teoría
literaria, sino como una consigna política. Una teoría literaria no puede
surgir de uno o dos discursos (de Gorki y Zhdanov) dados en un Congreso de
Escritores. Este es un tema digno de ser tratado con mayor precisión o
especificidad.
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