sábado, 12 de marzo de 2011

Crítica Literaria


Revisando “un ayer que es todavía”

Julio Carmona *


La historia de la literatura ha estado signada, desde siempre, por la contradicción, la confrontación, la oposición de dos tendencias, dos maneras de producirla (por parte de los poetas) y dos maneras de recibirla (por parte de los lectores). Esta constatación histórica la sustenta Arnold Hauser, en su libro Historia social de la literatura y el arte (haciéndola extensiva –obviamente– a todo el arte). Veamos cómo lo dice: “Unos –los que creen que el arte es un medio para dominar y subyugar la realidad– dicen que los más antiguos testimonios de la actividad artística son las representaciones estrictamente formales, que estilizan e idealizan la vida; otros –los que creen que el arte es un órgano para entregarse a la naturaleza– afirman que estos testimonios más antiguos son las representaciones naturalistas, que aprehenden y conservan las cosas en su ser natural” (p. 17). En síntesis, las dos tendencias aludidas son: la formalista y la realista (a la que Hauser llama ‘naturalista’. Creemos que no es urgente hacer aquí la distinción entre ambos términos, realismo-naturalismo).

Pero hay más. Obsérvese que Hauser está vinculando dichas tendencias opuestas con los grupos sociales que, a su vez, contienden en la lucha social, política y económica: la clase dominante y la clase actuante en la realidad, es decir: los explotadores y los explotados. Por eso Hauser aclara la cita precedente: “Dicho de otro modo: unos, siguiendo sus inclinaciones autocráticas y conservadoras, veneran como más antiguas las formas decorativas geométrico-ornamentales; otros, de acuerdo con sus tendencias liberales y progresistas, veneran como más antiguas las formas expresivas naturalistas e imitativas” (Ibíd.)

No obstante, a lo dicho por Hauser hay que añadir que también ha habido, siempre, una tercera “intención”, que ha intentado morigerar el enfrentamiento, y ha optado por adoptar un “aspecto positivo” de cada una de las tendencias principales, aunque, finalmente, ha inclinado su vínculo hacia la conservadora o formalista. Esta posición “tercerista” se puede ilustrar convenientemente con la siguiente cita de Don Marcelino Menéndez y Pelayo, quien negando la actitud formalista de separar a las obras de arte de su contexto epocal, de su dependencia con la realidad, dice: “No es acertado considerar al autor fuera de su época”, y, a continuación, niega también la actitud realista de hacer lo contrario: establecer la dependencia de las obras de arte respecto de la realidad, y dice: “pero aún es más dañoso anular su personalidad y convertirle en eco, reflejo o espejo de una civilización.”[1]

Nosotros, desde la perspectiva de la estética marxista, observamos que el insigne maestro –seguramente sin poseer toda la información sobre la teoría del reflejo, que es la base fundamental de la estética marxista– cayó en el error de atribuir a la teoría del reflejo las restricciones o reducciones con que la simple “metáfora del espejo” la confunde; porque, si se observa bien, don Marcelino manifiesta no estar de acuerdo con que se convierta a la personalidad del autor “en eco, reflejo o espejo de una civilización”. Y la teoría del reflejo “no convierte” a nadie en eso; simplemente, se rige por una ley natural, propia del mundo material, según la cual es propio de la materia reflejar y reflejarse con todo lo que interactúa.[2] Y, si la sociedad es parte de ese mundo natural, material, y el hombre es parte de la sociedad, y el artista es hombre, por lo tanto, el artista cae dentro de esa ley general, es decir que su conciencia se nutre de su acción y reacción con el mundo al que pertenece. El mismo Díaz-Plaja dice que “El fenómeno literario ya viene condicionado –físicamente, diríamos– por la sociedad en la que surge y a la cual, a su vez, refleja.” (op. cit. p. 69). Hasta don José Ortega y Gasset así lo reconoce, y dice: “El idioma mismo en que por fuerza habremos de pensar nuestros propios pensamientos es ya un pensamiento ajeno, una filosofía colectiva, una elemental interpretación de la vida que fuertemente nos aprisiona” (de: “En torno a Galileo”, cit. por Díaz-Plaja, Ibíd. p. 82). Y ¿por qué es así? Porque como lo dice el mismo Díaz-Plaja: “No olvidemos que para el lenguaje la existencia de una realidad social es evidente después de Saussure para quien, efectivamente, ‘el lenguaje es un hecho social’.” (Ibíd. p. 71).

En síntesis, se puede decir que con la teoría del reflejo no se está devaluando el trabajo del artista al decir que “es un reflejo de la realidad”. Se está ajustando su origen a lo que, realmente, es: haberse formado con los materiales que el autor ha recibido de la realidad y que él ha transformado para esa génesis. De admitirse el juicio de don Marcelino Menéndez y Pelayo, lógicamente, se desemboca en el terreno idealista y formalista de suponer que la obra constituye un mundo independiente, que se ha hecho por sí solo o sólo por ensalmo de la “capacidad creadora” (“capaz de sacar algo de la nada”) del autor. Y no; esa “capacidad creadora” se explica porque es el resultado de un trabajo especial.[3] Y ¿por qué es especial? Porque el artista domina sus materiales, sus técnicas, su tradición.[4] No es “especial” porque sea “superior” a los demás; es especial, como lo es el trabajo del albañil, del zapatero, del ingeniero, del físico, del matemático, sin que se pueda decir que son “superiores” ni “inferiores” al artista, y éste difícilmente podrá incursionar en el trabajo de aquéllos con su misma eficiencia (y viceversa): ¡por eso se habla de trabajos especiales!

Pero el error aquí contemplado, no es exclusivo de don Marcelino. Otros también incurren en él, como es el caso de Bataillon, quien –nos lo dice Díaz-Plaja: “aconseja no insistir demasiado en la consideración del ‘Lazarillo’ como reflejo de la sociedad española para estudiarlo como lo que es, como una extraordinaria creación artística” (Ibíd., p. 91. Cursivas nuestras). Es decir, estos autores están oponiendo “creación artística” a “reflejo”, porque se piensa que éste sólo es propio de las obras que copian la realidad, y que no han trascendido la imitación de los “pelos y señales” del mundo real.[5] Y no: la “creación más extraordinaria” es reflejo de la realidad, porque los elementos que la conforman –con toda su excelsitud de belleza y extrañamiento de la realidad– antes de llegar a esa magnitud que nos deslumbra, han sido reflejados en la conciencia del artista, y es en su conciencia que el artista los ha transformado y sobre la base de ellos ha podido “crear” otros que nunca nadie ha visto, que sólo ese artista especial ha producido, creado, inventado, pues no se olvide que el hombre (y el artista lo es) no produce, no crea, no inventa de la nada: su pensamiento se forma a través de su contacto directo con la realidad, en la que también está “un pensamiento ajeno, una filosofía colectiva, una elemental interpretación de la vida que fuertemente nos aprisiona” (José Ortega y Gasset).

        Sin embargo, es de observar que hasta pensadores de formación marxista incurren en el error. Veamos el caso de Lucien Goldmann; dice: “… un gran sector de la sociología contemporánea de la literatura estaba y están todavía guiados por la búsqueda de correspondencias entre la obra y el contenido de la conciencia colectiva. Los resultados de los trabajos de este tipo eran fáciles de prever… en la medida en que consideran la obra como simple reflejo de la realidad social se afirman como más eficaces cuando se aplican a obras poco creadoras que reproducen la realidad con un mínimo de trasposición; e incluso en el mejor de los casos, desmenuzan el contenido de las obras, insistiendo en sacar a la luz lo que es reproducción directa de la realidad y dejando de lado todo lo que se refiere a la creación imaginaria” (Literatura y sociedad, p. 215). Y, en principio, ¿qué es lo que está confundiendo Goldman? Que el análisis sociológico corresponde al ámbito de la crítica o la historia literarias; no, al de la teoría literaria, que es el que corresponde a la teoría del reflejo. Y si un sociólogo de la literatura le atribuye a una obra mayores méritos, de acuerdo con sus preferencias: por avocarse más al contenido y considerar que eso se aprecia mejor en obras que reproducen directamente la realidad y dejan de lado los niveles imaginativos, y, lo que es peor, que todas esas condiciones las relaciona con un aislante “reflejo de la realidad social”, pues es obvio que se han confundido los parámetros epistemológicos que dan sustento al reflejo en el plano teórico de la literatura, porque para éste los elementos de “la creación imaginaria” no dejan de ser reflejo de la realidad total, no sólo social.

Entonces, lo que está pasando con estos pensadores es que parten de premisas verdaderas, pero llegan a conclusiones falsas. Y es el caso de Ortega y Gasset que incurre en esta contradicción porque, si bien admite que nuestras ideas se forman de su “comercio”, de su trato con el mundo real, cuando ya se han formado esas ideas, entonces adquieren una potencialidad propia. Y Ortega dice que “se trata de una perspectiva opuesta a la que usamos en la vida espontánea. En vez de ser la idea instrumento con que pensamos un objeto, la hacemos a ella objeto y término de nuestro pensamiento”. (La deshumanización…, p. 32). Y esto es idealismo puro. No otra cosa afirma Henri Bergson, el padre del intuicionismo, quien define así la intuición: “La intuición de que hablamos –dice– se refiere ante todo a la duración interior; intuye una sucesión que no es sucesión, que no es yuxtaposición; un crecimiento por dentro, la prolongación ininterrumpida de lo pasado en un presente que empalma con lo porvenir” [y hasta aquí como que coincidimos con lo dicho, pero luego viene el cambio]; “es la visión directa del espíritu por el espíritu. Nada de interpuesto, nada de refracción a través del prisma [y saltó la liebre: nada de reflejo] “cuyo primer haz es espacio y cuyo segundo haz es lenguaje. En vez de estados contiguos a estados, que vienen a trocarse en palabras seguidas de palabras, la continuidad indivisible, y por ende, substancial del fluir de la vida interior.” (El pensamiento y lo movible, pp. 26-27). “Desde este instante –como ya hemos visto que dice Marx– se halla la conciencia en condiciones de emanciparse del mundo y entregarse a la creación de la teoría “pura”, de la teología “pura”, la filosofía y la moral “puras”.” (La ideología alemana, p. 32).

No obstante, Ortega (como todos los idealistas) vive su mundo ideal aisladamente y, para ello, nada más fácil que hacer desaparecer al mundo real (es la actitud típica del solipsismo[6]), y como la “Inmensa Humanidad” (título del poema de Nazim Hikmet) no admite ese calembour, pues, también es fácil: se prescinde de la humanidad y se queda sólo con los privilegiados que, como él, creen en ese “mundo ideal”, que es eterno, mientras que el mundo real es perecible. Y es así que les atribuye esa actitud a los artistas jóvenes, a los artistas modernos jóvenes, pues ha descrito previamente al poeta antiguo (desde siempre hasta el siglo XIX), y llega a la conclusión de que: “El poeta quería siempre ser un hombre.” (¡Horror! ¡Qué tal insensatez!) Y se deja interrogar por “alguien” que se levanta de las ruinas de ese mundo real ya desaparecido, y se entabla el siguiente diálogo:

“¿Y esto [que el poeta quisiera ser siempre un hombre] parece mal a los jóvenes? –pregunta con reprimida indignación alguien que no lo es [es decir, que no es poeta]–. ¿Pues qué quieren? ¿Que el poeta sea un pájaro, un ictiosauro, un dodecaedro?
No sé –responde Ortega–, no sé; pero creo que el poeta joven, cuando poetiza, se propone simplemente ser poeta.”

Pero –aclaremos– esto le ha pasado siempre al poeta de todos los tiempos y de todas las edades. Y cuando “no poetiza” vuelve a actuar como un hombre común y corriente que sigue alimentando su conciencia, nutriendo su “almacén” para cuando vuelva a actuar como poeta. Hay una famosa frase de Vallejo: “El poeta no lo es las veinticuatro horas del día”. Pero continúa Ortega: “Ya veremos cómo todo el arte nuevo, coincidiendo en esto con la nueva ciencia, con la nueva política, con la nueva vida, en fin, repugna ante todo la confusión de fronteras. Es un síntoma de pulcritud mental querer que las fronteras entre las cosas estén bien demarcadas.”

Sin embargo, obsérvese la confusión categorial en que incurre Ortega –indigna de un filósofo. Porque está bien que las fronteras se marquen entre los especialistas, los hombres que realizan actividades especiales se diferencian según sus especialidades: un pintor al actuar como pintor se diferencia de un poeta, aunque él mismo realice también la actividad de poeta, pero cuando realice ésta lo estará haciendo de manera diferente de cuando pintor; no obstante, en ninguna de esas actividades puede estar marcando diferencia con su condición de hombre, pues perdería sustento, no tendría piso, se hundiría en la nada: cualquier actividad especial que realice el hombre la realiza como tal, hombre; no puede establecer una frontera entre su humanidad y su actividad: pensar lo contrario es un absurdo. Sin embargo, Ortega prosigue: “Vida es una cosa, poesía es otra” (y esto es un despropósito supino, porque sin vida no hay nada; pero como esto lo sabe Ortega, esa idea absurda se la transfiere a los poetas jóvenes; repitamos la frase:) “Vida es una cosa, poesía es otra –piensan o, al menos, sienten” (¿quiénes?: los poetas jóvenes; Ortega, no. Y continúa:) “No las mezclemos. El poeta empieza donde el hombre acaba. El destino de este es vivir su itinerario humano; la misión de aquel es inventar lo que no existe.” Y –preguntamos– ¿no es ésta misión de inventar, también, parte de su destino humano? ¿O se cree que el poeta está cumpliendo con la misión de un destino divino?

“De esta manera se justifica el oficio poético” –continúa Ortega, y aún dice: “El poeta aumenta el mundo, añadiendo a lo real, que ya está ahí por sí mismo, un irreal continente. Autor viene de ‘auctor’, el que aumenta. Los latinos llamaban así al general que ganaba para la patria un nuevo territorio.” Sí, pues, don José; pero ese aumento de entes nuevos en la realidad, lo hacen todos los hombres que trabajan creadoramente; la diferencia está en que –según Ortega– el poeta aumenta un “continente irreal”; pero si lo irreal pasa a aumentar la realidad, pues ya deja de ser irreal, de lo contrario tendría que aumentar la “irrealidad”, y, pues, en ese caso, entendámonos: no se está hablando de “hombres poetas” sino de dioses que se creen hombres, y que viven en un mundo puramente ideal, sin posibilidades de acrecentar el mundo real.

“Mallarmé –continúa Ortega– fue el primer hombre del siglo pasado (XIX) que quiso ser un poeta.” (¿O ha querido decir: ‘que quiso ser un dios’?) “Como él mismo dice, ‘rehusó los materiales naturales’ y compuso pequeños objetos líricos, diferentes de la fauna y la flora humanas. Esta poesía no necesita ser ‘sentida’, porque, como no hay en ella nada humano, no hay en ella nada patético. Si se habla de una mujer es de la ‘mujer ninguna’ y si suena una hora es ‘la hora ausente del cuadrante’. A fuerza de negaciones, el verso de Mallarmé anula toda resonancia vital y nos presenta figuras tan extraterrestres que el mero contemplarlas es ya sumo placer. ¿Qué puede hacer entre estas fisonomías el pobre rostro del hombre que oficia de poeta? Sólo una cosa: desaparecer, volatizarse y quedar convertido en una pura voz anónima que sostiene en el aire las palabras, verdaderas protagonistas de la empresa lírica. Esa pura voz anónima, mero substrato acústico del verso, es la voz del poeta, que sabe aislarse de su hombre circundante”. (pp. 44-45).[7]

Y lo que hemos visto hasta aquí es que el filósofo idealista sabe también aislarse de su hombre circundante. A pesar de que él es el autor de esta socorrida frase: “Yo soy yo y mi circunstancia.”  Pero ninguno de los dos (Mallarmé y Ortega) pudieron probar que en realidad hubieron logrado ese prodigio; ni ninguno de sus seguidores, porque el libro y las palabras con que escriben o describen su mundo ideal son hechos reales, sociales y materiales que les malogran la fiesta, pues al final vemos que no se han ido a ningún mundo ideal, y que la “ninguna mujer” y los “seres extraterrestres” tienen su base en “alguna mujer” y en “seres terrestres”. Para que exista ese mundo poético ideal, tendría que construirse sin ninguna voz humana y sin ninguna palabra (iba a decir también “humana”, pero es tautológico). Y el solo imaginar una poesía así deshumanizada, inexistente, es ya estar partiendo de lo que existe: la poesía humana; por lo tanto, la poesía deshumanizada sería reflejo de ésta. Aunque Ortega no transcribe ningún poema de Mallarmé, hagámoslo aquí con uno en su versión original, en francés, y con su correspondiente traducción en español, para ver cómo es verdad lo dicho por Ortega y lo cuestionado por nosotros.


Apparition


La lune s’attristait. Des séraphins en pleurs
Rêvant, l’archet aux doigts, dans le calme des fleurs
Vaporeuses, tiraient de mourantes violes
De blancs sanglots glissant sur l’azur des corolles.

—C’était le jour béni de ton premier baiser.
Ma songerie aimant à me martyriser
s’enivrait savamment du parfum de tristesse
Que même sans regret et sans déboire laisse

La cueillaison d’un Rêve au coeur qui l’a cueilli.
J’errais donc, l’œil rivé sur le pavé vieilli
Quand avec du soleil aux cheveux, dans la rue
Et dans le soir, tu m’es en riant apparue

Et j’ai cru voir la fée au chapeau de clarté
Qui jadis sur mes beaux sommeils d’enfant gâté
Passait, laissant toujours de ses mains mal fermées
Neiger de blancs bouquets d’étoiles parfumées.
Aparición

Esteban Mallarmé

   La luna se apenaba. Llorosos serafines
ensoñando, en la calma de esfumados jardines,
arrancaban, con arcos, de murientes violas
albos lloros fluyentes en azules corolas.

   Era el día bendito de tu beso primero.
Mi ensoñación, que gusta siempre darme tormento,
embriagábase en el perfume de tristeza
que, aun sin nostalgia y sin gratitud, deja
  
la cosecha de sueños en el que la ha cogido.
Vagaba, pues, absorto en el sórdido piso,
cuando, con los cabellos de sol, te apareciste
risueña entre la noche y en la calle triste.

Y creí ver el hada de caperuza albar
que en mis sueños de niño mimado vi pasar
dejando caer siempre de sus manos nevadas,
de blancos ramilletes, estrellas perfumadas.


Es evidente la oscuridad del poema porque no se identifica al “oyente imaginario”, del que se nos da una información muy escueta y sesgada, la misma que insinúa que puede tratarse de una mujer, pues se nos dice que, viéndola, creyó ver al “hada de caperuza albar” que de niño vio en sueños, la misma que dejaba caer de sus “manos nevadas” ‘blancos ramilletes de estrellas perfumadas’; pero, dentro de la órbita simbolista, en que produce el poeta, se puede interpretar que se refiere no a una mujer específica, sino “a la poesía”. No obstante, esa imagen del hada, ese supuesto “ser femenino representante de la poesía”, sigue siendo parte de la “mujer general”, del género femenino, imagen que el poeta no podía haber construido sin un conocimiento previo del referido género. Y todo el “mundo imaginario del poema” tiene su trampolín en elementos de la realidad. Ninguna de las palabras usadas por el poeta resultan tan extrañas como para suponer su existencia independiente del mundo real, aunque se nos diga que no aluden a nada específico de este mundo, y que por sí mismas se autoconstruyen; pero, aun en ese supuesto, negado, no dejan de ser palabras que previamente se han reflejado en la conciencia del poeta; porque –al decir de Ludwig Wittgenstein–: “Al igual que no podemos en absoluto representarnos objetos espaciales fuera del espacio, ni temporales fuera del tiempo, tampoco podemos representarnos objeto alguno fuera de la posibilidad de su conexión con otros.”[8]

No es verdad, pues, que, como dice Ortega, ese mundo imaginario esté anulando “toda resonancia vital y nos presenta figuras tan extraterrestres que el mero contemplarlas es ya sumo placer.” Ahora bien, por lo que respecta a esto del “sumo placer”, hay que precisar que eso ya no corresponde ser dirimido por la teoría del reflejo. El reflejo opera en el ámbito de la producción artística, explicando a ésta teóricamente; no, técnicamente. La calificación de su excelsitud pertenece al ámbito de la recepción estética, de la crítica y la historia literarias. Y allí, es lo más seguro, no todos se sentirán movidos por el mismo ánimo de Ortega, de lo cual debe seguirse que esa ‘contemplación de sumo placer’ es también “patética”, en el caso del degustador formalista; no es sólo atribuible al degustador humanista, como lo insinuaba Ortega; pero ese “sumo placer” que puede inspirar el poema de Mallarmé, no será porque sólo es perceptible por seres privilegiados, sino porque –quiérase o no– hay dos maneras de hacer y de recibir la poesía: desde los cánones de la poesía realista y de la poesía formalista. No hablemos de una sola poesía. La del formalista Mallarmé es un reflejo de su realidad (aunque él no lo admita), e igual ocurre con la poesía del realista Hikmet (sin necesidad de admitirlo). Veamos el poema de éste, insinuado arriba:

La inmensa humanidad

La inmensa humanidad va a trabajar a los ocho años
                Viaja en tren de tercera
                A pie por los caminos
                viaja la inmensa humanidad

La inmensa humanidad va a trabajar a los ocho años
                A los veinte se casa
                Se muere a los cuarenta
                la inmensa humanidad

El pan
        alcanza para todos menos para la inmensa humanidad
                y lo mismo el arroz
                y lo mismo el azúcar
                y lo mismo las telas
                y lo mismo los libros
        alcanzan para todos menos para la inmensa humanidad

No hay sombra sobre la tierra de la inmensa humanidad
        no hay faroles en sus calles
        ni vidrios en sus ventanas

Pero la inmensa humanidad espera
        la vida es esperanza

Ambas concepciones poéticas, pues, tienen su propia existencia y, aunque contienden, no se anulan. E, igualmente, tienen sus propios receptores que también contienden en la vida social, y, por tanto, no necesariamente coinciden en sus gustos. Y esta situación, vista dialécticamente, “es y no es” un problema de clases sociales; porque puede ser que una persona de ideología proletaria se sienta conmovida por un poema formalista, y, a la inversa, que una persona de ideología burguesa, reconozca el valor de un poema realista, aunque sea a regañadientes en ambos casos; porque –también en ambos casos– se tiene que reconocer la calidad artística que, como se percibe a través de la forma, no tiene –teóricamente– carácter de clase, por eso decimos que no es problema de clases sociales; pero ese reconocimiento no anula –crítica e históricamente– la concepción básica de cada quien, que implica tendencia, y, como ésta se manifiesta a través del contenido, sí tiene un carácter de clase, y por eso decimos que (en última instancia) sí constituye un problema de clases sociales.   

Veamos esta situación con un último ejemplo, el verso de César Vallejo que dice: “Solía escribir con su dedo grande en el aire.” ¿Se puede hablar de alguien que realice la acción de “escribir en el aire”? ¿Quién puede realizar acción tan ilógica? El único: Pedro Rojas. El personaje lírico, cuya acción es descrita así: “Solía escribir con su dedo grande en el aire: / Viban los compañeros. Pedro Rojas.” Y esta desconcertante escritura vallejiana nos está diciendo, en verdad, que Pedro Rojas escribía en las paredes la frase con que da vivas a los luchadores de la democracia, contra el fascismo que había perpetrado su golpe de Estado contra el gobierno republicano, y diera inicio a la guerra civil que duró de 1936 a 1939, en España.

Y  Vallejo está diciendo que ‘escribir en las paredes es como escribir en el aire’, porque –así como el aire– las miradas de los transeúntes pasan y se llevan la frase: “Viban los compañeros. Pedro Rojas.” Pero obsérvese que es una frase doblemente delatora, porque revela los errores de quien la escribe (“con esa b del buitre en las entrañas”, dirá Vallejo); pero también delata a su autor, porque éste escribe su nombre al pie. En el primer caso se está sintetizando la siguiente realidad: ‘Que Pedro Rojas no era un hombre plenamente instruido, que su manejo del idioma era deficiente’, pero que esa era su realidad y hay que reflejarla como tal; sin embargo, la forma poética de decirlo es con un solo dato: escribiendo “viban”, así. Por lo segundo, de que Pedro Rojas escribiera su nombre en su grafito, nos prepara para prever que sus enemigos no tuvieran que hacer muchos esfuerzos para identificarlo, capturarlo y matarlo “entre el cabello de su mujer, la Juana Vásquez”, es decir, en su casa, junto a su mujer que sólo tenía para esconderlo la débil fortaleza de sus cabellos, que son símbolo de la mujer toda: no vemos su rostro, no vemos su cuerpo, sólo sus cabellos.

Y ese es el mecanismo formal de la poesía: decir las cosas sintética e indirectamente. Y, no obstante, con tal carga  de  significado  que  emociona. Y  no  importa  que  esté  hablando –como en este caso– de un tema social, real y directo, o que se haga de sueños irreales o imágenes indirectas y mediatas. Lo importante es que quien lea el poema sienta que no es algo común (como puede serlo una noticia periodística, cuyo significado es evidente) sino que quien lo lee siente que él está descubriendo algo que no está dicho ahí, directamente.

Y entonces el lector se convierte también en un creador de segundo plano, es decir: un recreador. Vuelve a crear a partir de lo creado por el poeta. Es probable que descubra significados que no se le habían ocurrido al poeta, porque las palabras del poeta están estimulando en su conciencia otros reflejos de su propia realidad. Y, por eso, un mismo poema puede suscitar distintas lecturas en lectores diversos, cada lector puede darle un significado diferente, pero vital, porque la poesía es así de transparente, como el aire, como el cristal, a través del cual se percibe la única, intransferible realidad que le permitió al hombre humanizarse y, a su vez, a éste humanizarla a ella.  



[1]    Cit. por: Guillermo Díaz-Plaja, El estudio de la literatura. Los métodos históricos, Barcelona, Editorial SAYMA, 1963, p. 84.
[2]    “El reflejo es una de las propiedades fundamentales de la materia. ‘Es lógico suponer –subrayaba Lenin– que toda la materia posee una propiedad esencialmente parecida a la sensación, la propiedad de reflejar…’.” A. M. Korshunov, La teoría del reflejo y la actividad creadora, Montevideo, Ediciones Pueblos Unidos, 1973, p. 12.
[3]    “Esta propiedad privada material, inmediatamente sensible, es la expresión material y sensible de la vida humana enajenada. Su movimiento –la producción y el consumo– es la manifestación sensible del movimiento de toda la producción pasada, es decir, de la realización o realidad del hombre. Religión, familia, Estado, derecho, moral, ciencia arte, etc., no son más que formas especiales de la producción y caen bajo su ley general. La superación positiva de la propiedad privada como apropiación de la vida humana es por ello la superación positiva de toda enajenación, esto es, la vuelta del hombre desde la religión, la familia, el Estado, etc., a su existencia humana, es decir, social.” Carlos Marx, Manuscritos Economía y Filosofía, Madrid, Alianza Editorial, 1970, p. 144. (Cursivas de Marx).
[4]    El mismo Mario Vargas Llosa que ha teorizado la creencia de un mundo autónomo para la novela, como producto de un ‘asesinato de Dios’ por parte del novelista a quien él llama el deicida, llega a la conclusión que éste no puede eludir su deuda con la realidad, y dice: “Así como el deicida no puede, en lo que se refiere a sus ‘temas’, escapar a un cierto condicionamiento que ejerce sobre él la realidad, tampoco puede, en el motivo a la praxis de su vocación, a la ‘forma’ narrativa, escapar a otro relativo condicionamiento de la realidad, que preexiste a él: el del lenguaje y la tradición literaria”.
[5]    Una expresión burda de esta concepción la he encontrado en un artículo del buen –aunque vitriólico– periodista César Hildebrandt, en el que dice: “… en literatura, a pesar de lo que digan los mensajistas y los sonsos, todo es forma: magia de la palabra y de la pausa, recodo del silencio.” César Hildebrandt, “Maravillosas palabras”, en: La Primera, Lima, domingo 17-01-2010.
[6]    “Un solipsista –dice Fredric Brown–, para el caso de que no conozcan ustedes la significación de esta palabra, es alguien que cree que él es lo único que realmente existe, que lo demás y el universo en general no existen más que en su sola imaginación y que si él dejara de imaginarlos, dejarían de existir.” “Jehova”, en: Varios, El humor absurdo, Buenos Aires, Editorial Brújula, 1967, p. 279. 
[7] ¿Se nota alguna diferencia entre estos aforismos de Ortega y las siguientes expresiones, correspondientes al poeta peruano Martín Adán y al filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein, respectivamente: “Poesía no dice nada / Poesía se está callada / Escuchando a su propia voz”; “De lo que no puede hablarse es mejor callar”.
[8]   Tractatus lógico-philosophicus, tomado de Microsoft ® Encarta ® 2009. © 1993-2008 Microsoft Corporation. Reservados todos los derechos. Esta proposición de Wittgenstein rectifica la idea que se quiere presentar de él cuando se cita su otra proposición: “De lo que no puede hablarse es mejor callar”, insinuando que él propugnaba la idea de que la “verdadera poesía” sería aquella que “no dice nada” o que el destino de la poesía es el silencio. Creemos, más bien, que puede interpretarse así: ‘Si el poeta quiere hablar de cosas no correspondientes con la realidad, mejor que se calle’.

*Julio Carmona es miembro del Comité de Redacción de CREACIÓN HEROICA. Es autor de varios libros de poesía como Mar Revuelta, A Nivel de la Arcilla, A Orillas del Amar, Tun Tun Quién Es, Donde Dice Amor Lluvia o Pena, Espinas las de la Rosa, Dar De Sí Más; del libro de relatos Recuentos; de los estudios El Mentiroso y el Escribidor. Teoría y Práctica Literarias de Mario Vargas Llosa y La Poesía Clasista. Poesía y Lucha de Clases en el Perú, entre otros.

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