miércoles, 1 de marzo de 2017

Literatura

Visión Histórica de MV Desprovista de Realismo
                                                                                                                                                                                               Julio Carmona


YA HEMOS PRECISADO que la tendencia del realismo exige asumirla como una unidad inseparable de teoría y práctica, y que, además, reclama imbricarse en una concepción total del escritor como ser humano e inclusive como ciudadano. En este parágrafo queremos ver cómo en MV estas exigencias no sólo resultan estar desfasadas (conforme lo hemos demostrado hasta aquí al confutar su teoría y su práctica literarias) sino que, en lo referente a su visión histórica de los hechos, como ser humano que juzga a sus semejantes, es poco menos que aberrante.

        En varias oportunidades MV ha arremetido contra la novela rural americana, llamada por él ‘indigenista’ que no es —digamos de paso— la denominación más apropiada. Otros estudiosos de la historia literaria peruana, con mejor criterio, la llaman «novela agraria», «rural» o «nativista». El término de «indigenista» se reserva más para los textos en verso, escritos en las primeras décadas del siglo XX y que trataban el tema indígena, tal es el caso de Gamaliel Churata o Alejandro Peralta o José Varallanos, quienes —contra lo que dice MV, que el indigenismo surgió como oposición a lo europeo (C-1972: 43)— asimilaron las técnicas de la vanguardia europea. «Con lo cual —dice don Luis Monguió— el objetivismo y el subjetivismo, la denotación y la connotación, la descripción y la sugerencia, el realismo poético y la angustiosa expresión de lo sentido y lo incognoscible, se encuentran coetánea y paralelamente en la poesía peruana de 1900 a 1915». (E-1954.) Inclusive sabemos que el calificativo de ‘indigenista’ empezó a ser aplicado al grupo de pintores que lideró José Sabogal, como él mismo lo precisa:

Después nos aplicaron el mote de «indigenistas», pero con malicia y advenediza inquina. Querían señalarnos como gestores de una fantástica restauración incaica; pues se referían estrictamente a lo racial, colocándose los pintores advenedizos en inusitado campo hispano y en suspirados días del dorado virreynato. [1]

Pero, veamos algunas muestras de esa misma mala intención detectables en MV. Según éste —ya lo hemos visto— la formación del novelista está dada por su acercamiento a las técnicas modernas de dicho género (es la idea sintética contenida en una cita que veremos de inmediato.) Pero también —y lo hemos visto en un capítulo precedente— MV ha prescrito que debe evitarse la tendencia a admitir una sola respuesta cuando existen más (esa es una costumbre, decía MV, que da por «creer que existe una sola respuesta verdadera para cada problema humano y que, una vez hallada esta respuesta, todas las otras deben ser rechazadas por erróneas.») Y, si nos atenemos a ese criterio, la respuesta por él planteada para explicar la formación del novelista es «una de las respuestas». No la única. Y, en todo caso, contradictoria de otra. Porque una novela escrita sin la pirotecnia que MV privilegia, no deja por eso de ser novela. Sin embargo, él, obviando su ya anotada prevención, pregunta:

¿Qué podían darle esas obras [las obras portadoras de las técnicas modernas] a un adolescente latinoamericano? [Y responde:] Podían salvarlo de la provincia, inmunizarlo contra la visión folklórica, desencantarlo de esa literatura colorista, superficial, de esquema maniqueo y hechura simplona —Rómulo Gallegos [2], Eustasio Rivera, Jorge Icaza, Ciro Alegría, Güiraldes, los dos Arguedas, el propio Asturias de después de El señor presidente— que todavía servía de modelo y que repetía, sin saberlo, los temas y maneras del naturalismo europeo importado medio siglo atrás. (C-1983: 388.)

Siempre contradictorio, MV incluye en esa su visión devaluada de la novela americana anterior al «boom», a José María Arguedas, y es opinión que vierte en 1980, pese a que antes (en 1964) había dicho de él que «parte de una realidad concreta. En él el detalle anecdótico adquiere una dimensión universal. En literatura, folclore es pintoresquismo; realidad vista con ojos forasteros. Arguedas escribe desde adentro.» (C-2004: 17.) Y lo mismo ocurre en relación con Ciro Alegría. Dice MV:

Considero El mundo es ancho y ajeno una gran novela, una novela vigorosa; pero hay algo en el hablar de sus personajes que no me parece logrado, que me suena a artificioso. Arguedas, en cambio, hace hablar a sus indígenas en un castellano que nos da la sensación de que es así como ellos hablan cuando se expresan en quechua. El mundo campesino resulta entonces representado en forma más auténtica. (Ibíd.)

Pero el periodista hace la siguiente apostilla, que rectifica el juicio de MV: «Tal vez olvida Vargas Llosa que Ciro pinta una sierra, la del norte, más mestiza en lo lingüístico y cultural que la del sur, pintada por Arguedas. Y que el pueblo campesino del Perú se ha reconocido plebiscitariamente en las páginas de El mundo es ancho y ajeno. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que no seamos también fervorosos partidarios de Arguedas» (Ibidem.) Además, debe reconocerse que el mismo Arguedas otorgó a Ciro Alegría la primogenitura en el nacimiento de la novela peruana moderna:

Creo que no se puede hablar aún de «formas tradicionales de la novela peruana». La novela es de aparición muy reciente en el Perú. Creo que puede afirmarse que el primer novelista con real vigencia e influencia en mi país fue Ciro Alegría y el primero que trata vastamente y con originalidad el tema peruano. (1968: Entrevista de Alfonso Calderón, Chile.)

En principio, hay que decir que la existencia de la novela —llamada por MV— indigenista, es otra de las respuestas para acceder a la verdad de la novela americana. Y es tan importante para los jóvenes novelistas leerla, como así también lo es leer la otra, privilegiada por MV. Si los jóvenes novelistas —de la época de MV— estaban impedidos de hacerlo con la segunda, no era por culpa de la primera. Siempre nuestra cultura literaria se ha visto limitada por razones sociales, económicas, políticas, etc. Pero MV sataniza a la «novela indigenista». Y su respuesta, su juicio negativo, sigue pesando como admonición. Es más, esa es una respuesta que siempre ha esgrimido y sigue esgrimiendo. [3] Pero lo curioso es que —leyendo el libro de Rafael Bosch— nos percatamos que esos ataques de MV al indigenismo (de 1972) coinciden con la actitud similar asumida por Carlos Fuentes tres años antes que él. [4]

        Carlos Fuentes llama naturalista —dice Bosch— a toda la literatura hispanoamericana hasta hoy, con lo cual condena a muchos realistas no naturalistas o a escritores con pequeños defectos naturalistas. [Porque, aclara Bosh] Ha habido, claro está, varias clases de naturalistas propiamente tales en Hispanoamérica, incluyendo los deterministas geográficos y ambientales (uno de los primeros fue Sarmiento.) Y ha habido también limitaciones naturalistas en escritores plenamente realistas o de un realismo discutible como Gallegos. Lo curioso es que Fuentes se opone al naturalismo antiguo (la pseudo-herencia, la determinación geográfico-ambiental) en nombre —sin saberlo— de su naturalismo nuevo, subjetivista.

        Y concluye Bosch de la siguiente manera: «Con toda esta extraña teoría, tan evidentemente contraria a los hechos, Fuentes no hace más que tratar de justificar el determinismo naturalista que encuentra en sus antecesores a fin de llegar así a la justificación de su propio naturalismo.» (E-1972: 143-144.) Lo interesante es que un error detectado en Fuentes por Bosch se encuentra entre los argumentos de MV. Ambos autores inciden en que los escritores que fundaron la novela hispanoamericana exageraron el recurso de la naturaleza como el personaje avasallador que se tragaba todo. Y Bosch cita a Fuentes cuando dice que: «a veces se tenía la impresión de que todos estos autores eran unos exiliados de la tierra pródiga a la cual, como Ricardo Güiraldes, habrían de regresar nostálgicamente». Y MV repite el tópico:

En esos libros el paisaje tenía más importancia que las personas de carne y hueso (en dos de ellos, Don Segundo Sombra y La vorágine, la naturaleza terminaba tragándose a los héroes.) (C-1993: 295.)

Y acota Bosch: «Bonita manera de inventarse la realidad histórica para desfigurarla. En primer lugar, ¿se traga la naturaleza a alguien en Don Segundo Sombra, o en las novelas de Asturias, en que predomina el ambiente campesino (sin dominar absolutamente?) En segundo lugar, la lista de los importantes novelistas que centraron sus acciones en la ciudad y no en el campo es interminable...» (Ibíd.: 142-143.) En conclusión dice Bosch:

Se acusa a la literatura del pasado de ser una historia de buenos y malos; se rechaza, pues, toda literatura del pasado que defienda a los explotados, por causa de ciertos defectos parciales y no siempre presentes; y así se rechaza toda la literatura del pasado. (Op. cit.: 152.)

Por otra parte habría que resaltar que esos ataques a la «novela rural» no se sustentan en estudios críticos de peso que demuestren la invalidez de dicha novelística o, al menos, la justeza de los calificativos (folclórica, panfletaria, demagógica) con que se pretende descalificarla. Y, en realidad todo lo dicho es aplicable a la actitud asumida por MV. Veamos unas muestras de su argumentación: En el prólogo a Los Jefes dice:

… entre nosotros todavía se practicaba una literatura de campesinas estupradas por ignominiosos terratenientes, escrita con muchas esdrújulas, que los críticos llamaban ‘telúrica’.[5] Yo la odiaba por tramposa, pues sus autores parecían creer que denunciar la injusticia los eximía de toda preocupación artística y hasta gramatical. (A-1982: IX.)

En este caso, cautamente, no menciona a los autores que probarían su opinión. Pero con la mención que hemos visto hace en una cita precedente, ya sabemos a qué atenernos y corroboramos nuestra apreciación de que «su verdad» no puede —no debe— clausurar la otra. «Rómulo Gallegos, Eustasio Rivera, Jorge Icaza, Ciro Alegría, Güiraldes, los dos Arguedas (y) el propio Asturias» (que así los ha mencionado antes) no tienen la culpa de no haber conocido a Faulkner, Sartre, Joyce, Dos Passos, Kafka, etc.[6] No obstante esta explicación tan clara, esa crítica destructiva contra la novela rural en la «respuesta» que inquiere por  el  origen  de  la novela moderna en el Perú (y América) de la primera mitad del siglo XX, MV —insistimos— la sigue esgrimiendo cada vez que puede (de manera absoluta, sin ubicar los múltiples factores que la explican.) En 1993 (El pez en el agua), dice: «Mi desinterés por la literatura de América Latina —con la sola excepción de Neruda, al que leí siempre con devoción— antes de conocer a Lucho Loayza había sido total. Quizás en vez de desinterés debería decir hostilidad.» Esta frase puesta en cursiva resulta ser honesta, pues refleja lo que es «su verdad». Y se puede no estar de acuerdo con ella, pero es respetable. El respeto se pierde cuando de «su verdad» —como él en su teorización previene— pasa a establecer «la verdad satanizante» de una ‘literatura indigenista que debe ser hostil a todos’. Es decir, que su descontento por ciertas limitaciones de la realidad, lo llevan a odiar la realidad toda, lo que además de exagerado es injusto. Empero, esa hostilidad (continúa explicando MV)
se debía a que la única literatura latinoamericana moderna que se estudiaba en la universidad y de la que se hablaba algo en revistas y suplementos literarios era la indigenista o costumbrista, la de autores de novelas como Raza de bronce (Alcides Arguedas), Huasipungo (Jorge Icaza), La vorágine (Eustasio Rivera), Doña Bárbara (Rómulo Gallegos) o Don Segundo Sombra (Ricardo Güiraldes), o incluso, la de Miguel Ángel Asturias. Esa narrativa y la peruana de ese género yo la había leído por obligación, en las clases de San Marcos, y la detestaba, pues me parecía una caricatura provinciana y demagógica de lo que debía ser una buena novela. (C-1993: 295.)

        Lo que también es exagerado porque si esa era ‘la realidad’ de la universidad y los medios culturales de la época, ¿por qué no atacar la causa y no la consecuencia? Y, más adelante, agrega: «Toda la llamada literatura indigenista era una sucesión de tópicos naturalistas y de una indigencia artística tan grande que uno tenía la impresión de que para los autores escribir buenas novelas consistía en buscar un ‘buen’ tema —hechos insólitos y terribles— y escribir con palabrejas sacadas de los diccionarios, lo más alejadas del habla común.» (Op. Cit.: 296.) Y, realmente, lo caricaturesco es esa descripción que MV hace del tipo de novela que denuesta. E insistimos: eso no fuera censurable si se presentase sólo como «su verdad» pero no como «la verdad» que anula todo. Cuando, en realidad, lo que él está haciendo es confrontar la «novela rural» con la «novela urbana», que es con la que se siente identificado, y que recién surgirá —al menos en el Perú— en —o después de— los años cincuenta del siglo pasado (en el cuento, con Ribeyro, Osvaldo Reynoso, Enrique Congrains o el mismo MV, etc.)[7] Y esa identificación de lo urbano la releva el mismo MV:

Lucho Loayza me hizo descubrir otra literatura latinoamericana, más urbana y cosmopolita,[8] y también más elegante, que había surgido principalmente en México y en Argentina. (Op. cit.: 296.)

No obstante, releyendo el trabajo de Ángel Rama —ya citado— observo que este autor hace ahí un planteamiento que a MV debe haberle sabido a chicharrón de sebo:

Para mí, toda la obra de Vargas Llosa, también podría inscribirse en eso que se llamaba antes «la novela de la tierra» o «la novela regional». Son los grandes temas, los grandes asuntos los que le han preocupado siempre. Es decir, podría ser considerado descendiente y heredero de la novela que hicieron brillar los Mariano Azuela, los Rivera, los Rómulo Gallegos y, sin embargo, es un hombre de la absoluta y total modernidad. («Mario Vargas Llosa y el fanatismo por la literatura», D-2001-a: 230-231.)

No se equivoca ÁR (y no creemos que lo hiciera por molestarlo), se trata de un hecho clave: nadie parte de cero.[9] Siempre hay una tradición literaria que nos precede. En relación con la cual se tiene que admitir su precedencia. A propósito de este tema cabe hacer la siguiente cita:

Sartre dice: «Kafka ya es un best-seller en Francia, pero sin él muchos escritores de mi edad no serían lo que son”. Quitemos el nombre de Kafka y pongamos el de Gallegos, y es esa la exacta respuesta que corresponde a un novelista venezolano. Sin Gallegos no habría novelística venezolana ni serían lo que son los jóvenes autores que pretenden, con razón, libertarse de su influencia y renovar el género. Sin Colón la América no sería lo que es. Sin los cimientos, se caería el último piso. Sin las raíces escondidas no crecería el árbol. Sin los griegos la cultura occidental sería otra.[10]

Aunque algunos prefieren asumir actitudes parricidas, como es el caso de MV, que tiene una explicación psicoanalítica, por aquello del complejo de Edipo, que marca muchas de sus relaciones sociales y literarias. Y es así que, frente a la novela, mal llamada por él, ‘indigenista’, olvida que sus autores no tuvieron otra fuente de aprendizaje que la de los novelistas del realismo y del naturalismo europeos del siglo XIX, novelistas estos que el mismo MV tuvo también —por propia declaración— como paradigmas en sus inicios literarios:

Sumergirse en la ficción (...) y bregar en las profundidades del abismo submarino en el Nautilus con el capitán Nemo, o ser Nostradamus, o el hijo de Nostradamus, o el árabe Ahmed Ben Asan, que rapta a la orgullosa Diana Mayo y se la lleva a vivir en el desierto del Sahara, o compartir con D’Artagnan, Porthos, Athos y Aramis las aventuras del collar de la reina, o las del hombre de la máscara de hierro, enfrentarse a los elementos con Hans de Islandia, o a los rigores de la Alaska llena de lobos de Jack London, o, en los castillos escoceses, a los caballeros andantes de Walter Scott, espillar a la Gitanilla desde los recovecos y gárgolas de Notre Dame con Quasimodo o, con Gavroche, ser un pilluelo chistoso y temerario en las calles de París, en medio de la insurrección, era más que un estremecimiento: era vivir la vida verdadera, la vida exaltante y magnífica, tan superior a esa de la rutina, las bellacadas y el tedio del internado. (C-1993: 114-115.)

Y es seguro que los novelistas de las primeras décadas del siglo XX no tuvieran otra referencia que esas mismas lecturas. Más bien, lo que hace MV es olvidar la enseñanza de su maestro, Flaubert, «cuya noción de realismo» —dice MV— «ganó para la ficción ciertas zonas inéditas de la experiencia humana, pero sin excluir las que eran de hacía siglos el cuerpo de la narrativa.» (B-1975: 254.) Además, olvida que en el texto citado (El pez en el agua, en una cabal contextualización) él mismo se sintió extraño con la lectura de Borges (¿por qué no aplica similar reacción a los novelistas mayores que él y formados en una diferente concepción narrativa?): «Fue por Loayza —dice— que leí a Borges, al principio con cierta reticencia —lo pura o excesivamente intelectual, lo que parece disociado de una muy directa experiencia vital me provoca un rechazo de entrada— pero con una sorpresa y curiosidad que me hacían siempre volver a él.» (C-1993: 295.) Además, si el mismo MV reconoce que «un verdadero creador se sirve de todo, y los verdaderos creadores demuestran que no hay materiales innobles para la creación. Todo puede ser útil y eficaz para crear un mundo válido si se tiene talento y se sabe utilizar ese material» (D-2004: 70), se puede preguntar uno:

¿No tenían talento los novelistas llamados por él ‘indigenistas’? De otro lado, en otra entrevista dijo: «No creo que las formas evolucionen tanto y cambien tanto. En poesía, por ejemplo, sí ha habido revoluciones formales. Es difícil hoy en día escribir un poema utilizando la estructura del poema del siglo XVII» (Ibidem.)[11] Este juicio sobre la poesía se relaciona con esta otra apreciación: «El impersonalismo, que Flaubert exigía para la novela, tentó también a algunos poetas de su tiempo. Los parnasianos, con Leconte de Lisle a la cabeza, pretendían eliminar la subjetividad del autor, y postulaban un arte sereno, una poesía que tuviera la belleza sólida y visible de un paisaje natural o de un grupo escultórico. Pero la poesía pronto cambió de rumbo, la subjetividad recobró sus fueros y en la poesía moderna la tendencia objetiva es, sin duda, la menos valiosa.» (B-1975: 261.)

Pero —continúa MV— en la narración no ha ocurrido lo mismo. Es decir, la narración nació ya con ciertos patrones y, en realidad, esos patrones no han cambiado tanto. Se han adaptado, se han modificado un poco con la aparición de nuevos sectores de lo real que se desconocían y que la literatura ha incorporado. Pero la novela más o menos ha seguido respetando esas estructuras con las cuales nació, e incluso los autores que parecen más revolucionarios y renovadores de las formas, de la escritura narrativa, en realidad lo que han hecho es modificar mucho ciertos canales, ciertas pautas tradicionales. Es el caso de Joyce o incluso el caso de Proust. (C-2004: 63)

        De esa opinión, ¿se ha de seguir que los novelistas de los años 30 y 40 eran tan malos que ni siquiera pudieron seguir los patrones de la narración tradicional, «con los que ésta nació» y con los que hasta hoy continúa, según el mismo MV? Y antes ha vertido otra opinión que contesta a esta pregunta, que es formulada por el entrevistador de la siguiente manera:

En el terreno de las formas cinematográficas se plantea ahora una cierta oposición entre formas clásicas que han llegado a un punto de culminación que no se puede superar y formas renovadas que se abren a nuevos campos y que no son más autosuficientes y cerradas, afirmándose que las estructuras clásicas no tienen razón de ser en las obras de la actualidad.

Y MV responde:

No estoy de acuerdo, en absoluto. En literatura se ha dicho lo mismo. Se ha dicho que a partir de ciertos autores que han creado un nuevo lenguaje, una nueva manera de organizar los datos de una historia, las formas tradicionales quedaban como algo muy importante (como un contexto, una tradición [situación que no le concede MV a la novela ‘indigenista’ peruana y americana], pero anacrónico, incapaces de expresar una realidad actual. (Op. cit., 62.)

Lo que no debe perderse de vista es que la época imponía a esos novelistas «la restricción de la verosimilitud» mientras que la visión ‘crítica’ que MV les está aplicando constituye una exigencia posterior a ellos, más propia de la época de MV, en que los parámetros narrativos han cambiado y «es la habilidad del escritor para crear ‘otra realidad’ o una ‘total ficción’ lo que va a ser apreciado.»[12] Para finalizar este apartado veamos otra mentira en que incurre MV. Sea la siguiente cita que hace en torno a César Vallejo:

La voz poética más original de esta generación es la de otro provinciano, el norteño César Vallejo, a quien por Los heraldos negros (1918) y Trilce (1922), publicados en estos años, críticos como José Carlos Mariátegui incluyen abusivamente entre los indigenistas. (B-1996: 63.)

Y he ahí la primera mentira. En ningún momento de su obra Mariátegui afirma eso. Lo que hace Mariátegui es considerar a Vallejo como el iniciador de la literatura nacional. Concepto de signo evolutivo que Mariátegui usa para plantear la «superación» de dos momentos histórico-literarios precedentes, para los que reserva los conceptos de literatura colonial y literatura cosmopolita. Y, en tanto es una propuesta con un trasfondo marxista, tales conceptos los relaciona Mariátegui con las clases actuantes entonces: colonial/feudal, cosmopolita/burguesa y nacional/popular; pero ‘popular’ no referido a «pueblo indígena» sino a pueblo trabajador. Y no establece la relación nacional/proletariado, porque éste, entonces, era muy incipiente, y su mismo sustento social, la clase obrera, recién se estaba formando.[13] Pero la cita falaz de MV continúa como sigue:

En verdad, el libro indigenista de Vallejo será su novela Tungsteno, escrita y publicada en España en 1931 y sobre la cual José María Arguedas diría más tarde que tuvo tanta influencia en su formación como la lectura de Amauta, la revista de Mariátegui. (Ibíd.)

Y, realmente, usando la propia expresión de MV, debe decirse que éste «incluye abusivamente» la novela de Vallejo bajo el calificativo de «indigenista». Lo cierto es que, tácitamente, la está devaluando y, al mismo tiempo, está dando sustento a su «tesis» del «indigenismo arguediano». Y si nos atenemos a la visión destructora del nacionalismo que anima al libro del que hemos extraído la cita, y a toda la carga negativa que hemos visto viene incubando MV desde hace años respecto del indigenismo, sería ingenuo pensar que hay por su parte —en las expresiones citadas— algún atisbo de consideración positiva hacia los autores citados: Vallejo, Mariátegui, Arguedas.
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Notas
[1]María Wiesse, José Sabogal. El artista y el hombre, Lima, Compañía de impresiones y publicidad, 1957, p. 55. Citado por: Rogelio Romero, ¿Indigenismo o socialrealismo? Lima, Arteidea Editores, 2004, p. 47.
[2]  Nótese que el primer fustigado es Rómulo Gallegos. No obstante, hay que observar que al recibir el premio que lleva su nombre, MV no dijo lo mismo. Precisó que esa era una fiesta «que han hecho posible, conjugados, la generosidad venezolana y el nombre ilustre de Rómulo Gallegos, porque la atribución a una novela mía del magnífico premio creado por el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes como estímulo y desafío a los novelistas de lengua española y como homenaje a un gran creador americano, no sólo me llena de reconocimiento hacia Venezuela; también, y sobre todo, aumenta mi responsabilidad de escritor.» (C-1983: 132-133.)
[3]En 1993 todavía dice: «Escribía reseñas de libros para el Suplemento Dominical de El Comercio. Abelardo [Oquendo] me dio a comentar una antología de la poesía hispanoamericana, compilada y traducida al francés por la hispanista Matilde Pomes. En la reseña, algo feroz, no me contenté con criticar al libro, sino deslicé frases durísimas contra los escritores peruanos en general, los telúricos, indigenistas, regionalistas y costumbristas y, sobre todo, el modernista José Santos Chocano.» (C-1993: 404.)
[4] Carlos Fuentes, La nueva novela hispanoamericana, México, Joaquín Mortiz, 1969. Coincidentemente también Joseph Sommers señala que «la ola post-formalista» (...) favorece «a aquellos críticos cuyo objetivo principal es demostrar la universalidad, la sofisticación y la modernidad de la novela latinoamericana. (...) De estos críticos (y también de algunos novelistas como Carlos Fuentes y el mismo Vargas Llosa) provienen aquellos planteos que conciben al escritor como un creador autónomo, un hacedor de mitos y un profesional cuya principal responsabilidad consiste en atender las demandas del lenguaje.» Cf. «Literatura e ideología: el militarismo en las novelas de Vargas Llosa», en: D-2001-a: 118.
[5]  «Desde esa época odio la palabra ‘telúrica’, blandida por muchos escritores y críticos de la época como máxima virtud literaria y obligación de todo escritor peruano. Ser telúrico quería decir escribir una literatura con raíces en las entrañas de la tierra, en el paisaje natural y costumbrista y preferentemente andino, y denunciar el gamonalismo y feudalismo de la sierra, la selva o la costa, con truculentas anécdotas de ‘mistis’ (blancos) que estupraban campesinas, autoridades borrachas que robaban y curas fanáticos y corrompidos que predicaban la resignación a los indios.» (C-1993: 345.) 
[6]   Dejando de lado, inclusive, la prescripción que él mismo ha hecho en otra ocasión: que el logro de una novela «depende exclusivamente de su forma, no de los ‘temas’» (B-1971: 102), en El pez en el agua —en tono más beligerante- dice: «La palabra ‘telúrica’ llegó a ser para mí el emblema del provincialismo y el subdesarrollo en el campo de la literatura, esa versión primaria y superficial de la vocación del escritor de aquel ingenuo que cree que se pueden escribir buenas novelas inventando buenos ‘temas’ y no ha aprendido que una novela lograda es una esforzada operación intelectual, el trabajo de un lenguaje y la invención de un orden narrativo, de una organización del tiempo, de unos movimientos, de una información y unos silencios de los que depende enteramente que una ficción sea cierta o falsa, conmovedora o ridícula, seria o estúpida.» (C-1993: 346.) Pero, él, a esas obras —que llama indigenistas— las condena por tratar de «campesinas estupradas por ignominiosos terratenientes», temas que no decidían la bondad de la novela rural, y cuya forma era resultado de las imposiciones de la época. De tal suerte que, al comparar la novela de los años ’30 con la de los años ’70, debe concluirse que ninguna es ni superior ni inferior a la otra, sino que ambas son distintas.
[7]  «La generación del 50 preparó, inició y, en el caso del cuento, culminó la renovación de los géneros narrativos en el Perú. Dos fueron sus objetivos fundamentales. El primero, la asunción de una temática urbana en el relato; el segundo, la renovación y creación de técnicas apropiadas para el desarrollo de los nuevos contenidos narrativos. La realización de estas tareas permitió o facilitó la aparición de un gran novelista, Mario Vargas Llosa, cuya obra significaba la superación definitiva de la novelística agraria e indianista.» (Delgado, E-1980: 162.)
[8] Que no por eso tiene que convertir en errónea a la precedente.
[9] Como decía Ortega y Gasset, refiriéndose a los filósofos del pasado: «Fueron como tenían que ser y ha sido sobremanera fértil que fueran así.» Y, más adelante agrega: «Cada época, cada generación parte de supuestos más o menos distintos, quiere decirse que el sistema de las verdades y el de los valores estéticos, morales, políticos, religiosos tiene inexorablemente una dimensión histórica, son relativos a una cierta cronología vital humana, valen para ciertos hombres, nada más.» (E-1972: 50-51.)
[10] Juan Lizcano, «Sobre la novela venezolana», en: Tiempo desandado, p. 222. Bertolt Brecht dice, por su parte: «La literatura proletaria procura aprender lo formal de viejas obras. Es natural. Es sabido que no se pueden saltar buenamente fases previas. Lo nuevo debe superar a lo viejo, pero debe tener lo viejo superado en sí, debe ‘abolirlo’. Conviene darse cuenta de que existe hoy un nuevo aprendizaje, un aprendizaje crítico, reformador, revolucionario. Hay cosas nuevas, pero éstas surgen de la lucha con lo viejo, no sin ello, no del aire libre.» (E-1979: 228-229.)
[11]Y está pasando por alto el caso de Carlos Germán Belli, cuya poesía —según W. Delgado— «está llena de construcciones arcaicas, de formas estróficas desusadas» (Op. cit.: 155), o el caso de Martín Adán en relación con el soneto y la décima. El problema no es, pues, estrictamente formal.
[12] Cf. Jean Franco, «Los límites de la imaginación liberal: Cien años de soledad y Nostromo», en: Revista de Crítica Literaria Latinoamericana N° 3, Lima, Primer Semestre 1976, pp. 69-70.
[13] Este es un tema que trato en mi tesis sanmarquina con la que opté el título de Licenciado en Literatura, cuyo título es La poesía clasista. Poesía y lucha de clases en el Perú. Y que estoy ampliando y revisando con miras a su publicación.




Julio Carmona, Crítica y Personajes en Novela CTF de Miguel Gutiérrez.

(Primera Parte)

Roque Ramírez Cueva.



ALFONSO LA TORRE SOLÍA COMENTARNOS la orfandad de críticos teatrales en Lima y la carencia de lectores para una crítica literaria exigente y sagaz, y mucho menos tenía mayor presencia una crítica de cine atendible, además nos advertía de cinéfilos, quienes no estaban aptos a lecturas entendidas del cine culto, no superficial. No olvidemos, Alat era un agudo crítico de cine, arte y literatura. Desde otro lado, el de algunos escritoresno auscultados por los críticos, estos acostumbran a mencionar la inexistencia absoluta de crítica literaria hoy en día. Incluso en las redes sociales se hace mención a la reducida presencia de crítica literaria en la escena capitalina. Y ese es el problema, aún se dan opiniones pensadas desde un anticuado centralismo del cual no pueden desasirse.

Nosotros sabemos que si hay crítica literaria tanto en la región Lima como en las otras regiones del país. Recuerdo, en la U San Cristóbal de Huamanga, lustro de 1975-79, los maestros hacían trueque de revistas literarias con los de la U San Agustín de Arequipa, sino era con los de la U San Antonio Abad de Cusco, en esas publicaciones se leían agudos ensayos literarios. Esta situación es trasladable a todas las regiones y universidades del país. Es voluntad del interesado buscar los libros y revistas literarias en donde se publiquen estudios de crítica. Tampoco es difícil acceder a las publicaciones de la PUCP, de la U de San Marcos y otras universidades. Esto por una parte.

Por otra, concuerdo con lo dicho por Alfonso La Torre, en la dificultad de lectura hacia una crítica rigurosa. Nosotros agregamos, quienes mencionan la ausencia o poca validez –si cabe el término- de una crítica literaria en el país, son aquellos que no acceden al análisis de su obra por el veto de un canon elitista y centralista; y también se niega porque hay quienes aceptan solo comentarios desde un perfil narcisista. Niegan la crítica literaria, sí esta no es favorable o no deja de poner los puntos necesarios sobre las íes, por decir lo menos punzante. Esta es, después de todo, una palabra que les desagrada, y la respuesta a ella es denostar de quien lo haga. Aceptamos se puedan enemistar con quien no les ofrezca un mero halago a la egolatría, es su opción personal, pero no compartimos se persista en la negación a una labor crítica latente. El evento literario llamado “Encuentro Nacional de Escritores ‘Manuel Baquerizo’”, por cerca de 15 años expone centena de ensayos, varios de crítica, los cuales se han publicado en los 15 números de la revista Arteidea y en los tres volúmenes de ponencias El otro margen, editados por el Gremio de Escritores del Perú, y, como su nombre lo dice, en este evento se hace crítica desde una visión anti elitista del canon limeño. Un evento, y hay muchos que se organizan cada año.

En su negación ala labor crítica, sea de rigor u comentario de lector agudo, los afectados no consideran que así como hay niveles de lectura, así mismo hay lectores haciendo su labor con aptitudes y capacidades diferentes –por estar entrenados, o no, en ello- al descifrar las estructuras textuales. Ello sin considerar el natural punto de vista personal con el cual está involucrado cada lector, en su compresión del mundo, no olvidar que a partir de su visión asume toda lectura. Ahora, bien, es decisión personal de todo autor o creador, si acepta ser esculcado, si responde o no a la crítica. Incluso, no está obligado a absolver ningún cuestionamiento u observación de su labor ni así se lo exigieran; pero no puede evitar de modo alguno la opinión del lector, ni tampoco es ético desacreditar las distintas lecturas hechas sobre su obra. Y por tanto, no cabe olvidar los puntos de vista ni los diferentes niveles de lectura, atrás aludidos.

A propósito de este tema de sumo interés, el poeta y ensayista Julio Carmona coincide y discrepa con algunas de las ideas expuestas en los párrafos anteriores, justamente al hacer el análisis literario de una novela de Miguel Gutiérrez (MG). A fines de 2016, Carmona (1) ha publicado el ensayo Análisis a Confesiones de Tamara Fiol Kindle Edition (ed. Española). WindmillsEditions. (edición Inglés). Colección Poética y Política. Parte de este ensayo se publica en la revista virtual Runa Yachachiy (editada en Berlín); en blog Creación Heroica (Perú, Bolivia); en revista virtual Redacción Popular (Argentina). Estamos hablando de un libro digital, distribuido por la virtual  Amazon.

El trabajo de Julio Carmona empieza por poner en discusión el mal talante con que los creadores asumen la crítica a sus obras. Estos, aun los de justa fama, reniegan de la crítica olvidando que en algún momento, por hábito voluntario o petición, han realizado ejercicios de lectura crítica, han dado sus opiniones, sus juicios, hicieron elogios o enmendaron planas, pero realizaron ese ejercicio de intención crítica; y si fue hecho en medio escrito, no dudan en la conveniencia y mérito de tal opinión suya. En cambio, no admiten lo hagan los demás y, “menos los amigos” reclama Carmona, menos si la voz amiga es adversa en sus comentarios aunque con ello acierte.

Abundan las pruebas al canto con que Carmona ilustra la falibilidad de todo creador, incluso los de justa fama, casos de crasos errores cometidos por Borges, Sábato, Denegri, Vargas Llosa, del mismo M. Gutiérrez. Veamos, M.V.Ll. ha escrito libros de crítica literaria, y en ellos es agresivo e impugnador de las ideas o actitudes de los escritores esculcados por él, pero no le cayó nada bien que Ángel Ramale descubriera errores de construcción, incongruencias narrativas que había cometido “el escribidor”, y trató de ningunearlo, deficiencias que Carmona también le ubicó en el ensayo crítico dedicado a V.Ll. (2). En otra muestra Carmona dice, “es difícil aceptar que Borges se equivoca al construir el verso ‘los tigres braman’ (poema Simón Cantoral)”, y, agregamos, ante esta imagen, acaso no cabe el lector con sentido común, se pregunte ¿no era que los felinos rugen? Y. así decenas de casos crasos.

El ensayo de Julio Carmona es una lectura intermitente de pesquisas, de reproducciones crasas, de reprobaciones, de cuestionamientos, de yerros, interrumpidos por necesarios y merecidos reconocimientos a los aciertos logrados en la construcción de la novela Confesiones de Tamara Fiol (CTF) de Miguel Gutiérrez (MG). De esa manera, uno de los primeros elementos constitutivos de la novela, los personajes, son puestos en observación con obvios reparos; por decir, su originalidad, al compararlos con personajes de M.V.Ll. se nota una similar construcción invertida: niña mala unida a niño bueno (V.Ll.), frente a niña buena unida a niño malo (MG). Indicando el parecido final en la novela de ambos novelistas: la niña buena vivirá en la casa que le ha dejado el niño malo (MG); y el niño bueno pernoctará en la casa de la niña mala (V.Ll.).

Hay otros reparos a los personajes, como la no correspondencia en  las fechas de nacimiento, del período universitario, del accidente que deja con parálisis de piernas a la protagonista, la confusión de ir a la universidad sin concluir la secundaria, el inicio de su militancia en la juventud comunista que al parecer se superponen con los años locos de la juventud y su mero disfrute, de disoluta diversión por lo cual ha salido de la casa paterna. Carmona hace notar la incongruencia de construcción de la personalidad de Tamara con perfil de militante despierta, destacada pero presta a la vida disipada, y, otras veces descuidada, confiada, presta a ser engañada como si desconociera el funcionamiento de un sistema dominante; además de poseer una formación ideológica voluble, distinta a la militante marxista inquieta, esforzada, bien informada y de principios firmes.

Acerca del narrador testigo, el periodista Morgan Batres, encargado de entrevistar a las mujeres de SL, no cumple la misión. Ante esta imposibilidad busca otras fuentes y se desliza a contar las confesiones de una antigua militante de izquierda, Tamara Fiol, lo cual deviene en contradictorio a lo esperado por lectores, argumenta Carmona. Dice este, Tamara no resultó el personaje femenino involucrado en la guerra con perfil honesto, consecuente, sacrificado que sugirió MG. En suma, se objeta al autor de la novela CFT que tal como anunció, mediante su personaje femenino, no haya expresado el lado romántico que podría haber tenido un movimiento insurreccional, no expresamente el de SL, involucrado por decisión de su cúpula en acciones de terror contra masas campesinas. El personaje Tamara no tiene ningún vínculo con SL, ni siquiera en el plano simbólico; además es un personaje ensombrecido por su convivencia con militares espías. Otro reparo de Carmona es que el narrador testigo evidencia una intención de no mostrar hechos ni detalle alguno de la violencia de SL, tal como lo prometió al aceptar el reportaje, mientras cuenta su historia sólo menciona el accionar de SL como eco lejano, como si la novela tuviera otros ámbitos elegidos, y no el del conflicto interno que los personajes se supone conviven, y, menos se mencionan hitos importantes de la lucha guerrillera en los años sesenta. Emplea más renglones para narrar la violencia de los apristas y anarquistas.

Puede pensarse que Julio Carmona peca de detallista, mas decimos que su intención es ser explícito, para ello se obliga a citar los textos y argumentos de la misma novela CTF. Lo hace reiterativas veces por lo que pareciera enemistado con su autor. Y, obviamente, no es así, en varias páginas no sólo de este ensayo que le comentamos, deja afirmada y asentada su amistad, a veces muy cercana, con Miguel Gutiérrez. Aparte de mostrar sincera admiración por sus novelas Hombres de Caminos y La Violencia del Tiempo. Mas lo que le exigía –este estudio lo expuso antes de fallecer MG- es el hecho de que Gutiérrez haya abandonado en su discurso la ortodoxia marxista. A decir de Carmona, la producción y expresión intelectual de MG, y los contenidos de su narrativa son parte de esa producción, contienen más que atisbos heterodoxos.

Nosotros nos preguntamos, ¿si acaso no era potestad de Gutiérrez decidir pasar la línea fronteriza entre la ortodoxia y la heterodoxia? Sin duda lo es, él y solo él pudo decidirlo, y lo hizo. Con ello produjo desconciertos sino desencantos. Ya antes los pensadores y escritores democráticos junto a los de izquierda se llenaron de estupor cuando el llamado oráculo Pablo Macera se vinculó a una mafia gobernante. Macera es el único que sabe de las sin razones de su actitud. Desde luego, Miguel Gutiérrez nunca ha cometido tal desatino de mancharse como el historiador; su caso es totalmente distinto, es no haberse consumado como el gran novelista epígono a quien tomar como norte por sus principios  inclaudicables y el simbólico estandarte de ideas con los que se configuraba para un colectivo de gente preocupada por cambios estructurales en nuestro país.

Todos los amigos y los lectores comprometidos con ideales utópicos, lo esperaban, nos incluimos. Con tal desazón, imagino que Julio Carmona analiza la obra de MG pensando en los jóvenes lectores que lo admiran y se encandilan de una narrativa –y no son pocos- cuya saga de transformaciones épicas relatadas ya no ha tenido continuidad en las novelas posteriores a La Violencia del Tiempo. Y de esa manera, la juventud tenga a la mano opiniones y puntos de vista alternativos que no sean los de una lectura de aclamación y del disfrute.

En una segunda parte señalaremos el estudio que Carmona hace de otros elementos constitutivos en la citada novela CTF, analizados, como propuesta de una novelística engarzada a experimentaciones individualistas y no colectivas.

Notas Bibliográficas:
1.   Análisis a Confesiones de Tamara Fiol (WIE nº 400) (SpanishEdition) KindleEdition. Libro digital. Amazon.
2.   Julio Carmona.  El mentiroso y el escribidor. Teoría y práctica literarias de Mario Vargas Llosa; Editorial San Marcos, 2007.




Confesiones de Tamara Fiol ¿un novelón indigesto?

(Quinta Parte)

Julio Carmona

                c. Tamara Fiol no es mujer de alta moral

        No se trata de exigir la creación de personajes tipos o prototipos (o ‘personajes positivos’ como los llama MG en sus ensayos, tópico que trataremos en el tercer capítulo de este trabajo) pues, muchas veces o casi siempre, devienen acartonados. Pero si a través del narrador se anuncia que se va a tratar la historia de una «luchadora social y mujer excepcional y de una alta moral», pues lo mínimo que se exige es que esas cualidades no sean contradichas por una vida libertina, promiscua y hasta vitanda. No se pide que el personaje sea una asceta, célibe, pura o abstemia. Pero es incoherente que se haga escarnio del perfil anunciado y que sus largas noches de bohemia recalen en chismografías «…y fantasías para pasar la noche bebiendo cerveza» (p. 94). Y lo peor es que esto no sea producto de una evolución meditada sino una casi innata degeneración, asumida desde la temprana adolescencia, y que solo encontró freno con la invalidez (producto de un accidente automovilístico, después de una juerga). La misma TF, apenas salida de la adolescencia, dice: «Allí estaba yo, también sentada en una mesa de los portales, rematando las primeras trasnochadas de mi vida» (p. 102). Es una especie de regodeo en el libertinaje, con esporádicos paréntesis de «obligaciones» formales como cubrir ciertas exigencias de la vida universitaria, pues la mayor parte del tiempo su vida transcurre en bares y cantinas, y así TF refiere, por ejemplo, que a la hora del aperitivo está escuchando aspectos de la vida de Queca Luzuriaga, y dice: «Luego tuve que salir corriendo a la biblioteca de San Marcos porque tenía que entregar un trabajo a las cinco de la tarde.» Y esta es una de las poquísimas veces —si no la única— que se habla de su «dedicación a la vida académica», pero sin precisar en qué momento recoge sus materiales de estudio, si no tiene domicilio fijo (pues ha abandonado el de sus padres y vive a salto de mata). Pero agrega: «Después con unos amigos fuimos a divertirnos y como casi siempre terminamos en el Zela» (p. 103).

        Y la tal Queca Luzuriaga, un personaje esperpéntico, se convierte prácticamente en su tutora de bohemia, a quien acompaña a su casa —que es otro desastre. Dice TF: «Queca estaba mucho más avanzada que yo en el trago, pero yo también estaba algo ebria» y «pese a que mis sentidos estaban embotados por el alcohol, sentí un olor espantoso a vómitos y comida descompuesta» (p. 107), es decir, una truculencia gratuita que no aporta en nada a la imagen de una «mujer de alta moral» y que, más bien, abona a lo indigesto o naturalista de la novela.

        Y esa situación de laceria y abandono se da desde los dieciséis años en que dejó su casa. «TF: Desde que rompí con mis padres (y con una madrina —sic: ripio64— que me tuvo un tiempo y terminó por botarme porque no me atenía al horario que me quiso imponer) vivía a salto de mata (…) Me había hecho amiga del portero de la Facultad. Él y su mujer me agarraron camote y casi me adoptaron como a una hija descarriada. Me decían niña, fíjate tú. (…) Pero otras veces les rogaba a mis protectores que sólo me dejasen entrar a las aulas o a los baños» (p. 106). Y se impone la pregunta: ¿dónde tenía sus cosas: ropa, libros, etc.? En la p. 113 se dice que Pablo Fiol hacía «visitas intempestivas y medio clandestinas a la universidad para indagar por el paradero y la salud de su hija, sobre todo en los años de bohemia cuando, por días y aun semanas, dejaba de ir a dormir a casa».

        Luego, sin que haya una transición explícita de regeneración —aunque fuera momentánea— se salta a la culminación de su carrera universitaria e inmediatamente retoma su «vida social» y se va con un amante a Paracas a discutir con él sobre su futuro, dice: «… discutirlo ahí65 haciendo el amor y comiendo pescado fresco y bebiendo cerveza y vino blanco helado» (p. 141). Pero si esto que está relacionado con la bohemia no contribuye en mucho para exaltar la cualidad de una «alta moral», en lo que se refiere a la promiscuidad, ya se puede colegir el efecto. Y esto es algo que la misma TF lo confirma cuando dice que abortó varias veces «porque honestamente no sabía quién podría ser el padre» (p. 147); porque: «En mis noches de vagabunda bohemia me pasaba a la cama del buen amigo que me había dado posada…» (p. 144). Pero no solo se va a la cama con los buenos amigos en una suerte también de «buena samaritana», sino que en algún momento —por puro juego, no más— funge de prostituta; lo cual no es condenable en un estricto sentido de liberalidad; pero lo cuestionable, sí, es que cuando el tipo (un turista foráneo con el que se ha acostado por dinero) le cuenta que «Se había casado y divorciado tres veces (las tres le habían dado un hijo cada una, para asegurarse pensiones elevadísimas) y las tres, me aseguró, eran irremediablemente zorras» (p. 153), resulta que TF de buenas a primeras le cree al turista foráneo y, sin la menor propensión a una solidaridad de género (que ya vimos tampoco la tuvo con Celia Cruz), asume como válido ese argumento sin dudar o suponer que se podía tratar de un machista o un misógino, siendo un perfecto desconocido.

        Las cualidades éticas o morales de TF dejan, pues, mucho qué desear. Incluso, sin tener el más mínimo recato, le hace sus «confesiones» a otro extranjero y también perfecto desconocido —el narrador— que tampoco demuestra ser un profesional idóneo —reportero de guerra— pues en lugar de preocuparse por documentar la guerra interna del Perú que todavía por esos años (1992, y antes de la captura de la cúpula senderista) seguía manteniendo en vilo a la sociedad peruana, se regodea con las intimidades de su entrevistada.66 Y a él le cuenta aspectos de su vida y de su proceder ético que no la dejan bien parada. Por ejemplo, en la p. 291, le refiere un diálogo que tuvo con Arancibia:

«“En cambio —dijo él-—, yo sé todo sobre ti. Sé que te juntas con poetastros y artistas decadentes y esa vieja gallina pintarrajeada y ridícula que se hace llamar la Musa. ¿Estoy en lo cierto o me han informado mal?”. (sic: punto erróneo). Años después, cariño, todavía hasta no hace mucho, no te imaginas las veces que reconstruí este momento imaginando las cosas dignas y severas que debí responderle, pero entonces no atiné a replicarle nada, enmudecí, tartamudeé, corazón, tan potente era el sentimiento de culpa que me embargaba.»

        Este párrafo, además de  corroborar el estado promiscuo de TF — admitido por ella misma—, indica que ya en la madurez no encierra ningún tipo de arrepentimiento, lo cual no solo hace pensar que se ratifica de su degeneración sino que la justifica (pues pudo ser ‘observada o retrucada con argumentos dignos y severos’, que ha podido referírselos al narrador), sino que se escuda en un «sentimiento de culpa» que nunca es deslindado, pues de ser así no habría admitido «confesarse» con el primer advenedizo que se lo requiere, lo cual, pues, la descalifica para ser considerada como una mujer de alta moral. ¿Cómo, de serlo, habría de confesar que, el mismo día que conoce a Arancibia, le aceptó ir a su domicilio? Y, al retomar su relato, dice:

Es, pues, ineludible que me refiera a ciertos hechos crudos y desagradables para que puedas entender la naturaleza de la relación que mantuvimos Raúl y yo. Eso sí, corazón, te prometo que sin entrar en detalles solo aludiré a lo estrictamente indispensable para que tú puedas imaginar con libertad y sensatez esta parte maldita de mi vida. De haber sido una muchacha hipócrita y calculadora, aun deseándolo con todo mi cuerpo, no habría aceptado la invitación de Arancibia de conocer dónde vivía. Habría sido ridículo que yo, que ya había conocido suficientes camas de hombres y amigos, me hiciera la estrecha y me llenara de remilgos. Pero entre ayer y hoy había una diferencia. Si bien es verdad que obtuve unos modestos orgasmos, no era el deseo y menos el amor lo que me impulsaba a buscar compañía entre los hombres. Lo que yo anhelaba, sobre todo, era conseguir calor humano y estar aferrada a un cuerpo viril cuando en la alta madrugada sintiera el peso de la soledad (p. 298).

        Eso de ‘conocer suficientes camas de hombres y amigos’ es redundante, pues si bien se entiende que los hombres no son sus amigos, lo que queda en duda es si algunos de sus amigos eran «hombres», bastaba con decir ‘camas de hombres’, pues en otros momentos indica que es con sus amigos que también se acostaba, y asimismo ha reiterado que lo hacía por necesitar ‘calor humano’, lo cual también es obvio, pues no se concibe una mujer que se acueste con un «témpano de hielo».67 Y, por último, el manifestar cierto pudor es parte también de la dignidad y moral femenina y no solo significa hipocresía o cálculo el haberse negado a acostarse con alguien de buenas a primeras. O sea que lo dicho por TF es solo una argucia para justificar su liberalismo promiscuo, equivalente a otra expresión similar suya: ‘lo hice para ir en contra de las falsas virtudes proletarias’, expresión que puede verse en la p. 144: en donde se empeña siempre en asumir la imagen del —como diría Mariátegui— «bohemio puramente iconoclasta y disolvente», y una prueba de ello es la siguiente explicación que ella misma hace: «la otra parte [de sus amigos] eran mis compañeros de lucha en la Federación y la Juventud68, con quienes evité tener relaciones eróticas (por supuesto, alguna vez lo hice, debo confesar, con un irresistible impulso transgresor, como un acto profanador a las supuestas virtudes proletarias).»69 En principio, ha debido decir: «profanador de las…», y, obviamente, eso de las «supuestas virtudes proletarias» da a entender que para ella no existen tales virtudes, son solo supuestas; y la bohemia iconoclasta y disolvente está por encima de ellas; los proletarios pueden ser promiscuos, degenerados y hasta drogadictos, porque los principios que se oponen a esa práctica decadente son solo «supuestas virtudes proletarias», que pueden y deben ser transgredidas y profanadas.

        Arancibia es, pues, el culpable y el cómplice de la degeneración de TF. Ella lo dice: «Y así se inició un nuevo período en nuestras relaciones. El insulto, la estigmatización verbal. Me llamaba perra, zorra o puta, y yo le replicaba. Le decía cabrón, maricón, hijo’e puta. Y luego nos íbamos a los golpes y terminábamos haciendo el amor con furor, alcanzando orgasmos increíbles» (p. 306). Y de esa relación pantanosa hay testigos directos o indirectos que dan su versión de los hechos. Emperatriz, la amiga de TF le refiere al narrador algunos pormenores del viaje a Guayaquil hecho por Arancibia y TF: «Fueron días y noches de juergas, de discusiones, de peleas, de reconciliaciones eróticas y nuevas peleas, con insultos sarcásticos (de parte de Raúl) y burlones e irreverentes (de parte de Tamara)» (p. 348). Y no se pierda de vista que en la p. 352 —después de haber sido abandonada en Guayaquil y de encontrarlo in fraganti con otro hombre— dice que «había vivido allí cerca de un año» (¿qué autoestima, qué dignidad, qué vergüenza, qué moral permite a alguien continuar una relación tan aberrante?) En la p. 375 dice: «Tamara Fiol recordaba las confidencias que le había hecho Arancibia en los años que mantuvieron relaciones.» Todas estas incongruencias son ingredientes que contribuyen a lo indigesto de la novela. No se salva, pues, TF de la descalificación, en tanto quienes pretenden lo contrario lo único que muestran es un encandilamiento por su carisma de mujer de mundo o de la vida; pero no demuestran con hechos la contundencia de su reclamo, porque los que se exponen con esa solicitación no hacen sino conducir a su propio descalabro. Es el caso del personaje Kymper quien —por referencia de la misma TF— por haber mantenido relaciones amorosas con una militante de su mismo partido, ha sido procesado con el cargo de inmoral, por un tribunal del partido comunista, tribunal del que TF formó parte. Y, no obstante esos antecedentes, TF refiere que se acostó con él, y agrega: «Le conté a Kymper, para liberarlo de su sentimiento de culpa, que yo ya me había acostado con muchos hombres antes de hacerlo contigo» (esta situación se la está refiriendo a Arancibia). «Y no fui la mujer pasiva que se somete a las fantasías sexuales de un macho pervertido, sino que participé de manera activa en la búsqueda del placer por el placer mismo.70 Yo también me convertí en una exploradora del sexo no convencional.» Y Arancibia le responde: «Como buen puritano, Kymper se habrá sentido asqueado de ti. Se habrá preguntado: ¿cómo el partido había permitido como militante a una zorra semejante?» (p. 369). Esta acotación de Arancibia tiene una doble intención, primero, el de la ironía aunque no tanto respecto de la misma TF, sino a la moral misma de los comunistas; y, en segundo lugar, referida a los mismos lectores que, frente a ese tratamiento irónico, se sentirían aludidos —en caso de asumir una crítica a TF en ese sentido—, es decir sentirse aludidos como «puritanos», «moralistas» y casi como cucufatos. Y estas alusiones irónicas se atribuyen, ahí mismo, al «estalinismo»; TF dice que Kymper:

había comprendido que no debía quedarse callado agobiado por la culpa. Me dijo que apelaría y pediría un nuevo juicio. Sí, empezaría por hacerse una autocrítica. Una autocrítica descarnada. A la manera estalinista se autoinculparía sin atenuantes. Porque, aunque era víctima de una sucia intriga montada por su acusador, lo cierto es que había cedido a la tentación y caído en el decadentismo burgués.

        Ya en páginas anteriores (150 y ss), se ha visto la actuación de TF como prostituta, es decir, que lo ha hecho por dinero; pero también se ha visto — aunque dentro de su papel promiscuo— que también tiene sexo con Kymper, del mismo modo como lo ha tenido con Arancibia; sin embargo, se dice que Kymper es acusado por haber ‘caído en el decadentismo burgués’ por haberse acostado con otra militante. Total: si es una práctica común. Además, ¿se puede decir que el sentimiento amoroso y las relaciones sexuales son parte del decadentismo burgués? Y lo peor de esta especulación es que se usa para «reorientar la línea correcta» del partido, pues la cita precedente prosigue con el siguiente argumento: que Kymper —luego de autocriticarse— «analizaría qué había detrás de la intriga montada por el camarada Abel» (Arancibia), «en la situación que atravesaba el partido en la lucha por restablecer en el partido (sic: repetición viciosa) la línea marxistaleninista» (p. 370).

        Y en el orden ya indicado de quienes (ofuscados por su carisma) buscan rescatar en TF los indicios para ser conjeturada como «mujer de alta moral», no pueden menos que rendirse ante las evidencias y, luego de elevarla a lo más alto de la montaña, la dejan caer estrepitosamente y sin atenuantes, es el caso del personaje César Arias:

No, no seré yo quién (sic: tilde errónea) regatee méritos a Tamara Fiol. Sin embargo, cuando ella presentó su renuncia al partido no traté de disuadirla de su decisión porque entendí que había hecho lo correcto. No, ella era una luchadora excepcional71, pero nunca llegaría a ser un cuadro comunista. Aunque ahora nadie cita a Stalin, él tenía razón al afirmar que los comunistas, los bolcheviques, tenían que ser de un material único inquebrantable e incorruptible. El auténtico comunista, Morgan, debe saber reprimir todo deseo que no sea el de servir al partido y a la revolución. Y Tamara Fiol creyó que sería compatible ser una militante comunista y al mismo tiempo satisfacer otros deseos y apetencias. Por eso hizo bien en renunciar, porque finalmente se dio cuenta de que tenía un punto vulnerable que a la larga haría daño a la organización partidaria.

        Pero el narrador (que tampoco es un dechado de virtudes) quiere revertir la poca autoridad moral de TF haciéndola pasar como moralizadora. Veamos. Frente a la muerte «misteriosa de Arancibia, el narrador baraja —junto con su amante, Muriel Tipiani— como posible causa de esa muerte, que fue inducida por TF como un acto de «venganza moral», pero dice: «Tampoco me pareció convincente la teoría de la vindicta moral, según la cual Tamara castigó al corruptor que perturbó sus sentidos y la sometió a prácticas aberrantes y la convirtió en su esclava sexual.» Vayamos por partes. Nótese que descarta la «vindicta moral», mas no porque TF fuera capaz o incapaz de ese acto, sino por un prejuicio formalista. Dice, a punto seguido: «Pero no, esto era demasiado barroco y truculento» [es decir, inapropiado para el desarrollo narrativo; y agrega], «sin tener en cuenta que ella no solo se había emancipado y vengado de su ¿corruptor? (Según72 me contaron Emperatriz y Corso ella, como venganza, sedujo a Vorosilov, amigo íntimo y probable amante de Arancibia), sino que siguió disfrutando libremente del amor y el sexo y, al parecer, no perdió la alegría de vivir» (p. 182). Pero, uno se pregunta: esa ‘venganza de seducir a Vorosilov’ ¿no es un acto por demás inmoral, de pagarle a Arancibia con la misma moneda de la traición, y sin romper ahí mismo definitivamente con él, sino de continuar con él, después de esa «vendetta»? Pero, además, en ese último argumento del narrador hay más de una contradicción —que lindan con la falacia— porque no es que TF se emancipara de Arancibia después de acostarse ella con Vorosilov, sino que ella misma dice que continuó relacionada con Arancibia después de renunciar al partido: «Pero lo más desconcertante que hice —me dijo— es que reanudé mis relaciones con Arancibia» (p. 409). Y esto ocurrirá incluso hasta poco antes de sufrir el accidente, pues este se dio pocos meses después de graduarse en San Marcos, y, para entonces, ha dicho: «Me había graduado en Química, había abandonado la Juventud Comunista (…) y, sobre todo, había acabado después de haberlo intentado varias veces con una relación demasiado singular» (p. 140), y esta no es otra que la relación con Arancibia; entonces, no es que con la venganza de Vorosilov se emancipó de él. Ahora, lo que sí queda claro es que después de cada ruptura con Arancibia —lógicamente, hasta antes del accidente— «siguió disfrutando libremente del amor y el sexo y, al parecer, no perdió la alegría de vivir», por las razones ya expuestas (la más categórica: su propensión a la promiscuidad), mas no por ser una «mujer de alta moral», obviamente.

        Es decir, la acumulación de pruebas contra su calidad de ‘luchadora social, mujer excepcional y de alta moral’ es más apabullante que los vanos intentos del narrador por demostrar lo contrario (y, por supuesto, del mismo autor por escribir «una buena novela»). Y esto es algo que se prolonga hasta el final de la novela; por ejemplo, cuando faltan pocas horas para que TF dé su versión de cómo murió Arancibia, y mientras este permanecía en su departamento, haciendo tiempo para ir al aeropuerto, el narrador refiere lo siguiente:

Arancibia había regresado a la sala. Parecía que se había lavado el rostro, tenía los ojos brillantes, los labios desdeñosos, provocadores, y empezó a hablar acelerado, eufórico. “Se ha coqueado”, me dijo Tamara que había pensado. Y recordé (sic) las dos o tres veces que habían pichicateado juntos, pues en esos años a la coca se le decía ‘pichicata’, y corría como bendición por los nights clubes de la época y por las redacciones de los periódicos donde se apagaba ya la estrella de Bracamonte como periodista (p. 400).

        Primero veamos los errores de esta cita, el signo «sic» indica que lo coherente es hacer que el verbo diga «recordó», en tercera persona, pues en primera persona obliga a cambiar la conclusión: «habíamos» y no «habían». Segundo, la frase que explica lo que es «pichicata» es impertinente porque no es la primera vez que se menciona a la «pichicata o cocaína», esto ya ha ocurrido en la p. 99, en la que TF hace referencia a una prostituta de nombre Perla, de quien dice que «… inició su carrera de franco puterío. Y de rumbas y alcohol. De sexo y pichicata». Y, más aun, ya desde la p. 18 dice TF: «Aunque yo no necesitaba del trago ni de la pichicata, como se le decía entonces a la cocaína, para sentirme feliz. La probé, por supuesto. Fue Arancibia quien me la dio»; es decir, que la aclaración ya había sido hecha. Por último, el resaltado de la palabra inglesa «nights» ha debido extenderse a la palabra «clubs», de otra forma deviene también inoportuna. Pero hay doble error —en este caso— máxime si quien lo hace es un hablante inglés, pues bien se sabe que los adjetivos en inglés no se pluralizan, y es erróneo mezclar en una sola expresión el inglés y el castellano; debió decir ‘night clubs’ o, si no: ‘clubes nocturnos’.

        Por último, con lo dicho hasta aquí se aprecia que a todas las características arriba anotadas (promiscuidad, alcoholismo, traición, coprolalia, etc.) para dudar de su «alta moral» se suma la del consumo de cocaína, que se ve desde la p. 18. La relación aberrante con Arancibia, pues, no deja bien parada a la protagonista, ya que —por propia declaración, como hemos visto— habría de mantenerla hasta que se graduó, es decir, hasta meses antes del accidente y de quedar lisiada y, por tanto, impedida de continuar con esa vida disipada, y es lógico de imaginar que de no haber ocurrido el accidente no solo habría seguido con ese mismo tren de vida y hasta habría reiniciado su relación con Arancibia. Todo eso terminó con el accidente, no por convicción, social o moral.
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Notas
(64) Falla parecida a la de «la madrina» del personaje «el Beatito» que aparece en La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas. Cf, Julio Carmona, El mentiroso y el escribidor. La teoría y la práctica narrativa de Mario Vargas llosa (A-2007: 173-174).
(65) Aquí ha debido usarse el adverbio «allí» y no «ahí», este —según Manuel Seco— se diferencia de aquel en que «designa el lugar próximo a la persona “tú”, y equivale a ‘en ese lugar’. Allí designa un lugar lejos de “ti” y de “mí”, y equivale a ‘en aquel lugar’. Pero la distinción no siempre es neta, ya que al lado de estas nociones referidas a las personas “yo” y “tú” se presenta la referencia exclusiva a la persona “yo” (o “nosotros”); entonces el adverbio aquí representa el lugar próximo a mí; ahí, el lugar algo alejado; allí, el lugar bastante alejado. Pero téngase en cuenta que estas designaciones solo son correctas cuando no hay referencia simultánea a un “yo” y a un “tú”; por eso no diremos Está ALLÍ, a tu lado, sino AHÍ, a tu ladoDiccionario de dudas y dificultades.
(66) «—¿Y qué me dices de ti? Nada me has contado sobre tu vida, corazón. ¿Estás casado? ¿Tienes novia? ¿A cuántas fuiste infiel, perro?» (p. 38). Y se verá después que antes que la actividad de corresponsal de guerra del narrador, este es el tema que más le interesa a la misma TF. Un reportero de guerra muy sui generis, y hasta algo morboso, pues —cuando está entrevistando a las senderistas— dice: «… en mi interior fantaseaba con preguntar a las prisioneras de manera individual y por separado a partir de sus experiencias concretas sobre el amor y el placer en tiempos de guerra y al filo de la muerte» (p. 226).
(67) «… me dedicaba a observar a cada uno de mis amigos. ¿Con cuántos de ellos me había acostado? O mejor. ¿Con cuántos no me había acostado?» (p. 144). La disyuntiva y última pregunta debió quedar así: ‘O, mejor, ¿con cuántos no me había acostado?’, y, en todo caso, en la frase original debió ponerse dos puntos después de «mejor», continuando la interrogación con minúscula. En esta misma página, se documenta de manera descarnada la promiscuidad de TF.
(68) En ningún momento habla de esas luchas en la Federación y la Juventud; solo las enuncia.
(69) Es el estilo de decir algo y contradecirlo de inmediato; es, pues, el singular estilo de TF; en la p. 18, por ejemplo, dice: «Me pegué unas cuantas bombas. No muchas, la verdad. O, para serte franca desde el comienzo, sí fueron bastantes las borracheras» (¿total? ¿para qué te digo que no, si sí?)
(70) ¿El hedonismo erótico no es «pariente» del hedonismo artístico: del arte por el arte?
(71) Obsérvese que, como en todos los casos de esta índole, se enuncian las virtudes pero sin sustentarlas: «No, no seré yo quién (sic) regatee méritos a Tamara Fiol», «ella era una luchadora excepcional»; estos no pasan de ser ejemplos de cómo se hace para enunciar «verdades que no necesitan demostración».

(72) Sic: debió continuar sin mayúscula.




Fernando Barranzuela Poeta Popular, la Voz de su Etnia de Ébano

Roque Ramírez Cueva



FERNANDO BARRANZUELA ZEVALLOS, es natural de Yapatera, un caserío de gente, como en Chincha, arraigada a las raíces de su etnia piel de ébano, situado en la Provincia de Morropón, a 6 minutos de la ciudad de Chulucanas. Pueblo de agricultores, sobrevivientes de una cruel e ignominiosa existencia de trabajo forzado en la ex hacienda. Allí creció él, de adolescente ya trabajaba en las tierras del latifundista. Desde su casa su labor consistió en aprender a sembrar y cosechar. No accedió allí a la escuela porque los hacendados no lo permitían, entonces migró joven a Lima, para intentar estudiar, razones económicas no le permiten avanzar más allá de los primeros años de secundaria. Regresa joven a su pueblo y se dedica al deporte, gran jugador de un equipo ganador en la región, el Deportivo Caysa es el Alianza Lima de Morropón, a menudo se va para campeón, pero a diferencia del equipo limeño, el símbolo de nuestra Yapatera negra está acostumbrado a ganar copas y copas. Ese regreso implicó, otra vez, enfrentar la chacra para el sustento. Y en ese transcurrir diario, donarse algo de dignidad, aprendió a mejorar su ejercicio de lectura,  desarrollar una capacidad de retentiva poco común, lo cual le sirvió para ir perfilando su talento de repentista –improvisador de coplas-, y creador de dicha poesía popular primigenia, la copla, en Piura la llamamos cumanana. De allí se le conoce, como el último cumananero de Piura, a pesar de otros jóvenes ya perfilándose; a la vez, escribe canciones y cuando se animaba le daba a la décima. Y fue, hasta reciente despedida última, un creador de historias, con un estilo fabulador Vargasllosiano, él ficcional de la verdad de las mentiras. Por eso mismo, Barranzuela fue el único que se permitió mandar a la misma m… al premio nobel, cuando imaginó le jugaban los amigos una bufonada. Se formó en la escuela de su chacra, de las calles de su amada Yapatera, en las conversas con los viejos amigos de las plazas, y en las lecturas que le caían a la mano, de vez en vez aprendía de los leídos que acudían a visitarlo, por eso aprendió todos los niveles del lenguaje, su cualidad era tomar el lenguaje del otro interlocutor. Y ya en el desarrollo de sus talentos, con decir que le hizo de actor cuando quería, la escuela formal, la de las universidades, de los institutos, de los secundarios, y de las ongs; digo esa escuela que le negó acceso, fue y va en su busca para aprender de su poesía popular, de sus ficciones y entender por qué las distinciones que él no les permitió le escamoteen. Sus espacios negados o estrechos los ensanchó. Así la historia y cultura de su etnia adquiere un poco el color de la luz visible. Valga el redunde, porque ya lo dijo con sarcasmo el legendario boxeador Mohamed Alí, esa sociedad segregacionista y dominante –de los occidentales- nos intentó ocultar de la historia. Fernando Barranzuela hizo lo suyo.

Algunas personas se atreven a preguntar por qué llamar intelectual popular a alguien que no se formó en una escuela oficial. Ante esta interrogante no cabe sólo responder “simple, es popular quien desconoce las normas académicas de un estudio de rigor”. Debemos sustentar que el conocimiento tiene sus cánones, tiene sus categorías. Los unos no aceptan a los otros por diferencia de rasgos, pero ambos hacen lo mismo, adquirir conocimiento y generar cultura. Unos asimilan conocimientos de categoría empírica y otros del modo metodizado. Unos pueden refrendar lo aprendido con pergaminos de aceptación oficial; y los más, por aclamación universal.

Fernando Barranzuela fue acreedor y merecedor de la ovación de las tribunas, en el estadio y en los ámbitos culturales donde lo invitaron. ¿Quién lo dice? Basta leer las redes para ello. “personaje ilustre en la literatura piurana”, “gran poeta nacido en Yapatera”, “la cultura afro peruana está de luto, un fuerte abrazo a los amigos de Yapatera y el Perú  entero”. Con lo cual nos sugieren que Barranzuela es un signo cultural de la región Piura y a nivel nacional. Y los poetas lo afirman, “digno representante de la poesía popular, además fue el único que le dijo a Vargas Llosa, ¡no jodas mierda!” (Julio Carmona dixit); “negro necesario, la biblioteca de Yapatera… continuaremos consultando” (Sociólogo Héctor Castro, UNP); “comenzando el año Yapatera perdió un gran artista…un mítico ser partió en medio de cantos propios” (poeta Zoila Capristán).

Y acerca de esto del canto propio, lo dijimos en entrevista, Fernando Barranzuela tiene voz propia, es la voz que silenciarle quieren a su etnia, es la voz del campesino negro. Un joven decimista, Rafaele Mejía, lo describe en una copla: “El gran negro campesino / que puso el mundo en un verso / se nos fue como se vino /siendo todo un universo”. Un maestro de historia, nacido también en el mismo seno de Yapatera, Nino Alzamora Arévalo, sustenta el legado del coplero campesino con gratitud, “Gracias por impulsar y defender el concepto de negritud, así como las tradiciones y costumbres del pueblo que te vio nacer”.


Nosotros nos sumamos a dicho reconocimiento, el dado con el corazón por las masas despiertas. Y lo de tener alerta las neuronas, Fernando no lo desconocía en su canto: “Soy descendiente de esclavo / yo no lo puedo negar / pero eso si yo no soy vago / se los puedo asegurar”. Y, bueno, terminando,  un poeta es popular, como en la tradición griega, cuando el pueblo canta sus versos. Las chicas que lo lloraban, así mismo lo cantaban.

Nota: 

se publica el presente artículo de Julio Carmona en homenaje a Víctor Mazzi, fallecido un 17 de marzo. 

El Comité de Redacción


      Una Semblanza a Puertas                     Abiertas                                                                                                                                                                           Julio Carmona



EN LA FIGURA DE VÍCTOR MAZZI TRUJILLO concurren varios signos de singularidad. En primer lugar, su calidad de intelectual autodidacta. Usufructuario de un bagaje cultural –y especialmente literario– que podía causar la envidia a muchos académicos. Y esa acuciosidad de estudio le permitió ser poseedor de una también envidiable biblioteca que decrecía o agrandaba según los avatares de su profesión de librero viejo, profesión –esta– en la que también destacó. No en vano sus amigos –mayormente jóvenes, entonces– le decíamos El Viejo Mazzi (sin tomar conciencia de que algún día habríamos de ser merecedores de su apelativo, aunque no de sus virtudes. Y, a propósito, uno de los jóvenes de entonces fue el poeta Magno Dueñas, fallecido hace pocos días. Sirva, pues, también esta semblanza de homenaje a su memoria).

Pero en Mazzi ese afán por cultivar el intelecto adquiere especial singularidad si no se pierde de vista la dureza del trabajo material que debe desplegar el obrero. Hay una foto que conserva la feliz confluencia de esas dos actividades de Víctor (que figura en el libro antológico de su poesía, titulado No descansada vida, publicado el 2006), foto en la que aparece Mazzi junto a cuatro compañeros de trabajo (en una pausa, dice la leyenda, en la construcción de la Hidroeléctrica de Carhuamayo), y él aparece ahí concentrado en la lectura de un libro. Las duras condiciones de trabajo del obrero de construcción no constituyeron una barrera para alcanzar la meta, autoimpuesta, de formación cultural.

Recuerdo mucho (y considero justo mencionarlo aquí como un rasgo definidor de su espíritu solidario, propio de los hombres de su clase) que un amigo me cedió en préstamo su casa, en el distrito de Independencia, en el Pueblo Joven el Milagro, propiamente un cerro que está a espaldas de la Universidad Nacional de Ingeniería. Ese amigo con su familia se habían trasladado a una casa mejor ubicada, y la que me ofreció tenía puerta a la calle, pero no en la que daba al interior del lote rodeado por las paredes vecinas, aunque sin techo, y, por previsión, era menester colocar una puerta. Mazzi lo hizo. Agarró comba y martillo para hacer los huecos pertinentes y encajó la puerta con animosa pericia.

Otra de las facetas que singularizan la imagen de nuestro querido Viejo Mazzi, dentro de su faceta cultural, es el alto nivel de erudición que había alcanzado como conocedor de la música del jazz. Poseedor de una muy bien nutrida colección de discos de ese género, causaba admiración observarlo degustar con fruición las interpretaciones de sus más destacados intérpretes (cuyos nombres e instrumentos diferenciaba y encomiaba) en las sesiones de audición que solía regalarnos en las múltiples reuniones amicales que teníamos en su acogedora vivienda. Víctor era un anfitrión excepcional, noctámbulo como él solo, incansable conversador, aunque también impenitente fumador (sus profundas y sonoras absorciones de humo eran motivo de jolgorio para quienes lo rodeábamos).

Cabe destacar –de manera especial, como consecuencia de su amor por los libros– su condición de poeta, la misma que se enriquece con el calificativo de “proletario”. Él como pocos se hace merecedor de esa mención que César Vallejo ostenta, por derecho propio y por primogenitura, en el ámbito nacional, y Bertolt Brecht, Paul Eluard o Nazim Hikmet, en el internacional. Porque el poeta proletario no lo es solo por los logros artísticos de su trabajo creador (que Mazzi llegó a manejar con relevante solvencia), sino además por la consecuencia ideológica que lo respalda, con una identificación a toda prueba con la causa última de los trabajadores, que significa el conquistar las complacencias del pan y del espíritu para toda la humanidad con el triunfo del comunismo. Y en esta dimensión, Mazzi nunca dejó de ser un ortodoxo y un maximalista.

Pero Víctor Mazzi Trujillo no sólo fue creador de poesía proletaria; también fue su difusor, y como tal logró publicar (con el auspicio de Francisco Carrillo, otro llorado maestro de la literatura) una antología de la Poesía Proletaria peruana, y dejó en preparación una que reservaba para la poesía proletaria latinoamericana. Pero, además, fue su defensor. Y en ese sentido amplió las bases dejadas por los fundadores de este tipo especial de poesía: José Carlos Mariátegui y César Vallejo. Para todos ellos la pertinencia del concepto “literatura proletaria” ya no está en discusión. Es un hecho incontrastable. Y lo es tanto como la existencia de las demás literaturas que producen las otras clases que conforman el espectro social de cualquier nación. La historia de la lucha de clases no sólo se verifica en la dimensión estrictamente material de las vicisitudes sociales, políticas y económicas. También tiene su expresión en el dominio cultural.

Resulta ser expresión de una impostura el pretender imponer la idea de que en cada nación existe una sola literatura. Y tanto no es así, como que no existe una sola economía, una sola educación o una sola ideología. El hecho de que una sea la dominante o visible o impuesta (con los diferentes mecanismos de influencia que controla en el marco de la cultura oficial) no debe conducir, a nadie, a transigir en la aceptación de ese paralogismo. El hacerlo conlleva el riesgo de perder la propia identidad y asumir una prestada o falsa que puede convertirnos en emisarios inconscientes de una visión del mundo contraria a nuestros propios intereses o expectativas o esperanzas. Y Mazzi era consciente de esa definición. Por eso escribió: “Señor lector,/ su atención y cuidado/ que detrás de cada verso/ hay/  hombres trabajando”.

Porque el trabajo del mismo modo que nos dignifica, nos significa e identifica. Y es el trabajo el acto social por excelencia que ordena la clasificación de los habitantes de una nación en grupos bien definidos llamados clases sociales. Y cada clase social: burguesía, pequeña burguesía, campesinado y proletariado, generan a sus propios poetas; por lo tanto, esta clasificación no sólo significa deslinde valorativo de sus productos culturales respectivos, sino también respeto hacia ellos. Siendo contrarias y hasta antagónicas algunas de sus manifestaciones creadoras, no se trata de oponerlas en un plano de competencia para determinar que una es mejor que la otra. Lo decisivo es saber que son diferentes. Saber que cada cual domina en su propio ámbito sus pesos y flaquezas, e impedirá el menosprecio o la abominación del antípoda. Y en tal sentido escribió Mazzi:

Ciudad adentro
entre el énfasis y el hambre
compondrá el ruido
de alguna melodía
o sorteando el tiempo
pretérito imperfecto
dirá cómo nace el día
cuando la noche es larga
de seguro también
no ha de ser extraño
diciendo a golpe de lata
que está por aparecer el sol
y  en ese instante
alguien con un cerillo
en algún lugar cercano
encenderá una pradera.
Es decir, que el poeta proletario (y los poetas de las clases aliadas suyas, también revolucionarias: pequeña burguesía y campesinado) diferencia su canto del otro, el poeta de la poesía socorrida por el orden. La tonada será diferente, y la “tomada” de posición, también.

No hace mucho pude leer (en esa ágora virtual que es Facebook) el siguiente texto atribuido a José Saramago: “Los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, porque los optimistas están encantados con lo que hay”, y, con todo el respeto que se merece el maestro, se le debe rectificar señalando que se puede ser pesimista de la realidad y optimista del ideal (conforme a la concepción mariateguiana), y, felizmente, junto al texto de Saramago, venía este otro de Mario Benedetti –otro poeta del optimismo: “Un pesimista es sólo un optimista bien informado.” Y es pertinente suscribir esta frase complementaria de Benedetti, porque un pesimista informado del presente es un optimista en relación con el futuro. Y esta reflexión sirve para resaltar el exultante optimismo de Mazzi, en ese sentido relevado. Porque también era un pesimista a ultranza de la realidad presente. Pero nunca dejó de soñar con un Perú Nuevo dentro de un Mundo Nuevo. Nunca dejó de pensar que la construcción del socialismo no es una utopía sino una realidad alcanzable, y, en todo caso, siempre asumió la convicción de que las utopías existen para ir a su conquista. Mazzi lo presenta así, poéticamente:

SOL
abajo
se obstina una inmensa nube
en hacer sombría esta región de fábricas
campamentos
ferrovías
y algunas que otras flores en macetas
“Amo las maravillosas nubes”
-decía Baudelaire-
refiriéndose sin duda
a su mundo
aislado y remoto
empero
aquí
no cabe repetirlo
porque el sol es la única alegría
que entreabre el horizonte
donde hormiguean los seres sin descanso.

Hay una anécdota que quisiera referir en esta oportunidad. Está vinculada a mi relación amical con Víctor, y se refiere a siete años previos a nuestro primer encuentro personal (hecho este que ocurrió en 1972). Cursaba yo el quinto año de secundaria (en 1965) en el Colegio “San José” de Chiclayo, y allí se formó el Club de Radio y Periodismo, al que, por supuesto, me integré. Y dentro de las actividades que nos propusimos realizar estaba la de publicar una revista, que titulamos “Alborada” (aun creo que conservo un par de ejemplares en el “cuarto de los Aurelianos Buendía”), y en uno de los (dos o tres números que publicamos) hicimos un homenaje a José Carlos Mariátegui. Y, como es de suponer, yo fui el encargado de la sección “Literatura”, en la que puse una selección de poemas dedicados a Mariátegui. Y del libro de poemas ídem, elegí dos, y uno de ellos fue el de Víctor Mazzi, sin saber que –como dije– siete años después habría de conocerlo personalmente, y que sería mi maestro, mi amigo y mi camarada.
En el año de 1980, publiqué mi libro No sólo de amor, en el que incluí un poema dedicado a Víctor, sin pensar –por supuesto– que nueve años después él iba a trasladarse a vivir en nuestro recuerdo; pero en dicho poema, premonitoriamente, señalo esa pervivencia. Ahora, aunque suene a irreverente el leer poemas ajenos a los del poeta homenajeado, pido permiso para hacerlo como mi permanente homenaje al hombre y al poeta:
Sus paredes no ostentan ni un diploma
-sólo los de modestia y honradez-, empero
es profesor de vida o poesía,
especialista en risas. Cuando asoma

su infatigable charla al cenicero
o cuando suelta rienda a su alegría
injuria y abofetea a la tristeza
que es bruma en mi país desde hace tiempo.

Sin embargo y con todo nunca olvida
la dirección del viento. Y canta y cuenta
lo que ve, vive, bebe o vivifica.

Víctor Mazzi es el nombre de esa risa,
con Justina y sus hijos vive cerca
del sol, vale decir, vive en Chosica.

¡VÍCTOR MAZZI: PRESENTE!

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