En el Centenario del Nacimiento de Jorge Bacacorzo
Eduardo Ibarra
LAS PERSONAS que han dejado una estela de admiración siguen cumpliendo años después de su partida. Han muerto de vida, no de tiempo. Es el caso de Jorge Bacacorzo. No importa que esa vida suya en el tiempo sea reconocida solo por quienes luchan por crear el cielo aquí en la tierra. Precisamente este hecho expresa su calidad humana, que incluye su talla de creador.
En estas líneas no tengo más remedio que limitarme a testimoniar mi relación con Jorge Bacacorzo. El espacio no da para más. Entonces, tengo que empezar diciendo que fui su alumno en el viejo colegio Lima San Carlos. Sus clases de Historia del Perú eran magistrales y marcadas por un pensamiento crítico, por una posición de vanguardia. Pero, además, recuerdo que, a puertas del fin de cada año escolar, obsequiaba a sus alumnos más distinguidos ejemplares de las Obras Completas de José Carlos Mariátegui, de quien tenía un alto concepto y con respecto al cual mantenía una declarada adhesión. Así circulaban entre los estudiantes Peruanicemos al Perú, 7 ensayos, Ideología y política y otros títulos mariateguianos.
Después de terminar el colegio, cultivé una verdadera amistad con mi exprofesor. Lo visitaba en su casa con cierta frecuencia. Conversábamos durante horas, y cada vez me impresionaba su oceánica cultura, cada vez me hacían reflexionar sus juicios sobre libros y autores, cada vez me inspiraba su forma de asumir la creación literaria. Era un maestro. Recuerdo el entorno familiar: su esposa Flor, amiga también, siempre particularmente expresiva; y sus tres hijos, entre los cuales el de mayor edad, aunque adolescente aún, era una varona: Begonia.
Jorge Bacacorzo fue un gran poeta. O más bien, es. Ignorado por antólogos cortos de vista, no le hacía mella la marginación. Le bastaba saberse cantor del pueblo. Escribió muchos poemarios Jorge Bacacorzo, y no sé si a la fecha han terminado de publicarse todos ellos. En los últimos tiempos de mi vida en la tierra que me vio nacer (perdóneseme el lugar común), me leía estrofas de un extenso y hermoso poema a Túpac Amaru.
Ambos fuimos miembros del Grupo Intelectual Primero de Mayo. Publicaciones de este grupo recogieron algunos poemas de la vasta obra de Jorge Bacacorzo. Una vez publicamos algunos poemas en la revista literaria Haraui, que dirigía Francisco Carrillo, compartiendo páginas con los poetas Víctor Mazzi y Gilberto Alvarado (discípulo del maestro también).
Hoy, como si hubiese sido ayer, recuerdo la comida con la
que Jorge Bacacorzo y Gilberto Alvarado me despidieron por mi viaje al exilio: recuerdo
la conversación que sostuvimos, los abrazos entrañables y sus palabras llenas
de calor y de esperanza. De entonces a esta parte han transcurrido treintaidós
años, y Gilberto y yo nos hemos vuelto viejos, pero resistentes a la desmemoria.
Aquí estamos, Jorge, viejo querido, para abrazarnos nuevamente.
Julio Carmona
A don Jorge
Bacacorzo tuve la oportunidad de conocerlo en la década del 70 del siglo
pasado. Y fuimos presentados, por mi compañero del GIPM Eduardo Ibarra, quien
había sido su alumno en secundaria. Don Jorge, como le decíamos, tenía un trato
muy afable. Una mirada penetrante, inquisidora, y una sabiduría oceánica que,
sin embargo, la hacía ver como modesta, por la sencillez con que la transmitía.
A partir de ese primer encuentro nos hicimos asiduos concurrentes a su
domicilio. Su compañera, doña Flor Díaz Zubiaurre, era el complemento de
aquellas aludidas cualidades del maestro, con su bondad y risueño recibimiento
cuando llegábamos a su hogar, constituido además por sus tres hijos, todavía
niños, entonces: Begonia, Jorge y Francisco. Tuve el honor de que don Jorge
hiciera el prólogo a mi libro de sonetos: No solo de amor. Y ese honor
se amplió con la publicación que hice de su libro Las botellas rojas en
la serie poética que yo dirigía, Lira Popular. La poesía de don Jorge tenía, o
tiene, la virtud del equilibrio, por la correspondencia entre la forma y el
fondo. Desde Las eras de junio,
pasando por Las viñas azules hasta Los umbrales (tres de sus
libros, además de Las botellas rojas, que yo llegué a conocer) reflejan
la hondura de una «experiencia vivida» (para usar la frase vallejiana) y
expresan el dominio del trabajo poético con una calidad digna de un clásico de
la poesía.
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