Fourier, el Hombre*
Aníbal Ponce
ERA UN VIEJECILLO, movedizo y frágil,
con una hermosa corona de cabellos blancos. La frente abovedada recordaba a
Sócrates; y en los ojos azules, maliciosos o ausentes según las ocasiones, se
encendían por momentos la chispa del humorista o la llamarada del profeta.
Minucioso
hasta la manía, correcto hasta el escrúpulo, descendía a la misma hora, todas
las mañanas, de un modesto granero en la calle Saint Pierre Montmartre: sin una
arruga la levita azul, sin una mancha la corbata blanca. Con la alegría de un
niño que concurre a una parada, marchaba luego con paso vivo hasta las
Tullerías y una vez allí, entre el montón de los curiosos, aguardaba emocionado
el relevo de las tropas, feliz de tantos tambores, entorchados y clarines. Con
el último redoble, retomaba el camino a su café favorito en el Palais Royal,
rebosante de fuerza su corazón de buen francés, un buen francés de 1830, para
quien solo existían en el mundo dos enemigos de temer: Inglaterra y los judíos.
Sobre
la mesa del café, la misma desde hacía muchos años, desplegaba enseguida una
carta geográfica de Europa –que en gran parte tenía recorrida en su juventud
andariega– y una vez que había soñado un largo rato, franqueando a sus anchas
las fronteras y los ríos, comenzaba a leer uno por uno los periódicos que
estaban a su alcance.
Cuando
muchacho había pasado, no sin brillo, por las humanidades, y algunos versos de
Horacio y de Virgilio irrumpiendo en su memoria le sorprendían a veces con un
rumor de alas. Pero de los estudios remotos solo había retenido, entre un
puñado de recuerdos aislados, una agresiva antipatía por las aulas y los
libros. En los cuarenta años que siguieron a su bachillerato, su única lectura
la constituían los periódicos. A los grandes escritores de la época los conocía
por extractos, referencias o resúmenes; y si por descuido le caía alguno entre
las manos, precipitaba la lectura salteando al azar capítulos y párrafos. Las
gacetas, en cambio, le daban regocijo, y como sabía descubrir el oculto sentido
de las noticias y los sucesos, satisfacía de ese modo, en los posibles, su
curiosidad de antiguo trotamundos condenado ahora a la quietud.
Entre
el mapa y los periódicos se le iba la mañana. Pero tan pronto se acercaba el
mediodía abandonaba bruscamente las gacetas y emprendía nervioso el camino de
su casa, hablando en alta voz, gesticulante y absorto. Casi de un salto trepaba
hasta su habitación en el tejado: fría habitación de solterón envejecido, sin
otra alegría que las macetas de flores, sin otra amistad que la de sus gatos
discretos. Frente al espejo ponía en orden su cabellera crespa, cepillaba un
poco su levita, daba un toque final a su corbata y se sentaba después a esperar
la gran visita.
Cada
paso en la escalera le hacía saltar el corazón; cada golpe en la puerta le
anudaba la garganta. Cinco años hacía que esperaba esa visita; cinco años más
la continuó esperando en vano, hasta que un día del mes de octubre de 1837
–hace hoy exactamente un siglo– la conserje de la casa, sorprendida de no
haberlo visto pasar esa mañana, le encontró muerto junto a su lecho, manchada
por vez primera la corbata blanca, arrugada por vez primera la levita azul.
Este
hombre extraordinario –ignorante y megalómano, genial y medio loco– arrastró,
como pocos, a lo largo de sus muchos años, la tragedia tremenda de las vidas
dobles. Educado en un ambiente de comerciantes y especuladores que le repugnaba
hasta las náuseas, había descubierto a los seis años –son palabras suyas– “el
contraste que existe entre el comercio y la verdad”. Asqueado, a esa edad, de
las mentiras que sorprendía en el negocio de sus padres, con todas precauciones
se esforzaba en denunciarlas a la propia clientela que llegaba hasta la tienda.
Pero un mal día, uno de los favorecidos por su misma franqueza cometió la
indiscreción de ponerlo en descubierto, y ese día, claro está, el chiquillo
recibió la más histórica paliza de su infancia. La humillación de aquel
castigo, tan escandalosamente injusto desde el punto de vista de su moral precoz,
le inspiró desde entonces no solo el odio del comercio, sino el deseo
desesperado de evadirse, tan pronto fuera grande, de ese mundo del tráfico y
del fraude.
Dos
veces lo intentó en la adolescencia: a los diecisiete años, en Lyon, a la
puerta misma del banquero que debía comunicarle los secretos del oficio; a los
diecinueve años, en Ruan, de casa de un negociante a donde la madre lo había
consignado. Para su desdicha, inútiles fueron las dos deserciones: una fuerza
más poderosa que su voluntad se oponía y doblegaba su rencor y su desprecio.
Hijo de negociantes, nieto de especuladores, el muchacho sentía en torno suyo
la tenaz opresión de la familia. Y la tercera vez que la madre lo condujo hasta
la casa de un banquero se le apagaron las rebeldías. Comerciantes habían sido
todos los Fourier de Besancon; comerciante sería también este último llegado. Y
a partir de ese instante, hasta muy pocos años antes de su muerte, Charles
Fourier vivió, odió y soñó enre comerciantes.
Las
mentiras que a los seis años descubrió en el negocio de sus padres las vio
después centuplicadas abarcando con su malla a todo el mundo. La época de la
Revolución y, aún más, la del Directorio, trajo una fiebre de especulación como
nunca se había visto. Pero fue bajo el Imperio, con motivo del bloqueo
continental que Napoleón impuso, cuando las cosas llegaron a su colmo. Las
condiciones –lo recuerdan ustedes– no podían ser más duras; el comercio con
Inglaterra quedó prohibido; las mercaderías inglesas, confiscadas. Para suplir
la ausencia de materias primas, la joven industria de Francia recurrió a los
sucedáneos más inverosímiles: la soda artificial, el vinagre de madera, el
azúcar de remolacha, el café de achicoria, nacieron por entonces. Y al mismo
tiempo, como hermanos gemelos, el mercader y el agiotista se apoderaban y
destruían los aprisionamientos existentes para duplicar o triplicar el precio
de los productos. La Compañía Oriental de Amsterdam –la historia parece de hoy– quemó públicamente
depósitos enteros de canela.
Amante
del buen vino y de la buena mesa, el ahora “viajante de comercio”, Monsieur
Charles Fourier, sufría en sus gustos de gourmet con tantas falsificaciones
como el moralista que llevaba escondido se indignaba con los acaparadores y
agiotistas. Y es de imaginar lo que sería para el empleado estricto e impasible
que había resuelto ser, no solo contemplar sino presidir, por cuenta de otros,
algunas de esas maniobras que le encolerizaban, ¡Con qué sordo rencor ha
narrado una vez la “infame operación” que le tocó dirigir en el Puerto de
Marsella, y con qué temblor de humillación y de vergüenza debió escribir esta
línea tan trágica en su mismo fatalismo resignado: “¡Yo he hecho un día arrojar
al mar veinte mil quintales de arroz!”
Con
la valija del “agente viajero” que corre media Europa ofreciendo telas –“excelentes
casimires y castores”, de “calidad Segovia” para las gentes de pro, de “calidad
Berry” para la gente común– o desde el escritorio de la casa americana –Curtis
and Lamb de Nueva York, rue du Mail núm. 29– en donde por 1500 francos al año
atendía la correspondencia, Fourier llegó a conocer como muy pocos los más
secretos entretelones del comercio, las más turbias especulaciones de la bolsa,
la más sabia estrategia de la piratería y de la bancarrota. Perspicaz en la
observación y certero en el descubrimiento de los rasgos grotescos, aquel
viajante irreprochable y este cajero ejemplar fueron amontonando, a través de
una experiencia directamente vivida, los materiales copiosísimos que elaborados
en seguida por su ingenio harían más tarde de Fourier el más lúcido retratista
de la burguesía mercantil y uno de los más grandes satíricos de la literatura
universal.
Con
la misma letra caligráfica que ponía en sus libros de empleado de comercio
–rasgos pequeños y elegantes, no menos pulcros y cuidados que su corbata y su
levita– este enemigo del fraude y del abuso se sentaba a escribir todos los
días, y tan pronto se libertaba de su empleo, la increíble montaña de cuadernos
que hasta hoy solo en parte conocemos. Extraordinariamente preciso en los
detalles, pero confuso en el desarrollo y en el plan, Fourier nos ha dejado en
una prosa salpicada de expresiones originales, a menudo sibilinas, y a través
de la más endiablada sucesión de preámbulos, cisámbulos, transámbulos,
postámbulos, secciones, episecciones, preludios, interludios y postludios, la
crítica más penetrante de la burguesía de su tiempo y la más rica galería de
caracteres y de tipos. Frente a una clase social que algunos años atrás agitó
como bandera “los derechos del hombre”, Fourier ponía al descubierto la
infinita miseria material y moral que las grandes palabras encubrían. Rouget de
l’Lsle, el músico que dio a la Revolución su gran canto de guerra, ¿no era el
mismo Rouget de l’Lsle que varias décadas después compuso el Canto de los industriales? La revolución
que se había iniciado con un llamado clamoroso a los “hijos de la patria” había
terminado en beneficio exclusivo de los “hijos de la industria”… ¿Lo negaban
acaso los mismos burgueses triunfadores cada vez que las circunstancias exigían
una declaración terminante? En 1821, con motivo de una ley que restringía la
importación de trigo y amenazaba, por lo tanto, con aumentar el precio del pan,
un diputado declaró en plena Cámara que “la carestía del pan era un bien para
los obreros, porque los obligaba a trabajar con más ardor para vivir”.
Esa
contradicción injuriosa entre la forma y la intención; esa simulación de
altruismo y simpatía en el mismo momento en que se tramaba un novísimo atentado
contra las masas sufridas, es lo que inspiraba a Fourier sus páginas mejores de
una ironía acerba. La historia de la humanidad se divide para él en cuatro
fases: el salvajismo, la barbarie, el patriarcado y la civilización. En las
cuatro descubre, en vez del “progreso indefinido” –grato a los ideólogos de la
burguesía–, un proceso ascendente y un proceso descendente ligado al contraste
de las fuerzas opuestas: proceso universal de afirmaciones y de negaciones en
que se descubre un eco de Hegel y un presentimiento de Marx. “Toda sociedad
-asegura– lleva en sí la facultad de engendrar la que vendrá, y llega a la
crisis del alumbramiento cuando ha alcanzado la plenitud de sus caracteres
esenciales.” En la última fase de la historia humana, la “civilización” –que
corresponde a la sociedad burguesa–, Fourier hace notar que el mundo se agita
entre contradicciones que no sabe superar: “todo es vicioso en este mundo al
revés” –dice. Y con una clara intuición de la dialéctica, subraya que en, “el
sistema industrial”, “la pobreza nace de la misma abundancia”.
Esas
contradicciones de una sociedad que él conocía en sus detalles y describió como
teórico –parasitismo del comercio, miseria de las masas, estragos de la
competencia, tiranía de los acaparadores y los banqueros, sometimiento de los
políticos, corrupción de los científicos– son las mismas contradicciones que
denuncia en la manera como la burguesía “organiza” la familia y en el modo como
impone a la mujer una situación indigna y subalterna. A Fourier se debe, por
vez primera, el enunciado de este pensamiento generoso: se puede apreciar el
grado de emancipación de la humanidad por el grado de emancipación de la mujer.
Crítico implacable del matrimonio burgués, empavesado de principios morales y
corrompido por el interés y el mutuo engaño, Fourier ha dejado el análisis más
penetrante del envilecimiento del amor entre las manos de la burguesía. Con una
gracia inapreciable ha puesto en claro el carácter de clase que corresponde a
la moral y cómo frente a cada moral dogmática, que nadie cumple, hay mil
“contramorales” que la desmienten. El dogma de la fidelidad en los esposos,
renegado a cada paso en la diaria experiencia del matrimonio burgués, da a
Fourier asunto más que suficiente para algunas consideraciones magistrales y le
dicta como conclusión del largo análisis este aforismo famoso: “Así como en
gramática dos negaciones equivalen a una afirmación, en los negocios conyugales
dos prostituciones equivalen a una virtud”.
La
bancarrota y el adulterio, he ahí en su opinión “las dos mayores infamias” de la
burguesía comercial. Pero como este hombre minucioso y puntual tenía hasta el
fanatismo el amor de las clasificaciones –preámbulos, transámbulos, postámbulos–
su análisis de la bancarrota terminó en una clasificación de los fallidos, como
su análisis del adulterio en una clasificación de los cornudos. Su “Jerarquía
de la bancarrota” –“serie libre” de órdenes y géneros con 36 especies–, como su
“Jerarquía del cornudaje” -49 especies de “orden simple”, 31 de “orden
compuesto” –, son dos páginas clásicas de la literatura costumbrista y
entroncan con la ironía, la vivacidad y el desenfado, en la mejor tradición del
siglo XVIII.
Análisis
cabal de la burguesía mercantil, sátira sin parangón de cornudos y fallidos, la
obra de Fourier presenta otro aspecto, el más tentador y llamativo, en el cual
han logrado su expresión –entre anticipaciones geniales y bobería pueriles–
todos los sueños de las pequeñas burguesías asfixiadas, todas las ilusiones de
los reformadores utopistas.
A
los seis años, lo vimos ya, Fourier había comenzado la crítica negativa de la
burguesía mercantil; a los veintiséis se puso en el camino que a Campanella
condujo a la Ciudad del sol, y que a
él lo llevaría hasta su deslumbrante Falansterio.
Pero como todo en Fourier tiene comienzos desusuales, anotemos también que si
su crítica del “mundo al revés” nació de una paliza, su sueño del “mundo al
derecho” nació de una manzana…
Se
encontraba un día en el restaurante Février, de París, en compañía nada menos
que de Brillant-Savarin –incomparable amistad para un gourmet como él–, cuando
vio que al futuro autor de la Fisiología
del gusto se le cobraba catorce sueldos por una sola manzana. En sus
recientes andanzas de agente de comercio, Fourier había atravesado ciudades no
lejanas en donde por el mismo precio se hubiera podido comprar una centena. “Me
quedé tan sorprendido -dice– de esta diferencia de precios entre regiones de
igual temperatura, que comencé a sospechar un desorden fundamental en el
mecanismo industrial, y de ahí nacieron las investigaciones que al cabo de
cuatro años me hicieron descubrir la teoría de las series de los grupos
industriales y, por consiguiente, las leyes del movimiento que Newton no
alcanzó.”
La
manzana de Fourier, la manzana de Newton… Vamos acercándonos, ahora, a través
de las mismas palabras del autor, hasta el mundo secreto en que Fourier vivió
lo mejor de su vida y que en la extravagancia de esas líneas comienza a apuntar
y a perfilarse. Porque este empleadillo de comercio, de una ignorancia aterradora,
pero de un orgullo de alienado, ha venido a caer en la idea singular de que a
través de esa manzana el mismísimo Dios se ha dignado sonreírle. Poseedor del
libro de los Destinos comienza a ser, ahora, y lo seguirá siendo hasta su
muerte, el cajero insospechable que durante doce horas al día se inclinará sin
un mal gesto sobre los libros de comercio de una sucursal americana.
La
doble vida va a seguir adquiriendo proporciones gigantescas, pero ninguno de
los dos mundos gravitará sobre el otro, y nadie hubiera sospechado, al
conversar con él sobre negocios, que ese hombre correctísimo, tan exacto y
medido en sus funciones mezquinas, era al mismo tiempo un visionario sin
control que escondía amorosamente entre los pliegues de su alma el más
extravagante de los delirios, la más prodigiosa de las locuras. Los cuadernos
en que día a día derramaba sus observaciones y sus críticas comienzan a guardar
ahora, y al mismo tiempo, la anotación pertinente y el designio alocado. Y como
la dicha de ser el secretario de Dios le había traído el justificado temor de
ser plagiado, una suspicacia cada vez más agresiva le va llevando a encerrarse
en un aislamiento hostil para defender así sus extraños proyectos de humo y
ventolera.
En
los años juveniles que vivió en Lyon debió vincularse, con seguridad, a algunas
de las sectas místicas y sociedades ocultas que pululaba durante la Revolución
y el Directorio. Por conversaciones, mucho más que por lecturas, debieron
llegar hasta él las nuevas corrientes del pitagorismo en que desempeñaban un
papel de primer plano todas las pretendidas correspondencias de los números que
tanto han seducido y seducen todavía a los espíritus indisciplinados y a las
imaginaciones aventureras. Una obra de ciencia justamente clásica, como que
marcó una fecha en la concepción del universo, Las armonías del mundo, de Kepler, publicada casi dos siglos atrás,
en 1619 –libro extraordinario y genial en que alternaban la mecánica más
rigurosa y los sueños más locos– llegó hasta Fourier por esos mismos años, vaya
Dios a saber de qué manera, y tuvo, como es lógico, una influencia tan decisiva
sobre pitagórico tan infatuado, que el oscuro agente de comercio, habitualmente
desdeñoso de los libros, no se desprendió jamás de ese tratado. ¿Qué le sedujo
más en él? ¿Acaso las leyes de la elipsis, de las áreas y de las revoluciones,
o aquellas otras desconcertantes fantasías en que el astrónomo Kepler se
figuraba a los planetas conducidos por los ángeles hasta el místico concierto
en donde Venus hacía de contralto, Júpiter de bajo. Mercurio de falsete? La
respuesta no es dudosa. Para su incultura casi total y su inventiva
desarreglada, Kepler solo podía actuar como un
estímulo que lo llevaría al descubrimiento de extravagantes “armonías”.
Eso
fue lo que ocurrió. Puesto que hay unidad en todo lo que existe, la “ciencia”
de Fourier se propuso encontrar las analogías que vinculan en secreto a la
totalidad de lo real, y le bastó, por supuesto, analizar a fondo una de las
formas de existencia –la sociedad humana– para reconstruir el mismo plan de
Dios. En la jerarquía del Universo -¿cómo no iba a existir una jerarquía del
Universo, cuando la hay rigurosa y precisa hasta en los fallidos y los
cornudos? – Fourier llegó a “comprobar” que hay estrechas correlaciones entre
los hombres y los planetas, entre los planetas y los soles. El cuerpo del
hombre es un fragmento del cuerpo del planeta; su alma, una emanación del alma
planetaria, y aunque el hombre es la más pequeña de las “criaturas de armonía”,
de él depende precisamente, a causa de esas correlaciones misteriosas, el
orden, o la anarquía de los mundos. Cuando las sociedades no están reguladas en
conformidad a las leyes de la atracción universal –que es lo que ocurre “en
civilización”– el Universo sufre, se resiente y enferma. Pero bastaría que el
hombre comprendiera las nuevas leyes de la “atracción pasional” que Fourier
acababa de añadir a las de Newton –manzana por manzana– para que el Universo
entero, de jerarquía en jerarquía, empezara a florecer en una juventud eterna.
No solo el hombre conocería, por fin, la felicidad anhelada, sino que hasta
nuevas plantas y animales y planetas aumentarían, desde entonces, eso que
Fourier llamaba, con expresión muy suya, “el mobiliario del Universo”…
¿De
qué manera transformar la sociedad humana para salir de una vez de los “limbos
oscuros” y colaborar así con Dios en la recreación del Universo? Años y años
trabajó en su “ley del doble impulso”: impulso “subversivo” contra impulso de
“armonía”. Y en vez de llegar a la conclusión fácil y vulgar de que es
necesario estrangular al “impulso subversivo”, Fourier –genial siempre hasta en
el delirio– enunció esta verdad que Hegel descubría también en esos mismos años
y que Marx habría de llevar hasta la plenitud de su riqueza: puesto que “no hay
equilibrio sin fuerzas opuestas”, es necesario “utilizar las discordias, ya que
es imposible”, es necesario “utilizar las discordias, ya que es imposible
destruirlas”.
Algunos
artículos de periódicos, entre 1800 y 1804, anticipan los primeros esbozos de
su solución. Pero es recién en 1808 cuando aparece su Teoría de los cuatro movimientos y de los destinos generales, con
este subtítulo expresivo: “Prospecto y anuncio del descubrimiento”.
Tan
pronto retira de la imprenta los primeros ejemplares, escribe en uno de ellos
una dedicatoria que es un himno y se lo envía a Napoleón. Napoleón no contesta.
Es su primera decepción, la primera decepción de este visionario candoroso que
se sabe destinado a transformar el universo y que no se explica cómo apenas
terminada la lectura de su libro no vienen hasta él los recursos que precisa.
Porque si bien ya está el Inventor, falta ahora lo que él llama el Candidato.
Discípulos
no le interesan. Le molestan más bien.; les desconfía. Con los años se le irán
acercando hasta algunos hombres de la talla de Víctor Considerant; pero los
recibe sin cordialidad. Para colmo, su admirador más fanático y su discípulo
más fiel, Justo Muiron, padece de una sordera tan perfecta, que la señalan ya
como a un ejemplo. ¿Se imaginan ustedes la impaciencia de un legislador del
Universo obligado a hablar a gritos con un apóstol absolutamente sordo?
Diez
millones, ni uno más ni uno menos, es lo que Fourier necesita para llevar a la
práctica la “primera sociedad en armonía” que su libro ha presentado con
prospecto y descripción. ¿Para qué podrían servirle los discípulos, pobres como
él casi todos, y, además, indisciplinados, difíciles y sospechosos? A falta de
la réclame, que su estrechez no puede costear –¿cómo pagar 120 francos por cada
cien líneas en los periódicos?–, tolera un poco a sus discípulos por la bulla
que hacen en torno de su invento y por el auxilio económico que entre todos empiezan
a prometer para sus libros. Pero los millones que precisa solo podría
conseguirlos de un rey, de un ministro o de un filántropo.
Después
de Napoleón, ha empezado a escribir a todos los ministros del Imperio
detalladas cartas de cuarenta páginas. Y aunque el resultado ha sido idéntico,
cuando cae el Imperio repite análoga experiencia con los ministros de la
restauración. No desespera por el nuevo fracaso. Conoce la suerte de los
inventores y continúa tozudo llamando a la puerta de los grandes.
En
1822 publica su segundo libro, el Tratado
de la asociación doméstico-agrícola. En los años transcurridos desde que
apareció la Teoría de los cuatro
movimientos, el proyecto ha madurado, y está ahora tan a punto que Fourier
no solo no tiene una sola duda sobre el éxito inmediato, sino que traza por
anticipado el desarrollo de su “sociedad en armonía”.
En
ese mismo año de 1822 se harán los preparativos para el ensayo; en 1823 será la
instalación definitiva; en 1824 el modelo será imitado por todos los civilizados;
en 1825 vendrá la adhesión de los bárbaros y de los salvajes; en 1826,
organización de la jerarquía en el mundo, y en 1827, colonización de los
desiertos…
Si
su seguridad continúa inalterable, ha habido, sin embargo, un cambio en la
táctica. Al final de su nuevo libro no lo espera todo, como antes, de un solo
Candidato. Le bastaría, ahora, un hombre de importancia para ponerlo al frente
de una suscripción. Ese hombre, que se transformaría de inmediato en “jefe
accionista y fundador titular”, debe estar, tiene que estar, en la lista de
cuatro mil figuras de relieve que Fourier ha compuesto con los personajes más
representativos de América y de Europa: desde el duque de Devonshire, en
Inglaterra, hasta el “libertador” Bolívar, en Colombia…
A
todos les escribió una gruesa carta o de algún modo trató de interesarlos. Y
como les quería evitar, además, la molestia de una contestación, resolvió
citarlos por los diarios en su propia casa, a las doce en punto de cualquier
día que les fuera cómodo.
Y
he aquí que desde ese momento hasta su muerte, y tan pronto se acercaba el
mediodía, los vecinos de su casa de Saint Pierre Montmartre lo veían llegar
apresurado y, casi a saltos, subir las escaleras. Frente al espejo ordenaba,
después, su cabellera; daba un toque final a la corbata, cepillaba la levita
azul y se sentaba después a esperar la gran visita.
Supongamos
que un buen día el Candidato –hombre o mujer– hubiera llegado hasta su puerta,
y que después de escuchar a Fourier, imposible saber por cuántas horas, hubiera
aceptado convertirse en “jefe accionista y fundador titular del Falansterio”.
Al día siguiente el sueño se hubiera echado a caminar sobre la tierra, y en
2300 hectáreas que el Inventor ya tenía en vista entre Poissy y Meulan, todo
hubiera estado pronto para la primera “sociedad en armonía”, su famoso
Falansterio.
A
qué se reduce lo más esencial del Falansterio, es lo que vamos a ver ahora
antes de concluir.
El
análisis de la psicología humana había llevado a Fourier a reconocer en el hombre
cinco pasiones sensitivas, cuatro afectivas y tres distributivas. Las pasiones sensitivas están ligadas a los cinco
sentidos y nos inclinan al lujo. Las pasiones afectivas –amistad, amor, ambición y paternidad– nos llevan a
formar agrupaciones. Las pasiones distributivas
desatan, en cambio, los grupos formados por las pasiones anteriores y son, en
el idioma de Fourier, las pasiones que llama “mariposeante”, “cabalista” y
“composista”. La primera, mariposeante,
es esa necesidad del cambio periódico que nos salva de la monotonía y el
fastidio. La segunda, cabalista,
corresponde al atractivo de la rivalidad y de la intriga. La tercera, composista, es la pasión exaltante que
nace del goce simultáneo de varios placeres de los sentidos y del alma.
En
estado de “civilización” las doce pasiones conducen al hombre a una guerra
permanente consigo mismo y con los demás. La ambición, por ejemplo, contraría a
la amistad, y el interés personal nos mueve al fraude y la mentira.
En
estado de “armonía” la doble guerra desaparecerá. Asegurar al hombre su
desarrollo pleno es lo que Fourier se propone como fin de su sociedad “natural
e integral”.
Para
que todos disfruten de las pasiones
ligadas a los cinco sentidos, es menester asegurar a todos un grado elevado
de salud corporal y bienestar económico. La industria y la ciencia han creado
precisamente los resortes necesarios para fundar un régimen social incompatible
con la pobreza y la ignorancia.
Las
pasiones afectivas –amistad, amor,
ambición, paternidad– exigen una atmósfera limpia de duplicidad y de
prejuicios. La nueva sociedad no impondrá al hombre el hipócrita deber de
dominar sus pasiones. Le quitará las trabas y utilizará para el bien de todos
hasta las mismas pasiones que en otras épocas han sido reprobadas.
Las
pasiones distributivas, finalmente
–mariposeante, cabalista y composista–, consideradas como vicios “en
civilización”, asumirán “en armonía” una función directriz y tendrán por misión
armonizar las pasiones afectivas y sensitivas no solo dentro del mismo
individuo, sino en sus relaciones con los demás. De modo tal que cada uno, al
seguir su propio interés, sirva al mismo tiempo los intereses de la masa.
Salud,
bienestar, libertad y armonía, es lo que Fourier se propone asegurar. El análisis
de las pasiones le continuará ayudando en sus descubrimientos. De las doce
pasiones fundamentales ha llegado a establecer, mediante sucesivas
subdivisiones, una clasificación de los hombres en 405 caracteres. Pero como
esos caracteres tienen matices diferentes, según los sexos –más fuertes en el
hombre, más dulces en la mujer– el cuadro completo de los caracteres humanos
asciende, por lo tanto, a 810. Mas como ya hemos visto que una sociedad ideal
debe llevar en su seno un espécimen por lo menos de carácter humano, para sacar
provecho de las diferencias, Fourier aconseja que sobre el terreno ya escogido
–cortado de colinas y a lo largo de un río– 1600 personas como mínimo, 2000
como máximo –accionistas o no– tengan la gloria de formar la primera “falange”
y de construir la primera “sociedad en armonía”.
El
Falansterio venía a ser, en resumidas cuentas, algo así como una colonia de
agricultura, con dos o tres industrias adjuntas, y amplios edificios para la
habitación, las fiestas, las comidas en común. La tierra es propiedad común,
pero en el Falansterio subsisten las diferencias de fortuna, y, de acuerdo con
esas diferencias, hay también habitaciones y salas desiguales. Dentro de la
concepción de Fourier, las desigualdades de fortuna son una condición de la
armonía social, pero el bienestar que se goza en la falange permite a la clase
pobre un nivel de vida superior a la de la más desahogada pequeña burguesía de
la “civilización”.
Diferencias
de fortuna, por otra parte, no quiere decir explotadores y explotados. En el
Falansterio todo el mundo trabaja y todo el mundo se asocia espontáneamente
según sus preferencias. Para facilitar los vínculos, una serie de distintivos
llevados ostensiblemente por cada “societario” permite reconocer fácilmente el
carácter y estrechar vínculos de mutua simpatía. Y como cada miembro del
Falansterio formará parte de muchos grupos y pasará de uno a otro varias veces
en el día, la “pasión mariposeante” hará del trabajo no un martirio, sino un
juego entretenido y saludable.
La
pasión de la “cábala”, además, que “en civilización” solo lleva a la rivalidad
mezquina, provocará “en armonía” la más generosa emulación. En el cultivo de la
tierra y en la manufactura, no serán los individuos, sino los grupos, los que
se lanzarán constantes “desafíos” de innegable provecho para todos. Y como ya
hemos dicho que cada miembro pertenece a grupos muy distintos, los que eran
rivales hace un rato serán camaradas una hora después.
De
acuerdo con los servicios prestados a la colectividad, el Falansterio honrará a
sus “atletas industriales”, y en vez de estimular la vanidad subalterna,
despertará en todos el anhelo de acrecentar el lujo y el bienestar de la
falange.
Deseoso
de aprovechar en beneficio de la colectividad los gustos más variados, Fourier
recurre, como experto psicólogo, a las desiguales afinidades de los tres sexos.
No se alarmen ustedes: para Fourier, los niños son el tercer sexo… Y puesto ya
sobre esta vía, aquel hombre endemoniado en el cual es difícil distinguir a
veces al humorista y al orate, resuelve sus problemas con verdaderos hallazgos.
¿Quién va a querer ocuparse de esas sucias tareas a que nuestra vida nos
obliga? ¿Quién va a tomar por su cuenta tantos oficios repugnantes y penosos?
Puesto que es regla del Falansterio arrancarle al trabajo su traje de
presidiario, Fourier entrega esas funciones a aquel de los tres sexos que más
goza y se divierte con lo sucio y con lo innoble. Organizados en pequeñas hordas, los niños del Falansterio
cumplirán el servicio de todos esos cuidados de la higiene social en que tanto
se complacen: destrucción de alimañas, matanza de bestias para el consumo,
limpieza de habitaciones y de los caminos.
Ya
señalamos, hace un rato, en homenaje a la memoria de Fourier, el elevado
concepto del Inventor sobre el papel social de la mujer. Señalemos ahora, de
pasada, la consideración que los niños le merecen. Porque esos mismos
chiquillos que participan, de acuerdo con sus gustos, en la vida de la falange,
reciben, tan pronto terminan sus breves jornadas de trabajo, la más variada y
la más prolija de las educaciones: desde la gimnasia rítmica hasta las
prácticas de los oficios en talleres miniaturas. Y puesto que no hace mucho se
ha hablado en México de la urgencia de la enseñanza musical en las escuelas,
releamos un siglo después de que Fourier las escribió estas líneas tan hermosas
como exactas: “la ópera es una escuela de moral que educa a la juventud en el
horror de todo lo que hiere la verdad, la justeza y la unidad. Ningún favor
puede excusar al que falsea la voz o la medida, el gesto o el paso. El hijo de
un príncipe debe someterse, en las figuras y en los coros, a la crítica
motivada de la masa. Es en la ópera en donde aprende a subordinarse a las
conveniencias unitarias, a los acordes generales. La ópera es, bajo este
aspecto, la imagen del espíritu divino, el verdadero sendero de la moral”.
Todos
los sexos, todas las clases colaboran, pues, en el Falansterio, como que éste
no es, al fin y al cabo, sino lo que ahora llamaríamos una federación de
cooperativas que han incorporado todos los servicios sociales. Capital hay en
la falange, pero no capitalistas en el sentido de explotadores y de ociosos. O
para decirlo en el lenguaje grato de la pequeña burguesía, todo el mundo “en
armonía” será capitalista, con lo cual el capital habrá dejado de ser una
amenaza; las clases se habrán íntegramente fusionado y ya no habrá motivo, por
lo tanto, para el laberinto de las discordias anteriores, con ”su escala
ascendente de odios, su escala descendente de desprecio”.
Detengo
aquí la descripción del Falansterio. Si la compañía de Fourier resulta casi
siempre tentadora, doblemente lo es cuando se pone a contar lo que ha de
ocurrir “en armonía”. Tantos años vivió acariciando su proyecto, que al
Falansterio lo pobló de seres imaginarios con bellos nombres de égloga: Filis y
Aramita, Cloris y Celimanta, Galatea y Endimión… Criaturas de la imaginación
que habían adquirido para él la plenitud del relieve corporal, y cuyos
caracteres conocía y cuyas emulaciones animaba. Y como aquel mundo
extraordinario –digno de Dickens o de Balzac– le planteaba casi a diario
problemas nuevos, su Falansterio se complicaba sin cesar y adquiría cada vez
más una alucinante realidad.
Personajes
de Pirandello antes de Pirandello, a solas conversaba por la calle con sus 1600
societarios, y tan pronto abandonaba de caja de la sucursal americana, se
refugiaba, radiante, en su mundo de sueño. Nada le recordaba allí su existencia
mezquina, su genialidad incomprendida, su sensualidad insatisfecha. Verdadero
legislador y demiurgo, se paseaba a su antojo sobre ese plano de la fantasía en
el que había traspuesto, con sus resentimientos personales, las esperanzas y
los sueños de la pequeña burguesía en un momento de la historia en que aún no
se conocían las soluciones verdaderas.
Porque
eso es lo que hace del Falansterio, de Fourier, algo más que el puro delirio de
un reformador alienado y genial. Con maravilloso don de síntesis, Marx y Engels
–que no ocultaron jamás cuánto lo amaban– han señalado en pocas líneas del Manifiesto comunista la exacta posición
del Falansterio, junto a las otras utopías de su tiempo: “Ycaria”, de Cabet,;
“colonias interiores”, de Owen, para no recordar nada más que a las ilustres.
Hijos
de una época en que el capitalismo comercial se afirmaba y que el proletariado
de la gran industria, poco desarrollado, no había entrado todavía en lucha
franca con la burguesía, los utopistas descubrieron los elementos que
disgregaban ya a la sociedad en que vivían, pero no acertaron a reconocer en el
proletariado su misión histórica revolucionaria. Remplazaron, por eso, la
acción social por la propaganda personal, y como no se habían formado por
entonces las premisas objetivas, que son condiciones necesarias de la
liberación del hombre, forjaron por entero en su imaginación el mundo que habrá
de venir y el camino que habría de llevarlos hasta él.
Por
la importancia que seguía asignando a la propiedad privada, por el papel
predominante que reservaba a la agricultura, por su desconocimiento absoluto de
las luchas de clase, por su fe en la posibilidad de llegar hasta “armonía”
gracias a la generosidad de un millonario, y de transformar la faz del mundo
mediante pequeñas colonias de economía cerrada, Fourier se incorpora a las
filas nutridas de esos visionarios generosos a cuyo frente marcha el ilustre
Tomás Moro, “canciller de Utopía”.
Pero
por su crítica lúcida de la sociedad “civilizada”, por su aguda comprensión de
las contradicciones que la desgarran, y por su afirmación de que toda sociedad
lleva la posibilidad de engendrar la que vendrá, Fourier se coloca entre los
precursores del marxismo y lo anticipa a veces en sus concepciones oscuras y en
su prosa desquiciada.
El
tiempo, claro está, no siguió corriendo en vano. Un joven filósofo hegeliano,
que al principio había puesto su esperanza en un príncipe de Prusia, y un
oscuro empleadillo de comercio, que sufría lo indecible en el ambiente hostil,
se dieron a repensar, algunos años después de la muerte de Fourier, todas las
doctrinas sociales, todas las doctrinas económicas. Y después de haberse
desprendido de sus viejas creencias, elaboraron en un trabajo de muchos años la
prodigiosa doctrina que nos ha dado a la vez el más exacto instrumento para
comprender el mundo y la más precisa herramienta para transformarlo. En su
escuela el proletariado ha aprendido que su liberación no depende del gesto de
un millonario generoso o de la iniciativa de un presidente progresista y que no
se puede pasar de la “civilización” a la “armonía” sino bajo el impulso
revolucionario de las grandes masas.
Los
que a pesar de la experiencia de siglos continuaron esperando al personaje
generoso que un buen día, a las doce en punto, aceptaría construir el
Falansterio, ya están ahora bajo la ignominia del fascismo, con el doble
martirio de lo que Fourier llamaba “la escala ascendente de los odios, la
escala descendente del desprecio”.
Los
que a través de esa mismísima experiencia no se resignaron jamás a esperar al
millonario, ya han instalado una “falange” de 160 millones de hombres sobre la
sexta parte de la tierra. En ese “falansterio” gigantesco, como Fourier no lo
soñó en sus momentos mejores, las mujeres y los niños viven con la misma
dignidad del hombre “íntegro”; el bienestar cada vez más elevado ha desterrado,
como en “armonía”, la enfermedad y la ignorancia; los “atletas industriales” se
llaman udarniks y stajanovistas; la dicha de colaborar en
una patria que es de todos ha dado al trabajo humano un ritmo que era hasta
ayer inconcebible, y para que nada falte en este triunfo de la realidad sobre
los sueños, ha bastado poner a las grandes masas en posesión de toda la técnica
y de toda la cultura para que haya realizado lo que en el Sistema de Fourier
parecía más absurdo: colonizar los desiertos y enriquecer con nuevas especies
vegetales y animales, el “mobiliario de Universo”…
Al siglo de la muerte de Fourier,
orgullosos recogemos su obra en nuestra herencia cultural. Con un heroísmo
tenaz acarició la utopía de “un hombre íntegramente liberado” que en su medio y
en su hora resultaba irrealizable. Pero al mismo tiempo que volvemos a él los
ojos agradecidos, repitamos, también, para marcar la altura de la edad en que
vivimos, que el sueño que parecía una utopía ya es, en alguna parte de la
tierra, una fresca realidad viviente. Sobre la orilla, al parecer inalcanzable,
el robusto nadador ha puesto al fin su planta. Torpes son todavía los primeros
pasos. Pero en alto lleva los brazos desnudos.
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