Stalin. Historia y Crítica de una Leyenda Negra
(21)
Domenico Losurdo
Stalin y la conclusión del Segundo período de desórdenes
La Revolución rusa se muestra ahora bajo una perspectiva
nueva: «Sin duda, el éxito de los bolcheviques en la guerra civil se debió, en última
instancia, a su extraordinaria capacidad para "construir el Estado", capacidad
que sin embargo faltaba a sus adversarios». Quienes han llamado la atención sobre esta cuestión
fueron, en la Rusia de 1918, algunos de los enemigos declarados de los bolcheviques.
A éstos últimos Pavel Miliukov reconoce mérito de haber sabido «restablecer el Estado».
Vassily Maklakov va más allá. «El nuevo gobierno ha comenzado a restaurar
el aparato de Estado, a restablecer el orden, a luchar contra el caos. En este campo
los bolcheviques han dado muestras de energía, diré aún más, de un innegable talento».
Tres años después, en un periódico americano ultraconservador incluso se podía leer
«Lenin es el único hombre en Rusia que tiene el poder para mantener el orden. Si
fuese derrocado, sólo reinaría el caos»286.
La dictadura revolucionaria surgida de la Revolución de
octubre asume también una función nacional. Lo entiende bien Gramsci cuando, en
junio de 1919, celebra a los bolcheviques como protagonistas de una gran revolución,
sí, pero también por haber demostrado su grandeza revolucionaria conformando un
grupo dirigente constituido por «estadistas» excelentes
y capaces por tanto de salvar a toda la nación de la catástrofe en la que se había
precipitado por el antiguo régimen y la vieja clase dominante (supra, p. 77). El año después lo mencionará indirectamente
el mismo Lenin cuando, en polémica contra el extremismo, subraya que «la revolución
no es posible sin una crisis de toda la nación (que implique por tanto a explotados
y explotadores)»; conquista la hegemonía y consigue la victoria la fuerza política
que se muestra capaz de resolver precisamente tal crisis287. Es sobre
esta base que se adhiere a la Rusia soviética Aleksei Brusilov, el brillante general de origen noble al que hemos
visto intentar en vano salvar a sus oficiales, llevados al suicidio por la violencia
salvaje de los campesinos alzados: «Mi sentido del deber hacia la nación me ha obligado
a menudo a desobedecer a mis naturales inclinaciones sociales»288. Pocos
años después, en 1927, al esbozar un retrato de Moscú, Walter Benjamín subrayaba
con agudeza «el fuerte sentido nacional que el bolchevismo ha desarrollado en todos
los rusos, sin distinción»289- El poder soviético había conseguido conferir
una nueva identidad y una nueva autoconsciencia a una nación no solamente terriblemente
puesta a prueba, sino también de algún modo trastornada y a la deriva, carente en
todo caso de firmes puntos de referencia.
Y, sin embargo, la «crisis de toda la nación rusa» no había
acabado realmente. Habiendo estallado en toda su violencia en 1914 pero con un largo
período de incubación a sus espaldas, ha sido definida en alguna ocasión un "Segundo
período de desórdenes", en analogía con el que arreció Rusia en el siglo diecisiete.
La lucha entre los pretendientes al trono, se desarrolla entrelazándose con la crisis
económica y la revuelta campesina así como con la intervención de las potencias
extranjeras, se agudiza en el siglo veinte con la ampliación del conflicto también
a los diversos principios de legitimación del poder. Siguiendo la tripartición clásica
de Weber, el poder tradicional había acompañado en la sepultura a la familia del
Zar, aunque algún que otro general intentaba desesperadamente exhumarlo; ya en descomposición
tras el duro conflicto surgido a causa del tratado de Brest-Litovsk, el poder carismático
no sobrevive a la muerte de Lenin; finalmente, el poder legal encuentra una extraordinaria dificultad para afirmarse,
después de una revolución que triunfa ondeando
una ideología completamente atravesada por la utopía de la extinción del Estado, en un país en el que
el odio de los campesinos por sus señores
se expresaba tradicionalmente en tonos violentamente antiestatales.
De ser todavía posible un poder carismático, su realización
más probable descansaba en la figura de Trotsky, genial organizador del Ejército
rojo, brillante orador y escritor que pretendía encarnar las esperanzas de triunfo
de la revolución mundial, de la que hacía descender la legitimidad de su aspiración
a gobernar el partido y el Estado. Stalin era sin embargo la encarnación del poder
legal-tradicional que con esfuerzo intentaba afianzarse: a diferencia de Trotsky,
llegado tarde al bolchevismo, Stalin representaba la continuidad histórica del partido
protagonista de la revolución y por tanto
detentar de la nueva legalidad; por añadidura, afirmando la posibilidad del socialismo
también en un sólo (gran) país, Stalin daba una nueva dignidad e identidad a la
nación rusa, que superaba así la temible crisis -de ideas además de económica- sufrida tras la derrota y el caos
de la primera guerra mundial, para encontrar finalmente una continuidad histórica.
Pero precisamente por esto los adversarios proclamaban la "traición" consumada,
mientras que para Stalin y sus seguidores los traidores eran todos aquellos que
con el riesgo que suponía facilitar la intervención de las potencias extranjeras,
ponían en peligro en última instancia la supervivencia de la nación rusa, que era
al mismo tiempo la vanguardia de la causa revolucionaria. El choque entre Stalin
y Trotsky es el conflicto no solamente entre dos programas políticos sino también
entre dos principios de legitimación.
Por todas estas razones, el Segundo período de desórdenes se concluye con la derrota de los defensores del antiguo régimen apoyados por las potencias extranjeras, como comúnmente se sostiene, sino más bien con el final de la tercera guerra civil (la que divide al mismo grupo dirigente bolchevique y también con el final del conflicto entre principios de legitimación contrapuestos; por lo tanto no en 1921, sino en 1937. Pese a dejar atrás el Período de desórdenes propiamente dicho con la llegada de la dinastía de los Romanov, la Rusia del siglo diecisiete conoció una consolidación definitiva con la ascensión al trono de Pedro el Grande. Tras haber atravesado su fase más aguda en los años que van desde el estallido de la Primera guerra mundial hasta el final de la intervención de la Entente, el segundo período de desórdenes acaba con el afianzamiento del poder de Stalin y la industrialización y "occidentalización" impulsadas por él en previsión de una guerra cercana.
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