Ortodoxia
y Heterodoxia en José Carlos Mariátegui
Julio
Carmona
CUARTA
PARTE
EN OTRO ORDEN DE IDEAS, hay
quienes pretenden «descubrir» heterodoxia en la propuesta que JCM plantea en
relación con el desarrollo del socialismo en el Perú, y en la que sostiene que
previamente han de agotarse las tareas que le correspondió hacer a una
burguesía liberal que en el Perú no cumplió con su rol histórico. Veamos lo que
dice: «Hoy un orden nuevo no puede renunciar a ninguno de los progresos morales
de la sociedad moderna. El socialismo contemporáneo —otras épocas han tenido
otros tipos de socialismo que la historia designa con diversos nombres— es la
antítesis del liberalismo; pero nace de su entraña y se nutre de su
experiencia. No desdeña ninguna de sus conquistas intelectuales. No escarnece y
vilipendia sino sus limitaciones. Aprecia y comprende todo lo que en la idea
liberal hay de positivo: condena y ataca sólo lo que en esta idea hay de negativo
y temporal» (1980: 79-80). Y esta proposición no es contraria a lo expresado
por Marx: «… la clase obrera (…) debe comprender que el sistema actual, aun con
todas las miserias que vuelca sobre ella, engendra simultáneamente las
condiciones materiales y las formas sociales necesaria para la reconstrucción
económica de la sociedad» (1969: 237). Y, por eso, dice JCM que:
Marx no podía concebir ni proponer sino una
política realista y, por esto, extremó la demostración de que el proceso mismo
de la economía capitalista, cuanto más plena y vigorosamente se cumple, conduce
al socialismo; pero entendió, siempre como condición previa de un nuevo orden,
la capacitación espiritual e intelectual del proletariado para realizarlo, a
través de la lucha de clases (1964: 57).
El mismo Marx, joven, en La sagrada familia, dice recordar ‘un
pasaje elocuente de Helvétius’, y hace una paráfrasis de él, y de ahí extraigo
lo siguiente: «Como, según Helvétius, lo que forma al hombre es la educación,
por la que él entiende no sólo la educación en el sentido corriente, sino el
conjunto de las relaciones de vida de un individuo, si es necesaria una reforma
que venga a abolir la contradicción entre el interés particular y el interés
general humano, para poder llevar a cabo esta reforma hace falta, por otra parte,
transformar la conciencia». Y Marx termina la paráfrasis; pero cita
textualmente a Helvétius: «“Las grandes reformas solo pueden realizarse
debilitando la estúpida adoración que los pueblos sienten por las viejas leyes
y costumbres” o, como él dice en otro lugar: acabando con la ignorancia”»
(1967: 199).
Y en
esa tarea de positiva «realización liberal» no solo están de acuerdo los mismos
liberales conscientes de su rol sino también los marxistas que, en tal sentido,
no tienen ningún temor a esa coincidencia. Por ejemplo, lo poco que se sabe de
Piero Gobetti es que no era —como JCM— «un marxista convicto y confeso»; sus
impulsos concretos estaban dirigidos a apuntalar «la revolución liberal»; se
sabe que fundó y dirigió una revista con ese título; pero eso no insta a que se
le considere contradictor del marxismo. Y en ese orden de ideas JCM llega a
decir que ‘es uno de los espíritus con quienes sentía más amorosa asonancia’,
por esa coincidencia de que, para avanzar históricamente, previamente debe
darse los pasos del desarrollo industrial que, en Perú, le correspondió
realizar a una burguesía esclerotizada por sus rezagos feudales. Por eso JCM
dice: «El florecimiento de las literaturas nacionales coincide, en la historia
de Occidente, con la afirmación política de la idea nacional. Forma parte del
movimiento que, a través de la Reforma y el Renacimiento, creó los factores
ideológicos y espirituales de la revolución liberal y del orden capitalista»
(1980: 234). Y antes ha dicho: «Rusia, la metrópoli de la naciente civilización
socialista, trabaja febrilmente por desarrollar su industria. El sueño de Lenin
era la electrificación del país. En suma, así donde declina una civilización
como donde alborea otra, la industria mantiene intacta su pujanza. Ni la
burguesía ni el proletariado pueden concebir una civilización que no repose en
la industria. Hay voces que predicen la decadencia de la urbe. No hay ninguna
que pronostique la decadencia de la industria» (op. cit.: 224). Y también, por
eso, en nota a pie de página, después de citar a Gobetti, JCM, dice:
Gobetti insiste en varios pasajes de su obra en
esta idea, totalmente concorde con el dialecticismo marxista, que en modo
absoluto excluye esas síntesis a priori tan fácilmente acariciadas por el
oportunismo mental de los intelectuales. Trazando el perfil de Doménico
Giuliotti, compañero de Papini en la aventura intelectual del Dizionario
dell'uomo salvatico, escribe Gobetti: “A los individuos tocan las
posiciones netas; la conciliación, la transacción es obra de la historia tan
sólo; es un resultado”. Y en el mismo libro, al final de unos apuntes sobre la
concepción griega de la vida, afirma: “El nuevo criterio de la verdad es un
trabajo en armonía con la responsabilidad de cada uno. Estamos en el reino de
la lucha (lucha de los hombres contra los hombres, de las clases contra las
clases, de los Estados contra los Estados) porque solamente a través de la
lucha se tiemplan fecundamente las capacidades y cada uno, defendiendo con
intransigencia su puesto, colabora al proceso vital” (op. cit.: 229-230).
Obviamente, JCM está de
acuerdo con Piero Gobetti porque la suya es una visión de real politik. Y esa
visión realista de su concepción holística (política, económica, filosófica,
estética) lo lleva a interpretar en su justa medida la adopción que del
socialismo han hecho ciertos intelectuales de la época:
El pensamiento político de Jiménez de Asúa no está
netamente formulado en su obra. Más que una doctrina, se dibuja en sus escritos
una actitud. Una actitud que no es únicamente suya y que se podría tal vez
definir con esta palabra: neoliberalismo, porque la palabra liberalismo sabe a
cosa rancia, bastante desacreditada. Este liberalismo no se estima, doctrinal
ni prácticamente, inconciliable con el socialismo. Por el contrario, descansa
en la convicción de que la realización de la idea liberal, en lo que encierra
de más esencial, es en nuestro tiempo misión del socialismo y de las clases
obreras (1959: 133).
JCM da al término o al
concepto «neoliberalismo», un sentido positivo, diferente al que habría de
tener vigencia, varias décadas después, convertido en una manifestación de
soberbia imperialista. Hoy por hoy, una de las ilusas pretensiones del
neoliberalismo es acabar con la existencia de la clase obrera y su expresión
avanzada: el proletariado, único conductor del auténtico socialismo en
transición hacia el comunismo (generalizando la existencia de una clase media
«autosuficiente», una pequeña burguesía «acomodada», que no aspire a cambios
radicales, o de trabajadores informales convertidos también en
pequeñoburgueses), y sobre el particular JCM hace esta cita de Croce, precisa y
precursora:
La pretensión de destruir el movimiento obrero,
nacido del seno mismo de la burguesía, sería como pretender cancelar la
Revolución Francesa, la cual creó el dominio de la burguesía. Más aún, al
absolutismo iluminado del siglo décimo octavo, que prepara la revolución, y, de
grado en grado, suspirar por la restauración del feudalismo y del Sacro Imperio
Romano y por añadidura el retorno de la historia a sus orígenes, donde no sé si
se encontraría el comunismo primitivo de los sociólogos (y la lengua única del
profesor Trombetti, pero no se encontraría, por cierto, la civilización). Quien
se pone a combatir al socialismo no ya en este o tal momento de la vida de un país,
sino en general (digamos así en su exigencia), está constreñido a negar la
civilización y el propio concepto moral sobre el cual la civilización se funda
(op. cit.: 133-134).
Y, a continuación, JCM hace
una prescripción premonitoria, de absoluta actualidad: «Mas esto indica que el
liberalismo no tiene continuación y actualidad sino en un plano netamente
intelectual y filosófico; y que si se desciende al terreno de la política
práctica y concreta, el liberalismo está representado por conservadores, atentos
sólo a su técnica administrativa y económica y ausentes de su espíritu
revolucionario, que se obstinan en la tarea reaccionaria de resistir al
socialismo, al cual incumbe todo desarrollo posible y lógico de la idea
liberal» (Ibíd.) Es el callejón sin salida en que se han metido intelectuales o
ideólogos como Mario Vargas. Es esta, de paso, una descripción suya que calza
como anillo al dedo. Y JCM refiriéndose a otros intelectuales de la España de
entonces, dice:
No cabe duda acerca de que si Marañón y otros ases
de la Medicina han pedido su inscripción en los registros del Partido
Socialista español, es porque previamente los había ganado ya la política.
Tampoco cabe duda respecto a que han entrado en el Partido Socialista, no por
razones de expresa y excluyente suscripción del programa proletario [esta
suscripción la realiza alguien que asume la ideología proletaria en su
dimensión ortodoxa; nota nuestra, JC], sino porque sólo podían enrolarse en un
partido viviente. Los partidos españoles están muertos. Lo que rechaza en ellos
a los intelectuales activos e inquietos, sensibles y atentos a la vitalidad, no
es tanto su ideología como su inanidad. El Partido Socialista español, en fin,
más que una función revolucionaria clasista tiene una función liberal (1959:
142-143).
Es decir, en esos momentos,
la realidad española exigía también el cumplimiento de las tareas liberales que
su burguesía no había sabido ni había querido realizar. Por ello un
insospechado Ortega y Gasset dice que «unos y otros convienen en lo siguiente:
es la española una raza que se ha negado a realizar en sí misma aquella serie
de transformaciones sociales, morales e intelectuales que llamamos Edad
Moderna» (1985: 134). Es, pues, una descripción de la política española hecha
por JCM que adquiere actualidad incontestable: «Hace falta en España una
clarificación mayor de las ideas para que se arribe a una concentración
decisiva de las fuerzas. Tanto las valuaciones de Jiménez de Asúa como las del
socialismo oficial, dicen que esa clarificación está aún lejos. Las unas y las
otras denuncian este hecho: que los liberales no se deciden a ser absoluta y
efectivamente liberales, tanto como los socialistas no se deciden a ser
efectivamente socialistas» (op. cit., págs. 135-136).
Por
otro lado, y retomando lo expuesto por Alberto Tauro en su prólogo, digamos
que, tal vez, sin él proponérselo, coadyuva a sustentar la ortodoxia
mariateguiana, cuando escribe que «Si se medita cuánto dejó implícito en sus
formulaciones, cómo hubo de ajustar su expresión a los convencionalismos y las
afinidades de su tiempo, cómo hubo de apelar a enfocamientos indirectos para
llegar sin hesitaciones a la enunciación de sus juicios, cómo se esforzó por
vencer los rechazos que su posición humana suscitaba y por evitar la prevención
de los timoratos, se comprenderá que José Carlos Mariátegui veía hondamente las
complejas motivaciones que afloran en la literatura y el arte» (1959: 11). De
este modo, pues, AT está precisando cómo JCM debió luchar consigo mismo para
adecuar sus tácticas a su estrategia; para que su ortodoxia no deviniera
heterodoxia, adecuando su forma de decir las cosas a las exigencias de la
coyuntura histórica. A esta disyuntiva, se la ha querido calificar de
«reivindicación de la heterodoxia» (Flores Galindo, 1980: 12), cuando no era
otra cosa —como se ha señalado— que una adecuación de la doctrina a la
circunstancia, es decir: el análisis concreto de la situación concreta, que
decía Lenin. «La nueva generación quiere ser idealista —dice JCM—. Pero, sobre
todo, quiere ser realista». Y para serlo —agrega: «Hay que empezar por estudiar
y definir la realidad (…) Y hay que buscar la realidad profunda, no la realidad
superficial» (1972: 56).
Y,
entonces, habría que recordar aquello de que «no hay que creer a nadie lo que
opina de sí mismo», lo cual es aplicable en todos los órdenes de la vida
social, porque «La demagogia es el peor enemigo de la revolución, lo mismo en
la política que en la literatura» (1959: 33). Es desde esa perspectiva que JCM
rechaza las propuestas «artísticas» del naturalismo y del populismo. Y dice:
«El populismo proclama su agnosticismo, su neutralidad política. Pretende
coincidir con la literatura revolucionaria de Rusia y Alemania en el realismo y
la objetividad. Juega al alza de estos valores, en un instante en que se
presiente la baja de los que deciden la moda de las novelas de Giraudoux o
Morand» (op. cit.: 32). Ese es el oportunismo demagógico del populismo, que busca
acomodarse a la sombra del realismo. Pero al hacerlo «desprecia» la
preocupación por la forma artística, y esto es aprovechado por los formalistas
para hacer extensivo ese «descuido» al realismo. Y, lo real, es que tal
«descuido formal» no hay que achacarlo a «movimientos autoproclamados
realistas», sino —sin subterfugios— llamarlos por su nombre específico:
populismo. El realismo de ningún modo menosprecia el arte y sus problemas. El
populismo, sí. Porque el populismo trata «de suplantar el conocimiento técnico,
el adiestramiento por el estudio y la cultura, con la audacia analfabeta y los
barnices de un falso arte que se cree nuevo y revolucionario al adoptar una
postura izquierdista, basando su izquierdismo en la negación de los valores del
pasado y de la tradición» (Martínez De la Torre, tomo 1, s/f.: 310). Pero si
bien es cierto existe este error «populista» de mostrar su insuficiencia
artística, en el caso de su opuesto extremo, el formalismo, el muestreo de la
maquinaria técnica, de manera exacerbada, no es menos reprochable.
La literatura decadente y «deshumanizada» —señala
Mariátegui— nos ha habituado tanto al ruido de su tramoya que esta obra en la
que funcionan silenciosamente las ruedas y las poleas del artificio, nos llega
con la naturalidad de un mensaje directo de la vida. Y ahí está, precisamente,
la prueba de su excelencia literaria. (1959: 111).
Ortodoxia es defensa de los
principios. No es sectarismo. Esto lo planteó el mismo Marx, cuando escribió:
«… desde el primer momento se les hubiera hecho saber que no se admitía ningún
chalaneo con los principios» (1969: 335). Y lo que ocurre en la política, en la
economía y en la filosofía, regidas las tres por principios inflexibles,
también tiene que seguirse en el terreno del arte. Y en este, el sustento
teórico es el del realismo artístico. Y el realista en arte que es JCM se
manifiesta en contra del malabarismo formal (exclusivamente formal) de la
literatura decadente (que ignora en absoluto la dimensión de lo social), pero
no es que rechace el trabajo artístico «las ruedas y las poleas del artificio»
sino que estas «funcionan silenciosamente», y verifica que una obra que tiene
unidos el silencioso artificio y el «mensaje directo de la vida» prueba, así,
«su excelencia literaria». Y por eso es que, en más de una ocasión reconoce los
valores artísticos de escritores con los cuales no comulga ni estética ni
políticamente. Por ejemplo, dice: «La atmósfera, el clima de Les Derniéres Nuits de Paris [Las últimas noches de París], son, ante
todo, la atmósfera y el clima de la desesperanza. La desesperanza alcanza en
Soupault un lirismo patético, una tensión misteriosa que sólo los elementos de
ternura y de sueño que tiene siempre la poesía de Soupault nos consienten
sentir sin malestar ni fiebre» (1959: 25). Es decir, que JCM, a pesar de
sentirse distanciado de esa concepción derrotista de la realidad, no deja de
reconocer la calidad poética del autor, lo cual es destacable como enseñanza
crítica, pero no para sacar la conclusión de que era un «heterodoxo en arte».
Con los únicos con los que no concilia es con los adherentes del populismo, que
se presenta como la negación a ultranza del formalismo, que adopta la actitud
de «pureza popular» en oposición a la «pureza aristocrática» de su contrario
extremo, y que no hace sino invertir la deficiencia (como aquellos «racismos al
revés» que no solucionan el problema, que solo lo invierten). «Se ha señalado
en el populismo —dice Alfonso Sastre— su carácter de aberración de buena fe,
producido muchas veces con los signos del extremismo: una enfermedad infantil.
Como réplica al romanticismo burgués se cae en una especie de romanticismo
proletario» (Sastre, 1974: 86).
Tanto
los «culturalistas» como los populistas representan los extremos de una controversia
que el realismo de ningún modo hace suya. Los primeros niegan carta de
ciudadanía a todo arte o literatura que no sea el que ellos practican. Los
segundos se encierran en un ostracismo esterilizador. Los primeros niegan el
realismo; los segundos lo bastardean en forma negativa y condenable. En arte
—como en política— tanto las buenas intenciones como el escapismo son
estériles. «Y en literatura —añade Alfonso Sastre— existen dos caras de una
misma depravación cultural, tan objetables la una como la otra: el “hermetismo”
y la “vulgarización”.» (Ibíd). El populismo, que se presenta «hablando como el
pueblo» o «hablando para el pueblo», tergiversa tanto la expresión popular como
sus perspectivas históricas concretas. El artepurismo es aristocrático; el
populismo es «lumpencrático». Este es tan fácil que a todas luces refleja su
impotencia estética. Confunde la sencillez con el «facilismo». Aquél es tan
difícil que ni sus mismos regidores lo entienden, porque, a fin de cuentas, su
dificultad no encierra nada. Tanto el facilismo como el hermetismo (por sí
mismos) son nocivos y, por ende, desechables. «Hay todavía —anota Alejo
Carpentier— demasiados “adolescentes que hayan placer en violar los cadáveres
de hermosas mujeres recién muertas”.» Y precisa que es una cita de Lautremont;
y agrega: «sin advertir que lo maravilloso es hacerles el amor vivas». Y
recordamos la cita entendiendo que con ella Carpentier precisa los límites de
«lo real maravilloso», que no implica una enajenación de lo real, sino que reivindica
el hecho palmario de que nada es ajeno a lo real. «No por ello —dirá más
adelante— va a darse la razón a determinados partidarios de un regreso a lo
real —término que cobra, entonces, un significado gregariamente político—, que
no hacen sino sustituir los trucos del prestidigitador por los lugares comunes
del literato “enrolado” o el escatológico regodeo de ciertos existencialistas».
La idea es clara. Una visión amplia, abierta, del realismo no es confundirlo
con la «prestidigitación formalista ni con la cerrazón sectaria populista». El
realismo no es una expresión que se agote en la descarnada interioridad del
lenguaje, ni en la parcela aislada de un acontecer político. Se trata de
interiorizar la realidad, es la aprehensión de la vida del hombre, la
interrelación hombre/realidad —incluido lo político. Lo que equivale al
concepto leninista de que el hombre no solo refleja la realidad, sino que la
crea y además se crea. Porque también es parte de la realidad.
Y
—debemos subrayarlo— en la cita de Carpentier no hay contradicción en lo
referente a lo político. Sus obras son la prueba más concreta de ello. Como
tampoco suprime la ley del compromiso (que fuera sustentada por Jean Paul Sartre,
pero no inventada por él), cuando habla del lugar común y el regodeo
existencialista. Efectivamente, el compromiso del arte es un pleonasmo, un
lugar común. Y esgrimirlo como una aspiración o una meta a ser alcanzada es un
regodeo fútil. Si bien ha habido quienes lo han asumido así, de sentirse
escritores comprometidos y proclamarse tales oponiéndose a otros que consideran
y proclaman estar «por encima de la contienda», resulta que tanto una como otra
actitud tomaban como principal un problema en el que no cabe discusión, puesto
que siempre, quiérase o no, se es comprometido. No es potestad del escritor ser
o dejar de ser un «ser social», y nadie deja de estar incurso en la contienda.
«En la sociedad de clases —dice Mao—, cada persona existe como miembro de una
determinada clase, y todas las ideas, sin excepción, llevan su sello de clase».
Y esto, de ningún modo es una determinación que se guía por designios
fatalistas, es la certificación de una ley emanada de la misma realidad. Por
eso cuando Mariana Frenk en un estudio crítico sobre Pedro Páramo de Juan
Rulfo, dice que: «Al principio no faltaron críticos que clasificaron a Rulfo
como un gran exponente del nuevo realismo mexicano, de una literatura mexicana
de compromiso —error que más tarde tuvieron que rectificar», en principio,
pensamos que en esa corta cláusula hay tantas ideas por desbrozar que nos llama
la atención que la autora no lo haya hecho así, y solo en los últimos párrafos
de su trabajo «aclara» que:
El mundo creado por Rulfo es una parcela de la
realidad mexicana, de cierta realidad social de México. El campo, el cacique y
sus víctimas; hambre y miseria de los pueblos de México. Sin embargo, no se
trata de una «novela de compromiso», en Pedro Páramo no hay mensaje. No hay
recetas. No hay optimismo progresista. (Artículo en Internet, sin datos
específicos).
En primer término, no es
válido —por lo ya expuesto— identificar realismo y compromiso y menos hacer
calzar a este con cierto tipo de mensaje que propone recetas y que se resuelva
en un «optimismo progresista», porque no hay «recetas» explícitas que conduzcan
a ello; mas no por eso deja de haber un «mensaje» ni deja de haber un
«compromiso» y, finalmente, no deja de ser realista. Y como esto es innegable,
la misma autora que comentamos se desautoriza a renglón seguido cuando afirma
que Pedro Páramo es «Imagen de una realidad mexicana. Visión trágica y lírica,
subjetiva y parcial». ¿Y lo trágico y lo lírico y lo subjetivo y hasta la
parcialidad no pertenecen a la realidad? No eran, pues, necesarias «recetas»
explícitas para que Pedro Páramo
transmita la visión del mundo de su autor, visión esta que lleva implícito su
mensaje (este no es ni el argumento de la obra en sí, ni la argumentación
respecto de determinadas perspectivas político-sociales), es lo que denominamos
la mostración, lo que nos muestra la
obra y de lo cual el lector-crítico deberá sacar una demostración, un mensaje que puede ser positivo o negativo,
optimista o pesimista, siendo eso indiferente a la existencia misma del mensaje
en la obra, al realismo de la obra o a su densidad de compromiso. Y ¿qué mayor
densidad de compromiso habrá de exigirse a Pedro Páramo, que las cualidades
expuestas por Mariana Frenk: «visión trágica, lírica, subjetiva y parcial de
una realidad mexicana»?
Visto
así, el realismo, podemos concluir que no obedece a una forma específica, que
responda a una normatividad estructural determinada. El realismo se explica
—aunque parezca redundante— por las obras realistas, y no a la inversa. Lo que
caracteriza al realismo (por oposición al formalismo) es su función
«representativa» no ajena de la realidad, buscando las entrañas de la realidad
que están «como todas las entrañas, donde no se las ve» (Martí). «Se cede —como
precisa Brecht— la palabra a la realidad, palabra que, de lo contrario, no
oiríamos» (op. cit. pág. 273). Para nosotros, el formalismo es también una
representación de la realidad, pero ajena, es decir, que se ha enajenado de
esta. Marx explica la enajenación de la realidad, convertida en «pura
idealidad», de la siguiente manera:
No nos coloquemos, como el economista cuando quiere
explicar algo, en una imaginaria situación primitiva. Tal situación primitiva
no explica nada, simplemente traslada la cuestión a una lejanía nebulosa y
grisácea. Supone como hecho, como acontecimiento, lo que debería deducir, esto
es, la relación necesaria entre dos cosas, por ejemplo, entre división del
trabajo e intercambio. Así es también como la teología explica el origen del
mal por el pecado original: dando por supuesto como hecho, como historia,
aquello que debe explicar. (MARX, 1970, pág. 105).
Hagamos una paráfrasis de
esta proposición aplicada al arte: ‘No nos coloquemos, como el formalista en
arte cuando quiere explicar algo, en una imaginaria situación evasiva (fuera de
la realidad). Tal situación evasiva no explica nada, simplemente traslada la
cuestión a una lejanía nebulosa y grisácea. Supone como hecho, como
acontecimiento, lo que debería deducir, esto es, la relación necesaria entre
dos cosas, por ejemplo, entre trabajo artístico y recepción del mismo. Así es
también como la teología explica el origen del mal por el pecado original (en
el caso del arte, el formalista pretende explicar el origen de la forma
artística por la «pureza eterna» de ella misma): dando por supuesto como hecho,
como historia, aquello que debe explicar.’ Y, de esa manera, se ha producido la
enajenación del sujeto respecto del predicado, invirtiéndose su orden de
prioridad, inversión según la cual el predicado pasa a ocupar el lugar del
sujeto: el mundo ideal reemplaza a la realidad, incluido en esta el mismo
formalista, que también se convierte en idea, enajenada de su ser verdadero. Es
decir —como concluye Marx:
La desvalorización del mundo humano crece en razón
directa de la valorización del mundo de las cosas (…) el objeto que el trabajo
produce, su producto, se enfrenta a él como un ser extraño, como un poder
independiente del productor (Ibíd.)
____________
Referencias bibliográficas
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