viernes, 19 de abril de 2013

Ciencias Sociales



Prólogo a la Cuarta Edición de “Perú: Mito y Realidad”

(Segunda Parte)


Julio Roldán


La América Mágica. El Oro del Perú

VEAMOS CÓMO LO AFIRMADO EN LOS PRIMEROS PÁRRAFOS de este Cuarto prólogo se concretiza en América Latina, en un primer nivel. De igual manera en el Perú, en un segundo nivel. A sabiendas de que en el Viejo Mundo se imaginó, algo queda, el mito de la América-mágica. De igual manera, algo queda, el mito del Perú-oro.

Aquí podemos comprobar, cómo la fantasía, el deseo, la equivocación, el mito, para el mundo oficial, verdad indiscutible, se ha convertido en cultura. Por otro lado la fantasía se ha transformado en realidad. La falsedad en certeza. Luego el tinglado discurre sin contratiempos. Multiplicando los fenómenos con apenas palparlos. Reproduciéndose espontáneamente en el imaginario popular. Actuando inconscientemente en la representación simbólica de los pueblos. Todo ello a fuerza de repetirse, ya lo dijimos, se ha convertido en cultura. Ha devenido tradición.

Muchas veces las colectividades, como los individuos, consecuencia de leyes, o, en su defecto, del azar en la historia, nacen a la vida pública como prolongación de la imaginación. Como consecuencia de los sueños. Como resultado de la fantasía. A la par con ello, de igual manera, con nombres falsos. Con nombres prestados. Con nombres invertidos. Con sobrenombres y, cuando no, con nombres confundidos, los que al correr del tiempo, particularmente estos últimos, terminan convirtiéndose en sus auténticos nombres.

Por lo afirmado, la siguiente pregunta es pertinente: ¿Tiene alguna incidencia en la futura vida de los individuos y pueblos este nudo de fantasías y confusiones en el origen? Preguntamos esto en la medida que los vocablos, además de simbolizar hechos, codificar datos y representar acciones, tienen el rol de ordenar la razón y dar sentido a los sentimientos. Para los que creen en la “identidad” personal o en las “identidades” locales, regionales, nacionales, continentales, raciales o culturales, el nudo mencionado es de capital importancia, en la medida de que para ellos la raíz determina, en gran parte, el denominado espíritu del pueblo. El origen determina, de la misma forma, el denominado inconsciente colectivo. Para los que afirman lo contrario, es decir, que la “identidad”, o “identidades”, no son más que construcciones ideológicas, la vida es mucho más llevadera. Consecuentemente, la pregunta no tendría sentido.

Cuando decimos que el deseo, la fantasía y la casualidad tienen su papel en la formación de los individuos y pueblos, en determinados momentos históricos y bajo determinadas circunstancias socioculturales, no es meramente retórica literaria. Pasamos a ejemplarizar lo afirmado en dos conceptos que en esta parte del presente prólogo nos ocupa: La América mágica. El oro del Perú.

El Continente americano, antes de ser descubierto, habría sido deseado y hasta inventado por los europeos. Con tonos distintos, con argumentos diferentes, desde los tiempos bíblicos, pasando por el Medioevo, hasta el Renacimiento, se buscaba, se esperaba, que en alguna parte del mundo esté ubicado El paraíso terrenal. El país de Jauja. La ciudad de El dorado. La fuente de la juventud. El valle de las amazonas. El Nuevo Mundo. Es por ello que hasta cierto punto, hasta determinado momento, el descubrimiento primero y la aparición del Nuevo Mundo después materializaron esta esperanza, concretizaron este deseo; vinieron a dar el espacio tangible a los personajes de la fábula imaginados en el Viejo Mundo desde hacía muchos siglos atrás.

Alfonso Reyes (1889-1959) confirma lo que estamos diciendo cuando afirma: “Antes de ser descubierta, América era ya presentida en los sueños de la poesía y en los atisbos de la ciencia. A la necesidad de completar la figura geográfica, respondía la necesidad de completar la figura política de la Tierra. El rey de la fábula poseía la moneda rota: le faltaba el otro fragmento para descifrar la leyenda de sus destinos. Ora se hablaba, como en la Atlántida de Platón, de un Continente desaparecido en el vórtice de los océanos; ora, como en la Última Tula de Séneca, de un Continente por aparecer más allá de los horizontes marinos.”

A renglón seguido, el ensayista agrega: “Antes de dejarse sentir por su presencia, América se deja sentir por su ausencia. En el lenguaje de la filosofía presocrática, digamos que el mundo, sin América, era un caso de desequilibrio en los elementos, de extralimitación, hybris, de injusticia. América, por algún tiempo,
parecía huir frente a la quilla de los fascinados exploradores.” (Reyes, 1960: 60 y 61)

Este deseo se incrementó, hasta se confirmó, cuando llegan a Europa las primeras noticias de la hoy América. Con esta información, la fábula tiene sus personajes. El mito se hace realidad. Lo imposible deviene real. La sombra ha encontrado su cuerpo. Esto se comprueba mejor leyendo los escritos que circulan en el Viejo Mundo describiendo al mágico Nuevo Mundo. Para la ocasión, las cartas de Cristóbal Colón (1456-1506) y las crónicas de Bernal Díaz del Castillo (1492-1550) son ilustrativas, son elocuentes. El paisaje natural, en el primero, es imponente. La naturaleza modificada, en el segundo, es cautivante. El asombro de lo que oyen, la admiración de lo que ven es convincente en los escritos de los mencionados.

El almirante Colón, cuando navegaba cerca de la desembocadura del Río Orinoco en la hoy Costa de Venezuela, se asombra en extremo al ver la belleza natural. Ello lo expresa en una carta dirigida a los Reyes. Leamos: “Torno a mi propósito referente a la Tierra de Gracia, al río y lago que allí hallé, tan grande que más se le puede llamar mar que lago, porque lago es lugar de agua, y en siendo grande se le llama mar, por lo que se les llama de esta manera al de Galilea y al Muerto. Y digo que si este río no procede del Paraíso Terrenal, viene y procede de tierra infinita, del Continente Austral, del cual hasta ahora no se ha tenido noticia; mas yo muy asentado tengo en mi ánima que allí donde dije, en Tierra de Gracia, se halla el Paraíso Terrenal.” (Colón, 1989: 218)

Por su parte, décadas después, el cronista Díaz del Castillo, a su entrada en la hoy ciudad de México, al observar las construcciones aztecas, escribe: “Y otro día por la mañana, llegamos a la calzada ancha y vamos camino de Estapalapa. Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro del agua, y todos de calicanto, y aún algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían era entre sueños, y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello que no sé cómo lo cuente: ver cosas nunca oídas ni aún soñadas como veíamos.” (Díaz del Castillo, 1997: 208)

La idea del “Paraíso Terrenal” en Colón y la mención al libro  “Amadís de Gauda” (una novela fantástica, escrita en el Siglo XIII en España, de autor anónimo) en Díaz del Castillo es la razón para que Rosalba Campra (1943-), mencionando y citando a los nombrados, intente explicar los antepasados de Lo real maravilloso o Realismo mágico, en la literatura latinoamericana, de la década del 60 del Siglo XX. Ella afirma: “La definición de América Latina como la tierra de lo pasible no es un hecho reciente; más bien pareciera un antiguo destino. Desde la primera vez que un texto la elige como objeto, el sinónimo de América es ‘maravilla’. Cuando en su tercer viaje Colón llega al delta del Orinoco, tal es su asombro que cree haber recalado nada menos que en el Paraíso. ¿Cómo podría explicarse de otro modo un aire tan suave, un río tan majestuoso?”

Luego, en torno al cronista, continúa: “Bernal Díaz del Castillo, frente a los edificios aztecas piensa que ha venido a parar entre ‘las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amádis’; los soldados se preguntan si lo que ven ‘era entre sueños’. Estos hombres tienen la clara sensación de haberse adentrado en las páginas de una fábula.” (Campra, 1987: 64)

Los sueños revelados, las maravillas descritas y contadas por los que regresaban del otro lado del planeta, repercutió en la Europa renacentista. Es por ello que en 1511 el ítalo-español Pedro Mártir de Alegría (1459-1526) publicó su Década de orbe novo. En 1516, el inglés Thomás More (1478-1535), su libro titulado Utopía. En 1602, el italiano Tomasso Campanella (1568-1639) hará público su libro La ciudad del sol. Y un cuarto de siglo después, el filósofo inglés Francis Bacon (1556-1626) dio a conocer La nueva Atlántida. Para algunos Mártir ubica su sociedad en las Antillas. De igual modo para otros Campanella y Bacon ubican sus imaginarios mundos en lo que fue el Imperio del Tahuantinsuyo, en la Costa del hoy Perú. Por su parte Moro, en una zona del actual Paraguay.

Como se puede colegir de lo transcrito, la actual América tuvo alguno de sus orígenes en los deseos, en los sueños, en los mitos de los europeos que esperaban algo nuevo. Que deseaban un futuro diferente. Era, para algunos sigue aún siendo, la América mágica. La América imaginada. La América soñada. La América deseada.

Para abonar lo mágico, para acrecentar el mito, hasta el nombre del Continente es producto de una equivocación. En el libro de nuestra autoría titulado Las dos caras del Continente americano..., consignamos la siguiente información: “En los primeros años del Siglo XVI, se reunieron en la ciudad de Saint-Dié, ubicada entre Alsacia y Lorena (hoy Francia), un grupo de académicos alemanes, entre los que estaban Gauthier Lud, Matias Ringmann, Giovanni Giocondo, Juan Basin y Martin Waldseemüller, quienes fundaron un Gymnasium y organizaron una imprenta en la cual se imprimió y luego se publicó el libro Cosmographiae Introductio. Martin Waldseemüller aparece como autor.” (Roldán, 2002: 146)

La información que recorría Europa por entonces, sobre la futura América, afirmaba que el navegante Américo Vespuccio (1451-1512) habría descubierto el Nuevo Mundo. En referencia directa al nombre en cuestión, en el libro mencionado en la cita anterior que apareció en 1507, se dice: “A esta nueva parte de la Tierra podemos hoy llamarle América, en memoria del hombre audaz que la ha visitado.“ (cit. Reyes, 1960: 56).

La América, descubierta a Europa, siguió siendo mágica. El Nuevo Mundo, rebelado al Viejo Mundo, continuó cautivando a poblaciones enteras, incluso, siglos después. No obstante el desarrollo de la ciencia, el dominio de la razón, el mito de la América mágica seguía encandilando, incluso, a muchos, racionalistas europeos. Voltaire (1697-1778), en su novela Cándido o el optimista, no ocultó su admiración por las bondades naturales de esta parte del mundo. Leamos lo que pone en boca de su personaje central: “-Todo irá bien -replicó Cándido-; ya el mar de este nuevo mundo vale más que nuestros mares de Europa; es más tranquilo y los vientos son más constantes; no cabe duda de que el Nuevo Mundo es el mejor de los mundos posibles.” (Voltaire, 2005:14)

Sumarum sumarum. El sueño, el deseo, la fábula y el mito son algunas de las bases históricas de la América. El nombre América fue producto de la casualidad. El nombre América fue producto de una equivocación. En base al deseo, tomando como fuente una equivocación, se han venido construyendo las sociedades en el espacio geográfico conocido con el nombre de Nuevo Mundo.

A la par de la invención-construcción, Carlos Fuentes (1928-2012) agrega otro elemento, la trágica destrucción. Leamos. “La invención de América es la invención de la Utopía: Europa desea una utopía, la nombra y la encuentra para, al cabo, destruirla.” (Fuentes, 1990: 58)

Esta utopía destruida y revivida con otros elementos, más de 500 años después de lo acontecido con el invento-destrucción, con el nombramiento equivocado de América, esta parte del planeta Tierra ha cambiado significativamente. El Nuevo Mundo vuelve al Viejo Mundo, que lo inventó, que lo nombró, que lo destruyó a través del aún viviente Mito del Nuevo Mundo, del color, olor y sabor que trasciende la cocina mexicana y peruana; por intermedio de la fascinación futbolística que se mueve en los pies de Pelé (1940-) y Diego Maradona (1960-); a través del ritmo y armonía de la música salsa-merengue; a través de Lo real maravilloso o Realismo mágico que se lee en Cien años de soledad y Pedro Páramo, respectivamente; a través de la esperanza de que Un mundo mejor es posible, encarnada en la figura y ejemplo de Ernesto Che Guevara (1928-1967).

Por todo ello, o en contra de ello, la antigua América mágica sigue siendo imán para muchos europeos. Sigue cautivando a los  nuevos soñadores del Viejo Mundo. La pregunta es: ¿Qué pasa con los habitantes del Nuevo Mundo? ¿Serán capaces las masas populares de crear realmente un mundo nuevo donde todos disfruten del pan y la belleza?
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A juzgar por la información histórica que hasta hoy disponemos, parece que lo anotado en la parte inicial de este estudio, respecto a la América mágica, se repite, de igual modo, con el país que es nombrado El Perú, o simplemente Perú, desde hace cerca de 500 años. El Perú parece haber existido en la imaginación, en el deseo, antes de haber sido conocido el espacio geográfico que hoy ocupa. El origen de este nombre, con las cuatro letras como hoy se conoce, según la mayoría de las fuentes, no tiene larga data. Historia distinta es, más supuesta que real, la derivación de la palabra Perú de otros vocablos, términos que hundirían sus raíces, para algunos, en las páginas del Antiguo Testamento.

La más conocida hasta el momento, es la información coincidente en unos, contradictoria en otros, que leemos en los trabajos de algunos cronistas. Los cuatro autores más importantes que abordan el tópico aquí tratado son Pascual de Andagoya (1495-1548), Agustín de Zárate (1514-1560), El Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) y Fernando de Montesinos (1593-1655).

En base a la información que aparece en los documentos de los autores mencionados, los historiadores Raúl Porras Barrenechea (1897-1960) y José Antonio del Busto (1932-2006) han trabajado el tema del origen de la palabra “Perú”. Sus conclusiones, sin ser iguales, son complementarias.

Como es natural, en este tipo de información, las expresiones “se dice”, “se afirma”, “se sostiene”, “se supone” o “se cree”, son  recurrentes. Para comenzar, en los mencionados se encuentran los términos “Birú”, “Virú”, “Pelu” como antecedentes inmediatos. De estos tres vocablos se habría derivado primero “Pirú” y, finalmente, “Perú”. Para Andagoya, “Birú” o “Virú” habría sido el nombre del cacique de una tribu del mismo nombre, que habría existido al sur de Panamá. Para Garcilaso, “Pelu” habría sido el nombre de un río que, de igual manera, habría existido al Sur de Panamá. A la par con los anteriores, aparecen también los términos “Pircia” (depósito de alimentos), “Pircía Pacari Manco” (nombre de un Inca) y, finalmente, Piura (nombre del actual departamento peruano), como posibles antecedentes, como ya se afirmó de  “Pirú” primero y “Perú” después.

Como se puede observar, los seis posibles orígenes que se mencionan se bifurcan de tal manera que no permiten llegar a una conclusión más o menos coherente, por consecuencia creíble, respecto al origen del término en cuestión. Es posible que esto haya sido el motivo para que Raúl Porras Barrenechea, en su libro El nombre del Perú, vaya descartando, uno a uno, estas afirmaciones y proponga al final un deseo, una voluntad como origen de este nombre.

Leamos lo que el historiador escribió al respecto: “No puede ser derivado de la palabra quechua pirua, que significa (...) depósito de semillas, como propone el padre Blas Valera, ni del nombre del primer Inca Pirua, Pacaric Manco, el portador de las semillas, como sostuvo Montesinos, porque el nombre del Perú se aplicó desde 1527, antes de hallarse pueblos de habla quechua e influencia incaica; tampoco puede ser derivado del nombre de Piura, lugar que sólo fue alcanzado por los descubridores en 1528; menos probabilidades tiene la proposición garcilasista, de ser una palabra de la lengua hablada por los indios de Panamá a Guayaquil, en la que la voz Pelu sería sinónimo de río, porque no existen ríos con ese nombre en aquel litoral; y carece, por último, de toda seriedad,...”

Finalmente: “... la disparatada afirmación del clérigo Montesinos de que Pirú proviene del hebreo y bíblico Ophir. El nombre del Perú no significa, pues, ni río, ni valle y mucho menos es derivación de Ophir. No es palabra quechua ni caribeña, sino indohispana o mestiza. Y, aunque no tenga traducción en los vocabularios de las lenguas indígenas ni en los léxicos españoles, tiene el más rico contenido histórico y espiritual. Es anuncio de leyenda y de riqueza (...) y, geográficamente, significa tierras que demoran al sur. Es la síntesis de todas las leyendas de la riqueza austral.” (Porras, 1973:14)

A lo escrito por Porras, deseamos hacer un par de comentarios. En primer lugar, él, al no encontrar una explicación coherente en el pasado, se rinde y compensa este vacío con una proyección hacia el futuro. Hay que fundar el Perú. Hay que crear el Perú, comenzando con la bendita palabra. Se aleja del tiempo y recurre al espacio. La geografía reemplaza a la historia. Él da una proyección de voluntad, hasta mítica, a ese nombre Perú. Releamos estas dos expresiones: “Es la síntesis de todas las leyendas y de la riqueza austral.” En ese deseo de designar la geografía, en esa voluntad de dar nombre al paisaje, la huella del filósofo Arthur Schopenhauer (1788-1860) y del historiador Thomas Carlyle (1795-1881) son más que evidente en Porras.

Por su parte, en La conquista del Perú, Del Busto, sobre el acápite, afirma: “La llegada de las noticias del Perú a oídos de los españoles está relacionada con los progresivos descubrimientos geográficos que la colonización de América supuso. Así, el Tahuantinsuyo hizo su aparición en el imaginario español a partir del descubrimiento del Mar del Sur (hoy Océano Pacífico). La tradición indica que fue Panquiaco, hijo del cacique Comagre, quien habló por primera vez de Birú, un reino que describió como grande y rico, que despertó el interés de los españoles por las tierras al Sur de Panamá. El viaje de Pascual de Andagoya, así como similares expediciones que se realizaron hacia el sur de la costa del Pacífico, alimentaron este interés al recoger más referencias sobre este mítico reino.” (Del Busto, 1981:134)

Por otro lado, el historiador niega rotundamente las afirmaciones de Fernando de Montesinos de que Pirú-Perú tiene como raíz el Término hebreo Ophir, que significa oro. Porras lo hace en base a un razonamiento lógico antes que con datos empíricos. La verdad es que el cronista se consideraba portugués-judío, y fabula en extremo cuando afirma que el hoy Continente americano habría sido poblado, originariamente, por una de las diez tribus hebreas que en los tiempos de las diásporas se habría perdido y que habría recalado en esta parte del mundo. De esa manera se habrían convertido los extraviados en los “originarios” de estos páramos. Ellos deberían de reaparecer cuando llegue el día del juicio final.

Para completar el cuento fantástico, el lingüista Henry Onnfroy de Thouron sostuvo que el idioma quechua y el tupi tienen como raíz, ni más ni menos, el hebreo bíblico. Sólo hay que recordar que el 90 por ciento, entre ellos los pasajes fundamentales del Antiguo Testamento, se escribieron en arameo y no en hebreo. El idioma que habría hablado Jesús, de haber existido, sería el arameo y no el hebreo. De igual manera, el Nuevo Testamento fue escrito en griego, sólo algunos pasajes provenientes del Antiguo Testamento están en Arameo.

Por último, con la aparición, proliferación en las décadas del 80 y 90, en el Perú de La Asociación Evangélica de la Misión Israelita del Nuevo Pacto Universal, fundada en 1968 por el maestro primario Ezequiel Ataucusi Gamonal (1918-200), los mistificadores quisieron ver en esta secta los descendientes de la tribu perdida antes mencionada. Los barbudos, seguidores del “Profeta Ezequiel”, se consideraban descendientes de los primeros habitantes u “originarios” de estas comarcas. Peroraban, de igual modo, que se acercaba el día del juicio final.

Lo de “originarios” es un buen deseo, cuando no un cliché que se repite en la actualidad con mucha frecuencia. Tomando en cuenta que nuestros primeros antepasados, los primates, consecuencia del nomadismo no fueron los primeros ni originarios de ningún lugar. Nadie en el planeta Tierra es originario de ninguna parte. El defender esa idea tiene otras implicancias. Theodoro Adorno (1903-1969) aclara al respecto en estos términos: “La categoría de raíz, de origen, es ella misma una categoría de dominio, de confirmación del primero que se presenta porque era el primero que estaba allí; del autóctono frente al inmigrante, del sedentario frente al nómada. Lo que seduce porque no quiere dejarse aplacar por lo derivado, por la ideología; el origen es, por su parte, un principio ideológico. (…) No hay ningún origen salvo en la vida de lo efímero.” (Adorno, 2008: 150 y 151)
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Obviando lo afirmado por Fernando de Montesinos en torno a la relación Ophir-Pirú-oro, existe más información que los cronistas e historiadores mencionados no lo consignan. Veamos un par de ellas. Cristóbal Colón, en una carta fechada en 1502 y dirigida al Papa Alejandro VI, menciona vagamente el término Ophir como nombre de una de las islas (dominicanas) descubiertas en el Nuevo Mundo; leamos: “En ella hay mineros de todos los metales, en especial del oro y del cobre; hay brasileños, sándalos, lino áloes y otras muchas especies, y hay encenso, el árbol de donde él sale, que es de mirabolas. Esta isla es Tharsis, es Cethia, es Ophir y Ophaz y Cipango, y los hemos llamado Española.” (Colón, 1989:311)

Por su parte el filósofo e historiador Miguel Rojas Mix (1939-), en el libro América imaginaria, va mucho más allá en la relación entre Ophir y Perú. Comenzando con el término Ophir, en base a otros cronistas, sostiene: “En el Antiguo Testamento se habla de Tarsis y del misterioso Ophir, riquísimo país de la Reina de Saba. Autores hubo que creyeron ver Ophir en las tierras recién descubiertas. (…) Orelius, el geógrafo, en su Theatrum mundi (1570), aplicó el nombre de Ophir tanto a las islas de Haití como a las de la costa peruana. Pero ya en el Siglo XVI, en la Historia del padre Acosta, se desechaba esta confusión.” (Rojas, 1992:20)

Un párrafo después, continúa: “Rocha señala que el linaje de Ophir pasó a Nueva España y Perú. Volviendo a la tesis de la Biblia Sacra de Arias Montano, mantiene que lo mismo es Piru que Ophir, transpuestas las letras. Se apoya en el padre Maluenda, que, en su libro sobre el Anticristo, confirmaría ese sentir; en Gregorio García, quien hablando del oro de Salomón recordaba los Paralipómenos, donde decía que venía de ‘parvaim’, lo cual significaba dos veces Perú. Rocha concluye que ‘parvaim’ designaba a la vez a Perú y la Nueva España.” (Rojas, 1992: 20)
Todo no queda ahí en esta relación, más supuesta que real, entre Ophir y Perú. Hay que recordar, continuando con el estudioso citado, que: “En la misma época, Goropius, intentando probar la identidad del flamenco y el lenguaje de Adán, proclamó que el Ophir quería decir ‘Orbis atlanticus’, el extremo más alejado de Occidente. ‘Ophir” es ‘over’ en flamenco, ‘lugar muy alejado’. Sería allí donde el legendario Atlas había construido su refugio e instalado puertos, lo que en flamenco, la primera lengua del mundo, se decía ‘Phehru’ o ‘pherhu-heim’, y, como la transcripción hebraica elimina la ‘h’ aspirada, se transformó en Perú.”

Finalmente, el historiador Rojas Mix escribe: “En los paralipómenos, ‘Pheruheim’ quiere decir ‘oro’, que no es otra cosa que el oro de Ophir, el oro del otro lado del Atlántico. Así se cierra el círculo. El jingoísmo ha hecho un largo camino para buscar su legitimación.” (Rojas, 1992: 22)

Para bien o para mal quedó, en alguna forma, grabado en el imaginario de millones de personas el mítico binomio Perú-oro. La vieja leyenda que afirmaba que en el espacio que hoy ocupa Perú estaba ubicada la fantástica ciudad de El Dorado abonaba en esta dirección. Los vocablos Vale un Perú, como sinónimo de oro, que recorrió Europa en los tiempos de la conquista y colonia, dieron personajes a la leyenda. Por último, la frase de Antonio Raymondi (1824-1890) que rezaba “El Perú es un mendigo sentado en un banco de oro” completa el círculo donde el mito, la leyenda y la fábula de Perú-oro se cierra con broche de oro.
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El siempre codiciado metal ha tenido, tiene, una presencia gravitante en la fantasía de casi todas las civilizaciones. Su encanto ha sido rimado por los poetas. Su brillo ha sido motivo de leyendas. Su poder ha seducido genios y encandilado artistas. Es frecuente, en casi todas las épocas históricas, escuchar las frases: La edad de oro. La raza de oro. La regla de oro. La pluma de oro. El sello de oro. La copa de oro. El patrón oro. Con joyas, coronas, bastones, trofeos de oro, han soñado reinas, emperadores, mandarines y deportistas. Su poder ha derribado torres muy altas. Su fuerza ha arruinado grandes imperios. Sin saber para qué ni por qué, su brillo ha empañado los ojos de una buena parte de la humanidad desde hace milenios hasta nuestros días.

La bondad del oro para unos, la maldad del oro para otros, es directamente proporcional a las épocas históricas y a sus poseedores. Este juego realidad-fantasía hunde sus raíces en la oscuridad de los tiempos. Pocas, muy pocas, culturas en el mundo han escapado al encanto-desencanto del áureo metal.

En la mitología griega, la relación del oro con el Rey Midas es conocida. Según Homero (VIII a.n.e.), los dioses en el Olimpo jugaban con una circunferencia de oro. En el Antiguo Testamento se habla del oro del Rey Salomón. En el Nuevo Testamento se menciona al oro, como presente llevado por los Tres reyes magos a la cuna de Jesús. En Las mil y una noche se afirma que el palacio Sésame, propiedad de Los cuarenta ladrones, estaba repleta de oro y de otros tesoros. De igual manera el burgundio Hagen de Trónege fue quien arroja el inmenso tesoro, compuesto principalmente de oro, de los Nibelungos al fondo del Río Rin, en el Cantar de los Nibelungos.

El poder del brillante metal ha sido recreado profusamente en la literatura política en los denominados tiempos modernos. Unos para continuar exaltando sus bondades. Otros para denunciar sus crueldades. De estos últimos transcribimos algunas ideas al respecto. En 1516 aparece el libro Utopía de Thomas More. En un nivel, él se sorprende, que a este mineral se le haya dado más valor que el mismísimo ser humano. De igual manera avizora el fetichismo del metal transformado en mercancía. El utopista evidencia su preocupación en el siguiente pasaje, leamos: “Se admiran igualmente de que el oro, tan inútil por su propia naturaleza, sea ahora tenido en tanta estima por toda la Tierra que el hombre mismo, por quien y para cuya utilidad obtuvo este valor, sea estimado en mucho menos que el oro mismo.” (More, 1998: 148)

Cerca de cien años después, analizando las luces y las sombras que cubren el susodicho metal, William Shakespeare (1564-1616), en pleno despegue de la sociedad capitalista, en su obra de teatro Timon von Athen, describe el poder del influyente mineral en estos términos: “¿Oro? ¿Precioso, rojo, fascinante?  No, dioses de los cielos, he suplicado sinceramente... Aquí hay bastante oro para hacer blanco al negro y hermoso al feo, justo al injusto, noble al infame, joven al viejo, valiente al cobarde. Éste ... Expulsará a sus servidores de los altares, retirará la almohada al convaleciente; sí, este esclavo rojo ata y desata vínculos consagrados; bendice al maldito, hace adorar la lepra lívida, honra al ladrón y le da pleuresía e influencia en el banco de los senadores; conquista pretendientes a la viuda vieja y encorvada; adorna y llena de perfumes, cual día de abril,...” (Shakespeare, 1993: 94)

En la misma dirección de lo descrito en los párrafos precedentes, el escritor Honoré de Balzac (1799-1850), a mediados del Siglo XIX y en pleno apogeo del sistema capitalista, en Ilusiones perdidas, pone en la baca de su personaje central, Lucien, lo siguiente: “¡Dios mío! !Oro, sea como sea!; el oro es el único poder ante el que este mundo se arrodilla.” (Balzac, 1976:46)

Para terminar con el embrujo que causó, causa, el precioso metal en la literatura política, recordemos lo que escribió Paul Lafargue (1842-1911) al respecto, en su libro El derecho a la pereza, desde una perspectiva socialista. Sus palabras: “Oro, rey de gloria, sol de Justicia; Oro, fuerza y goce de la vida; Oro ilustre, ven a nosotros. Oro, amable al capitalista y temible al productor, ven a nosotros. Espejo de los placeres; Tú, que otorgas al holgazán los frutos del trabajo, ven a nosotros. Tú, que llenas las despensas y los graneros de los que no cavan, ni podan las viñas, ni labran, ni cosechan, ven a nosotros. (…) !Oh!, ven a nosotros, Oro seductor, esperanza suprema, principio o fin de toda acción, de todo pensamiento, de todo sentimiento capitalista. Amén” (Lafargue 1990: 212)
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Como hemos visto, el binomio Perú-oro tiene sus padres, sus padrinos y sus padrastros. En este maridaje, la leyenda, el mito, la voluntad, el deseo, cuando no la ambición, han tenido su juego.  ¿Y qué pasa hoy con el oro en el Perú? Aunque parezca mera coincidencia, a partir de los primeros años del Siglo XXI, la fiebre del oro ha vuelto a contagiar, por segunda vez, la vida económico-social y político-cultural de este país llamado Perú.

Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), en Lecciones de la filosofía de la historia,  escribió: “Cabe incluso parangonar esta época con los grandes imperios mundiales que hubo anteriormente; pues en tanto el reino germánico es el reino de la totalidad, observamos en el mismo una precisa repetición de las épocas precedentes.“ (Hegel, 1998: 357).

Por su parte Karl Marx, en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, haciendo alusión a lo afirmado por Hegel de que la historia se repite, añade algo más. Sus palabras:  “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvida de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa.” (Marx, 1970: 5)

En el caso del Perú, la farsa comenzó con la ejecución del Inca Atahualpa, el 26 de julio de 1533, en la ciudad de Cajamarca. La misma crece con el oro del rescate. Las bondades de esta farsa se prolongaron en los siglos del coloniaje. Es tesis aceptada por los especialistas, que el oro-plata proveniente del Perú-México financió en gran medida la acumulación originaria del capital y condicionó el despegue de la modernidad capitalista en Europa.

Con la inyección del oro y la plata, que entraba por el puerto de Sevilla-España, el Viejo Continente se levantó, se hizo rico, moderno, joven y progresista. Mientras que el Nuevo Mundo se hundió en la pobreza, en el atraso, en lo anticuado y en lo antihistórico. Esto confirmaría la idea de que en muchos pueblos su riqueza geográfica-natural es directamente proporcional a su miseria económico-social. Esta fórmula estaría expresada, artísticamente, en unos versos de Atahualpa Yupanqui (1908-1992), no el Inca, el cantautor, quien tomando como motivo la relación oro-Dios, en una parte de su canción titulada Preguntitas sobre Dios, escribió: “Al tiempo yo pregunté: ¿Padre, qué sabes de Dios? Mi padre se puso serio y nada me respondió. Mi padre murió en la mina sin doctor ni protección. ¡Color de sangre minera tiene el oro del patrón!”

La vieja tragedia parece haberse iniciado casi 500 años después de la ejecución del Inca Atahualpa y el mítico oro del rescate. La actual, iniciada a principios del Siglo XXI, ha perdido toda su aureola mítica. Es descarnada, es brutal, es real. Ella envenena las aguas, el medio ambiente, la sangre y la vida de las poblaciones que ven pasar el codiciado metal rumbo a las bóvedas de los grandes bancos en el mundo. Mineral que podría ser el resorte fundamental para una nueva acumulación, volviendo al patrón oro, de la crisis que azota al sistema capitalista en la actualidad. Ahora el binomio Perú-oro sigue acentuado, antes que en la imaginación o en el mito, en el poder de los capitalistas dueños del mundo. A la par, en la tragedia de las poblaciones que sufren la explotación unos, la contaminación, todos.

A estas alturas de la historia es válido, una vez más, preguntarse: ¿Tiene el capitalismo, en su etapa de acumulación originaria, otra forma para desarrollarse? ¿Es posible que devenga  sistema dominante prescindiendo de la depredación, de la contaminación y de la violencia? La experiencia de la acumulación originaria en Europa en el Siglo XVI demuestra que no. La experiencia de la acumulación originaria, en los últimas décadas del Siglo XX, en China, confirma que es imposible.

En cualquier parte del mundo, el capitalismo es sinónimo de depredación, de contaminación y de violencia. Lo mencionado son componentes sustanciales en la lógica de producción-reproducción de la mercancía, la que se acentúa en las etapas de acumulación. Esta realidad fue estudiada y expuesta por Karl Marx hace ya un buen tiempo atrás, sus palabras: “... el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, de los pies a la cabeza.” (Marx, 1980: 788)

Luego, en la etapa ampliada del capital, hablar refiriéndose al capitalismo de mercado, del “capitalismo sin corazón”, del “capitalismo salvaje”, del “capitalismo deshumanizado”, es mentir a sabiendas. Con esa lógica, el otro capitalismo, el estatal, sí tendría corazón, no sería salvaje, sería humano. El capitalismo en esencia es el mismo. Que combine algunas formas en el proceso de explotación en determinados lugares, en ciertas épocas, no quita su razón sustancial de ser.

No obstante ello, el capitalismo, como sistema histórico, significó un gran salto hacia adelante en el desarrollo de la historia. Ningún otro sistema que la humanidad conoce ha permitido el asombroso desarrollo de las fuerzas productivas, evidenciado en el avance de la ciencia y la técnica, como en este modo social de producción. Gracias al desarrollo del conocimiento-razón, condicionado por este sistema capitalista, los seres humanos han llegado a conocer el movimiento, las leyes y la composición del planeta Tierra, pasando por comprender la evolución de la historia social humana, hasta llegar a desentrañar los pliegues más íntimos del alma del hombre.

Como en todo fenómeno, en el sistema capitalista, hay que ver no sólo lo positivo, ya mencionado, sino también reconocer que este sistema significa la enajenación, la alienación, la manipulación de toda la población, que se mueve en el círculo del mercado-consumo tendido por este orden. El capitalismo, en las sociedades industrializadas, en la misma proporción que da, también quita. Brinda bienestar material a condición de dar malestar espiritual. Facilita la vida con el confort a condición de instaurar la miseria en el alma humana.

Teniendo en cuenta esta contradicción en el sistema mencionado, sólo quedan dos alternativas. Primero, aceptamos el capitalismo con su miel y su vinagre, en la medida que el capitalismo humano, el capitalismo bueno, el capitalismo equitativo es un buen deseo, cuando no un mito. Decimos esto en la medida que la producción, la reproducción de mercancías, además de ser vertical, no puede existir sin la plusvalía como producto directo de la explotación. Afirmar lo contrario es autoengañarse.

Segundo, la otra alternativa al sistema capitalista es un cambio radical de las relaciones sociales de producción. Esto implica terminar con el orden y construir sobre sus grandes logros históricos uno nuevo, diferente y superior. ¿Cómo se llama ese futuro nuevo sistema? Cada uno puede darle el nombre que mejor le parece, eso es lo circunstancial, lo esencial es que tiene que ser una nueva sociedad donde el ser humano sea el centro y el eje de su razón histórica. Para ello, la fórmula fue expuesta sintéticamente por el escritor libanés Khalil Gibran (1883-1931): “... descansar en la razón y moverse en la pasión.” (Gibran, 1998: 60)

Mas la fiebre del oro, con sus farsas y tragedias, parece no ocurrir en los pequeños pueblos llamados también Perú, ubicados en España, en Argentina, en Guatemala; menos en las más de diez ciudades situadas en EEUU de Norteamérica. Ellas tienen el nombre; pero no tienen el oro. Ellas, hasta el momento, no saben, parece que tampoco les interesa saber, por qué se llaman Perú. Esa preocupación del origen, de la raíz, como base de la  “identidad”, es preocupación de otros, de una minoría intelectualizada y desorientada que subraya el pasado para soslayar el presente y desinteresarse de lo que es más importante, la lucha por el futuro. Nosotros pasamos a des-construir este concepto.

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