El Proletariado y la Máquina
Las Premisas
Objetivas del Humanismo Proletario
(Primera
Parte)
Aníbal Ponce
EN LOS TIEMPOS LEJANOS DE SU ASCENSIÓN triunfal,
la burguesía auguraba por boca de su filósofo máximo el triunfo ruidoso de las
ciencias y el dominio seguro sobre la naturaleza. Influenciado por los avances
de la mecánica, Descartes escribía en la sexta parte de su Discurso del Método:
"En lugar de esa filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, es
posible encontrar una filosofía práctica gracias a la cual, conociendo la
fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los
cielos y de todos los otros cuerpos que nos rodean, tan distintamente como conocemos
los diversos oficios de nuestros artesanos, las podríamos emplear de la misma
manera para todos los usos adecuados y hacernos así dueños y señores de la
naturaleza".[1]
En los tiempos
actuales del crepúsculo burgués, Bergson reniega de la invención mecánica que
nos ha dado el señorío del hombre sobre el planeta, y asegura que la mecánica
no "volverá a encontrar su dirección verdadera, no prestará servicios
proporcionados a su potencia, sino a condición de que la humanidad inclinada
hasta ahora hacia la tierra, aprenda a levantar los ojos hacia el cielo".[2]
Una mecánica
al servicio de un hombre orgulloso de su razón y de su ciencia, era lo que
Descartes anunciaba emocionado: una mecánica inútil entre las manos de un
hombre desconcertado y vacilante, es la que Bergson nos anuncia ahora con un
temblor senil. Era ayer la confianza en el progreso, en los ideales humanos, en
el conocimiento racional; es hoy la angustia frente al desastre seguro, y con
la negación del progreso, el refugio en la mística y el más allá. A la
sucesión ininterrumpida de las invenciones ha reemplazado la crisis de la
técnica; al elogio de la vida victoriosa, la prédica de la vida patriarcal; al
mercado mundial que desparramó el oro y lo centuplicó en una orgía suntuosa,
las fronteras cerradas y las naciones que se vuelven hacia dentro; al
parlamentarismo y la democracia, la dictadura terrorista de los grandes bancos.
¿Qué ha
ocurrido en el mundo que nos explique semejante vuelco? En lo más profundo, la
crisis general del capitalismo; en lo más superficial, las ideologías confusas
que reflejan. La burguesía confiaba en la razón y en el progreso indefinido
cuando sabía que la dirección de la historia estaba entre sus manos; la marcha
hacia adelante le parece hoy abominable porque sabe también con igual certidumbre
que le será arrebatado a breve plazo su comando de la nave del mundo.
Si se analiza,
en efecto, lo que hay de más significativo en el pensamiento burgués
contemporáneo, se descubre enseguida, como en el Alcestes de Eurípides, los
cantos quejumbrosos de las plañideras, las cabelleras cortadas de los
parientes en duelo, el ruido de las manos que anuncian que todo ha concluido.
De Spengler a Bergson, de Berdaief a Keyserling, de
Gina Lombroso[3]
a Georges Duhamel, sólo hay un mismo quejido, un idéntico lamento: nuestra
civilización decae, nuestro mundo agoniza porque el maquinismo ha asesinado
el alma. Un alma es, para ellos, lo que nuestras máquinas requieren; un alma lo
que las técnicas exigen. Porque la que tienen ahora, si es que no ha muerto ya,
es —para decirlo en el lenguaje de Bergson— "demasiado pequeña para
llenar el cuerpo, demasiado débil para dirigirlo".
***
Esa larga diatriba contra las máquinas y la
racionalización va a probarnos muy pronto cómo los ideólogos de la burguesía,
a fuerza de juzgar siempre en abstracto, pasan de lado —a sabiendas o no—
frente al núcleo central de los problemas. A un obrero que le interrogó varias
veces para comprender su tarea, Taylor le dijo un día estas palabras
terribles: "Usted no tiene necesidad de pensar! Hay otros aquí que están
pagados para eso".[4]
La respuesta tremenda nos lleva de la mano hasta el corazón de nuestro asunto:
en pleno siglo XX junto a las maravillas de las máquinas, el obrero
sigue siendo para el capitalista el monstruo con "muchos pies y sin
cabeza" de que hablaba el humanismo. A un técnico ilustre se lo acaban de
escuchar; de un industrial famoso lo volverán a oír ahora. "El trabajo de
repetición, o sea la reproducción continua de una operación idéntica por
procedimientos exactos —dice Henry Ford—, constituye una perspectiva horrible
para cierta clase de hombre. A mi me causa horror. Por nada del mundo podría
hacer las mismas cosas cada día; en cambio, para
otros, me atrevo a decir para la
mayoría de los hombre» la repetición no tiene
nada de repulsivo".[5]
Cuando la técnica está exigua y escaso el rendimiento de las fuerzas productivas,
la división del trabajo impuso esa mutilación ineludible: para unos el
esfuerzo rudo, para otros el "ocio digno". Pero a medida que las máquinas
liberaban al hombre de un trabajo hasta ayer agotador, saltaba a los ojos de
manera cada vez más agresiva esta contradicción escandalosa puesto que el
hombre ya tiene entre sus puños el instrumento de dominio que Descartes
anunciaba, ¿cómo es posible que continúe todavía la secular separación entre la
teoría y la práctica, la inteligencia y la voluntad, la cultura y el trabajo,
el espíritu y las manos?
En 1827, a
propósito de la primera crisis de la industria inglesa. Sismondi pronosticaba
que dentro de breve tiempo, el rey de Inglaterra, único habitante de una isla
sin obreros, haría realizar por un ejército de autómatas el trabajo completo
de su imperio.[6]
Así lo creían muchos y no por cierto de los más ilusos. Un siglo después de
Sismondi sabemos ahora con evidencia plena que la máquina
nada vale de por sí, si no de acuerdo al régimen social en que va incluida. Para el capitalista que la creó, la máquina no puede ser otra cosa
que un detalle más en un régimen feroz de explotación, y sería absurdo querer
corregir sus pretendidos estragos sin tocar para nada al sistema social que la
dirige. Porque esa misma máquina que en el régimen capitalista hace del obrero
un apéndice sin alma;[7]
y que dentro siempre de ese régimen arrebata el trabajo a millones de obreros, es
precisamente una de las condiciones absolutamente necesarias para que el
triunfo del proletariado pueda devolver al hombre su "fertilidad
perdida".8
La máquina
tritura al obrero y lo degrada cuando la máquina está al servicio de un régimen
social que sólo ve en el provecho privado el único móvil de la vida: para ese
régimen es justo y es moral que el obrero que está junto a las máquinas no
tenga ni el derecho de pensar. La máquina, en cambio, libertará al hombre
dentro de un régimen social en el cual haya dejado de ser un instrumento
perfeccionado para intensificar la explotación, y en el cual, lejos de llevar
consigo la desocupación, el salario exiguo y la vejez precoz, aporte, al
contrario, con la reducción de la jornada y el bienestar creciente, la
posibilidad de asomarse por fin a ese mundo de la cultura que con tanta
obstinación se le ha rehusado. Las máquinas tendrán entonces "el
suplemento del alma" que hoy hace suspirar a Bergson, y la mecánica,
también, sin necesidad de consolarse con la mística, levantará los ojos
"hasta el cielo". Hasta el cielo, sí; porque en la sociedad de clases
en que vivimos todavía no hay una sola palabra que no tenga sentido bien
distinto de acuerdo al subrayado de la clase social que la pronuncia. Con
motivo de la Comuna de París, y en una de sus cartas a Kugelmann, Marx saludaba
con entusiasmo el ímpetu de la revolución que trepaba orgullosa al
"asalto del cielo".9 El cielo de Marx no era por cierto,
el mismo cielo de Bergson hacia el cual su mística nos llama, el viejo cielo
del "más allá",10 que la
burguesía declaró desierto en los tiempos de sus victorias sobre la naturaleza
pero que ha vuelto a repoblar ahora con sus angustias y sus desconciertos en
los tiempos actuales de sus derrotas frente a la economía.11 Y tan
adecuado no sólo para calmar sus propias turbaciones, sino también para inducir
a las masas a la resignación y a la mansedumbre, que Bertrand Russell ha
podido enunciar no hace mucho su boutade feliz: "la religión es la esencia de que los dioses están
siempre de parte del gobierno". El cielo que el proletariado asalta es, en
cambio, el reino que el hombre aspira a construir sobre la propia tierra; el
cielo de Epicuro que el joven Marx reverenciaba en la primera página de su
tesis de doctor"12 y desde el
viejo atomista, hasta los materialistas franceses del siglo XVIII simboliza el esfuerzo perenne por realizar ese "hombre"
tantas veces anunciado como veces traicionado. Antes de las
máquinas era utopía insensata pretender escalarlo; después de las máquinas
sólo es ceguera de clase el pretender impedirlo.
* * *
Junto a las máquinas surgieron, en efecto, y
digámoslo desde ya, las primeras condiciones objetivas del humanismo
proletario. En el tomo I de El Capital, al referirse a las escuelas de usina que Owen por vez primera había
introducido en Inglaterra, Marx señalaba, y con razón, que estaba allí "en
germen la educación del porvenir", porque al combinar el trabajo manual
con el trabajo intelectual hacía de ese sistema "el único método capaz de
producir hombres completos".13 Para Marx,
por lo tanto, la posibilidad de formar hombres plenos, armoniosamente
desenvueltos, no comenzaba sino en determinado momento del desarrollo
histórico. Todas las tentativas anteriores para realizar
esos "hombres" estaban destinadas al fracaso; y aun en el supuesto de
una sinceridad total, ningún reformador lo hubiera conseguido a causa de las
mismas resistencias de la historia. El "hombre completo" que el
humanismo prometía era tan irrealizable como el "hombre natural" que
Rousseau presentaba en el Emilio. "Vivir es el oficio que yo quiero
enseñarle —decía Rousseau—. Al salir de mis manos no será, lo reconozco, ni
magistrado, ni sacerdote, ni soldado; será ante todo un hombre".14 Lástima sin embargo, que veinte páginas después
añada: "el pobre no tiene necesidad de educación".15 Para convertirlo en hombre, Rousseau comienza
haciendo de su Emilio un hombre rico. . .16 Verdad es que después pretende enseñarle los oficios, y para eso lo
pasea de taller en taller.17 Quiere que
esté listo para todos,18 aunque más
tarde se perfeccione en uno solo. Pero también es cierto que casi enseguida nos
explica que apenas si una vez por semana Emilio podía concurrir a su taller….19
Aún en el caso
de que Emilio hubiera podido concurrir todos los días, Rousseau, decía a
sabiendas una inexactitud. En las condiciones de la pequeña industria, cada
oficio exige una larguísima práctica. Ningún hombre los hubiera podido asimilar
a todos, y el mismo Emilio tiene muy pronto que detenerse en uno.20
Cuando la gran industria apareció, en cambio, la idea de una educación
politécnica se impuso por sí misma. La tecnología, a su vez, descubrió al mismo
tiempo las pocas formas fundamentales del movimiento de acuerdo a las cuales, a
pesar de la variedad de los instrumentos, se ejecuta todo acto productivo del
cuerpo humano. Lo que en tiempos del artesanado resultaba irrealizable se
volvió ahora accesible casi sin esfuerzo; para conseguir el dominio de esos
"grupos pocos numerosos de formas fundamentales del movimiento",
ningún obrero tendría que agotarse en un aprendizaje interminable.
Pero al exigir
frecuentes desplazamientos de una rama a otra de la producción, la gran
industria requería además obreros capaces de orientarse en condiciones nuevas.
En vez de permanecer toda la vida confinado en pequeñas operaciones de
detalle, el obrero podía pasar de una máquina a otra, de una profesión a otra.
Y con ese pasaje surgía por natural exigencia, la necesidad
de ideas generales, de nociones de conjunto, de vastas síntesis que las orienten.
Dentro de la
concepción de Marx, la educación politécnica impartida en las escuelas de usina
—educación en que la teoría y la práctica armonizadas con la gimnasia y el
trabajo productivo asegurarían "el desarrollo universal de las capacidades
humanas" —adquiere una importancia tal que ya figura como esbozo en la
Miseria de la Filosofía21 y en el Proyecto de profesión de fe
comunista de Engels,22 que se desenvuelve en el pasaje de El Capital
que he recordado, que adquiere amplio desarrollo en el Anti-Dühring23 y que reaparece
vigorosa como exigencia inmediata en la Crítica del Programa de Gotha.24
La posibilidad, pues, de combinar a la sombra de la gran industria el trabajo
productivo con la enseñanza general le parecía a Marx uno de los elementos más
formidables para construir el hombre nuevo, es decir, un hombre "de
desarrollo integral para quien las diversas funciones sociales no serían más
que maneras diferentes y sucesivas de su actividad".25
Notas
[1] Descartes,
Discours de la Methode, en Oeuvres Completes,
pág. 47, edición Garnier, París, sin fecha.
2 Bergson,
Les deux sources de la morale et de la religion, pág. 335, edición Alean, París, 1932.
3 El libro de
Gina
Lombroso, La Tragedia del Progreso, editor
Aguilar, Madrid, 1932, una de las obras más ingenuas que se hayan escrito sobre
el “maquinismo”, 'es precisamente el libro en el cual se funda Bergson para su
capítulo final de Les deux sources de la morale et de la religión. En la nota de la pág. 329 lo llama "beau livre."
4 Frienmann, Machine et humanisme, en revista "Europe", número 151, pág. 442, julio 15 de
1935.
5 Ford, Mi vida y mi obra, traducción Slaby, editorial Orbi, Barcelona, 1924.
6 Halevt, Sismondi, pág. 81, edición Alean, 1933.
7 Engels. Anti-Dühring, págs. 300 y 31, traducción Roces, editorial Cénit,
Madrid,1932.
8 Malraux, Le temps du
Mepris, pág.12, edición Gallimard, París, 1935.
9 MARX, lETTRES a
Kugelmann, pág.163, traducción Michel, “editions Sociales
Internationales”, París, 1930.
10 Bergson, obr. cit., págs. 341-342.
[11] Engels, Anti-Dühring, pág. 347. Para el desarrollo de la misma tesis véase Laeargde, Le déterminisme économique de Karl Marx, pág. 297 y sig. editor Giard, París, 1928. Con criterio más justo que el de Lafargue, Henry ha
abordado el mismo tema en Les origines de la Religion, pág. 41 y sig., "Editions Sociales Internationales", París, 1935.
[12`] Marx,
Différence de la
Philosophie de la Nature ches Démocrite ét chez E picure, en Oeubres
philosophiques, tomo I, pág;. XIV-XV, edición Costes, París. 1927.
[13] Marx, Le Capital, tomo III, págs. 169, 175, Í76. Traducción Mo- litor, editor
Costes. París. 1924.
[14] Rousseau, Emile ou de L'Education, tomo I, págs. 34 y 430, edición Nelson, París, sin fecha.
15 Idem, tomo I, pág. 53, Sofía, también, es
"bien nacida", tomo II, pág. 251.
[16] Idem, tomo I, págs. 305, 310.
[17] Idem, tomo I, pág. 331.
18 Idem, tomo I, pág.
335.
19 Idem, tomo I, pág. 335
20 El mismo
error de Rousseau es el que repiten más tarde Proudhon y Bakunin. Ver Grouzdev,
Marx et Engels sur l’educatiuon, en l’ecole dans
U.R.S.S., pág. 12, Voks, volumen I-II, Moscú, 1933 y Marx, Miseria
de la Filosofía, pág. 86, traducción Mesa, Buenos Aires, 1923.
21 Marx,
Miseria de la Filosofía, pág. 86, Buenos Aires, 1923
22 Engels, Principios
de Comunismo, publicado como apéndice al Manifiesto
Comunista, pág. 399, traducción Roces, editorial Cenit,
Madrid, 1932.
23 ENGELS, Anti-Dühring, pág.
319, y siguiente, traducción Roces, editorial Cenit, Madrid, 1932.
24 Marx y Engels, Critiques des Programmes de Gotha et d'Erfurt, pág. 37, "Bureau d'editions", París,
1933.
25 Marx, Le Capital, tomo III, pág. 175, traducción Molitor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.