Al Oficio Sin Par, Al Creador
Roque Ramírez Cueva
DESDE CUANDO SE TUVO EDAD DE CITAR
muchachas para caminar y caminar –imaginando en mente pícara posesiones
censuradas por pacatos, ¿o eran padres moscas?-
compartiendo chistes sin picante y aburriéndose muy incomodos de solo
mirar estupefactos el uno al otro sus cambios de piel, sin poder remediarlo
¿éramos jóvenes de otros tiempos? Desde
esos meses en que se empezaba a enfrentar los avatares de la vida surgió la afición
de garabatear signos larguiruchos o breves como la extensión de un hilo de
araña. La misma pasión de las frentes arrugadas y los amigos que en los años de años la tienen por atractiva como
una chica a flor de hormonas sonriendo para vos. Afición exigente de callos en
las nalgas, brava de domar en el papel. Sin embargo, jode que para obtener esta
dádiva fugaz y, por cierto, pírrica se tenga que permanecer pegadas con
silicona las nalgas al tablero de la silla, tu columna enhiesta, el mentón
altivo. Si no lo haces un pico de loro con la seguridad de los cuernos que le
ponen las chicas a los enamorados de
cuarenta en adelante morderá tu columna, corriéndose el inminente riesgo de
esculpir una excepcional S de puras vertebras, y así se va en camino a emular
al amante de Esmeralda en la Catedral de Notre Dame, allá por los tiempos
románticos de París. Y en esta circunstancia, sí, ya estás muy jodido porque
las muchachas con su guayabero aromático o su níspero hecho y dispuesto para el
mordisco te mirarán y arrullaran con sus
ojos parecidos a la tristeza con tal que te enamores a lo platónico,
conmiseración de ellas. “¡Carajo! Con una S a la espalda –pensó- me tratarán
como a Quasimodo.”
¡Merde!
La posición cotidiana y asfixiante de sentarse a garabatear no resulta
incómoda, se te aprecia cómico y patético, lo peor es que te has acostumbrado a
ir por ahí desenfadado paso a paso o ligero, ligero, cuerpo erecto como un falo
buscando ingresar a la cueva de los leones –dicta un carnavalito del norte de
Perú y de alguna villa española. Te agrada el bamboleo de tu deambular orondo.
Erección que no alcanzan a lograr tus lomos cuando te amoldas a trazar el
alfabeto en agrupaciones cortas o largas. Pose urticante que no puedes obviar
en ese propósito de marchar directo al paredón de la gloria, la cual te puede
hasta convertir en vil plagiario con tal de enredarte en ella.
El
problema si lo hubiera –y claro que lo hay- es que cuando se avanza dando
zancadas y aspeando los brazos se mira sin mirar y se oye sin oír, entonces
asoman las dificultades porque los herederos de Alonso Quijano o de Melquiades
conocen bien que aquello no es nada cuerdo menos acertado para susurrar
historias o canturrear coplas a las muchachas aburridas de los días cotidianos
y que ansían, su corazón y su cachondez, gozar de los deliquios aunque sea en
la ficción, en el momento que los torpes les fallen en el tálamo. Cómo
describir sin pescar el detalle de las cosas pequeñas que sumadas forman sus
rasgos mayores, cómo musicalizar decires sin capturar el corazón del
pensamiento, el enmelado del palabreo viandante como periplo gitano.
¡Joder!
Palabra ajena. Así se expresa la monja española de colegio peruano cualquiera,
enviada no para instruir en el catecismo cristiano, sí para delatar a maestros
o alumnos hacedores de sub versos; dicha monjita se interesaba por tu vida, la
de tus parientes sobre todo tus quehaceres, pero un coño le importaba la
miseria y situación de alguna alumna violada por el padrastro, misma hija de
Franco el dictadorzuelo hispano su papel meón era dar evidencias para colocarte
ante el paredón. Se han entrenado ¡joder!, husmeando y dando desinformaciones a
la policía secreta de su país acerca de
la actitud conspirativa de los etarras. ¡Joder! … Ah, la palabreja se pegó después que se hubo
leído un brillante cuento andaluz sin firma alguna. Y toda este parágrafo es
una distracción inesperada, el subconsciente a menudo alertando de sombras
siniestras, nada ajeno a un oficio plagado de infamias e indudables lealtades.
Decía,
ni modo, a zampar el culo hasta aplastarlo en un tablón, tomar un papel sin
mancha y disponerse a rasgarlo enlazando signos, te verás obligado a hacerlo
aun contra tu voluntad o estirpe de pendejo aventurero, no por garabatear y
garabatear, eso lo hace ya sabes cualquier hijo del cinismo pro creación pro arte pro letras, además los otros desde
el nivel más elemental lo aprenden. La obligación de amoldar las cuatro letras
sobre almohadas te es impuesta por la necesidad sincera de convertir ese hilo
de palabras en un acto de mera magia, ya se entiende convirtiéndote en
omnipotente creador de mundos paralelos. Claro, siempre y cuando consigas
elevarte a tal altura, de otro modo no hay posibilidad ni de soñarlo siquiera,
aunque las varas de caña brava espigadas y ojos de pizpiretas a veces se lo hagan
creer a todos quienes no se ejercitaron en estirarse a la sinceridad más allá
de sus raíces.
¡Huevas!
Te obligas hincado por un bicho NN que corroe tu piel, tu corazón o tus sienes
para involucrarte en ese acto de locura alegre, afiebrada. Y, por supuesto,
aprendes que el truco ya no consiste sólo en delirar aparte de tener ensueños.
Es entonces que ya estás seguro de ello. Porque llegado a este punto, se
empieza a tropezar con los gentiles de la tierra y sus dioses del cosmos
aquellos que domaron y poblaron desiertos y valles inhabitables, con mujeres
deslumbrantes de habilidades sumas para convivir con las arenas del tiempo y
muy diestras en artes amatorias e insurrectas, a observar en la floresta
intocada el vuelo de aves mágicas con plumas cromáticas inverosímiles, con
niños de sombrero que en fugaz paso de estrella se vuelven grandes y fieros,
con pueblos de esplendor y decadencia fundados o conquistados por seres comunes
y únicos. Todo indescriptible a la pupila de los hombres simples aun cargados con
monedas de plata.
Otro
asunto que intuyes para crecer en ese vuelo espléndido, es sobre el medio por
el cual desplazarte, los caminos no son extensos ni muy conocidos, todavía se
van desandando, oteando sus lomas, esculcando sus recodos. Hay caminos de toda
hechura y huellas dispares transitados por princesas o sandalias de cuero,
muchas veces por descalzos callos. Mas de algo se está cierto y alumbrado sin
bruma alguna, hollar las veras de voces sencillas con saludos a tu tamaño ni
mirando hacia arriba tampoco hacia abajo o pisotear con el casco de la
bestia, dignidades. Ya se dijo y no se
niega, hay caminos y caminos por los cuales ir de peregrino, de gitano, de
conquistador o de fundador en el mejor de los sueños.
Los
hombres altos, midiendo la talla de un niño no importa, con su insana
antorcha apuntan a conocer aquellas
rutas adoquinadas que conservan la pisada del operador de maquinarias
descifrador agudo de un tal Manifiesto. ¡No joroben! Tampoco obviarlo. Ya es de
todos sabido, iluso aquellos que lo den por cierto, desandar y desasnar los
asfaltos apisonados por ágiles faldas de drill rumbo a las fabriles parece
fácil, solo parece, es más bravo que domar un caballo salvaje de las heredades
de Andalucía. Antes habrá que seguir tras las
huellas de todos aquellos caminos fundadores ciertos, para recién ir
tras el rastro de ellas, lectoras también del tan mentado El Manifiesto. Sería
el sueño de una montaña de nieves ya no eternas, conocer y pisar tan nobles
huellas dispuestas a señalar y desbrozar otras veras, campos de mundos sin
propiedad ajena ni enajenada . En este afán no hay rutas del destino, si
alguien de su lar no las camina por sendas extrañas que parezcan, tiene
amputado sus orígenes, esencia de la vida, mas sus sueños no se le mezquinan.
No
se le relegan, simplemente se le está concediendo el lugar final porque así lo
demandan las cortesías. Desde luego, también los hay a la bonanza de todos los
gustos y colores no dejando de ser los mismos. Se habla de los caminos del
parnaso, musicales ellos allí el gorjeo de los ruiseñores silban que no pían
nada. Caminando sobre él casi no te topas con quien puedas hablar siquiera en
el latinismo del gestus, los campos lejanos puro prado hasta donde alcance el
mirar, luego maravillosa arquitectura dando forma al espléndido ramaje, según
canta el payador del pueblo. Como bien se ha oído, es similar al tono de un
canto criollo de salón. Y para no hacer el andar aburrido se le inaugura y
nombra Camino Real para que transiten reyes y su séquito rinda honores
oficiales. Otra pregunta odiosa, ¿los caminos reales son asaltados? Transitarlo
no tiene impedimento alguno sino el mero gusto de la levitación.
Pero
llegados hasta aquí, ya se sabe cómo termina esa afición urticante de
garabatear papeles impolutos, dirimiendo el oficio par de honrar al creador,
entendiendo que hay creadores y creadores. El paso de los años y las canas
entonces te hacen ver que las estupendas muchachas recién se enamoran de las
creaciones de sus iconos ya de abuelos. Y aquellos para obtener siquiera un
abrazo u ósculo, sin condición encabritada para dar rienda a sumos placeres,
lloran como ñaños ante su fanática de turno ansiando pezones, y no repara
zurumbática baba ni en el prestigio de los laureles obtenidos en él olimpo
parnasiano.
En
el garabateo de sentarse aun acogotado a poner el hombro para construir caminos
no oscuros y compartirlos, estamos obligados a hacer esas preguntas
indigeribles para algunos, ¿por dónde empezar?
De cajón, ante todo rechazar las recetas venidas de los estantes guarda
datos. Se comenzará a desplazarse solo, hasta estar seguro que compañía de dos
es la de uno, en la posición erecta que tanto disgusta a los pacatos y nunca a
las féminas, abanicando brazos con ritmo, y las inevitables sentadas tendientes
a ganarte almorranas son obligadas, no desdeñar la luz de los astros o sus
satélites; inmejorable resplandor de luna que alumbra y relumbra página a
página en miríadas de tipos tallados por Gutenberg.
Y
bien, como lo anterior parece una evidente señal de ingredientes dispuestos en
un papel, se nos impone obviarlo. Y, ¡cómo no! El verso
del poeta español te lo advierte. Tenerlo en cuenta si se te ocurre averiguar,
¿Dónde va el camino? Un hombre sencillo te hará notar algo elemental y sabio,
el camino nunca va, tú vas en él. Tú vas en él.
Criticando al
Crítico (Ampliación)
Julio Carmona
ANTONIO
CORNEJO POLAR (ACP), en su apreciación sobre «lo nacional» en José Carlos
Mariátegui (JCM)[i],
empieza recusando los trabajos que abundan en citas para exponer o precisar el
pensamiento de JCM, a los que acusa de «solidificar» dicho pensamiento, y los
equipara incluso a «la argumentación escolástica basada —dice— en los
“criterios de autoridad”», y concluye que esa «es la manera más segura de
traicionar la vitalidad creadora del magisterio de Mariátegui.» (p. 49).[ii]
Pero es esta una posición que el mismo JCM no compartía. Por ejemplo,
refiriéndose a Unamuno dice: «A Marx hace falta estudiarlo en Marx mismo. Las
exégesis [es decir, las interpretaciones] son generalmente falaces. Son
exégesis de la letra, no del espíritu» (SO: 118); nos dice, pues, JCM que a
Marx ‘se lo debe estudiar en sus propios textos’ y ‘no en los textos de sus
intérpretes’.[iii]
Pero también JCM recomienda al lector no quedarse en la
‘exégesis de la letra sino que se debe pasar a la del espíritu’: no quedarse
contemplando la superficie aparentemente calma de las aguas del río, se debe
penetrar en su profundidad para descubrir sus correntadas y remolinos en
ebullición. Resulta, entonces, que la letra dice más de lo que su superficie
—literal— expresa. La letra es el cuerpo, la idea que encierra es el espíritu.
Por eso JCM sugiere que al momento de escribir con una técnica nueva, esta
«debe corresponder a un espíritu nuevo también. Si no, lo único que cambia es
el paramento, el decorado» (EAE: 18). Entonces, esa expresión comentada (de
estudiar a un autor en sí mismo) implica no abstenerse de citar los textos del
autor tratado, pero tampoco quedarse en una lectura superficial.
Por ejemplo, cuando JCM, en su apreciación de Jorge
Manrique, cuestiona que se le atribuya a este una ideología pasadista, dice:
«Es tiempo de protestar contra el capcioso conato, exonerando a Jorge Manrique
de la responsabilidad que una posteridad memorista, aunque de mala memoria, más pegada siempre a la letra que al
espíritu de los libros y de los autores, pretende echarle encima.» (EAE:
127). Los exégetas —dice JCM— leyeron estos versos de Manrique: «… como a
nuestro parecer/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor.» Y no fueron más allá de
la frase «cualquiera tiempo pasado fue mejor», y le endosaron al autor el
sambenito de ser un panegirista del pasado. Y, después de abundar con
argumentos en contra de esa imputación, JCM concluye:
Jorge Manrique no es responsable sino de su poesía. No
le imputemos ningún lema ajeno a su verdadero pensar. Releamos sus versos sin
atenernos a especiosos fragmentos, ficticiamente recortados. Con su poesía
tiene que ver la tradición, pero no los tradicionalistas. Porque la tradición
es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil. La crean los que
la niegan, para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y
fija, prolongación del pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en
ella su espíritu y para meter en ella su sangre. (El artista y la época, 129-130).
Y, obviamente, el espíritu del autor está en sus
letras, y a él se debe acceder a través de esas letras pero con una
interpretación auténtica, fidedigna. Quedarse en la letra puede devenir
tergiversación. «Lenin nos prueba —escribe JCM— en la política práctica, con el
testimonio irrecusable de una revolución, que el marxismo es el único medio de
proseguir y superar a Marx» (DM: 105). Aquí se puede decir que la única manera
de proseguir y superar a Mariátegui es relacionando su letra con el marxismo,
vale decir, destacando su espíritu revolucionario, o sea que los indicados a
hacerlo son los marxistas y revolucionarios y no los ideólogos pequeño o gran
burgueses que buscan —con interpretaciones sesgadas de sus textos y sus
contextos— castrar, precisamente, lo esencial de su marxismo: lo
revolucionario.
Esa advertencia de morigerar las citas textuales, desde
luego, es mucho menos aplicable a los casos en que se hacen como «selecciones»
o «antologías», porque en ellos el objetivo es proporcionar material de lectura
para que el lector interesado en temas específicos lo utilice con menor
esfuerzo, y si se hace indicando la fuente, se ve que la honestidad es mayor ya
que se da la oportunidad de ubicar en el contexto lo que ha sido extraído de
ahí. Y, si de honestidad se trata, pongamos el ejemplo de un estudioso francés
Roger Scarpit, quien —en la introducción a su Historia de la literatura francesa— escribe lo siguiente:
Intencionalmente
hemos confundido realismo y naturalismo, y hemos separado dadaísmo y
surrealismo [lo que contradice la opinión consensuada en contrario]. Y lo hemos
hecho así porque tal es nuestra perspectiva, nuestra visión de la literatura
francesa: al no exponerla francamente por temor a las críticas, hubiéramos
pecado de falta de honestidad intelectual (p. 10. Corchetes míos).
La honestidad intelectual obliga a
sustentar lo «descubierto» en una lectura, de la única forma como se debe
hacer: citando textualmente la idea en la cual se cree haber descubierto un
sentido «nuevo», y no enunciando solo ese «descubrimiento». En tal sentido, se
puede aducir en defensa del sistema de citas que no necesariamente conduce a
«solidificar» (anquilosar, reificar) el pensamiento estudiado; con él se puede
buscar la fidelidad con el pensamiento del autor de que se trate, pues de lo
contrario sus ideas deberán ser parafraseadas o interpretadas con el riesgo de
la tergiversación o la manipulación. Y esto creemos haberlo detectado en el
texto que aquí estamos comentando de ACP. Por ejemplo, para referirse al tema
específico de la literatura peruana[iv]
dice de JCM —sin citarlo— que tiene la «explícita voluntad [de] contribuir al
surgimiento y consolidación de una literatura nacional peruana». Pero una
lectura atenta de los textos de JCM revela que no existe esa explícita voluntad
referida a la literatura escrita en el Perú.
Lo que, de hecho, se nota es que ACP ha
realizado una paráfrasis de la frase que figura en el prólogo a 7 Ensayos..., en donde se lee: «Tengo
una declarada y enérgica ambición: la de contribuir a la creación del
socialismo peruano.» Y al haber hecho esa transposición de términos mezclando
dos conceptos distintos y distantes (que es una manera de citar impropia) ha
incurrido en el error que empezó recusando. Y es esta una práctica usual en
ACP, pues hemos visto que hace lo mismo con una frase de Marx, dice: «…
Mariátegui no se limitó a constatar un hecho y a interpretarlo en su proceso
histórico; por el contrario, asumió ante él, como ante toda la realidad peruana,
una actitud proyectiva y encauzadora: también en este caso no se trataba solo de comprender el mundo, se trataba de cambiarlo».
La frase transmutada de Marx es la siguiente: «Los filósofos no han hecho más
que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de
transformarlo.»[v]
El hecho de omitir las citas textuales —por
mínimas o extensas que estas sean— depara el riesgo de tergiversar las ideas
del autor tratado. Y ese riesgo aumenta cuando, en lugar de citar al mismo
autor comentado, se recurre a la paráfrasis o interpretación que ha hecho otro
comentarista. Pongamos un ejemplo de esto. El médico psiquiatra José Li Ning
hace referencia a la discriminación racial que sufrieron los inmigrantes chinos
y japoneses en los años cercanos a la segunda guerra mundial. Y dice:
«Políticos e intelectuales se sumaron a la campaña persecutoria que respondió a
intereses de los grupos políticos, aun de los más progresistas de la época,
siempre en relación con la superioridad étnica, sus acciones reflejaron que el
pensamiento de la ilustración peruana no estuvo nunca distante de aquel de
quienes preconizaban la superioridad racial aria.» (2014: 49). Y a renglón
seguido, para reforzar su idea, cita a otro autor que dice:
En
el Perú, a partir de 1934 se desató una campaña antijaponesa a través del
diario “La Prensa”, bajo el nombre de “La infiltración japonesa”, y que se
desarrolló durante varios años […] Además del diario La prensa (sic: ya sin
comillas), participó en la campaña periodística una serie de pasquines y
órganos de difusión de agrupaciones políticas, como la fascista Unión
Revolucionaria y el Partido Aprista (Morimoto, pp. 101-102).
Nótese
que en la cita precedente, se resalta la fecha de 1934 para referirse a la
«campaña antijaponesa», sin embargo, sin reparar que a esa «campaña» no se
puede sumar algo que —supuestamente— ha ocurrido en años anteriores (por
ejemplo, incluir a JCM cuyo deceso ocurrió cuatro años antes), Li Ning acota:
«Esta reacción racista de rechazo a un grupo étnico a favor de otro, incluye la de Mariátegui».[vi]
Y, sin más comentario, no cita al mismo JCM, para sustentar eso que está
afirmando, sino que lo hace citando a un tercer autor, quien tampoco lo cita
solo lo «parafrasea». Veamos:
[…]
en Siete (sic) ensayos de interpretación de la realidad peruana […] afirmaba
que los chinos y los negros no habían aportado nada a la sociedad y cultura
peruanas (Mariátegui 1988: 315-316). La razón de esta idea estaría en la
doctrina que sostenía que los negros no son iguales a los seres humanos, y que
los asiáticos son “razas decadentes” […] El encuentro del indigenismo con el
nacionalismo resultó en la exclusión de los negros y chinos que fueron
considerados inapropiados para la nación peruana (Yamawaki, 2002, p. 105).
Lamentablemente,
las tres ediciones que manejamos de 7
Ensayos… (1958, 1968 y 1980, de la Biblioteca Amauta) tienen distinta
paginación y no coinciden con los números de páginas que figuran en la cita (y
ahí tampoco se especifica la editorial). Pero en las tres he encontrado lo que
JCM dice sobre el tema (negros y chinos), y lo que dice (no lo que yo
interpreto) está referido al nulo aporte cultural
(no racial) de los negros y chinos que eran traídos como esclavos, no como
individuos creadores de cultura. Dice, por ejemplo:
El
chino y el negro complican el mestizaje costeño.[vii]
[…] El coolí chino es un ser
segregado de su país por la superpoblación y el pauperismo. Injerta en el Perú
su raza, mas no su cultura. […] El aporte del negro, venido como esclavo, casi
como mercadería, aparece más nulo y negativo aun.[viii]
[…] No estaba en condiciones de contribuir a la creación de una cultura. (1958:
296-298; 1968: 270-271; 1980: 340-342).
No
es, pues, como se desprende de la cita de Yamawaki: que la idea de JCM «estaría
en la doctrina que sostenía que los negros no son iguales a los seres humanos,
y que los asiáticos son “razas decadentes”.» Todo lo contrario. JCM está
admitiendo su integración como «razas», pero advirtiendo sus limitaciones
culturales por su condición de ser «razas» esclavas o esclavizadas; porque
–—como dice Dante Castro Arrascue, refiriéndose a los chinos— «los que vinieron
no eran embajadores de la ilustración oriental, sino esclavos». Por lo demás,
se debe destacar que cuando JCM se refiere a los negros está hablando de lo
ocurrido en la colonia, situación que se mantuvo hasta comienzos del siglo
XX.Dante Castro hace también una precisa incisión a la presencia de la visión
cultural (relacionada a lo literario) desde el interior de los grupos humanos
distinguidos como chinos, dice: «La narrativa de los chinos en el Perú, escrita
en castellano, ha sido hecha recién por SiuKamWen, a mediados de los 80 del
siglo XX.» (Texto en Internet, igual que la cita precedente del mismo autor). Y
en relación con los japoneses esa presencia se dio por la misma época con el
narrador Augusto Higa y, bueno, también es el caso de José Watanabe. Y algo
similar se puede decir en relación con los negros, a partir del trabajo de
Nicomedes Santa Cruz, que se remontaría a los años 50 o 60 del siglo XX.[ix]
Es más, en lo que se refiere al concepto de «raza» JCM tiene fuertes reparos.
Dice:
Pero
si la cuestión racial —cuyas sugestiones conducen a sus superficiales críticos
a inverosímiles razonamientos zootécnicos— es artificial, y no merece la atención
de quienes estudian concreta y políticamente el problema indígena, otra es la
índole de la cuestión sociológica. El mestizaje descubre en este terreno sus
verdaderos conflictos; su íntimo drama. El color de la piel se borra como
contraste; pero las costumbres, los sentimientos, los mitos —los elementos
espirituales y formales de esos fenómenos que se designan con los términos de
sociedad y de cultura— reivindican sus derechos. (1980: 343).
Las
citas hechas hasta aquí de JCM corresponden al séptimo ensayo. Pero ya en el
tercero «El problema de la tierra», dice: «El coloniaje, impotente para
organizar en el Perú al menos una economía feudal, injertó en esta elementos de
economía esclavista. (…) La responsabilidad de que se puede acusar hoy al
coloniaje, no es la de haber traído una raza inferior —este era el reproche
esencial de los sociólogos de hace medio siglo[x]—
sino de haber traído con los esclavos, la esclavitud, destinada a fracasar como
medio de explotación y organización económicos de la colonia, a la vez que
reforzar un régimen fundado solo en la conquista y en la fuerza.» (pp. 55-58).
Y esa situación, que viene de la colonia, se verificaba aun a comienzos del
siglo XX: «El carácter colonial de la agricultura de la costa, que no consigue
aun liberarse de esta tara [la tara de «un régimen fundado solo en la conquista
y en la fuerza»], proviene en gran parte del sistema esclavista» [es ese
sistema esclavista y no las «razas» sometidas a él lo que está siendo juzgado
por JCM]. Y continúa precisando lo actual que era para él dicho problema:
El
latifundista costeño no ha reclamado nunca, hombres sino brazos. Por esto,
cuando le faltaron los esclavos negros, les buscó un sucedáneo en los coolíes chinos. Esta otra importación
típica de un régimen de “encomenderos” contrariaba y entrababa como la de los
negros la formación regular de una economía liberal congruente con el orden
político establecido por la revolución de la independencia. (Ibíd. Negrita del
original).
Y
en otro trabajo que trata sobre «Aspectos económico-sociales del problema
sanitario», publicado un año antes a la edición de 7 ensayos…, en el que manifiesta su identificación humana con los
trabajadores (sea cual fuere su color de piel —o su «raza»—: negros, chinos,
indígenas), identificación obvia en alguien que ha adscrito la doctrina que
busca unir a todos los trabajadores del mundo en una sola causa de liberación,
ahí escribía lo siguiente:
Cabe señalar la influencia que tienen en la
cuestión de la salubridad rural la supervivencia del viejo régimen y espíritu
latifundistas. El hacendado colonial de antiguo tipo, ha heredado de sus
abuelos un criterio feudal, casi esclavista, en abierto conflicto con la
valoración moderna del capital humano. La mentalidad de «negrero» no se sintió
condenada por la abolición de la esclavitud, dado que se le ofreció la
oportunidad y los medios de subsistir al autorizarse el comercio de los
coolíes. Por el bienestar del bracero aborigen, proveniente en gran parte de la
sierra, esto es de regiones donde impera aun la servidumbre, el latifundista no
manifiesta hoy un interés mayor que antaño por el bienestar del negro o del
chino. (…) la sanidad tiene que triunfar no solo de la natural tendencia de las
empresas a obtener los mayores rendimientos con los menores gastos, sino
también del espíritu del señor feudal reacio a considerar al bracero humilde
como a un hombre con derecho a un racional e higiénico tenor de vida. (Peruanicemos al Perú, pp. 115-116).
Como tales, esclavos, pues, era muy difícil
—si no imposible— que los hombres y mujeres conformantes de esas razas y
sectores laborales lograran revivir sus respectivas culturas originarias,
aunque como individuos sí hubieran podido dejar algo meritorio: pienso en
Pancho Fierro, para la pintura, o en José Manuel Valdés en poesía.[xi]
Se ve, pues, que el prescindir de las citas (Yamawaki) lleva a realizar falsas
paráfrasis o interpretaciones equivocadas de las ideas del autor tratado, y
esto se hace más grave aun, si esas «paráfrasis» o interpretaciones sesgadas se
admiten como válidas (Li Ning).
Obviamente, no estamos diciendo que las
técnicas de la paráfrasis o la interpretación sean inválidas. En todo caso, se
trata de hacer ver que tampoco el «sistema de citas» lo es —como sí lo
pretendía ACP. Es más, para ratificar la validez de este sistema y, justamente,
con perspectiva positiva de magisterio, recurrimos a la autoridad de un maestro
del intelecto de Nuestra América, el cubano Juan Marinello[xii],
quien en prólogo a un libro que recoge varias obras del argentino Aníbal Ponce,
advierte un reparo a la profusión de citas que hace el maestro, y dice: «A
veces, es cierto, quisiéramos camino más desembarazado y expedito —menos notas
al pie de la página—, pero no olvidemos que un definidor de su talla y
responsabilidad se ve forzado a destacar fuentes y raíces válidas a lectores
que no las tienen a mano ni a su diario servicio. El trato con las obras
citadas por Ponce puede ser la base de una buena cultura filosófica y
sociológica, y no es ajeno el autor a la urgencia de ofrecer ese bagaje.»[xiii]
Y, reiteramos que, contrariamente a lo
dicho por ACP, la elusión de las citas textuales
puede estar sesgando el pensamiento del autor tratado. Y es lo que creemos
detectar en lo hecho y dicho por él, puesto que JCM en ningún momento del
séptimo ensayo —ni tampoco en otro de sus textos— dice tener la explícita
voluntad de «contribuir al surgimiento y consolidación de una literatura
nacional peruana», pues, en todo caso, tendría que haberlo hecho produciendo
literatura y no metaliteratura. Esta se encarga de estudiar a aquella, que es
producida por los literatos, y son estos los que contribuyen a su surgimiento o
consolidación.
Lo que se propone, explícitamente, JCM es
someter a juicio (en la acepción jurídica del término) a la literatura peruana, y, para cumplir su
objetivo, precisa que en ella no hay unidad, por el contrario, dice que se la
puede estratificar en tres períodos: colonial, cosmopolita y nacional; es
decir, que dentro de la literatura peruana en general ubica a la nacional, en particular, con lo cual
está planteando su diferenciación, y su no homogeneidad, ergo, no se puede
confundir literatura peruana, con
literatura nacional, como una sola y
misma cosa. En una entrevista periodística, en el año 1994, la poeta Blanca
Varela dijo: «La poesía es una sola.» Y esa es una verdad axiomática. Como lo
es decir lo mismo de la pintura o la música, etc. Como lo es la humanidad.
Pero, así, es una abstracción: hacerse una «idea» de la poesía, prescindiendo
de todos los poemas en concreto. Cuando hablamos de estos, en particular, nos
alejamos de la abstracción «poesía» para enfrentarnos con realidades y verdades
específicas. Y estas no son las mismas para todos los individuos humanos,
aunque sí lo sean para la humanidad en abstracto. La humanidad real,
lamentablemente, está dividida. Es cierto que esta división es perniciosa y
perjudicial para la humanidad misma, cuya felicidad se cifra en el
entendimiento armónico de sus partes. Pero esto es lo ideal. Lo que se da en lo
real es diferente. Pero eso no impide que se las estudie en su propia
especificidad. Decía Marx: «Como vemos, cuando hacemos un análisis objetivo del
mecanismo capitalista, ciertas tareas infamantes, que le caracterizan
excepcionalmente, no pueden servirnos de subterfugio para eludir dificultades
teóricas» (Capital II: 285).
Por cierto, esa diferenciación no es ajena
a ACP, y esto se desprende de la lectura total de su texto; más aun, la
constatación de esa disyunción —que, dice, se halla en JCM— lo lleva a esbozar
una de sus propias tesis para estudiar la literatura peruana, su totalidad
contradictoria[xiv],
su heterogeneidad: «… queda en pie —dice ACP en el texto aquí comentado— una
nueva alternativa para comprender nuestra literatura sin mutilar su pluralidad.
No es que desaparezca el criterio de unidad, pero se le relativiza mediante un
tratamiento histórico que permite pensar tanto en su paulatino y difícil logro,
cuanto en el variado y problemático proceso que le antecede. Hoy se sabe que la
unidad no se plasmó y hasta se puede pensar legítimamente que ese no es un
objetivo deseable, pero, inclusive así, y gracias precisamente al pensamiento
de Mariátegui, ahora se puede asumir como objeto de reflexión la heterogeneidad esencial de una
literatura que no puede ser más unitaria que la desmembrada realidad de la que
nace. En otras palabras: mientras la unidad no sea real (y pudiera ser que
nunca lo sea del todo) la crítica no tiene por qué seguir violentando la
naturaleza múltiple de nuestro proceso literario, buscando e imponiendo una
unidad falaz y necesariamente empobrecedora…» (op. cit.: 55. Cursiva nuestra).
Obviamente, esa heterogeneidad de la literatura peruana ya se encuentra destacada
en los planteamientos teórico-críticos de JCM. Y aquella unidad falaz y empobrecedora —como la llama ACP— no pasará de ser
un anhelo, un deseo, un ideal. Como hemos visto en su última cita, ACP reconoce
lo difícil si no imposible que es realizar o aspirar a esa «unidad», y es algo
que en relación con el pensamiento de Mariátegui dice ser apodíctico, máxime si
se reconoce que ese pensamiento está íntimamente imbricado a su concepción
política revolucionaria, leamos lo anotado por ACP: «… cuando Mariátegui define
en términos estrictamente históricos lo que entiende por nacional en la literatura
peruana, cuando habla en concreto de un “período nacional”, está realizando una
operación abiertamente ideológica: es nacional la literatura que asume, expresa
y defiende los ideales e intereses del pueblo peruano. No otra cosa significan
las siguientes y luminosas palabras de Mariátegui “lo más nacional de una
literatura es siempre lo más hondamente revolucionario”.» (op. cit.: 59).
Empero, cuando ACP —seguramente para evitar
la cita textual de JCM— reemplaza el esquema de estudio clasista de JCM, en el
hecho real e incontrastable de la lucha de clases, por el de la heterogeneidad,
deja abierta la posibilidad de esa unidad que ha puesto en duda, y, más aun,
que aspira a ver realizada la existencia de una «literatura nacional peruana».
Veamos cómo lo dice: «la aceptación de la pluralidad heterogénea implica una
doble e importantísima reivindicación: la del carácter nacional y la del
estatuto artístico de todos los sistemas literarios que efectivamente se
producen en el Perú, aunque no tengan relación estable con el sistema y proceso
de la literatura que normalmente monopoliza este nombre.» Y concluye el párrafo
estableciendo que las manifestaciones literarias de toda índole producidas en
el Perú «son literatura, de una parte, y son
literatura nacional peruana, de otra.» (op. cit.: 56). Es decir, ya unificó
lo que dijo que era casi imposible de unificarse. Y es «unificación» que no se
puede sustentar con citas de JCM. Pregunto: ¿por eso sería que ACP recusaba el
sistema de citas?
[i]
«Apuntes sobre la literatura nacional en el pensamiento crítico de Mariátegui»,
en: Varios (1980). Mariátegui y la
literatura. Lima: Amauta, pp. 49-60.
[ii] Actitud similar encontramos en Ricardo Portocarrero Grados:
«Más que repetir hay que superar a Mariátegui», dice en: Alberto Flores Galindo
y Ricardo Portocarrero Grados (2005). Invitación
a la vida heroica. José Carlos Mariátegui: textos esenciales. Lima: Fondo
Editorial del Congreso del Perú. p. XXXIV.
[iii] No se
podría decir esto, por ejemplo, de Sócrates, a quien solo se le puede estudiar
a través de lo que sus discípulos (Platón o Jenofonte) dicen que dijo. Y bien
se sabe que lo dicho por Sócrates a través de Platón ya está cargado con mucho
de la cosecha de este.
[iv] Para
JCM los términos de «nacional» y de «peruana» no son sinónimos, conversión
sinonímica que, al final, veremos cómo ACP sí lo hace.
[v] La cita
de ACP la hemos tomado de Tomás Escajadillo, «Ciro Alegría, José María Arguedas
y el indigenismo de Mariátegui». En: Varios (1980). Mariátegui y la literatura. Lima: Amauta, pp. 61-106. La cursiva es
de Tomás Escajadillo, y él hace la siguiente referencia hemerográfica: ACP,
«Para una interpretación de la novela indigenista». En: Casa de las Américas N° 100, La Habana, enero-febrero 1977, p. 42.
[vi] José Li
NingAnticona (2014). Cosas de familia.
Metáfora de la identidad en la poética de José Watanabe. Lima: Murrup
Ediciones. (Ibídem.)
[vii] Decir
‘lo complican’ no debe interpretarse como ‘lo malogran’ sino como que hace más
difícil su estudio. A pesar de que ya don Manuel González Prada había escrito
que: «Hay tal promiscuidad de sangres y colores, representa cada individuo
tantas mezclas lícitas o ilícitas, que en presencia de muchísimos peruanos
quedaríamos perplejos para determinar la dosis de negro y amarillo que encierran
en sus organismos…» («Nuestros indios», Horas
de Lucha).
[viii] En lo
cultural, no en lo racial… ¡debe insistirse! Y para determinar o precisar las
expresiones de ‘nulidad o negatividad de ese aporte’ acudamos a una
constatación histórica: recién a mediados del siglo XIX, en lo que Basadre
define como la multitud religiosa, él dice que en las procesiones se podía
espectar «la danza de los diablos, compuesta por negros y sirvientes, vestidos
de modo extravagante, cubiertos los rostros con máscaras de diablos y animales,
bailando desaforadamente y con rudo estrépito», y se daban también —agrega
Basadre— reuniones a las que asistían «los negros aguadores y se dividían en
bandos en medio de declamaciones soeces y jolgorio estragado, supervivencia
quizá de añejos “autos sacramentales” a la vez que eslabón para el folk-lore y
el teatro peruanos.» (La multitud, la
ciudad y el campo, pp. 183-184).
[ix] Habría
que agregar aquí, a propósito de Nicomedes Santa Cruz, que él —como muchos
otros falsos intérpretes de JCM— también arremetió en su contra acusándolo de
racista y poniendo en duda su calidad de marxista. Y, en realidad, lo hace con
argumentos que no resisten el menor análisis. Y lo mismo se puede decir de
Marcel Velásquez, un crítico joven (aunque decrépito por su filiación
ideológica con el más rancio ideario derechista: Riva-Agüero, Pardo y Aliaga,
García Calderón, Loayza), y, precisamente, de Loayza dice que a diferencia de
los que «sacralizan» a JCM, ofrece una crítica «más lúcida», y menciona
supuestos «gruesos errores» resaltados por él —que sería ocioso ponerse a
rebatir aquí—, errores a los que Velásquez suma otros que terminan con «su
racismo contra negros y chinos que ya en su época era una posición retrógrada.»
(2002: 30). Adhiero a la opinión de Dante Castro quien —de manera escueta pero
contundente, refiriéndose a Nicomedes Santa Cruz— desvirtúa tales argumentos, y
dice: «Creo que es suficiente, para no terminar haciendo un mal responso al
fallecido decimista, porque de una respuesta a su artículo saldría toda una
tesis». (Ibíd.)
[x] Nótese
que aquí JCM hace una paráfrasis de lo sostenido por sociólogos de medio siglo
atrás; y solo una lectura equivocada o malintencionada atribuiría a su
pertenencia la frase «raza inferior».
[xi] José
Manuel Valdés (1767–1843) fue un médico, latinista, poeta, parlamentario y
personaje ilustre de la sociedad limeña de finales del s. XVIII y mediados del
s. XIX. (Cf. Milagros Carazas, El canto
del tordo. Estudios Afroperuanos. Espacio virtual de reflexión y crítica sobre
literatura y cultura afroperuanas). A propósito de José Manuel Valdés dice
José de la Riva Agüero (y lo citamos sin que eso signifique que estemos de
acuerdo con lo que dice): «Por lo que toca a la raza negra, como no puede
reconocérsele nada que se asemeje siquiera a un ideal literario, y como solo
por excepción y en débil grado ha influido por la herencia sobre los que en el
Perú han cultivado la literatura, parece necesario ocuparse en ella. No habrá
persona, por mayor sutileza crítica que se le suponga, que vea en los versos de
D. José Manuel Valdés influencias de origen africano, y mediante la lectura de
sus obras no adivinaríamos su condición de mulato.
Con todo, si el asunto fuera menos escabroso, cabría señalar en determinados
casos de petulancia o indisciplinable turbulencia, la parte debida a la raza
negra.» (1962: 72. Cursiva del autor). Es evidente la inclinación racista de
este autor. Con todo, no puede menos que reconocerse su aserto de que los
negros en la época colonial (y es a la que se refiere JCM), en su condición de
esclavos, difícilmente hubieran podido desarrollar un trabajo cultural
sostenido y fructífero (y esto es aplicable a cualquier individuo en esa
condición de esclavo, sea cual fuere el color de su piel, y es en ese sentido
que JCM hace sus incisiones al referirse al tema).
[xii] Juan
Marinello y JCM se tenían aprecio mutuo, en El
artista y la época, inserta la siguiente apostilla a una encuesta que hace
la revista francesa Cahiers de l’Etoile:
«… se creería llegar con excesivo retardo a su cita [de Cahiers de l’Etoile], si no encontrase en los últimos números de
algunas revistas de América las primeras respuestas del mundo hispánico, entre
ellas, 1a de Juan Marinello que tan deferente y elogiosamente me menciona.» (p.
30).
[xiii] Aníbal
Ponce (1975). Obras. La Habana: Casa
de las Américas, p. 10. Prólogo de Juan Marinello. Otro argumento a favor de
las citas textuales de los autores tratados y sus respectivas referencias
bibliográficas, en la dimensión magisterial, lo hemos encontrado en un libro
del historiador Carlos Araníbar, y, dentro de él, en un ensayo referido a Jorge
Basadre. Leamos: «Cuando fui estudiante, a menudo una alusión deslizada en sus
escritos o encubierta en nota a pie de página me orientó hacia libros que
hubiera tardado en descubrir por mi cuenta.» Araníbar (2013). Ensayos. Historia / Literatura / Música.
Lima: Biblioteca Nacional del Perú, p. 93.
[xiv] Cf.
Antonio Cornejo Polar (1989). La
formación de la tradición literaria en el Perú. Lima: Centro de Estudios y
Publicaciones.
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