Marx y la Historia
Eric
Hobsbawm
ESTAMOS AQUÍ PARA HABLAR DE TEMAS Y
PROBLEMAS relativos a la concepción marxista de la historia cien años después
de la muerte de Marx. Esto no es un ritual de celebración del centenario, pero
es importante que empecemos recordando el papel singular que Marx desempeñó en
la historiografía. Para ello emplearé sencillamente tres ejemplos. El primero
es autobiográfico. Cuando era estudiante en Cambridge, en el decenio de 1930,
muchos de los hombres y mujeres jóvenes más capacitados se afiliaron al Partido
Comunista. Pero como estábamos en una época muy brillante de la historia de una
universidad muy distinguida, en muchos de ellos influyeron profundamente los
.grandes nombres a cuyos pies nos sentábamos. Entre los jóvenes comunistas
solíamos bromear diciendo: los filósofos comunistas eran wittgensteinianos, los
economistas comunistas eran keynesianos, los estudiantes de literatura
comunistas eran discípulos de F. R. Leavis. ¿Y los historiadores? Eran
marxistas porque no sabíamos de ningún historiador en Cambridge o en otra parte
—y conocíamos a algunos grandes historiadores como, por ejemplo, Marc Bloch—
que pudiera competir con Marx, como maestro e inspiración. Mi segundo ejemplo
es parecido. Treinta años después, en 1969, sir John Hicks, premio Nobel,
publicó Una teoría de la historia económica. Escribió: «La mayoría [de los que
desean situar la marcha general de la historia en el lugar que le corresponde]
utilizarían las categorías marxistas, o alguna versión modificada de las
mismas, dado que hay tan poco que escoger entre otras opciones. Sin embargo,
sigue siendo extraordinario que cien años después de El capital ... hayan aparecido otras cosas en número tan escaso» (1).
Mi tercer ejemplo procede de la espléndida obra de Fernand Braudel Civilización
material, economía y capitalismo, cuyo título ya proporciona un vínculo con
Marx. En esa noble obra se hace referencia a Marx más a menudo que a cualquier
otro autor, incluso cualquier autor francés. Semejante tributo por parte de un
país poco dado a subestimar a sus pensadores nacionales es convincente en sí
mismo.
Esta influencia de
Marx al escribir historia no es un fenómeno evidente. Porque, si bien la
concepción materialista de la historia es el núcleo del marxismo, y si bien
todo lo que escribió Marx está impregnado de historia, el propio Marx no
escribió mucha historia tal como la entienden los historiadores. En este
sentido Engels tenía más de historiador y escribió más obras a las que se
podría clasificar razonablemente entre las de historia en las bibliotecas. Por
supuesto, Marx estudió historia y era extremadamente erudito. Pero no escribió
ninguna obra en cuyo título apareciese la palabra «Historia» excepto una serie
de polémicos artículos antizaristas que más adelante se publicaron con el
título de The Secret Diplomatic History of the Eighteenth Century, que es una
de sus obras menos valiosas. Lo que llamamos «escritos históricos de Marx»
consisten casi exclusivamente en análisis políticos de actualidad y comentarios
periodísticos, combinados con cierto grado de antecedentes históricos. Sus
análisis políticos de actualidad como, por ejemplo, Las luchas de clases en Francia
y El dieciocho brumario de Luis Bonaparte,
son verdaderamente notables. Sus voluminosos escritos periodísticos, aun siendo
de interés desigual, contienen análisis muy interesantes —pienso en sus
artículos sobre la India— y, en todo caso, son ejemplos de cómo Marx aplicaba
su método a problemas concretos tanto de la historia como de un período que
desde entonces ha pasado a ser historia. Pero no fueron escritos como historia,
tal como la entienden las personas que se dedican a estudiar el pasado.
Finalmente, el estudio del capitalismo que escribió Marx contiene una cantidad
enorme de material histórico, de ejemplos históricos y otras materias propias
del historiador.
Así pues, el grueso de
la obra histórica de Marx está integrado en sus escritos teóricos y políticos.
En todos ellos los fenómenos históricos se consideran dentro de un marco más o
menos a largo plazo que comprende la totalidad de la evolución humana. Deben
leerse junto con los escritos donde Marx se centra en períodos breves o en
asuntos y problemas determinados, o en la historia detallada de
acontecimientos. Sin embargo, en Marx no se encuentra ninguna síntesis completa
del proceso de la evolución histórica propiamente dicho; ni siquiera El capital
puede tratarse como «una historia del capitalismo hasta 1867».
Hay tres razones —dos secundarias y
una principal— por las cuales esto es así, y por las cuales los marxistas, por
consiguiente, no sólo comentan la obra de Marx, sino que también hacen lo que
él no hizo. En primer lugar, como sabemos, a Marx le costaba mucho llevar a
término sus proyectos literarios. En segundo lugar, sus puntos de vista
continuaron evolucionando hasta su muerte, aunque dentro de un marco instaurado
a mediados del decenio de 1840. En tercer lugar, la razón más importante es que
en sus obras de madurez Marx estudió deliberadamente la historia en orden
inverso, tomando el capitalismo desarrollado como punto de partida. El «hombre»
era la clave de la anatomía del «mono». Desde luego, esto no es un
procedimiento antihistórico. Significa que el pasado no puede entenderse
exclusiva o principal-mente en sus propios términos: no sólo porque forma parte
de un proceso histórico, sino también porque ese proceso histórico solo nos ha
permitido analizar y comprender cosas relativas a ese proceso y al pasado.
Tomemos el concepto
«trabajo», que es fundamental para la concepción materialista de la historia.
Antes del capitalismo —o antes de Adam Smith, como dice Marx de modo más
concreto— no existía el concepto «trabajo en general», a diferencia de tipos
determinados de trabajo que son cualitativa-mente distintos e incomparables.
Sin embargo, si hemos de interpretar la historia de la humanidad, en sentido
global, a largo plazo, como la utilización y la transformación cada vez más
eficaces de la naturaleza por parte del género humano, el concepto «trabajo
social» en general es esencial. El planteamiento de Marx sigue siendo
discutible, por cuanto no puede decirnos si el análisis futuro, basado en la
futura evolución histórica, no hará descubrimientos analíticos comparables que
permitan a los pensadores reinterpretar la historia de la humanidad en términos
de algún otro concepto analítico fundamental. Esto es en potencia una laguna en
el análisis, aun cuando no nos parezca probable que esta hipotética evolución
futura abandone el carácter fundamental del análisis del trabajo de Marx, al
menos en lo que se refiere a ciertos aspectos obviamente cruciales de la
historia humana. Lo que hago no es poner en duda a Marx, sino sencillamente
indicar que su planteamiento tuvo que omitir, por no estar relacionado
directamente con su propósito, gran parte de lo que a los historiadores les
interesa conocer: por ejemplo, muchos aspectos de la transición del feudalismo
al capitalismo. Estos aspectos quedaron para marxistas posteriores, aunque es
verdad que Friedrich Engels, que siempre se interesaba más por «lo que sucedió
realmente», se ocupó en mayor medida de estas cuestiones.
No obstante, la
influencia de Marx en los historiadores, y no sólo en los historiadores
marxistas, se basa tanto en su teoría general (la concepción materialista de la
historia), con sus esbozos e insinuaciones relacionados con la forma general de
la evolución histórica de la humanidad del comunalismo primitivo al
capitalismo, como en sus observaciones concretas sobre determinados aspectos,
períodos y problemas del pasado. No quiero decir mucho sobre estos últimos,
aunque han influido muchísimo y todavía pueden ser enormemente estimulantes y
esclarecedores. El primer volumen de El
capital contiene tres o cuatro alusiones bastante marginales al
protestantismo y, sin embargo, de ellas se deriva todo el debate en torno a la
relación entre la religión en general, y el protestantismo en particular, y el
modo capitalista de producción. De modo parecido, El capital tiene una nota a pie de página sobre Descartes que
relaciona sus opiniones (los animales como máquinas, lo real en contraposición
a lo especulativo, la filosofía como medio de dominar la naturaleza y
perfeccionar la vida humana) con el «período de las manufacturas» y plantea el
interrogante de por qué Hobbes y Bacon eran los filósofos favoritos de los
primeros economistas mientras que los economistas posteriores preferían a
Locke. (Por su parte, Dudley North creía que el método de Descartes había
«empezado a liberar la economía política de sus viejas supersticiones») (2). En
el decenio de 1890 los no marxistas ya usaban esto como ejemplo de la notable
originalidad de Marx, e incluso hoy proporcionaría material para un seminario
de por lo menos un semestre. Con todo, ninguno de los aquí presentes necesitará
que le convenzan de la genialidad de Marx o de la amplitud de sus conocimientos
e inquietudes; y debería comprenderse que es inevitable que gran parte de lo
que escribió sobre determinados aspectos del pasado refleje el conocimiento
histórico que existía en su tiempo.
La concepción
materialista de la historia merece analizarse de modo más extenso porque hoy
día la discuten y critican no sólo los no marxistas y los antimarxistas, sino
también los marxistas. Durante generaciones fue la parte menos discutida del
marxismo, a la vez que se la consideraba —acertadamente, a mi modo de ver— su
núcleo. Marx y Engels la elaboraron al hacer la crítica de la filosofía y la
ideología alemanas y va dirigida esencialmente contra la creencia de que «las
ideas, los pensamientos, los conceptos producen, determinan y dominan a los
hombres, sus condiciones materiales y la vida real» (3). A partir de 1846 esta
concepción siguió siendo esencialmente la misma. Puede resumirse en una sola
frase, que se repite con variaciones: «No es la conciencia lo que determina la
vida, sino la vida lo que determina la conciencia» (4). Ya aparece ampliada en La ideología alemana:
Esta concepción de la
historia, pues, se basa en exponer el proceso real de producción —a partir de
la producción material de la vida misma— y comprender la forma de relación
conectada con este modo de producción y creada por él, a saber: la sociedad
civil en sus diversas etapas, como base de toda la historia; describirla en su
actuación como el estado y también explicar cómo todos los diferentes productos
teóricos y formas de conciencia, religión, filosofía, moral, etc., etc., surgen
de ella, y seguir el proceso de su formación desde esa base; así pues, es
posible, por supuesto, presentar todo el asunto en su totalidad (y por
consiguiente, también, la acción recíproca de estos diversos aspectos unos en
otros) (5).
Deberíamos señalar de paso que para
Marx y Engels el «proceso real de producción» no es sencillamente la
«producción material de la vida misma», sino algo más amplio. Empleando la justa
formulación de Eric Wolf, es «la compleja serie de relaciones mutuamente
dependientes entre la naturaleza, el trabajo, el trabajo social y la
organización social» (6). También deberíamos señalar que los seres humanos
producen tanto con las manos como con la cabeza (7).
Esta concepción no es
historia, sino una guía de la historia, un programa de investigación. Citando
de nuevo La ideología alemana:
Donde la especulación
termina, donde la vida real empieza, allí, en consecuencia, empieza la ciencia
real, positiva, la exposición de la actividad práctica, del proceso práctico de
la evolución humana ... Cuando se describe la realidad, la filosofía
autosuficiente [die selbstandige
Philosophie] pierde su medio de existencia. En el mejor de los casos su
lugar sólo puede ocuparlo un resumen de los resultados más generales,
abstracciones que se derivan de la observación de la evolución histórica de los
hombres. Estas abstracciones en sí mismas, divorciadas de la historia real, no
tienen absolutamente ningún valor. Sólo pueden servir para facilitar la
ordenación del material histórico, para indicar la secuencia de sus estratos
separados. Pero en modo alguno proporcionan una receta o esquema, como sí la
proporciona la filosofía, para recortar pulcramente las épocas de la historia (8).
La formulación más completa se
encuentra en el prefacio de 1859 a Contribución
a la crítica de la economía política. Hay que preguntar, por su-puesto, si
uno puede rechazarla y seguir siendo marxista. Sin embargo, está clarísimo que
esta formulación ultraconcisa requiere que se la amplíe: la ambigüedad de sus
términos ha dado pie a un debate en torno a exactamente qué son las «fuerzas» y
«relaciones sociales» de producción, qué constituye la «base económica», la
«superestructura», etcétera. También está clarísimo desde el principio que,
dado que los seres humanos tienen conciencia, la concepción materialista de la
historia es la base de la explicación histórica, pero no la explicación
histórica misma. La historia no es como la ecología: los seres humanos deciden
y piensan en lo que sucede. No está tan claro si es determinista en el sentido
de permitirnos descubrir lo que inevitablemente sucederá, a diferencia de los
procedimientos generales de la transformación histórica. Porque es sólo de modo
retrospectivo que puede resolverse firme-mente la cuestión de la inevitabilidad
histórica, e incluso entonces sólo como tautología: lo que sucedió era
inevitable, porque no sucedió nada más; por tanto, las otras cosas que podrían
haber sucedido tienen una importancia puramente teórica.
Marx quería demostrar
a priori que cierto resultado histórico, el comunismo, era el fruto inevitable
de la evolución de la historia. Pero en modo alguno está claro que esto pueda
probarse por medio del análisis histórico científico. Lo que resultaba
evidente, desde el principio mismo, era que el materialismo histórico no era
determinismo económico: no todos los fenómenos no económicos de la historia
pueden derivarse de fenómenos económicos específicos, y acontecimientos y
fechas en particular no son determinados en este sentido. Incluso los
defensores más rígidos del materialismo histórico dedicaron extensos análisis
al papel de la casualidad y del individuo en la historia (Plejánov); y, sean
cuales sean las críticas filosóficas que puedan hacerse a sus formulaciones,
Engels no fue en absoluto ambiguo sobre esto en sus últimas cartas a Bloch,
Schmidt, Starkenburg y otros. El propio Marx, en textos tan específicos como El dieciocho brumario y sus artículos
periodísticos del decenio de 1850, no nos deja ninguna duda de que su punto de
vista era básicamente el mismo.
En realidad, el
argumento crucial sobre la concepción materialista de la historia se ha
referido a la relación fundamental entre ser social y conciencia. Este se ha
centrado no tanto en consideraciones filosóficas («idealismo» frente a
«materialismo», por ejemplo) o incluso en cuestiones político-morales («¿cuál
es el papel del "libre albedrío" y de la acción humana consciente?»,
«si la situación no está madura, ¿cómo podemos actuar?»), como en problemas
empíricos de historia comparada y antropología social. Un argumento típico
sería que es imposible distinguir las relaciones sociales de producción de las
ideas y los conceptos (esto es, la base de la superestructura), en parte porque
esto mismo es una distinción histórica retrospectiva, y en parte porque las
relaciones sociales de producción las estructuran la cultura y unos conceptos
que no pueden reducirse a ellas. Otra objeción sería que, como un modo de producción
dado es compatible con tipos n de
conceptos, éstos no pueden explicarse mediante reducción a la «base». Así,
sabemos de sociedades que tienen la misma base material pero formas muy
variadas de estructurar sus relaciones sociales, su ideología y otros rasgos
superestructurales. Hasta este punto, las visiones del universo que tienen los
hombres determinan las formas de su existencia social, al menos tanto como
éstas determinan aquéllas. Por consiguiente, lo que determina estas opiniones
debe analizarse de modo muy diferente: por ejemplo, siguiendo a Lévi-Strauss,
como serie de variaciones sobre un número limitado de conceptos intelectuales.
Dejemos de lado la
cuestión de si Marx hace abstracción de la cultura. (Mi opinión personal es que
en sus escritos históricos propiamente dichos es exactamente lo contrario de un
reduccionista económico). La verdad básica sigue siendo que el análisis de
cualquier sociedad, en cualquier momento de la evolución histórica, debe
empezar con el análisis de su modo de producción: es decir, de: a) la forma
técnico-económica del «metabolismo entre el hombre y la naturaleza» (Marx), la
manera en que el hombre se adapta a la naturaleza y la transforma por medio del
trabajo; y b) las medidas sociales por medio de las cuales se moviliza,
despliega y asigna el trabajo.
Esto es así hoy. Si
deseamos comprender algo de la Gran Bretaña o la Italia de finales del siglo
xx, es obvio que debemos empezar por las transformaciones masivas del modo de
producción que tuvieron lugar en los decenios de 1950 y 1960. En el caso de las
sociedades más primitivas, la organización del parentesco y el sistema de ideas
(del cual la organización del parentesco es, entre otras cosas, un aspecto)
dependerán de si se trata de una economía recolectora o de una economía productora
de alimentos. Por ejemplo, como ha señalado Wolf (9), en una economía
recolectora de alimentos abundan los recursos para quien posea la capacidad de
obtenerlos, y en una economía productora de alimentos (agrícolas o pastoriles)
el acceso a estos recursos es restringido. Es necesario definirla, no sólo aquí
y ahora, sino también a través de las generaciones.
Ahora bien, aunque el
concepto de base y superestructura es esencial cuando se define una serie de
prioridades analíticas, la concepción materialista de la historia es objeto de
una crítica más seria. Porque Marx sostiene no sólo que el modo de producción
es primario y que la superestructura debe en algún sentido ajustarse a «las
distinciones esenciales entre seres humanos» que dicho modo entraña (esto es,
las relaciones sociales de producción), sino también que hay una inevitable
tendencia evolutiva a que las fuerzas productivas materiales de la sociedad se
desarrollen y de esta forma entren en contradicción con las relaciones de producción
y sus expresiones superestructurales relativamente inflexibles, que entonces
tienen que ceder. Como ha argüido G. A. Cohén, en tal caso esta tendencia
evolutiva es tecnológica, en el sentido más amplio de la palabra.
El problema no es
tanto por qué tiene que existir tal tendencia, ya que es indiscutible que, a lo
largo de la historia del mundo en conjunto, ha existido hasta el momento
presente. El verdadero problema es que esta tendencia es patentemente no
universal. Podemos encontrar una explicación convincente para muchos casos de
sociedades que no muestran la citada tendencia, o en las cuales ésta parece
detenerse en cierto punto, pero no es suficiente. Podemos afirmar que existe
una tendencia general a progresar de la recolección a la producción de
alimentos (donde ésta no sea imposible o innecesaria por razones ecológicas),
pero no podemos afirmar que exista en el caso de los modernos avances de la
tecnología y la industrialización, que han conquistado el mundo desde una y
sólo una base regional.
Esto parece crear una
situación sin salida. O bien no existe una tendencia general a que las fuerzas
materiales de producción de la sociedad se desarrollen, o sólo lo hagan hasta
cierto punto; y entonces la evolución del capitalismo occidental debe explicarse
sin referencia primaria a tal tendencia general, y la concepción materialista
de la historia puede usarse, cuanto más, para explicar un caso especial.
(Señalo de paso que rechazar la opinión de que los hombres actúan
constantemente de un modo que tiende a incrementar su control de la naturaleza
es a la vez poco realista y genera grandes complicaciones históricas y de otra
clase.) O, en caso contrario, existe dicha tendencia histórica general, y
entonces tenemos que explicar por qué no ha funcionado en todas partes, o
incluso por qué en muchos casos (China, por ejemplo) es evidente que se ha
contrarrestado de manera eficaz. Al parecer, sólo la fuerza, la inercia o
alguna otra fuerza de la estructura y la superestructura sociales por encima de
la base material podrían haber detenido el movimiento de dicha base.
A mi modo de ver, esto
no crea un problema insuperable para la concepción materialista de la historia
como modo de interpretar el mundo. El propio Marx, que distaba mucho de ser
unilineal, ofreció una explicación de por qué algunas sociedades evolucionaron
de la Antigüedad clásica al capitalismo pasando por el feudalismo, y también de
por qué otras sociedades (un conjunto inmenso que Marx agrupó de forma general
bajo el modo asiático de producción) no siguieron el mismo proceso. Sin
embargo, sí crea un problema muy difícil para la concepción materialista de la
historia como manera de cambiar el mundo. El núcleo del argumento de Marx al
respecto es que la revolución tiene que venir porque las fuerzas de producción
han alcanzado, o deben alcanzar, un punto en el cual son incompatibles con el
«tegumento capitalista» de las relaciones de producción. Pero si se puede
demostrar que en otras sociedades no ha habido ninguna tendencia a que las fuerzas
materiales crezcan, o que su crecimiento ha sido controlado, desviado o la
fuerza de la organización y la superestructura sociales le ha impedido que
causara una revolución en el sentido del Prefacio de 1859, entonces, ¿por qué
no iba a suceder lo mismo en la sociedad burguesa? Por supuesto, es posible e
incluso relativamente fácil formular una defensa histórica más modesta de la
necesidad o tal vez la inevitabilidad del paso del capitalismo al socialismo.
Pero entonces perderíamos dos cosas que eran importantes para Karl Marx y,
desde luego, para sus seguidores (incluido yo): a) la sensación de que el
triunfo del socialismo es el final lógico de toda la evolución histórica hasta
la fecha; y b) la sensación de que señala el final de la «prehistoria» por cuanto
no puede y no quiere ser una sociedad «antagónica».
Esto no afecta al
valor del concepto de «modo de producción», que el Prefacio de 1859 define como
«el conjunto de las relaciones productivas que constituyen la estructura
económica de una sociedad y forman el modo de producción de los medios
materiales de existencia». Sean cuales sean las relaciones sociales de
producción, y sean cuales sean las otras funciones que puedan tener en la
sociedad, el modo de producción constituye la estructura que determina qué
forma tomarán el crecimiento de las fuerzas productivas y la distribución del
excedente, cómo la sociedad puede o no puede cambiar sus estructuras y cómo, en
momentos apropiados, puede ocurrir u ocurrirá la transición a otro modo de producción.
También determina la serie de posibilidades superestructurales. En resumen, el
modo de producción es la base de nuestra comprensión de la variedad de sociedades
humanas y sus interacciones, así como de su dinámica histórica.
El modo de producción
no es idéntico a la sociedad: la «sociedad» es un sistema de relaciones
humanas, o, para ser más exactos, de relaciones entre grupos humanos. El
concepto «modo de producción» sirve para identificar las fuerzas que guían la
alineación de estos grupos; lo cual puede hacerse de diferentes maneras en
distintas sociedades, dentro de ciertos límites. ¿Forman los modos de
producción una serie de etapas evolutivas, ordenadas crono-lógicamente o de
otra manera? Parece que poca duda cabe de que el propio Marx consideraba que
formaban una serie en la cual la creciente emancipación del hombre respecto de
la naturaleza y el creciente control que ejercía sobre ella afectaban tanto a
las fuerzas como a las relaciones de producción. Según esta serie de criterios,
podría pensarse que los diversos modos de producción se encuentran dispuestos
en orden ascendente. Pero si bien está claro que no puede considerarse que
algunos de estos modos sean anteriores a otros (por ejemplo, considerar que los
que requieren la producción de artículos básicos o máquinas de vapor son
anteriores a los que no la requieren), la lista de modos de producción de Marx
no tiene por objeto formar una sucesión cronológica unilineal. De hecho, se
observa que en todas las etapas de la evolución humana menos las primeras diversos
modos de producción han coexistido e interactuado.
Un modo de producción
encarna tanto un programa determinado de producción (una manera de producir
basándose en determinada tecnología y determinada división productiva del
trabajo) como «una serie específica, histórica, de relaciones sociales a través
de las cuales se emplea el trabajo para arrancar energía de la naturaleza por
medio de herramientas, habilidades, organización y conocimiento» en una fase
dada de su evolución, y a través de las cuales el excedente producido
socialmente se hace circular, se distribuye y se usa para la acumulación o
algún otro propósito. Una historia marxista debe considerar ambas funciones.
En esto radica la
deficiencia de un libro muy original e importante del antropólogo Eric Wolf:
Europe and the Peoples without History. El libro trata de demostrar cómo la
expansión mundial y el triunfo del capitalismo han afectado a las sociedades
precapitalistas que ha integrado en su sistema mundial; y cómo el capitalismo
se ha visto, a su vez, modificado y moldeado por el hecho de encontrarse
incrustado, en cierto sentido, dentro de una pluralidad de modos de producción.
Es un libro sobre conexiones más que causas, aunque las conexiones pueden
resultar esenciales para el análisis de las causas. Expone de modo brillante
una manera de captar «los rasgos estratégicos de... [la] variabilidad» de
diferentes sociedades; esto es, cómo podrían o no podrían modificarse a causa
del contacto con el capitalismo. Por cierto, que también proporciona una guía
iluminadora de las relaciones entre los modos de producción y las sociedades
dentro de ellos y sus ideologías o «culturas» (10). Lo que no hace —ni, de
hecho, se propone hacer— es explicar los movimientos de la base material y la
división del trabajo y, por ende, las transformaciones de los modos de
producción.
Wolf trabaja con tres
modos de producción amplios o «familias» de ellos: el «modo ordenado por el
parentesco», el modo «tributario» y el «modo capitalista». Pero si bien tiene
en cuenta la conversión de las sociedades cazadoras y recolectoras de alimentos
en sociedades productoras dentro del modo ordenado por el parentesco, su modo
«tributario» es un vasto continuo de sistemas que incluye tanto lo que Marx
llamó «feudal» como lo que llamó «asiático». En todos ellos, los que se
apropian del excedente son en esencia grupos gobernantes que ejercen la fuerza
política y militar. Hay mucho que decir a favor de esta clasificación amplia,
sacada de Samir Amin, pero su inconveniente radica en que está claro que el
modo «tributario» incluye sociedades que se encuentran en etapas muy diferentes
de la capacidad productiva: de los señores feudales occidentales de la Alta
Edad Media al imperio chino; de economías sin ciudades a economías urbanizadas.
Sin embargo, sólo toca de manera periférica el análisis del problema esencial
de por qué, cómo y cuándo una variante del modo tributario generó el
capitalismo desarrollado.
En resumen, el
análisis de los modos de producción debe basarse en el estudio de las fuerzas
materiales de producción que existan: el estudio, esto es, tanto de la
tecnología como de su organización, y del aspecto económico. Porque no
olvidemos que en el mismo Prefacio, cuyo pasaje posterior se cita tan a menudo,
Marx arguyó que la economía política era la anatomía de la sociedad civil. No
obstante, en un sentido el análisis tradicional de los modos de producción y su
transformación debe ampliarse, y, en realidad, así lo han hecho obras marxistas
recientes. La transformación real de un modo en otro se ha visto con frecuencia
en términos causales y unilineales: se arguye que dentro de cada modo hay una
«contradicción básica» que genera la dinámica y las fuerzas que llevarán a su
transformación. Dista mucho de estar claro que esta opinión sea del propio Marx
—excepto para el capitalismo— y, desde luego, ocasiona grandes dificultades e
interminables debates, especialmente en relación con el paso del feudalismo al
capitalismo en Occidente.
Parece más útil
formular los dos supuestos siguientes. En primer lugar, que los elementos
básicos dentro de un modo de producción que tienden a desestabilizarlo entrañan
la posibilidad, más que la certeza, de la transformación, pero, según la
estructura del modo, también fijan ciertos límites para la clase de transformación
que es posible. En segundo lugar, que los mecanismos que conducen a la
transformación de un modo en otro pueden no ser exclusivamente internos, es
decir, estar dentro de dicho modo, sino que tal vez surjan de la conjunción y
la interacción de sociedades estructuradas de manera diferente. En este
sentido, toda evolución es mixta. En vez de buscar sólo las condiciones
regionales específicas que llevan a la formación de, pongamos por caso, el
sistema peculiar de la Antigüedad clásica en el Mediterráneo, o a la
transformación del feudalismo en capitalismo dentro de los feudos y las
ciudades de la Europa occidental, deberíamos examinar los diversos caminos que
llevan a las confluencias y encrucijadas en las cuales, en cierta etapa de la
evolución, se encontraron estas zonas.
Gracias a este
planteamiento —que a mí me parece que se ajusta perfectamente al espíritu de
Marx, y para el cual, si hace falta, puede encontrarse alguna autoridad
textual— resulta más fácil explicar la coexistencia de sociedades que avanzan
más por el camino que lleva al capitalismo y sociedades que no evolucionaron de
esta manera hasta que el capitalismo penetró en ellas y las conquistó. Pero
también llama la atención sobre el hecho, del cual son cada vez más conscientes
los historiadores del capitalismo, de que la evolución misma de este sistema es
mixta: que edifica sobre materiales que ya existen, utilizándolos y
adaptándolos, pero viéndose a su vez determinada por ellos. El estudio reciente
de la formación y la evolución de las clases trabajadoras ha ilustrado este
extremo. De hecho, una de las razones por las cuales durante los últimos
veinticinco años de la historia del mundo se han producido transformaciones
sociales tan hondas es que tales elementos pre-capitalistas, que hasta ahora
eran partes esenciales del funcionamiento del capitalismo, finalmente han
resultado demasiado erosionados por el desarrollo capitalista para seguir
desempeñando su importantísimo papel. Pienso, por supuesto, en la familia.
Permítanme volver ahora
a los ejemplos de la importancia singular que Marx tiene para los historiadores
que cité al empezar esta charla. Marx sigue siendo la base esencial de todo
estudio apropiado de la historia, porque —de momento— sólo él ha tratado de
formular un planteamiento metodológico de la historia en conjunto, así como de
considerar y explicar todo el proceso de la evolución social de la humanidad.
En esto es superior a Max Weber, su único rival verdadero como influencia
teórica en los historiadores, y en muchos sentidos un importante complemento y
correctivo. Puede concebirse una historia basada en Marx sin aditamentos weberianos,
pero la historia weberiana es inconcebible excepto en la medida en que tome a
Marx, o al menos a la Fragestellung marxista, como punto de partida. Investigar
el proceso de la evolución social de la humanidad significa hacer el tipo de
preguntas que formula Marx, aunque no se acepten todas sus respuestas. Pasa lo
mismo si deseamos responder a la segunda gran pregunta que se encuentra implícita
en la primera: esto es, ¿por qué esta evolución no ha sido uniforme y
unilineal, sino extraordinariamente desigual y combinada? Aparte de las de
Marx, las únicas respuestas que se han sugerido son en términos de la evolución
biológica (por ejemplo, la sociobiología), pero resulta evidente que no son satisfactorias.
Marx no dijo la última palabra —lejos de ello—, pero sí dijo la primera, y
seguimos obligados a continuar el discurso que él empezó.
El tema de la presente
charla es Marx y la historia y no es mi misión prever el debate en torno a
cuáles son o deberían ser los principales temas para los historiadores
marxistas de hoy. Pero no quisiera concluir sin hablarles de dos temas que me
parece que exigen atención urgente. El primero ya lo he mencionado: es la
naturaleza mixta y combinada de la evolución de cualquier sociedad o sistema
social, su interacción con otros sistemas y con el pasado. Es, si lo desean, la
ampliación de la famosa máxima de Marx según la cual los hombres hacen su
propia historia, pero no como ellos quieren, «en circunstancias que se
encuentran, dan y transmiten directamente desde el pasado». El segundo es la
clase y la lucha de clases.
Sabemos que ambos
conceptos son esenciales para Marx, al menos en el análisis de la historia del
capitalismo, pero también sabemos que los conceptos están mal definidos en sus
escritos y han provocado muchos debates. Gran parte de la historiografía
marxista tradicional no ha logrado resolver el problema y a causa de ello se ha
visto en dificultades. Permítanme que les ponga un solo ejemplo. ¿Qué es una
«revolución burguesa»? ¿Podemos pensar que una «revolución burguesa» la «hace»
una burguesía, es el objetivo de la lucha de una burguesía por el poder contra
un antiguo régimen o clase gobernante que obstaculiza la institución de una
sociedad burguesa? ¿O cuándo podemos pensar en ella de esta manera? La crítica
actual de las interpretaciones marxistas de las revoluciones inglesas y la
francesa ha sido eficaz, en gran parte porque ha demostrado que semejante
imagen tradicional de la burguesía y de la revolución burguesa no es apropiada.
Deberíamos haberlo sabido. Como marxistas o, de hecho, como observadores
realistas de la historia, no seguiremos a los críticos y negaremos la
existencia de tales revoluciones, ni vamos a negar que las revoluciones
inglesas del siglo xvii y la revolución francesa supusieron cambios
fundamentales y reorientacíones «burguesas» de las respectivas sociedades. Pero
tendremos que pensar con mayor exactitud sobre lo que significan.
¿Cómo, entonces,
podemos resumir el efecto de Marx en la manera de escribir historia cien años
después de su muerte? Podemos hacer cuatro observaciones esenciales.
1. La
influencia de Marx en los países no socialistas es sin duda mayor entre los
historiadores de hoy que entre los de cualquier otra época de mi propia vida —y
mi memoria se remonta a cincuenta años atrás— y, probablemente, mayor que en
cualquier otro momento desde su muerte. (Obviamente, la situación en los países
comprometidos de forma oficial con sus ideas no es comparable.) Esto es
necesario decirlo porque en el momento actual se observa una tendencia bastante
generalizada entre los intelectuales especialmente en Francia e Italia, a
alejarse de Marx. El hecho es que la influencia de Marx puede verse no sólo en
el número de historiadores que afirman ser marxistas, aunque es muy elevado, y
en el número de los que reconocen su importancia histórica (como, por ejemplo,
Braudel en Francia, la escuela de Bielefeld en Alemania), sino también en el gran
número de historiadores ex marxistas, a menudo eminentes, que mantienen el
nombre de Marx delante del mundo (como Postan). Además, muchos elementos que, hace
cincuenta años, subrayaban principalmente los marxistas y forman ahora parte de
la corriente principal de la historia. Es verdad que esto no se ha debido sólo
a Karl Marx, pero probablemente el marxismo ha sido la influencia principal en
la «modernización» de la forma de escribir historia.
2. Tal
como se escribe y comenta hoy, al menos en la mayoría de los
países, la historia marxista toma a
Marx en su punto de partida y no en su punto de llegada. No quiero decir que
discrepe necesariamente de los textos de Marx, aunque esté dispuesta a
discrepar de ellos cuando contengan errores de hecho o hayan perdido vigencia.
Está claro que así ocurre en el caso de sus puntos de vista sobre las
sociedades orientales y el «modo de producción asiático», pese a que sus
percepciones solían ser brillantes y profundas, y también en el caso de sus
puntos de vista sobre las sociedades primitivas y su evolución. Como ha
señalado un libro reciente sobre el marxismo y la antropología escrito por un
antropólogo marxista: «El conocimiento que Marx y Engels tenían de las
sociedades primitivas era del todo insuficiente como base para la antropología
moderna» (11). Tampoco quiero decir que la historia desee necesariamente
modificar o abandonar las líneas principales de su concepción materialista,
aunque esté dispuesta a considerarlas con espíritu crítico donde sea necesario.
Personalmente, no quiero abandonar la concepción materialista de la historia.
Pero la historia marxista, en sus versiones más fructíferas, más que comentar
los textos de Marx lo que hace ahora es utilizar sus métodos, excepto en los
casos en que esté claro que tales textos merecen comentarse. Tratamos de hacer
lo que el propio Marx todavía no hizo.
3. La
historia marxista es hoy plural. Una única interpretación «correcta» de la
historia no es un legado que nos dejó Marx: pasó a formar parte del patrimonio
del marxismo, especialmente a partir de alrededor de 1930, pero esto ya no se
acepta ni es aceptable, al menos allí donde las personas puedan elegir. Este
pluralismo tiene sus desventajas. Son más obvias entre las personas que
teorizan sobre la historia que entre las que la escriben, pero son visibles
incluso entre estas últimas. No obstante, da lo mismo que pensemos que estas
desventajas son mayores o menores que las ventajas, lo cierto es que el
pluralismo de la obra marxista de hoy es un hecho ineludible. En realidad, nada
malo hay en ello. La ciencia es un diálogo entre puntos de vista diferentes
basado en un método común. Sólo deja de ser ciencia cuando no hay ningún método
para decidir cuál de las opiniones enfrentadas es errónea o menos fructífera.
Por desgracia, esto es frecuente en historia, pero en modo alguno es privativo
de la historia marxista.
4. La historia marxista de hoy no
está, y no puede estar, aislada del resto del pensamiento y el estudio
históricos. Esta afirmación tiene dos vertientes. Por un lado, los marxistas ya
no rechazan —excepto como fuente de materia prima para su trabajo— los escritos
de los historiadores que no afirman ser marxistas o que, de hecho, son
antimarxistas. Si tales escritos son buenos, hay que tenerlos en cuenta. Esto,
sin embargo, no nos impide criticar ni librar una batalla ideológica incluso
contra los buenos historiadores que actúan como ideólogos. Por otro lado, el
marxismo ha transformado hasta tal punto la corriente principal de la historia,
que con frecuencia es hoy imposible distinguir si determinada obra la ha
escrito un marxista o un no marxista, a menos que el autor o la autora declare
su postura ideológica. No es motivo para la-mentarse. Me gustaría que en el
futuro nadie preguntase si los autores son marxistas o no, porque entonces los
marxistas podrían sentirse satisfechos de la transformación de la historia
conseguida por medio de las ideas de Marx. Pero estamos lejos de semejante
utopía: las luchas ideológicas y políticas, de clase y de liberación del siglo
xx hacen que incluso sea impensable. En el fu-turo inmediato tendremos que
defender a Marx y al marxismo dentro y fuera de la historia, contra quienes los
atacan por motivos políticos e ideológicos. Al defenderlos, defenderemos
también la historia, y la capacidad del hombre para comprender cómo el mundo ha
llegado a ser lo que es hoy, y cómo puede el género humano avanzar hacia un
futuro mejor.
Notas:
[1]
J.R. Hicks, A. Theory of Economic History, Londres, Oxford y Nueva York, 1969, p.3
(hay trad. Cast.: Una teoría de la historia económica,
Orbis, Barcelona, 1988).
[2] Citado de Karl Marx, Capital, Harmondsworth, 1976, vol.1, p.513 (hay trad. cast.: El capital, Crítica, Barcelona, 1980).
[3] Karl Marx y Friedrich Engels, The German Ideology, en Collected Works,
Londres, 1976, p.24 (traducción modificada) (hay trad. cast.: La ideología alemana, Eina, Barcelona,
1988).
[4]
Ibid.,
p.37.
[5]
Ibid.,
p.53
[6]
Eric R. Wolf, Europe and the People without History, Berkeley, 1983, p.74.
[7]
Ibid.,
p.75.
[8]
Marx y Engels, German Ideology, p.37.
[9] Wolf, Europe,
pp.91-92.
[10]
Ibid., p.389.
[11]
Maurice Bloch, Marxism and Anthropology,
Oxford, 1983, p.1732 (hay trad. cast.: Análisis
marxistas y antropología social, Anagrama, Barcelona, 1977).
*Esta
conferencia se dio en la Marx Centenary Conference organizada por la República
de San Marino en 1983 y se publicó en la New Left Review, 143 (febrero de
1984), pp. 39-50.
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