Nota:
El escrito de Federico Engels, que sigue a
continuación, es parte del libro Dialéctica
de la Naturaleza, y de hecho constituye la fundación de una antropología
física de índole materialista-dialéctica, cuestión en la que no siempre se
repara. En este trabajo el cofundador del marxismo explica la primera victoria del hombre
en formación sobre la naturaleza (sobre la naturaleza externa a su ser y sobre
su propia naturaleza): la posición erecta, y sienta la tesis fundamental de que
la transformación del mono en hombre se debió al trabajo.
(El
Comité de Redacción)
El Papel
del Trabajo en la Transformación del Mono en Hombre
Federico
Engels
EL TRABAJO ES, DICEN LOS ECONOMISTAS, la fuente de toda riqueza. Y lo es, en efecto, a la par con la
naturaleza, que se encarga de suministrarle la materia destinada a ser
convertida en riqueza por el trabajo. Pero es infinitamente más que eso. El trabajo es la primera condición fundamental
de toda la vida humana, hasta tal punto que, en cierto sentido,
deberíamos afirmar que el
hombre mismo ha sido creado por obra
del trabajo.
Hace varios cientos de miles de
años, en una fase que aún no
puede determinarse con certeza de aquel período de la
tierra a que los
geólogos dan el nombre de
periodo terciario, presumiblemente hacia el final de
él, vivió en
alguna parte de la zona cálida de nuestro planeta —probablemente,
en un gran continente, ahora sepultado en el fondo del océano Indico—
un género de monos antropoides muy altamente
desarrollados. Darwin nos ha trazado una descripción aproximada de
estos antepasados nuestros. Eran seres cubiertos de pelambre, con
barba y orejas puntiagudas, que vivían en hordas, trepados a los árboles.
Estos monos, obligados probablemente
al principio por su género de vida, que, al trepar,
asignaba a las manos distinta función que a los pies, fueron
perdiendo, al encontrarse sobre el suelo, la costumbre de servirse
de las extremidades superiores para andar y marchando
en posición cada vez
más erecta. Se había dado, con ello, el paso decisivo para la
transformación del mono en hombre.
Todos los monos antropoides que
hoy conocemos pueden mantenerse erectos y desplazarse pisando exclusivamente sobre los dos pies. Pero siempre en caso de extrema necesidad y del modo más
torpe. Su manera natural de andar es la
posición semierecta, utilizando también las manos. La
mayoría de ellos apoyan sobre el suelo los nudillos de la
mano, haciendo oscilar el cuerpo
con las piernas encorvadas entre los largos brazos, como
el tullido que camina sobre muletas. En términos generales,
todavía hoy podemos observar entre los monos todas las fases de transición
que van desde la locomoción a cuatro patas hasta la
marcha sobre los dos pies. Pero
en ninguno de ellos es esta última manera de andar más que un
recurso utilizado en casos de extrema necesidad.
Para que la marcha erecta, en
nuestros peludos antepasados, se convirtiera primeramente en regla y, andando el tiempo, en necesidad, hubieron de asignarse a las manos, entre
tanto, funciones cada vez más amplias.
También entre los monos se impone ya una cierta
división en cuanto al empleo de la
mano y el pie. Ya hemos dicho que la primera funciona, al
trepar, de distinto modo que el segundo. La mano sirve, preferentemente,
para arrancar y agarrar el alimento, función para lo cual
ya los mamíferos inferiores se sirven
de las patas delanteras. Con
ayuda de la mano construyen algunos
monos nidos en los árboles
e incluso, como el chimpancé,
techos entre las ramas para guarecerse de la lluvia.
Con ella empuñan el garrote para defenderse
contra los enemigos o
bombardean a éstos con frutos y
piedras. Y de ella se sirven, cuando el hombre
los aprisiona, para ejecutar una serie de
operaciones simples, aprendidas de él. Pero precisamente
al llegar aquí se ve cuan grande
es la distancia que media entre la
mano incipiente del mono más semejante
al hombre y la mano humana, altamente desarrollada gracias
al trabajo ejecutado a lo largo
de miles de siglos. El número y la disposición
general de los huesos y los músculos
son sobre poco más o menos los mismos en una y otra; pero
la mano del salvaje más rudimentario puede
ejecutar cientos de operaciones que a la mano de un
mono le está vedado imitar. Ninguna mano de simio ha
producido jamás ni la más tosca herramienta.
Por eso tuvieron que ser, por fuerza, muy
primitivas las operaciones a que nuestros antepasados fueron
adaptando poco a poco su mano, a lo largo de muchos milenios, en el tránsito del mono al hombre. Los
salvajes de nivel más bajo,
incluso aquellos de quienes puede suponerse que se hallaban expuestos
a recaer en un estado más bien animal, con una simultánea reincidencia
en su contextura física, se hallan a pesar de todo muy por encima
de aquellos seres de transición. Hasta que la mano del hombre logró
tallar en forma de cuchillo el primer guijarro tuvo que pasar una
inmensidad de tiempo, junto a la cual resulta insignificante
el tiempo que históricamente nos
es conocido. Pero el paso decisivo se había dado
ya: se había liberado la mano, quedando en condiciones
de ir adquiriendo nuevas
y nuevas aptitudes, y la mayor flexibilidad lograda
de este modo fue transmitiéndose y aumentando de generación
en generación.
Así,
pues, la mano no es solamente el órgano del trabajo, sino
que es también el producto de éste. Solamente
gracias al trabajo, a la adaptación a
nuevas y nuevas operaciones, a la transmisión por
herencia del desarrollo así adquirido por los
músculos, los tendones y a la larga también de los huesos y a la aplicación constantemente renovada
de este afinamiento
hereditariamente adquirido a nuevas operaciones cada vez más complicadas, ha
adquirido la mano del hombre ese alto grado de perfeccionamiento
capaz de crear portentos como los cuadros de Rafael, las
estatuas de Thorwaldsen o la música de Paganini.
Pero la mano no trabajaba sola.
Era simplemente el miembro individual de un gran organismo armónico, sumamente
complicado. Y lo que benefició a la mano redundó también en beneficio
de todo el cuerpo al servicio del cual laboraba la mano; y redundó en
beneficio suyo en dos sentidos.
Primeramente, en virtud de la
ley de la correlación del crecimiento, como Darwin la ha
llamado. Con arreglo a esta ley, determinadas formas
de algunas partes de un ser orgánico se hallan siempre vinculadas a
ciertas formas de otras partes, que aparentemente no guardan relación alguna
con aquéllas. Así, por ejemplo, todos los animales dotados de glóbulos
rojos sin núcleo celular y cuyo occipucio se halla unido con la primera
vértebra de la columna vertebral por medio de dos articulaciones (cóndilos)
poseen también, sin excepción, glándulas lácteas para amamantar
a las crías. Y así también vemos que, en los mamíferos la pezuña va
unida, por lo general, al estómago multilocular para poder seguir rumiando
los alimentos. Los cambios operados en cuanto a determinadas formas
llevan aparejados cambios de forma de otras partes del cuerpo, sin
que podamos explicarnos la conexión entre ellos. Los gatos completamente
blancos y de ojos azules son siempre o casi siempre sordos. El gradual
afinamiento de la mano del hombre y, en consonancia con él, el desarrollo
del pie para la marcha erecta repercutieron también, indudablemente,
en virtud de la correlación de que hemos hablado, sobre otras
partes del organismo. Sin embargo, esta influencia ha sido todavía muy
poco estudiada para que aquí podamos hacer otra cosa que ponerla de manifiesto
en términos muy generales.
Mucho más
importante es la repercusión directa y comprobable que el
desarrollo de la mano ha ejercido sobre el resto del organismo. Como ya
hemos dicho, nuestros antepasados simios eran seres sociables; sería de todo
punto imposible, evidentemente, que el hombre, el más sociable de
todos los animales, descendiera de un inmediato antepasado no sociable. Con
cada nuevo progreso logrado, su dominio sobre la naturaleza, iniciado
con el desarrollo de la mano, fue ampliando el horizonte visual del
hombre. Este descubrió en los objetos naturales nuevas y nuevas propiedades,
que hasta entonces desconocía. Y, de otra parte, el desarrollo
del trabajo contribuyó necesariamente a acercar más entre sí a los miembros de
la sociedad, multiplicando los casos de ayuda mutua y de acción en común y
esclareciendo ante cada uno la conciencia de la utilidad de esta cooperación.
En una palabra, los hombres en proceso de formación acabaron
comprendiendo que tenían algo que decirse los unos a
los otros. Y la necesidad se creó su órgano correspondiente: la laringe no
desarrollada del mono fue transformándose lentamente, pero de un modo
seguro, mediante la modulación, hasta adquirir la capacidad as emitir
sonidos cada vez más modulados, y los órganos de la boca aprendieron
poco a poco a articular una letra tras otra.
Que esta explicación
del nacimiento del lenguaje a base del trabajo y paralelamente con
él es la única acertada lo demuestra la comparación con los animales. Lo único
que éstos, incluso los más desarropados, tienen que comunicarse
los unos a los otros se lo pueden comunicar también sin necesidad
de lenguaje articulado. Ningún animal, en estado de naturaleza,
siente como un defecto el no poder hablar o entender el lenguaje
del hombre. Pero la cosa cambia cuando se trata de anímales domesticados.
El perro y el caballo poseen, gracias al trato con el hombre, un
oído tan fino para el lenguaje articulado, que fácilmente aprenden a
captar lo que se les dice, en la medida en que se lo permite su radio de representaciones.
Se asimilan, además, la capacidad de sensaciones tales como
el apego al hombre, la gratitud, etc., que antes les eran totalmente ajenas,
y quien haya tenido ocasión de vivir mucho tiempo cerca de estos animales
difícilmente se sustraerá a la convicción de que, en muchos, en
muchísimos casos sienten ahora como un defecto la imposibilidad de hablar,
defecto al que, desgraciadamente, no cabe poner remedio por la estructura
de sus órganos bucales, demasiado especializados en una determinada
dirección. Pero, allí donde existe el órgano, desaparece también, dentro
de ciertos límites, esta incapacidad. No cabe duda de que los órganos
bucales de los pájaros son lo más distintos que imaginarse pueda
de los humanos y, sin embargo, los pájaros son, seguramente, los únicos animales
que aprenden a hablar, y el que mejor habla de todos es el papagayo,
que se distingue por tener más horrible el timbre de voz. Y no se
nos diga que no entiende lo que habla. Es cierto que puede pasarse horas
enteras repitiendo parleramente todo su caudal de palabras por puro
gusto de charlotear y porque le agrada la compañía del hombre. Pero,
hasta donde llega su círculo de representaciones, no cabe duda de que
aprende también a saber lo que dice. Tomemos a un papagayo y enseñémosle
una sarta de insultos, haciendo que pueda llegar a representarse lo
que significan (entretenimiento favorito de los marineros que vuelven del
trópico); mortifiquémosle, y enseguida veremos que sabe emplear sus
dicterios con tanta propiedad como una verdulera de Berlín. Y lo mismo
cuando se trata de suplicar para que le den golosinas.
El trabajo, en primer lugar, y
después de él y enseguida a la par con él
el lenguaje son los dos incentivos más importantes bajo cuya influencia se ha
transformado paulatinamente el cerebro del mono en el cerebro del
hombre, que, aun siendo semejante a él, es mucho mayor y más perfecto.
Y, al desarrollarse el cerebro, se desarrollaron también, paralelamente, sus
instrumentos inmediatos, los órganos de los sentidos. A la manera como el
lenguaje, en su gradual desarrollo, va necesariamente acompañado
por el correspondiente perfeccionamiento del órgano del oído,
así también el desarrollo del cerebro en general lleva aparejado el
de todos los sentidos. El águila ve mucho más lejos
que el hombre, pero el ojo humano
descubre mucho más en las cosas que el ojo del águila. El perro
tiene un olfato más fino que el hombre, pero no distingue
ni la centésima parte de los olores que acusan para éste determinadas
características de diferentes cosas. Y el sentido del tacto, que en el mono
apenas se da en sus inicios más toscos, sólo se desarrolla al desarrollarse
la misma mano del hombre, por medio del trabajo.
Al repercutir «obre
el trabajo y el lenguaje el desarrollo del cerebro y
de los sentidos puestos a su servicio, la conciencia
más y más esclarecida, la capacidad
de abstracción y de deducción, sirven de nuevos y nuevos
incentivos para que ambos sigan desarrollándose, en
un proceso que no termina, ni mucho
menos, en el momento en que el hombre se separa definitivamente
del mono, sino que desde entonces difiere en cuanto al grado
y a la dirección según los diferentes pueblos y las diferentes
épocas, que a veces se interrumpe, incluso,
con retrocesos locales y temporales, pero que, visto en
su conjunto, ha avanzado en formidables proporciones;
poderosamente impulsado, de una parte, y de otra encauzado
en una dirección más definida por obra de un elemento que viene
a sumarse a los anteriores, al aparecer el hombre ya acabado: la
sociedad.
Cientos de miles de años
—que en la historia de la tierra
no representan más que un minuto en la vida del hombre*—
hubieron de transcurrir, seguramente, antes de que la horda de
monos trepadores se convirtiera en una sociedad de
hombres. Pero, a la postre, la sociedad de los
hombres surgió. ¿Y con qué volvemos a encontrarnos como la
diferencia característica entre la horda de monos y
la sociedad humana? Con el trabajo. La
horda animal se limitaba a pastar en la zona alimenticia que le había sido asignada
por la situación geográfica o por la resistencia de otras hordas colindantes;
emprendía expediciones y luchas para extender sus dominios a otras
zonas nutricias, pero era incapaz de sacar de su territorio más de lo que la
naturaleza le brindaba, fuera del hecho de que, sin saberlo, lo
abonaba con sus excrementos. Una vez ocupados en su totalidad los
posibles territorios, fuente de alimentación,
ya no era posible que la población simia aumentara; a
lo sumo, el número de animales permanecía
estacionario. Pero todos los animales despilfarran
extraordinariamente el alimento y, además, matan en germen los
nuevos brotes del alimento futuro. El lobo no deja viva, como el
cazador, la cierva llamada a suministrarle el cervatillo
del año venidero; las cabras de Grecia, que roen la male7.a naciente antes
de dejarla crecer, han dejado pelados todos los montes del país. Este
"desfalco" llevado a cabo por los animales desempeña importante
papel, dada la gradual transformación de las especies, al obligarlas a adaptarse
a una alimentación que no es la acostumbrada, lo que hace que
su sangre cambie de composición química y que toda su constitución
física varíe poco a poco, extinguiéndose las especies ya plasmadas.
No cabe duda de que este régimen de desfalco de los medios alimenticios
contribuyó poderosamente a convertir al mono en hombre. En
una raza de monos, cuya inteligencia y capacidad de
adaptación aventajaba en mucho a todas las demás, no pudo por
menos de conducir a que fuese extendiéndose cada vez más el
número de las plantas alimenticias y a que se utilizaran cada vez más
partes comestibles de ellas; en una palabra, a que la alimentación se
hiciese más variada, aumentando de ese modo las sustancias asimiladas por
el cuerpo y haciendo progresos las condiciones químicas para la
transformación del mono en hombre.
Pero, en realidad, todo lo
anterior no entra aún en la categoría trabajo. El trabajo
comienza con la elaboración de herramientas. ¿Y cuáles son las primeras
herramientas que se conocen, juzgando a base de los
vestigios del hombre prehistórico que se han encontrado y teniendo
en cuenta tanto el régimen de vida de los pueblos históricos más
remotos como el de los salvajes más rezagados de
nuestros propios días? Son las herramientas
empleadas en la caza y en la pesca, las primeras de las cuales representan,
además, armas. Pues bien, la caza y la pesca presuponen ya
el paso de la alimentación puramente vegetal a un
régimen alimenticio en el que entra ya la carne, lo que constituye,
a su vez, un paso muy importante hacia la aparición del hombre. Este
tipo de alimentación suministraba ya en forma casi completa las materias más
esenciales que el organismo necesita para su metabolismo; abreviaba, con la digestión,
el lapso de tiempo de los demás procesos vegetativos del
cuerpo correspondientes a la vida vegetal, con lo que ganaba
tiempo y sustancia y experimentaba mayor goce en las manifestaciones
de la vida propiamente animal. A medida que el hombre en
formación iba alejándose de la planta se remontaba también más y más
sobre el animal. Así como la habituación al alimento vegetal combinado
con la carne convierte a los gatos y perros salvajes en servidores
del hombre, la adaptación al régimen alimenticio a base de carne, combinado
con la alimentación vegetal, contribuyó
esencialmente a elevar la fuerza
física y la independencia del futuro hombre. Pero en
lo que más influyó el régimen carnívoro fue en el
desarrollo del cerebro,
que ahora contaba con las sustancias nutricias necesarias en abundancia, mucho
mayor que antes, razón por la cual pudo desarrollarse, a
partir de ahora, mucho más rápidamente y de un modo más perfecto, de
generación en generación. Dicho sea con perdón de los señores vegetarianos,
la aparición del hombre es inseparable de la alimentación carnívora,
y el hecho de que en todos los pueblos de que tenemos noticia
este régimen de alimentación condujese en ciertas épocas a la antropofagia
(todavía en él siglo x, los antepasados da los berlineses, los
veletabos y los viltses, se comían a sus
progenitores) es cosa que hoy debe tenernos
sin cuidado.
El empleo de la carne para la
alimentación trajo consigo dos nuevos progresos
de una importancia decisiva: la utilización del fuego y
la domesticación de los animales. La primera acortó
todavía más el proceso de la digestión, al
ingerirse los alimentos ya digeridos a medias por
decirlo así; la segunda hizo más rica la
alimentación carnívora, al proporcionar, además de la
caza, un y, nueva fuente da suministro más regular, suministrando
además, con la leche y los productos derivados de ella, un nuevo medio
alimenticio de valor igual al de la carne, por lo menos,
en cuanto a su combinación de sustancias.
Uno y otro paso fueron, por tanto,
directamente, nuevos medios de emancipación para el hombre.
No podemos entrar a examinar aquí en detalle sus resultados indirectos,
pues nos alejaría demasiado de nuestro tema, aunque hay que señalar
que también ellos contribuyeron en gran medida al
desarrollo del hombre y de la
sociedad.
El hombre se acostumbró
a comer de todo y fue adaptándose, asimismo, a
todos los climas. Se extendió por toda la tierra
habitable, siendo como era, en realidad, el
único animal que llevaba en sí mismo la plena capacidad
para ello. Los demás animales que se han adaptado a
todos los climas, animales domésticos e insectos, no lo han hecho per
sí mismos, sino siguiendo al
hombre. Y el paso del uniforme clima cálido de la patria ds origen a las regiones
frías, en las que el año se dividía en invierno y verano,
creó a su vez nuevas necesidades, como las del
abrigo y la vivienda para protegerse del frío y la humedad, abrió
nuevos campos de trabajo y trajo con ello nuevas
actividades, que hicieron que el hombre fuese
alejándose más y más del animal.
Mediante la combinación
de la mano, los órganos lingüísticos y el cerebro, y no sólo
en el individuo aislado, sino en la sociedad, se hallaron
los hombres capacitados para realizar operaciones cada vez más complicadas,
para plantearse y alcanzar metas cada vez más altas. De generación
en generación, el trabajo mismo fue cambiando, haciéndose más
perfecto y más multiforme. A la caza y la ganadería
se unió la agricultura y tras ésta vinieron
las artes del hilado y el tejido, la elaboración de los
metales, la alfarería, la navegación. Junto al comercio y
los oficios aparecieron, por último, el arte y la
ciencia, y las tribus se convirtieron en naciones y
estados. Se desarrollaron el derecho y la política y, con
ellos, el reflejo fantástico de las cosas humanas en la cabeza del hombre: la
religión. Ante estas creaciones, que empezaron presentándose como
productos de la cabeza y que parecían dominar las sociedades
humanas, fueron pasando a segundo plano los productos más
modestos de la mano trabajadora, tanto más cuanto
que la cabeza encargada de planear el
trabajo pudo, ya en una fase muy temprana de desarrollo de
la sociedad (por ejemplo, ya en el
seno de la simple familia), hacer que el
trabajo planeado fuese ejecutado por otras manos que
las suyas. Todos los méritos del rápido progreso de
la civilización se atribuyeron a la
cabeza, al desarrollo y a la actividad del cerebro; los
hombres se acostumbraron a explicar sus actos por sus pensamientos
en vez de explicárselos partiendo de sus necesidades (las cuales,
ciertamente, se reflejan en la cabeza, se revelan a
la conciencia), y así fue como surgió, con el
tiempo, aquella concepción idealista del mundo que
se ha adueñado de las mentes, sobre todo desde la caída del
mundo antiguo. Y hasta tal punto sigue dominándolas
todavía, hoy, que incluso los
investigadores materialistas de la naturaleza de la escuela
de Darwin no aciertan a formarse una idea clara acerca
del origen del hombre porque,
ofuscados por aquella influencia ideológica, no alcanzan
a ver el papel que en su nacimiento desempeñó el trabajo.
Los animales, como ya hemos
apuntado, hacen cambiar con su acción la naturaleza exterior, lo
mismo que el hombre, aunque no en igual medida
que él, y estos cambios del medio así provocados repercuten,
a su vez, como hemos visto, sobre
sus autores. Nada, en la naturaleza, ocurre de un modo
aislado. Cada cosa repercute en la otra, y a
la inversa, y lo que muchas veces impide a nuestros naturalistas ver claro en los procesos más simples es
precisamente el no tomar en consideración
este movimiento y esta interdependencia universales. Ya veíamos cómo las cabras impidieron que el suelo de
Grecia volviera a cubrirse de bosques;
en Santa Elena, las cabras y los cerdos desembarcados por los primeros navegantes que arribaron a sus costas, lograron acabar casi por completo con la vieja
vegetación de la isla, preparando
con ello el terreno sobre el que más tarde pudieron crecer las plantas llevadas allí por los marinos y ¡os
colonos. Pero, aunque los animales ejerzan una influencia duradera sobre el
medio, lo hacen sin proponérselo y el
resultado conseguido es siempre fortuito, para los propios animales. En cambio,
la influencia del hombre sobre la naturaleza, cuanto más va alejándose del
animal, adquiere más y más el carácter
de una acción sujeta a un plan y con la que se persiguen determinados fines,
conocidos de antemano. El animal destruye la vegetación de una faja de tierra sin saber lo que hace. El hombre deja la tierra pelada para sembrar en ella
hortalizas o plantar árboles o viñas,
a sabiendas de que le reportarán muchas veces lo que ha sembrado. Desplaza de un país a otro las plantas
útiles y los animales domésticos,
haciendo cambiar con ello la flora y la fauna de continentes enteros. Más aún. Mediante la cría o el cultivo
artificiales, plantas y animales
cambian de tal modo bajo la mano del hombre que no hay quien los reconozca. Todavía se están buscando
sin encontrarlas las plantas
silvestres de que proceden nuestras especies cereales. Y sigue discutiéndose de qué animal salvaje descienden
nuestros perros, tan diferentes entre
sí, o nuestras no menos numerosas razas de caballos.
De
suyo se comprende, por lo demás, que no se nos pasa por las mientes
negar a los animales la capacidad de actos sujetos a un plan, premeditados.
Al contrario. El modo de obrar planificado se da ya en germen
dondequiera que el protoplasma, o sea la albúmina viva, existe
y reacciona, o, lo que es lo mismo, realiza movimientos por muy
simples que ellos sean, como resultado de determinados estímulos del
exterior. Esta reacción se produce sin necesidad de que exista célula alguna
ni, mucho menos, una célula nerviosa. Asimismo se revela en cierto
sentido como sujeta a un plan, aunque carente en absoluto de conciencia,
la manera de comportarse las plantas insectívoras al atrapar a
sus víctimas. En los animales, la capacidad de realizar actos conscientes
y sujetos a un plan se desarrolló en proporción al desarrollo del
sistema nervioso y alcanza ya un alto nivel entre los mamíferos. En
las batidas inglesas para la caza del zorro se puede observar diariamente
con qué exactitud sabe este animal utilizar su gran conocimiento
topográfico para escapar de sus perseguidores y lo bien que conoce y aprovecha todas las ventajas del terreno para hacer
que se borre su rastro. Y
en los animales domésticos, altamente desarrollados gracias
a su trato con el hombre, podemos observar todos los días rasgos
de astucia que en nada se distinguen de las travesuras de nuestros
niños. Pues así como la historia evolutiva del feto humano en el claustro
materno no es más que la repetición abreviada de la historia evolutiva
del organismo de nuestros antepasados animales a lo largo de
millones de años, arrancando desde el gusano, así
también la evolución espiritual del niño humano es simplemente una
repetición, aunque en miniatura, de la evolución intelectual de aquellos
mismos antepasados, por lo menos de los más recientes.
Sin embargo, la acción planificada de todos
los animales, en su conjunto, no ha logrado estampar sobre la tierra
el sello de su voluntad. Para ello, tuvo que venir
el hombre.
En una palabra, el animal utiliza la
naturaleza exterior e introduce cambios en ella pura y simplemente con su presencia, mientras que el hombre, mediante sus cambios, la
hace servir a sus fines, la domina. Es esta
la suprema y esencial diferencia entre el hombre y los demás
animales; diferencia debida también al trabajo.**
No debemos, sin embargo,
lisonjearnos demasiado de nuestras victorias humanas sobre la naturaleza.
Esta se venga de nosotros por cada una de las derrotas que le inferimos. Es cierto que todas ellas se traducen
principalmente en los resultados previstos y calculados, pero acarrean, además,
otros imprevistos, con los que no contábamos y que, no
pocas veces, contrarrestan los primeros. Quienes
desmontaron los bosques de Mesopotamia, Grecia, el Asia Menor y
otras regiones para obtener tierras roturables
no soñaban, con que, al hacerlo, echaban las bases
para el estado de desolación en que actualmente se hallan dichos países, ya que, al
talar los bosques, acababan con los centros de condensación y almacenamiento de la humedad. Los italianos de los Alpes que destrozaron en la vertiente meridional
los bosques de pinos tan bien
cuidados en la vertiente septentrional no sospechaban que, con ello,
mataban de raíz la industria lechera en sus valles,
y aún menos podían sospechar que, al proceder así, privaban a
sus arroyos de montaña de agua durante la mayor parte del año, para
que en la época de lluvias se precipitasen sobre
la llanura convertidos en turbulentos ríos. Los
introductores de la patata en Europa no podían saber que, con
el tubérculo farináceo, propagaban también la enfermedad de la escrofulosis.
Y, de la misma o parecida manera, todo nos recuerda á
cada paso que el hombre no domina, ni mucho menos, la
naturaleza a la manera como un conquistador domina un
pueblo extranjero, es decir, como alguien que es ajeno a la naturaleza, sino
que formamos parte de
ella con nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, que
nos hallamos en medio de ella y
que todo nuestro dominio sobre la
naturaleza y la ventaja que en esto llevamos a las demás
criaturas consiste
en la posibilidad
de llegar a conocer sus leyes y de saber aplicarlas acertadamente.
No cabe duda de que cada día que
pasa conocemos mejor las leyes de la
naturaleza y estamos en condiciones de prever las
repercusiones próximas y remotas
de nuestras injerencias en su marcha normal. Sobre
todo desde los formidables progresos conseguidos por
las ciencias naturales durante el
siglo actual, vamos aprendiendo a conocer de antemano,
en medida cada vez mayor, y por tanto a dominarlas, hasta las
lejanas repercusiones naturales, por lo menos,
de nuestros actos más habituales de producción. Y
cuanto más ocurra esto, más volverán los
hombres, no solamente a sentirse, sino a saberse parte integrante de
la naturaleza y más imposible se nos revelará esa absurda y antinatural
representación de un antagonismo entre el espíritu y la materia, el
hombre y la naturaleza, el alma y el cuerpo, como la
que se apoderó de Europa
a la caída de la antigüedad clásica, llegando a su apogeo bajo
el cristianismo.
Ahora bien, si ha hecho falta
el trabajo de siglos hasta que hemos aprendido, en cierto modo, a calcular las consecuencias naturales remotas de nuestros actos encaminados a la
producción, la cosa era todavía mucho más
difícil en lo que se refiere a las consecuencias sociales
de estos mismos actos. Hemos
hablado de las patatas y de la propagación de
la escrofulosis, como una secuela de ellas. Pero,
¿qué es la escrofulosis,
comparada con las consecuencias que ha acarreado para la situación
de vida de las masas del pueblo de países enteros la reducción
de los obreros a una alimentación a base de ese
tubérculo, comparada con la epidemia
de hambre que en 1847 asoló a Irlanda a consecuencia de
la enfermedad de las patatas,
sepultando bajo tierra a un millón de irlandeses que
apenas comían otra cosa y arrojando a dos millones
al otro lado del mar? Cuando los
árabes aprendieron a destilar el alcohol no pensaban
ni en sueños que habían creado con ello una de
las principales armas ton que se
aniquilaría a los indígenas de la América
entonces aún no descubierta. Y cuando Colón, andando el
tiempo, descubrió América, no sabía que con ello
hacía resucitar la esclavitud,
en Europa superada ya de largo tiempo atrás, y sentaba las bases
para la trata de negros. Ni a los hombres que en los siglos xvi y xvii trabajaban
por crear la máquina de vapor se les podía pasar
por las mientes que estaban preparando el instrumento que más que
ningún otro habría de revolucionar el orden social del mundo entero
y que en Europa sobre todo, mediante la concentración de la riqueza
en manos de la minoría y de la miseria del lado de la inmensa mayoría,
empezaría entregando a la burguesía el poder social y político y
provocaría luego entre la burguesía y el
proletariado una lucha de clases que sólo terminará con el derrocamiento de
la burguesía y la abolición de los antagonismos de clase. Pero también
en este terreno una larga y a veces dura experiencia y el acopio y
la investigación de material histórico nos va enseñando, poco a poco, a
ver claro acerca de las consecuencias sociales
indirectas y lejanas de nuestra actividad productiva, lo que nos permite, al
mismo tiempo, dominarlas y regularlas.
Ahora bien, para lograr esta
regulación no basta con el mero conocimiento.
Hace falta, además, transformar totalmente el régimen de producción
vigente hasta ahora y, con él, todo nuestro orden social presente.
Todos los sistemas de producción
conocidos hasta ahora no tenían otra mira
que el sacarle un rendimiento directo e inmediato al trabajo. Se
hacía caso omiso de todos los demás efectos,
revelados solamente más tarde, mediante la repetición y
acumulación graduales de los mismos fenómenos. La propiedad
común originaria sobre la tierra respondía, de una
parte, a un estado de desarrollo del hombre en el que
su horizonte visual se reducía a lo estrictamente
necesario para el día y, de otra parte, presuponía un
cierto remanente de tierras disponibles, que
brindaba algún margen de maniobra frente a las desastrosas consecuencias
eventuales de aquella economía primitiva de tipo selvático. Agotado el
remanente de tierras, se derrumbó la propiedad en común.
Todas las formas superiores de producción se tradujeron en la división
de la población en clases y, con ello, en el antagonismo entre clases
dominantes y oprimidas; y esto hizo que el interés
d? la clase dominante pasara a ser el resorte propulsor de la
producción, en la medida en que ésta no se limitaba estrictamente a
proporcionar el sustento a los oprimidos. Los capitalistas
individuales, en cuyas manos se hallan los resortes de mando sobre la
producción y el cambio, sólo pueden preocuparse de
una cosa: da la utilidad más directa que sus actos les reporten.
Más aún, incluso esta utilidad •—cuando se trata de la
que rinde el artículo producido o cambiado— queda completamente
relegada a segundo plano, pues el único incentivo es la ganancia que
de su venta pueda obtenerse.
La ciencia social de la burguesía,
la economía política clásica, sólo se ocupaba,
preferentemente, de las consecuencias sociales directas perseguidas
por los actos humanos encaminados a la producción y al cambio.
Lo cual corresponde por entero al tipo de organización social de
que esa ciencia es expresión teórica. Allí donde la producción y el cambio
corren a cargo de capitalistas individuales que no persiguen más fin
que la ganancia inmediata, es natural que sólo se tomen en consideración
los resultados inmediatos y directos. El fabricante o el comerciante
de que se trata se da por satisfecho con vender la mercancía fabricada
o comprada con el margen de ganancia usual, sin que le preocupe
en lo más mínimo lo que mañana pueda suceder con la mercancía
o con su comprador. Y lo mismo sucede con las consecuencias naturales
de estos actos. A los plantadores españoles de Cuba, que pegaron
fuego a los bosques de las laderas de sus comarcas y a quienes las
cenizas sirvieron de magnífico abono para una generación de cafetos altamente
rentables, les tenía sin cuidado el que, andando el tiempo, los
aguaceros tropicales arrastrasen el mantillo de la tierra, ahora falto
de toda protección, dejando la roca pelada. Lo mismo frente a
la naturaleza que frente a la sociedad, sólo interesa de un modo predominante,
en el régimen de producción actual, el efecto inmediato y
el más tangible; y, encima, todavía produce extráñela el que las repercusiones
más lejanas de los actos dirigidos a conseguir ese efecto inmediato
sean muy otras y, en la mayor parte de los casos, completamente
opuestas: el que la armonía de la oferta y la demanda se trueque
en su reverso, como lo demuestra el curso de todo el ciclo industrial
cada diez años, de lo que también Alemania ha tenido una pequeña
muestra con el "crac"; (1) el que la propiedad privada basada en
el trabajo propio se desarrolle necesariamente hasta convertirse en la carencia
de propiedad de los obreros, mientras toda posesión se concentra
más y más en manos de los que no trabajan; el que [...].(2).
________________
* Una autoridad de
primer rango en estas cuestiones, Sir W. Thomson, ha calculado que no han podido transcurrir mucho más de cien millones de años desde el tiempo en que la tierra se
enfrió lo bastante para que pudieran vivir en ella las plantas y los animales.
[Nota de Engels].
** Al margen del
manuscrito aparece escrita a lápiz la palabra ennoblecimiento. [Nota de la
Editorial Grijalbo].
***Engels se refiere al “crac” o
crisis comercial de los años 1873-74 [Nota de la Editorial Grijalbo, de cuya
edición del libro Dialéctica de la
Naturaleza, México, 1961, hemos tomado el presente artículo de Engels]
****Al llegar aquí se interrumpe el
manuscrito. [Nota de la Editorial Grijalbo]
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