lunes, 1 de septiembre de 2014

Páginas del Marxismo Latinoamericano

El Proletariado y la Máquina

Las Premisas Objetivas del Humanismo Proletario

(Primera Parte)


Aníbal Ponce


EN LOS TIEMPOS LEJANOS DE SU ASCENSIÓN triunfal, la bur­guesía auguraba por boca de su filósofo máximo el triunfo ruidoso de las ciencias y el dominio seguro sobre la natura­leza. Influenciado por los avances de la mecánica, Descartes escribía en la sexta parte de su Discurso del Método: "En lugar de esa filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, es posible encontrar una filosofía práctica gracias a la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los otros cuerpos que nos rodean, tan distintamente como cono­cemos los diversos oficios de nuestros artesanos, las podría­mos emplear de la misma manera para todos los usos adecua­dos y hacernos así dueños y señores de la naturaleza".[1]

En los tiempos actuales del crepúsculo burgués, Bergson reniega de la invención mecánica que nos ha dado el señorío del hombre sobre el planeta, y asegura que la mecánica no "volverá a encontrar su dirección verdadera, no prestará ser­vicios proporcionados a su potencia, sino a condición de que la humanidad inclinada hasta ahora hacia la tierra, aprenda a levantar los ojos hacia el cielo".[2]

Una mecánica al servicio de un hombre orgulloso de su razón y de su ciencia, era lo que Descartes anunciaba emo­cionado: una mecánica inútil entre las manos de un hombre desconcertado y vacilante, es la que Bergson nos anuncia ahora con un temblor senil. Era ayer la confianza en el progreso, en los ideales humanos, en el conocimiento racional; es hoy la angustia frente al desastre seguro, y con la negación del pro­greso, el refugio en la mística y el más allá. A la sucesión ininterrumpida de las invenciones ha reemplazado la crisis de la técnica; al elogio de la vida victoriosa, la prédica de la vida patriarcal; al mercado mundial que desparramó el oro y lo centuplicó en una orgía suntuosa, las fronteras cerradas y las naciones que se vuelven hacia dentro; al parlamentarismo y la democracia, la dictadura terrorista de los grandes bancos.

¿Qué ha ocurrido en el mundo que nos explique seme­jante vuelco? En lo más profundo, la crisis general del ca­pitalismo; en lo más superficial, las ideologías confusas que reflejan. La burguesía confiaba en la razón y en el pro­greso indefinido cuando sabía que la dirección de la historia estaba entre sus manos; la marcha hacia adelante le parece hoy abominable porque sabe también con igual certidumbre que le será arrebatado a breve plazo su comando de la nave del mundo.

Si se analiza, en efecto, lo que hay de más significativo en el pensamiento burgués contemporáneo, se descubre en­seguida, como en el Alcestes de Eurípides, los cantos que­jumbrosos de las plañideras, las cabelleras cortadas de los parientes en duelo, el ruido de las manos que anuncian que todo ha concluido. De Spengler a Bergson, de Berdaief a Keyserling, de Gina Lombroso[3] a Georges Duhamel, sólo hay un mismo quejido, un idéntico lamento: nuestra civili­zación decae, nuestro mundo agoniza porque el maquinis­mo ha asesinado el alma. Un alma es, para ellos, lo que nuestras máquinas requieren; un alma lo que las técnicas exigen. Porque la que tienen ahora, si es que no ha muerto ya, es —para decirlo en el lenguaje de Bergson— "dema­siado pequeña para llenar el cuerpo, demasiado débil para dirigirlo".

***

Esa larga diatriba contra las máquinas y la racionaliza­ción va a probarnos muy pronto cómo los ideólogos de la bur­guesía, a fuerza de juzgar siempre en abstracto, pasan de lado —a sabiendas o no— frente al núcleo central de los pro­blemas. A un obrero que le interrogó varias veces para com­prender su tarea, Taylor le dijo un día estas palabras terribles: "Usted no tiene necesidad de pensar! Hay otros aquí que están pagados para eso".[4] La respuesta tremenda nos lleva de la mano hasta el corazón de nuestro asunto: en pleno siglo XX junto a las maravillas de las máquinas, el obrero sigue siendo para el capitalista el monstruo con "muchos pies y sin cabeza" de que hablaba el humanismo. A un técnico ilustre se lo acaban de escuchar; de un industrial famoso lo volverán a oír ahora. "El trabajo de repetición, o sea la reproducción con­tinua de una operación idéntica por procedimientos exactos —dice Henry Ford—, constituye una perspectiva horrible para cierta clase de hombre. A mi me causa horror. Por nada del mundo podría hacer las mismas cosas cada día; en cambio, para otros, me atrevo a decir para la mayoría de los hombre» la repetición no tiene nada de repulsivo".[5] Cuando la técnica está exigua y escaso el rendimiento de las fuerzas pro­ductivas, la división del trabajo impuso esa mutilación inelu­dible: para unos el esfuerzo rudo, para otros el "ocio digno". Pero a medida que las máquinas liberaban al hombre de un trabajo hasta ayer agotador, saltaba a los ojos de manera cada vez más agresiva esta contradicción escandalosa puesto que el hombre ya tiene entre sus puños el instrumento de do­minio que Descartes anunciaba, ¿cómo es posible que continúe todavía la secular separación entre la teoría y la práctica, la inteligencia y la voluntad, la cultura y el trabajo, el espíritu y las manos?

En 1827, a propósito de la primera crisis de la industria inglesa. Sismondi pronosticaba que dentro de breve tiempo, el rey de Inglaterra, único habitante de una isla sin obreros, haría realizar por un ejército de autómatas el trabajo com­pleto de su imperio.[6] Así lo creían muchos y no por cierto de los más ilusos. Un siglo después de Sismondi sabemos ahora con evidencia plena que la máquina nada vale de por sí, si no de acuerdo al régimen social en que va incluida. Para el capitalista que la creó, la máquina no puede ser otra cosa que un detalle más en un régimen feroz de explotación, y sería absurdo querer corregir sus pretendidos estragos sin tocar para nada al sistema social que la dirige. Porque esa misma máquina que en el régimen capitalista hace del obrero un apéndice sin alma;[7] y que dentro siempre de ese régimen arrebata el trabajo a millones de obreros, es precisamente una de las condiciones absolutamente necesarias para que el triunfo del proletariado pueda devolver al hombre su "fertilidad perdida".8

La máquina tritura al obrero y lo degrada cuando la máquina está al servicio de un régimen social que sólo ve en el provecho privado el único móvil de la vida: para ese régimen es justo y es moral que el obrero que está junto a las máquinas no tenga ni el derecho de pensar. La máquina, en cambio, libertará al hombre dentro de un régimen social en el cual haya dejado de ser un instrumento perfeccionado para intensificar la explotación, y en el cual, lejos de llevar consigo la desocupación, el salario exiguo y la vejez precoz, aporte, al contrario, con la reducción de la jornada y el bienestar cre­ciente, la posibilidad de asomarse por fin a ese mundo de la cultura que con tanta obstinación se le ha rehusado. Las máquinas tendrán entonces "el suplemento del alma" que hoy hace suspirar a Bergson, y la mecánica, también, sin ne­cesidad de consolarse con la mística, levantará los ojos "hasta el cielo". Hasta el cielo, sí; porque en la sociedad de clases en que vivimos todavía no hay una sola palabra que no tenga sentido bien distinto de acuerdo al subrayado de la clase social que la pronuncia. Con motivo de la Comuna de París, y en una de sus cartas a Kugelmann, Marx saludaba con entu­siasmo el ímpetu de la revolución que trepaba orgullosa al "asalto del cielo".9 El cielo de Marx no era por cierto, el mismo cielo de Bergson hacia el cual su mística nos llama, el viejo cielo del "más allá",10 que la burguesía declaró de­sierto en los tiempos de sus victorias sobre la naturaleza pero que ha vuelto a repoblar ahora con sus angustias y sus des­conciertos en los tiempos actuales de sus derrotas frente a la economía.11 Y tan adecuado no sólo para calmar sus propias turbaciones, sino también para inducir a las masas a la re­signación y a la mansedumbre, que Bertrand Russell ha podido enunciar no hace mucho su boutade feliz: "la religión es la esencia de que los dioses están siempre de parte del gobierno". El cielo que el proletariado asalta es, en cambio, el reino que el hombre aspira a construir sobre la propia tierra; el cielo de Epicuro que el joven Marx reverenciaba en la pri­mera página de su tesis de doctor"12 y desde el viejo atomista, hasta los materialistas franceses del siglo XVIII simboliza el esfuerzo perenne por realizar ese "hombre" tantas veces anun­ciado como veces traicionado. Antes de las máquinas era uto­pía insensata pretender escalarlo; después de las máquinas sólo es ceguera de clase el pretender impedirlo.

* * *

Junto a las máquinas surgieron, en efecto, y digámoslo desde ya, las primeras condiciones objetivas del humanismo proletario. En el tomo I de El Capital, al referirse a las es­cuelas de usina que Owen por vez primera había introducido en Inglaterra, Marx señalaba, y con razón, que estaba allí "en germen la educación del porvenir", porque al combinar el trabajo manual con el trabajo intelectual hacía de ese sis­tema "el único método capaz de producir hombres comple­tos".13 Para Marx, por lo tanto, la posibilidad de formar hombres plenos, armoniosamente desenvueltos, no comenzaba sino en determinado momento del desarrollo histórico. Todas las tentativas anteriores para realizar esos "hombres" estaban destinadas al fracaso; y aun en el supuesto de una sinceridad total, ningún reformador lo hubiera conseguido a causa de las mismas resistencias de la historia. El "hombre completo" que el humanismo prometía era tan irrealizable como el "hombre natural" que Rousseau presentaba en el Emilio. "Vivir es el oficio que yo quiero enseñarle —decía Rousseau—. Al salir de mis manos no será, lo reconozco, ni magistrado, ni sacerdote, ni soldado; será ante todo un hombre".14 Lás­tima sin embargo, que veinte páginas después añada: "el pobre no tiene necesidad de educación".15 Para convertirlo en hombre, Rousseau comienza haciendo de su Emilio un hombre rico. . .16 Verdad es que después pretende enseñarle los oficios, y para eso lo pasea de taller en taller.17 Quiere que esté listo para todos,18 aunque más tarde se perfeccione en uno solo. Pero también es cierto que casi enseguida nos explica que apenas si una vez por semana Emilio podía con­currir a su taller….19

Aún en el caso de que Emilio hubiera podido concurrir todos los días, Rousseau, decía a sabiendas una inexactitud. En las condiciones de la pequeña industria, cada oficio exige una larguísima práctica. Ningún hombre los hubiera podido asimilar a todos, y el mismo Emilio tiene muy pronto que detenerse en uno.20 Cuando la gran industria apareció, en cambio, la idea de una educación politécnica se impuso por sí misma. La tecnología, a su vez, descubrió al mismo tiempo las pocas formas fundamentales del movimiento de acuerdo a las cuales, a pesar de la variedad de los instrumentos, se ejecuta todo acto productivo del cuerpo humano. Lo que en tiempos del artesanado resultaba irrealizable se volvió ahora accesible casi sin esfuerzo; para conseguir el dominio de esos "grupos pocos numerosos de formas fundamentales del mo­vimiento", ningún obrero tendría que agotarse en un apren­dizaje interminable.

Pero al exigir frecuentes desplazamientos de una rama a otra de la producción, la gran industria requería además obreros capaces de orientarse en condiciones nuevas. En vez de permanecer toda la vida confinado en pequeñas operacio­nes de detalle, el obrero podía pasar de una máquina a otra, de una profesión a otra. Y con ese pasaje surgía por natural exigencia, la necesidad de ideas generales, de nociones de conjunto, de vastas síntesis que las orienten.

Dentro de la concepción de Marx, la educación politécnica impartida en las escuelas de usina —educación en que la teoría y la práctica armonizadas con la gimnasia y el trabajo productivo asegurarían "el desarrollo universal de las capacidades humanas" —adquiere una importancia tal que ya figura como esbozo en la Miseria de la Filosofía21 y en el Proyecto de profesión de fe comunista de Engels,22 que se desenvuelve en el pasaje de El Capital que he recor­dado, que adquiere amplio desarrollo en el Anti-Dühring23 y que reaparece vigorosa como exigencia inmediata en la Crítica del Programa de Gotha.24 La posibilidad, pues, de combinar a la sombra de la gran industria el trabajo productivo con la enseñanza general le parecía a Marx uno de los elementos más formidables para construir el hombre nuevo, es decir, un hombre "de desarrollo integral para quien las diversas funciones sociales no serían más que maneras dife­rentes y sucesivas de su actividad".25

Notas
[1] Descartes, Discours de la Methode, en Oeuvres Completes, pág. 47, edición Garnier, París, sin fecha.
2 Bergson, Les deux sources de la morale et de la religion, pág. 335, edición Alean, París, 1932.
3 El libro de Gina Lombroso, La Tragedia del Progreso, editor Aguilar, Madrid, 1932, una de las obras más ingenuas que se hayan escrito sobre el “maquinismo”, 'es precisamente el libro en el cual se funda Bergson para su capítulo final de Les deux sources de la morale et de la religión. En la nota de la pág. 329 lo llama "beau livre."
4 Frienmann, Machine et humanisme, en revista "Europe", número 151, pág. 442, julio 15 de 1935.
5 Ford, Mi vida y mi obra, traducción Slaby, editorial Orbi, Barce­lona, 1924.
6 Halevt, Sismondi, pág. 81, edición Alean, 1933.
7 Engels. Anti-Dühring, págs. 300 y 31, traducción Roces, editorial Cénit,
Madrid,1932.
8 Malraux, Le temps du Mepris, pág.12, edición Gallimard, París, 1935.
9 MARX, lETTRES a Kugelmann, pág.163, traducción Michel, “editions Sociales
   Internationales”, París, 1930.
10  Bergson, obr. cit., págs. 341-342.
[11] Engels, Anti-Dühring, pág. 347. Para el desarrollo de la misma tesis véase Laeargde, Le déterminisme économique de Karl Marx, pág. 297 y sig. editor Giard, París, 1928. Con criterio más justo que el de Lafargue, Henry ha abordado el mismo tema en Les origines de la Religion, pág. 41 y sig., "Editions Sociales Internationales", París, 1935.
[12`] Marx, Différence de la Philosophie de la Nature ches Démocrite ét chez E picure, en Oeubres philosophiques, tomo I, pág;. XIV-XV, edición Costes, París. 1927.
[13] Marx, Le Capital, tomo III, págs. 169, 175, Í76. Traducción Mo- litor, editor Costes. París. 1924.
[14] Rousseau, Emile ou de L'Education, tomo I, págs. 34 y 430, edición Nelson, París, sin fecha.
15 Idem, tomo I, pág. 53, Sofía, también, es "bien nacida", tomo II, pág. 251.
[16] Idem, tomo I, págs. 305, 310.
[17] Idem, tomo I, pág. 331.
18 Idem, tomo I, pág. 335.
19 Idem, tomo I, pág. 335
20 El mismo error de Rousseau es el que repiten más tarde Proudhon y Bakunin. Ver Grouzdev, Marx et Engels sur l’educatiuon, en l’ecole dans U.R.S.S., pág. 12, Voks, volumen I-II, Moscú, 1933 y Marx, Miseria de la Filosofía, pág. 86, traducción Mesa, Buenos Aires, 1923.
21 Marx, Miseria de la Filosofía, pág. 86, Buenos Aires, 1923
22 Engels, Principios de Comunismo, publicado como apéndice al Manifiesto Comunista, pág. 399, traducción Roces, editorial Cenit, Madrid, 1932.
23 ENGELS, Anti-Dühring, pág. 319, y siguiente, traducción Roces, editorial Cenit, Madrid, 1932.
24 Marx y Engels, Critiques des Programmes de Gotha et d'Erfurt, pág. 37, "Bureau d'editions", París, 1933.
25 Marx, Le Capital, tomo III, pág. 175, traducción Molitor.

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