domingo, 1 de junio de 2025

Literatura y educación

La Literatura y el Arte en el Marco Legal de la Educación Peruana

Julio Carmona

A CONTINUACIÓN se va a constatar cómo es que en la legislación peruana se resalta la dimensión del arte (incluida la literatura) en la educación, para ver, después, cómo y por qué eso que es un acierto resulta convirtiéndose en una declaración retórica o —como se suele decir— «un saludo a la bandera», que propicia uno de los desequilibrios en la formación educativa, que tanto se denuncian como evidentes y que, no obstante, no se quieren enmendar, para dar una nueva dimensión a disciplinas como la Lengua y la Literatura que merecen atención más esmerada —en cuanto a una independencia que beneficiaría a ambas— porque están llamadas a ser una de las bases para la creación del hombre nuevo que el Perú necesita, un hombre nuevo dentro de un Perú nuevo —parafraseando a Mariátegui— y cuya gestación no puede seguirse postergando hasta el advenimiento de una nueva sociedad: esta tiene que ser construida por hombres nuevos o, en todo caso, por un esfuerzo mancomunado, entendiendo por esto que la sociedad contribuye al cambio del hombre, pero es el hombre también el que cambia a la sociedad.

La dicotomía que aísla los hechos, se da por privilegiar un enfoque en desmedro del otro. Lo decisivo es que la influencia de un entorno específico configura de hecho «el crecimiento de una persona», pero al mismo tiempo es influido por la respuesta enriquecida que da dicha persona, a su vez, con toda su carga cultural, emocional, afectiva, creativa de «persona en crecimiento». La educación es, sobre todo, autoeducación. Y lo es más en nuestro medio, como ya lo señalaba don Manuel González Prada (Pájinas libres) cuando dice que:

... los estragos de una mala educación primaria se remedian con una buena instrucción media y superior; mas, ¿quién las da en el Perú? Aquí no se educa y apenas se instruye. Al peruano que termina su instrucción le quedan dos trabajos, si quiere vivir intelectualmente con su siglo: olvidar lo aprendido y aprender de nuevo. Hay que ser auto pedagogo.

Pero también tiene que reconocerse que el hombre es obra de sí mismo. Como dice Pestalozzi: «las circunstancias no hacen al hombre; el hombre hace a las circunstancias.»1 Y éste es, justamente, el elemento actuante del desarrollo cultural, es decir: el hombre como un ser creativo que no solo se desarrolla a sí mismo sino también a su entorno. Se trata, pues, no solo de trascender esa discrepancia de partida entre los enfoques «extrínseco» e «intrínseco», sino de establecer los nexos habidos entre la educación, la cultura y la escolarización para un bien entendido desarrollo humano que comienza por saber encauzar el crecimiento educativo en la perspectiva de ver a todos estos factores como interactuantes y no como disgregantes entre sí.

La preocupación legislativa acerca de la educación en el Perú se remonta a los albores de la vida republicana, aunque esto no signifique que antes de la República (y aun antes de la invasión española) no existiera preocupación por la educación. En tal sentido es iluminador el artículo de Enrique González Carré, «Aproximaciones educativo-culturales en el Perú Antiguo», en el que se reconoce que «mayores estudios han merecido las etapas colonial y republicana, y solo en parte se ha estudiado la educación inca.»2 Pero, asimismo, este autor incide en la esencia que caracteriza a los sistemas educativos oficiales de todas y cada una de esas etapas: la carga política impresa por el poder de turno:

Los estudios acerca de la historia de la educación en el Perú han centrado su atención en el análisis de los sistemas educativos oficiales o formales, que las clases sociales en el poder del Estado fueron implantando desde tiempos prehispánicos hasta la actualidad, y cuya acción se expresa a través de la organización y funcionamiento de escuelas, colegios y otras instituciones, donde se transmite un contenido cultural y un conjunto de valores considerados convenientes sólo por un sector de la sociedad, que tiene dominio sobre los mecanismos de comunicación social que le permiten establecer qué debe enseñarse y qué no debe enseñarse en la educación oficial.

Por lo que concierne a la forma cómo es presentado el arte en ese marco legal, vamos a observar lo que ha ocurrido en las primeras constituciones.3 Destacaremos aquellas en las que está considerado nuestro tema. En tal sentido, la primera preocupación se registra en 1822, en lo que se denomina Bases de la Constitución Política del Perú, en cuyo Art. 21º se dice que «La instrucción es una necesidad de todos y la sociedad la debe igualmente a todos...» Por ello se encarga al Congreso que disponga lo conveniente para «la instrucción primaria y la de las ciencias, bellas letras y artes».

También en la Constitución de 1828, encontramos que se establecen los primeros planes de educación e instrucción pública y se recomienda promover el adelantamiento de las artes y las ciencias. Luego se ve que en todas las constituciones siguientes se mantiene el mismo interés por garantizar la promoción de las artes, junto a las ciencias y a la «piedad y beneficencia»4, hasta llegar a la de 1933 en la que el arte es considerado, inclusive, como un elemento constitutivo de uno de los pilares que dan sustento al modelo de sociedad que nos rige: la propiedad privada. En el Art. 29º de la norma aludida leemos: «La propiedad es inviolable, sea material, intelectual, literaria o artística». Y en el Art. siguiente (30º) se dice lo siguiente: «El Estado garantiza y protege los derechos de los autores e inventores. La ley regulará su ejercicio».

Ahora bien, por lo que respecta —más específicamente— a la educación, esta misma norma dice en su Art. 52º: «El Estado defiende el derecho del niño a la vida del hogar, a la educación, a la orientación vocacional»; lo que está en concordancia con el Art. 71º (del Título III, específico sobre Educación) que prescribe: «La dirección técnica de la educación corresponde al Estado». Como se ve, el arte, la literatura y la educación, en esta Carta Magna tenía un auspicio un tanto genérico; que, sin embargo, se incrementará de forma muy significativa en la Constitución de 1979, en cuyo Art. 22º leemos: «La educación fomenta el conocimiento y la práctica de las humanidades, el arte, la ciencia y la técnica». Y esto vuelve a ser ratificado en el Art. 31º, al referirse a la educación universitaria, de la que dice: «tiene entre sus fines la creación intelectual y artística, la investigación científica y tecnológica y la formación profesional y cultural». Agregando en el Art. 34º que: «El Estado preserva y estimula las manifestaciones de las culturas nativas, así como las peculiares y genuinas del folklore nacional, el arte popular y la artesanía».

En concordancia con este marco constitucional, en 1983 se promulga la Nueva Ley General de Educación, Ley Nº 23384 -aún vigente-, en la que se plantea como uno de sus objetivos: «Alcanzar un alto nivel cultural, humanista y científico, como un valor en sí y como indispensable instrumento de progreso» (Art. 3º, Inc. e), lo que será ratificado en el Art. 5º que dice: «Al Estado, en su política cultural y de acuerdo con los objetivos de la educación, le corresponde: d) Apoyar la capacitación de quienes muestren especiales talentos para la creación científica, artística y humanista»; todo lo cual se va profundizando más adelante; por ejemplo, en el capítulo que trata sobre los contenidos de la Educación, en dos artículos específicos, leemos:

Art. 14º.- La educación, en todos los niveles y modalidades, fomenta el conocimiento y práctica de las humanidades, el arte, la ciencia y la técnica, con la profundidad y extensión adecuada a cada uno de ellos.

Art. 17º.- La educación artística es obligatoria y tiene como objetivo habituar al educando al ejercicio y disfrute de las bellas artes, capacitarlo para su apreciación crítica e iniciarlo en la creación y expresión artística.

Y los mismos lineamientos estarán fundamentando los objetivos específicos de los diferentes niveles de educación: inicial, primaria, secundaria y superior; estableciéndose las similares pautas en sus respectivos reglamentos.

En la Constitución de 1993, se establece como un derecho fundamental de la persona el de «la libertad de creación intelectual, artística, técnica y científica, así como [el derecho] a la propiedad sobre dichas creaciones y a su producto» (nótese en esto la coincidencia con la de 1933); agregando finalmente que: «El Estado propicia el acceso a la cultura y fomenta su desarrollo y difusión» (Art. 2º, Inc. 8), y, más adelante, en el Art. 14º, se lee lo siguiente: «La educación promueve el conocimiento, el aprendizaje y la práctica de las humanidades, la ciencia, la técnica, las artes, la educación física y el deporte.» Y se incide en lo mismo cuando se refiere a la educación universitaria, Art. 18º: «La educación universitaria tiene como fines la formación profesional, la difusión cultural, la creación intelectual y artística y la investigación científica y tecnológica.»

Y ya que estamos en los predios de la educación universitaria, en la Ley 23733, Ley de Bases de la Universidad Peruana, se pueden leer orientaciones parecidas; por ejemplo, en el Art. 2º, Inc. b) se considera como fin de las Universidades: «Realizar investigación en las humanidades, las ciencias y las tecnologías, y fomentar la creación intelectual y artística». Asimismo, en el Art. 17 se lee: «La educación física, el cultivo del arte y la cooperación social son actividades que fomenta la Universidad en los estudiantes, con tendencia a la obligatoriedad. Su práctica regulada puede alcanzar valor académico.»

Es decir, la presencia del arte —con sus correlatos más cercanos: la cultura, las humanidades, la creación intelectual— tiene un lugar de privilegio en la preocupación legislativa. Y ello no es gratuito sino coherente con la concepción educativa y la teoría pedagógica que claramente subyace en aquellos sustentos jurídicos: el entender el desarrollo de la persona humana de una manera integral, vale decir, en los dominios de la tecnología y del arte, de la materia y del espíritu, del mundo natural y social, de la ciencia y de la conciencia. La idea es, pues, que debe ejercitarse tanto el cuerpo como la mente. Y —al decir de Steele— «La lectura es para la mente lo que el ejercicio físico es para el cuerpo»5. Dos dimensiones cuyo desbalance propicia una configuración desfasada del ser en desarrollo. En ese sentido es que en el presente texto hemos tenido la oportunidad de dejar plenamente evidenciado el divorcio que hay entre la teoría y la práctica, entre las propuestas ideológicas y sus concreciones reales. Porque, como precisa el jurista Víctor Julio Ortecho:

Las políticas educativas, en el caso de la Educación Peruana, se concretizan en los planes y programas que se destinan para los diferentes grados de la Educación, y precisamente tales planes los formula el Estado a través del Ministerio de Educación, no siendo un simple planificador y programador, sino que dirige su ejecución.

Es decir, que el Estado —desde los intereses políticos que defiende— es el responsable de que la realidad educativa no concuerde con la legislación educativa. Baste sólo comparar los artículos 21º y 13º de las constituciones de 1979 y 1993, respectivamente. En la primera se decía: «El derecho a la educación y a la cultura es inherente a la persona humana», prescripción que ha sido omitida en la segunda. Y no es esta una omisión vacua. La propuesta conceptual de la Constitución de 1993 no está haciendo otra cosa que coincidir con la concepción neoliberal de fondo que la inspira y que, en materia educativa, llegó a cristalizar en el Decreto Legislativo Nº 882 y en el Decreto Supremo Nº 016-98-ED, que institucionalizan el lucro como uno de los fines de la educación, lo que está expresado veladamente en la parte final del Art. 15º de la Constitución de 1993, que dice: «Toda persona, natural o jurídica, tiene el derecho de promover y conducir instituciones educativas y el de transferir la propiedad de éstas, conforme a ley». Este párrafo final ha sido objeto de análisis por parte de Enrique Bernales Ballesteros; veamos cómo lo hace:

El párrafo final, que garantiza la libre iniciativa en la promoción y conducción de instituciones educativas como entidades de propiedad privada -que pueden ser transferidas como bienes de oferta y demanda conforme a ley6-, es expresión de la concepción liberal y de mercado que el constituyente ha pretendido dar a todo aquello en lo que pueda haber inversión privada autorizada por la Constitución. En este caso, la norma alcanza a la educación. Por su expresión, esta libre iniciativa alcanza a todos los niveles y modalidades. La legislación que el mismo párrafo final exige, deberá regular las condiciones en que estas inversiones y transferencias se realizan, sobre todo, para garantizar que la calidad educativa prime sobre la pretensión de lucro que el párrafo ampara -sin decirlo expresamente- para el inversionista que decida poner recursos en este ámbito.7

El último comentario de Bernales resulta ser excesivamente subjetivo, porque ¿de dónde saca  que el párrafo esté garantizando «que la calidad educativa prime sobre la pretensión de lucro»?, si, según el propio Bernales, no lo dice expresamente (¡), y lo objetivo es que la dación de la Ley (o leyes, ya mencionadas: Decreto Legislativo Nº 882 y en el Decreto Supremo Nº 016-98-ED) que regula al párrafo comentado desbarata tal suposición, pues en dicha Ley se sanciona la finalidad de lucro que se ha dado a la educación. Y lo cierto es que en la Constitución de 1993 se ha omitido la referencia al principio de que «la educación no tendrá fines de lucro», prescripción que sí consta en la de 1979, Art. 30º. De esa manera, en la Constitución vigente se coronaron no solo las prescripciones conceptuales del neoloberalismo en la educación sino también el trasfondo tecnocrático que la conduce o administra, trasfondo tecnocrático que —al decir de J.M. Auzias— es, al mismo tiempo, un estamento social y una mentalidad. De tal suerte que las prescripciones halagüeñas que adornan a la Constitución y a la ley en relación con el arte no pasan de ser declaraciones líricas, retórica trasnochada y, finalmente, ejemplo categórico para reconocer el uso del término «literatura» en su acepción peyorativa (uso que, desde luego, deploramos).

__________

(1) Citado por Lorenzo Luzuriaga, en: Prólogo a J. Lombardo-Radice (1965). p. 11, coincidiendo con el planteamiento de José Ortega y Gasset que decía: "Yo soy yo y mi circunstancia".

(2) Revista Autoeducación Nº 3, Lima, Instituto de Pedagogía Popular, mayo-julio, 1982. pp. 9-13. Por nuestra parte, tampoco vamos a incursionar en esos aspectos históricos pues estaríamos rebasando en mucho al tema elegido.

(3) Para lo cual vamos a basarnos en el artículo «Pasado y presente de la educación en las constituciones», de Luis Miguel Saravia, Revista Autoeducación Nº 35, Instituto de Pedagogía Popular, Lima, Octubre-Noviembre, 1992, pp. 39-48, artículo en el que ofrece «una visión histórica de cómo las distintas constituciones del Perú han ubicado el tema educativo en el marco legal nacional». Las constituciones analizadas son las de: 1812, 1823, 1826, 1828, 1834, 1839, 1856, 1860, 1867, 1920, 1933 y 1979, además del reglamento llamado de San Martín, de 1821; los estatutos provisorios de 1821, 1855 y 1879, y las Bases de la Constitución Política de la República del Perú, de 1822.

(4) Luis Miguel Saravia hace la siguiente acotación: «Es de notar cómo se ‘confunde’ o ‘identifica’ lo educativo con lo religioso y con lo asistencial», lo que obedecería a que «la educación tenía raíces eclesiásticas y era aún exclusiva de una clase» (Ib. p. 41).

(5) Cit. por Harry Maddox, Cómo estudiar, Barcelona, Oikos-Tau Ediciones, 1973. p. 77.

(6) Ya tuvimos oportunidad de señalar la coincidencia entre la Constitución vigente y la de 1933 en lo que respecta a su relación con la propiedad privada. Debemos recalcar aquí también que en la Constitución de 1933 la educación y el arte, en especial, no tienen la misma atención o relieve que sí tendrán en la de 1979, y que en la vigente (de 1993) han vuelto a ser negligidos. Curiosamente se puede ver que esa coincidencia entre las constituciones de 1933 y la de 1993 también se puede hacer extensiva a la coincidencia entre los regímenes o personalidades de Leguía y de Fujimori, relevada por algunos analistas.

(7) Enrique Bernales Ballesteros, La Constitución de 1993. Análisis comparado, Lima, ICS Editores, 1996. p. 192.


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