En el 2013: Se Recuerdan los
Ciento Veintiún Años de Vida de César Vallejo, los Ciento Dieciocho
de José Carlos Mariátegui, los Ciento Dos de José María Arguedas y
los Setenta y Uno de Javier Heraund
Vallejo y el Vanguardismo
Julio Carmona
Vanguardia
y revolución son dos conceptos que marcan a la literatura que surge en América
al comenzar el siglo XX. El concepto de revolución surge bajo el influjo de las
revoluciones mexicana (1910) y rusa (1917). Y su reflejo en la literatura marcha
paralelo a la “evolución” artística que se está dando en Europa con el
vanguardismo, que, en cierta medida, busca “revolucionar” el arte. Por ello,
los límites entre ambas corrientes socio-culturales de comienzos del siglo XX,
son muy sutiles, pero son. Y tal vez el más notorio sea el que marcan las
características del orden y la aventura con sus signos específicos en relación
con la realidad: de acercamiento (el primero) y alejamiento (la segunda).
La
literatura americana moderna no es flor de invernadero, no nace por
partenogénesis, como ciertos organismos unicelulares. Es una literatura, pues,
que está marcada por un hecho palmario: la existencia de dos maneras
contrapuestas de entender el arte: aquella que lo aleja de la realidad y lo
aísla valorándolo sólo por su forma, y de ahí le viene la denominación de formalismo, y la otra que acerca el arte
a la realidad considerando, incluso, que su misma forma es deudora de ella, y
por esa cercanía a lo real adopta la denominación de realismo. El vanguardismo, con su pretensión declarada de hacer
avanzar al arte más allá de lo que había ocurrido desde el renacimiento (y los
movimientos que lo sucedieron), circunscribió ese impulso a los límites
puramente formales, y no trascendió a buscar el vínculo con la revolución
social, a pesar de la postura política asumida por el superrealismo (que no
pasó de eso: postura). Contrariamente, el realismo en su afán de no aislarse de
la realidad, asumió de ésta la dimensión irrevocable de la revolución social
que, indirectamente, implicaba una transformación artística, la misma que no
tenía por qué ser solamente formal.
Para
definir al vanguardismo (formalismo) y al realismo suele usarse, también
(aparte del orden y la aventura), las expresiones de pesimismo y optimismo.
Pero, en realidad, lo que debe hacerse respecto de éstas, para deslindar sus
diferencias, es determinar el carácter de clase que las sustenta. Y entonces se
verá que ambas pueden darse en cualquiera de las clases sociales. Un poema
burgués o un poema proletario pueden ser optimistas o pesimistas. De donde se
deduce que tanto el optimismo como el pesimismo no deciden la dirimencia. Es
más, no se pierda de vista que tanto el pesimismo como el optimismo suelen ser
estados de ánimo extremos en que se debate la pequeña burguesía. Y en ese
sentido se puede decir con William George Ward que "El pesimista se queja
del viento; el optimista espera que cambie; el realista ajusta las velas",
es decir, que las dos primeras opciones son insuficientes, porque no son
dialécticas; mientras que la del realismo sí lo es, porque el hombre realista
es el que sabe estar en la realidad, creando sentidos y posibilidades positivas
para la vida humana. Realista –como ha dicho alguien– es aquél que convierte
sus diferencias con otros en un espacio de crecimiento personal y colectivo, y
se responsabiliza de sus actos y decisiones frente a las opciones de solución y
de construcción de consenso. Realista es aquél que –al decir de José
Vasconcelos y lo admitía Mariátegui– proclama un pesimismo de la realidad
basándose en un optimismo del ideal.
Muchas
veces el término ‘vanguardismo’ se usa de manera indiscriminada para clasificar
como tales a algunos poetas, considerando, por ejemplo, sólo la época en que
les tocó actuar (de preferencia las tres primeras décadas del siglo XX) que
coincide con el movimiento vanguardista europeo del período de entreguerras
(1918-1939). El criterio de peso para esa clasificación es el hecho de que esos
poetas impulsaron con su obra la transformación formalista que había iniciado
el modernismo, y que con el vanguardismo llegó a límites insospechados. Y, en
ese sentido, la mayoría de los poetas de dicho período, en efecto, rompen con
la poesía tradicional de manera casi absoluta. Y este fue un paso que los
poetas modernistas no se atrevieron a dar. Pero no todos esos poetas hicieron
una poesía puramente formalista, esteticista o deshumanizada (según la
calificación acuñada por Ortega y Gasset). Los hay que, aprovechando ese
impulso formal, apostaron por una propuesta de transformación total, de la
realidad, de la sociedad, de la humanidad. Lo lamentable es que a los poetas de
este esfuerzo se les trata de incluir sólo dentro del esteticismo, del purismo
o del vanguardismo.
Desde
esta perspectiva, es que algunos estudiosos incluyen a César Vallejo (Santiago
de Chuco, 1892-1938) dentro de la literatura de vanguardia, y otros a Alberto
Hidalgo (Arequipa, 1897; Buenos Aires, 1967) dentro
de la literatura de la revolución. Pero no hay que perder de vista un hecho
crucial. Que ambas corrientes se imbrican decididamente con las posturas
ideológicas y políticas de sus representantes. Y así podemos decir que, por
ejemplo, en el caso de Hidalgo –pese a la constancia de varios de sus poemas
que tratan el tema revolucionario– no deja de percibirse “la confesión de su
individualismo absoluto”, como lo define Mariátegui, y, en esa medida, como
dijo el mismo Mariátegui: “Hidalgo está -como no podía dejar de estar– en la
vanguardia. Se siente –según sus palabras– en la izquierda de la izquierda.” Y
en el caso de Vallejo no habría de ocurrir eso. Todo lo contrario. Él se ubicó –exento
de todo megalomanismo, al decir de Mariátegui– sólo en la izquierda. Y el haber
mantenido esa posición, sin dejarse seducir por el oropel de los malabarismos
formales, su ubicación de ninguna manera se condice con los parámetros de la
vanguardia artística, sino de la vanguardia política. Y por eso se le considera
como el iniciador de la literatura proletaria peruana. Quizá la siguiente frase
del mismo Vallejo defina el problema de manera frontal: “Yo amo a las plantas
por la raíz y no por la flor.”[1]
Según
la opinión autorizada del insigne estudioso de la literatura peruana, el
español don Luis Monguió[2],
la literatura de la modernidad peruana tendrá dos grandes impulsores: José
María Eguren (Lima, 1874-1942) y César Vallejo. Y el mismo Monguió establece la
bifurcación de la poesía peruana inmediatamente posterior al modernismo en dos
grandes corrientes: la pura y la social, ambas vinculadas a cada uno de
los dos poetas nombrados, Eguren y Vallejo, respectivamente. Y serán esas las
dos grandes líneas de fuerza que estarán marcando el desarrollo de la
literatura peruana durante todo el
siglo XX, aunque con una más precisa nominación: tendencia formalista y tendencia
realista.
Y
el caso emblemático es el de César Vallejo, a quien un crítico enterado (aunque
esquemático) como Ricardo González Vigil califica de “vanguardista” –de manera
casi obsesiva–: ‘la cristalización definitiva de la modernidad’ –dice– “recién
llegó a cuajar en toda su dimensión, en lo tocante a las letras de lengua
española, en el período de la ‘aventura’ vanguardista. En el Perú eso acaeció
con Trilce (1922).”[3]
Y, más adelante (en la p. 31), vuelve a insistir: “El primer fruto
completamente ‘moderno’ fue Trilce, la expresión más genial y radical
del período vanguardista en toda el área hispánica.” Y aun ha llegado a
lamentarse que otros críticos (como Luis Alberto Sánchez y Augusto Tamayo y
hasta Alberto Escobar) ‘desdeñando al vanguardismo, rescaten[4] de
él a Vallejo’ y “lo hacen casi un postmodernista o, en todo caso, un
postvanguardista).” (Op. cit.: 27).
Pero,
en verdad, esa inclusión de Vallejo en el vanguardismo sólo porque con Trilce
logra revolucionar la literatura en lengua española de una manera radical (no
sólo formalmente), equivale a considerar la experimentación formal como
exclusiva del vanguardismo, como si dijéramos que de no haber existido el
movimiento vanguardista Vallejo no hubiera hecho lo que hizo, porque –según ese
criterio– “la experimentación formal” tenía patente de exclusividad
vanguardista. Cuando el caso de Vallejo no debe inscribirse sólo en la
experimentación formal (que, además, era propia de la época, y había tenido sus
antecedentes en Walt Whitman o en los mismos modernistas americanos, que
bebieron en la fuente de los modernistas franceses, parnasianos y simbolistas,
grandes experimentadores de la forma), porque Vallejo es consciente que se debe
hacer una revolución formal (“Quiero escribir, pero me sale espuma”), sin
embargo, siente que ésta es inseparable de una revolución humana (que incluye
la social: “no hay cifra hablada que no llegue a suma”). Por eso nos parece
pertinente esta reflexión de Jorge Puccinelli acerca de la asunción vallejiana
de ‘la palabra justa’, y dice que en Vallejo se hace carne: “el amor ‘del verbo
que salva las distancias’, de la palabra justa y del acento justo que mueve al
mundo. La palabra justa tiene en él una doble valencia: es no sólo la
palabra exacta y precisa sino la palabra que expresa la justicia, porque para
él la cultura está ‘basada en la idea y la práctica de la justicia, que es la
única cultura verdadera’.”[5]
A
Cesar Vallejo, pues, no debe llamársele “poeta de la vanguardia” sino poeta
de la revolución. Incluso si nos remitimos a su propia convicción respecto
de las escuelas de vanguardia, a las que consideraba meras fábricas de “poemas
sobre medida”. Veamos cómo lo dice:
La
inteligencia capitalista ofrece, entre otros síntomas de su agonía, el vicio
del cenáculo. Es curioso observar cómo las crisis más agudas y recientes del
imperialismo económico -la guerra, la racionalización industrial, la miseria de
las masas, los cracs financieros y bursátiles, el desarrollo de la revolución
obrera, las insurrecciones coloniales, etc.- corresponden sincrónicamente a una
furiosa multiplicación de escuelas literarias, tan improvisadas como efímeras.
Hacia 1914, nacía el expresionismo (Dvorak, Fretzer). Hacia 1915, nacía el
cubismo (Apollinaire, Reverdy). En 1917, nacía el dadaísmo (Tzara, Picabia). En
1924, el superrealismo (Breton, Ribemont-Dessaignes). Sin contra las escuelas
ya existentes: simbolismo, futurismo, neosimbolismo, unanimismo, etc. Por
último, a partir de la pronunciación superrealista, irrumpe casi mensualmente
una nueva escuela literaria. Nunca el pensamiento social se fraccionó en tantas
y tan fugaces fórmulas. Nunca experimentó un gusto tan frenético y una tal
necesidad por estereotiparse en recetas y clichés, como si tuviesen miedo de su
libertad o como si no pudiese producirse en su unidad orgánica. Anarquía y
desagregación semejantes no se vio sino entre los filósofos y poetas de la
decadencia, en el ocaso de la civilización greco-latina. Las de hoy, a su
turno, anuncian una nueva decadencia del espíritu: el ocaso de la civilización
capitalista.[6]
Un
sentido lógico, elemental, obliga a respetar ese punto de vista del poeta y
evitar incluirlo en un ámbito con el que sólo tiene la afinidad de la
experimentación formal, que es común a todos los grandes poetas de todos los
tiempos y que, en este caso, no es el decisivo para definir esa grandeza. Vamos
a transcribir aquí un poema de él que corrobora nuestra apreciación de llamarlo
poeta de la revolución:
MASA
Al fin de la
batalla,
y muerto el
combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo:
“No mueras, te amo tanto!”
Pero el
cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Se le
acercaron dos y repitiéronle:
“No nos
dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”
Pero el
cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Acudieron a
él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando:
“tanto amor y no poder nada contra la muerte!”
Pero el
cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Le rodearon
millones de individuos,
con un ruego
común: “¡Quédate, hermano!”
Pero el
cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Entonces,
todos los hombres de la tierra
le rodearon;
les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse
lentamente,
abrazó al
primer hombre; echóse a andar...
Por eso
advertimos que el término ‘vanguardismo’ debe usarse “con pinzas”, e insistimos
también en señalar que quienes lo usan lo hacen sólo para relevar el aporte de
experimentación formal que los poetas así calificados realizan. Tal sería el
caso, en el Perú de los primeros años del siglo XX, como ya hemos dicho, de
Alberto Hidalgo, quien además de ese aporte formal –muy significativo en su
poética– también –como Vallejo– participó en la creencia de la liberación del
hombre. En ese sentido, incluimos aquí el siguiente poema:
¿Quién fue
el que impidió el libre acceso a la cañigua
al indio que
era propietario de ella
quién abusó
de cercos
su fundo que
era como mano abierta
quién colocó
a su paso tantas vallas
para que no
siguiese pastoreando sus mieses
para que no
pudiera seguir produciendo sus matitas de quinua
por entre
esteros y quebradas
quién lo
obligó a pedir un pasaporte
para entrar
en su campo
para caber
bajo su techo
para vivir a
su mujer?
Él quería
muy poco
ni siquiera
quería libertad
(es ésta una
palabra convencional moderna
aunque
menciona una pasión asidua)
no reclamaba
libertad
y lo
forzaron a tenerla
pero qué
libertad
la libertad
de acumular pobreza
la libertad
de enriquecer a otros
libertad de
sufrir y tener hambre
libertad de
ser mudo
libertad de
ser sordo
libertad de
ser ciego
libertad de
dolor y de lloro y de luto
libertad
libertad
qué
libertad.
Ese también
es el caso del –sí– más grande vanguardista peruano Carlos Oquendo de Amat
(Puno, 1905; Navacerrada, 1936), quien publicó sólo un libro de poesías: 5
metros de poemas (1929), y estuvo en España cuando allí se desarrollaba la cruenta
guerra civil (1936-1939), adhiriendo a favor de la causa de la República (como
lo hizo la parte sana de la intelectualidad mundial). Leamos el siguiente
poema:
poema del
manicomio
Tuve miedo
y me regresé
de la locura
Tuve miedo
de ser
una rueda
un color
un paso
PORQUE MIS
OJOS ERAN NIÑOS
Y mi corazón
un botón
más
de
mi camisa de
fuerza
Pero hoy que
mis ojos visten pantalones largos
veo a la
calle que está mendiga de pasos.
Pero también
en esta época de vanguardismo y de revolución hay que mencionar a José Carlos
Mariátegui, el más preclaro conductor de la revolución en el Perú, quien
desarrolló una intensa actividad literaria en su juventud (su, por él mismo
llamada, “edad de piedra”): poemas y cuentos, reunidos póstumamente bajo el
título de Escritos juveniles[7],
así lo confirman, y no obstante, no deja testimonio de
una poesía militante. De Mariátegui transcribimos aquí su hermoso poema en
prosa:
LA
VIDA QUE ME DISTE
Renací en
tu carne cuatrocentista como la de la Primavera de Botticelli. Te elegí entre
todas porque te sentí la más diversa y la más distante. Estabas en mi destino.
Eras el designio de Dios. Como un bajel corsario, sin saberlo, buscaba para
anclar la rada más serena. Yo era el principio de muerte; tú eras el principio
de vida. Tuve el presentimiento de ti en la pintura ingenua del cuatrocientos.
Empecé a amarte, antes de conocerte, en un cuadro primitivo. Tu salud y tu
gracia antiguas esperaban mi tristeza de suramericano pálido y cenceño. Tus
rurales colores de doncella de Siena fueron mi primera fiesta. Y tu posesión
tónica, bajo el cielo latino, enredó en mi alma una serpentina de alegría. Por
ti mi ensangrentado camino tiene tres auroras. Y ahora que estás un poco
marchita, un poco pálida, sin tus antiguos colores de madona toscana, siento
que la vida que te falta es la vida que me diste.
Y es así,
entonces, que las opciones estéticas (o poestéticas) pueden intercambiar
tácticas, pero no pueden confundirse en sus estrategias, en sus principios, sin
riesgo de anonadamiento. El formalista Alberto Hidalgo y el mismo Carlos
Oquendo, sin abdicar de sus experimentalismos poéticos, pudieron escribir
poemas realistas de hondo sentido humano; del mismo modo, los realistas José
Carlos Mariátegui y César Vallejo pudieron experimentar con técnicas
formalistas sin depreciar su estética de “decir muchísimo”. Cuánta diferencia
entre ese característico “quiero decir muchísimo y me atollo” vallejiano, y
aquel otro precepto (también justo definidor) de la poética de Martín Adán:
“Poesía no dice nada/ poesía se está callada”.
La
definición de la época –en el caso de Vallejo– obligaba a deslindar entre
“vanguardismo y revolución”, y obviamente la segunda es la definición que más
calzaba con él. Hoy por hoy, en que la revolución ha dado un paso atrás (para
el salto que implique dos adelante), en el ámbito literario se debe optar ya no
entre “vanguardismo y revolución”, sino entre formalismo y realismo. Y en este
último Vallejo encuentra su mejor ubicación. En las décadas de los ochenta y
noventa del siglo pasado (no tenemos por qué dudarlo) Vallejo hubiera estado en
las mazmorras del fujimorismo. Pero hoy –sin perder su espíritu revolucionario–
reclamaría del hacer poético un decidido realismo.
La
tendencia realista todavía es, y Vallejo sigue siendo realista; el movimiento
vanguardista ya fue, y a él no perteneció Vallejo; por lo tanto, es erróneo que
ahora se pretenda encasillarlo en él.
Notas:
(1) Contra el secreto
profesional, Lima, Mosca Azul, 1973, p. 77.
(2) Luis Monguió, La poesía
postmodernista peruana, México, Fondo de Cultura Económica, 1954.
(3) Ricardo González Vigil, Poesía
Peruana: Siglo XX, Lima, PetroPerú, 1999, tomo I, p. 26. Y sobre el mismo
tema ha insistido en otros trabajos, Ver: Retablo de autores peruanos,
Lima, Ediciones Arco Iris, 1990.
(4) Como si quisiera decir “lo raptan, lo secuestran de él”.
(5) Cesar Vallejo, Desde Europa. Crónicas y Artículos, recopilación,
prólogo, notas y documentación de Jorge Puccinelli, Lima, Ediciones Fuente de
Cultura Peruana, 1987, p. XVII.
(6) César Vallejo, El arte y la revolución, Lima, Mosca Azul Editores,
1973, pp. 72-73.
(7) José Carlos Mariátegui, Escritos juveniles. La Edad de Piedra 1. Poesía,
cuento, teatro, Lima, Empresa Editora Amauta, 1987.
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