Borges,
¿Un Conciliador Entre Realismo y Formalismo?
Julio
Carmona
DESPUÉS DE HABER PUBLICADO
en tres números sucesivos anteriores de CREACIÓN HEROICA, tres artículos con el
tema de la tradición y la poesía, en el sentido de no ser «únicas», es decir,
que exista una sola tradición ni una sola poesía, sino más de una, de acuerdo
con la posición de cada ser humano según su ubicación en el intrincado contexto
de la lucha de clases, recordé haber tratado antes el mismo tema (concomitante)
en otro artículo que aquí retomo (con su título primigenio) para que el lector
pueda ver si existe esa relación complementaria.
Yo
estoy convencido de que muy pocos (entre los interesados por los temas de la
estética y la poética) ignoran que la historia del arte y de la poesía es la
historia de una lucha de contrarios que, vista dialécticamente, deviene unidad de contrarios. Es un tema tan
antiguo como el arte y la poesía mismos. Y en su devenir ha ido adoptando
diversas denominaciones: clásico/barroco, clásico/romántico, «arte
comprometido»/«arte por el arte», orden/aventura, social/puro, etc. En el
desarrollo de la lectura de este artículo se apreciará el uso de las dos
últimas nomenclaturas, en su contradicción y en su conciliación.
Sobre
esa oposición de «lo puro» y «lo social» he leído lo manifestado por Jorge Luis
Borges en su sugerente cuento «El duelo», del libro El informe de Brodie (1970). El título mismo del cuento enuncia el
tema de dicha oposición, en paralelo con la anécdota narrada: la rivalidad
entre dos personajes femeninos, cuyo final —y final del cuento también— es el
siguiente:
«En aquel
duelo delicado que solo adivinamos algunos íntimos no hubo derrotas ni
victorias, ni siquiera un encuentro ni otras visibles circunstancias que las
que he procurado registrar con respetuosa pluma. Solo Dios (cuyas preferencias
estéticas ignoramos) puede otorgar la palma final. La historia que se movió en
la sombra acaba en la sombra»1.
No
hay que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que el duelo entre
las protagonistas es el pretexto del texto. En el fondo y paralelamente,
el duelo a resaltar por el lector intérprete es la oposición aludida al
principio entre las dos tendencias que polarizan al arte desde tiempos
inmemoriales (que es «la sombra» que no termina). Esa relación antitética es
una unidad de contrarios, en la que ambos se estimulan y se acicatean, sin
buscar su aniquilamiento sino su síntesis dialéctica con la preexistencia de
uno y la persistencia del otro. Y como —según Borges— no se sabe si hay dios
que dirima el conflicto, este seguirá debatiéndose «en la sombra».
Y, en esa confrontación de contrarios, Borges —hay
que decirlo— toma partido. Pongo un ejemplo, del mismo texto: De manera
subliminal (o a través del narrador) alude a un «Congreso Internacional de
Plásticos Latinoamericanos» a realizarse en la ciudad de Cartagena. Y escribe:
«El temario
—séanos perdonada la jerga— era de palpitante interés: ¿puede el artista
prescindir de lo autóctono, puede omitir o escamotear la fauna y la flora,
puede ser insensible a la problemática de carácter social, puede no unir su voz
a la de quienes están combatiendo el imperialismo sajón, etcétera, etcétera?»
(p. 394).
Todo lo expresado ahí es una
caricatura de la posición «social» del arte, y, en este caso, de sus
impulsores. Y en párrafo previo había vuelto a «enfrentar» a dichas posiciones
(y digo había vuelto, pues más
adelante trataré del otro enfrentamiento precedente), pero, en esta vez, lo
hace así:
«Hacia el
año sesenta, “dos pinceles a nivel internacional” —séanos perdonada esta jerga2—
se disputaban un primer premio. Uno de los candidatos, el mayor, había
consagrado solemnes óleos a la figuración de gauchos tremebundos, de una
altitud escandinava; su rival, harto joven, había logrado aplausos y escándalo
mediante la aplicada incoherencia» (p. 393).
Es decir, Borges —sin decirlo
abiertamente— mediante el recurso de la ironía o la caricatura desmerece al
«arte social» (viejo, truculento, racional), y exalta al «arte puro» (joven,
vanguardista). Y otra perla de esa parcialización es la siguiente:
«Los
diarios habían puesto a su alcance páginas de Lugones y del madrileño Ortega y
Gasset [no solo puristas sino fascistas —acotación mía, JC]; el estilo de esos
maestros —continúa Borges— confirmó su sospecha de que la lengua [española] a
la que estaba predestinada [una de las protagonistas] es menos apta para la
expresión del pensamiento o de las pasiones que para la vanidad palabrera» (p.
391).
No hay que ser muy zahorí
para percibir en esa sugerida denigración del idioma español, una devaluación
de los escritores hispanoamericanos que con
esa lengua tendrán pocas posibilidades de expresar su pensamiento o sus
sentimientos, y solo se quedarán en una palabrería hueca. Y la siguiente
observación de Borges que corrobora lo que acabo de precisar, es la siguiente:
«Todo, según se sabe, ocurre inicialmente en otros países y a la larga en el
nuestro». Es decir, un fatalismo insalvable. Y no solo en el arte sino en
«todo». Nada se puede hacer en los países hispanoamericanos que no sea calco y
copia de lo que se hace en otros países, especialmente los anglosajones, en
particular, y los europeos en general.
Pero,
luego, Borges hace una descripción del antagonismo tendencial, de «lo puro» y
«lo social»: «La secta de pintores, hoy tan injustamente olvidada, que se llamó
concreta o abstracta, como para olvidar su desdén de la lógica y del lenguaje,
es uno de tantos ejemplos». Y cabe preguntar: ¿de qué es ejemplo ‘la secta
concreta o abstracta’? Lo es de su falta de originalidad, porque provino de lo
que se había hecho en USA o en Europa. Y, otra pregunta, ¿qué es lo que
caracterizaba a esa secta?: «su desdén de la lógica y del lenguaje», como si la
pintura —sea cual fuere su técnica— no fuera un lenguaje y dejara de tener una
lógica (en su armonía o desarmonía de colores, por ejemplo). Y continúa Borges
hablando de esa secta, la misma que —dice:
«Argumentaba,
creo, que de igual modo que a la música le está permitido crear un orbe propio
de sonidos, la pintura, su hermana, podría ensayar colores y formas que no
reprodujeran los de las cosas que nuestros ojos ven. Lee Kaplan escribió que
sus telas, que indignaban a los burgueses, acataban la bíblica prohibición,
compartida por el islam, de labrar con manos humanas ídolos de seres vivientes.
Los iconoclastas, argüía, estaban restaurando la genuina tradición del arte
pictórico, falseada por herejes como Durero o como Rembrandt. Sus detractores
lo acusaron de haber invocado el ejemplo que nos dan las alfombras, los
calidoscopios y las corbatas. Las revoluciones estéticas proponen a la gente la
tentación de lo irresponsable y lo fácil» (pp. 391-392).
La parte final de esta cita:
«Las revoluciones estéticas proponen a la gente la tentación de lo
irresponsable y lo fácil», abre la posibilidad de interpretar lo dicho en el
título de este artículo: el Borges
conciliador, si se entiende por ella que está minimizando a la «revolución
estética del vanguardismo», pues da —por fin— voz a «sus detractores» que la
acusaban de recurrir a lo fácil, dice: «las alfombras, los calidoscopios y las
corbatas», y a lo «irresponsable»: el inodoro de Marcel Duchamp, por ejemplo.
Y
esta conclusión interpretativa se confirma con lo que, finalmente, Borges (a
través del discurso de una de las protagonistas) dice que: «no existe una
oposición entre lo tradicional y lo nuevo, entre el orden y la aventura, y que
la tradición está hecha de una trama secular de aventuras», que es —al parecer—
la propia actitud conciliadora de Borges. Y, pues, él parece advertir que los
contrarios se unen porque “todos pensamos que el azar nos ha deparado un ámbito
mezquino y que los otros son mejores» (p. 393), aunque también se puede dar
vuelta a la frase, y decir que hay quienes empiezan ‘pensando que son los
mejores y que los otros no han sido beneficiados por el azar’. Y esos, al
final, serían los orígenes de las desavenencias estéticas. Pues, así como los
que eligen una «postura moderna» lo hacen insertándose en su tradición urbana,
sus contrarios son mentes urbanas que sienten nostalgia y asumen «El culto a
los gauchos y el Beatus ille» (p.
393). Y, por eso —dice Borges—: «Presumo que en el cielo los bienaventurados
opinan que las ventajas de ese establecimiento han sido exageradas por los
teólogos que nunca estuvieron ahí. Acaso en el infierno los réprobos no son
siempre felices» (p. 394).
En
resumen: Borges llega a la conciliación, porque ese es el sello de su
literatura, que no se aleja de la realidad (totalmente) pero lo hace con
técnicas y presupuestos formalistas. De ahí que haya escrito al inicio del
cuento:
«Los hechos
ocurrieron en Buenos Aires y ahí los dejaré.3 Me limitaré a un
resumen del caso, ya que su lenta evolución y su ámbito mundano son ajenos a
mis hábitos literarios. (…) Debo advertir al lector que los episodios importan
menos que la situación que los causa y sus caracteres» (p. 390).
De esa manera Borges se
adosaba un cobertor que le permitiría eludir la acusación de ser réprobo de
aquello que en este cuento él ha presentado como ‘una metáfora militar que,
entonces en boga, se llamaba vanguardia’. Y tampoco sería réprobo del realismo
pues este ‘fue ajeno a sus hábitos literarios’. Por eso no debe causar sorpresa
el ver que tirios y troyanos lo consideren su maestro, aunque unos digan que lo
es solo en la forma, pasando por alto su condición de réprobo del vanguardismo,
y también sus posiciones políticas tan cercanas al fascismo.
____________
(1) Jorge Luis Borges
(2011). Cuentos completos. Lima:
Penguin Random House Grupo Editorial, p. 395.
(2) La reiteración de este
disculparse no es gratuita como cuestión de fondo; pero sí es redundante en su
forma, no solo porque después utilizará la misma expresión, sino porque en este
caso las comillas salen sobrando ya que la expresión no es de quien escribe la
frase, como sí se justifica en el otro caso en que no va entrecomillada. Se
pide disculpas por lo que uno hace, no por lo que hacen otros. Si fuera esto
último se tiene que precisar que son disculpas ajenas.
(3) Algo similar dice en
otro cuento: «Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo
personal de la realidad, lo cual es lo mismo.» (cuento «Ulrica», de El libro de la arena, op. cit., p. 435).
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