domingo, 1 de diciembre de 2024

Historia

La Historia Como Proceso Creador*

V. Gordon Childe

EL IDEALISTA GERMANO HEGEL fue el primero (aparte de ciertas anticipaciones del italiano Vico) en anunciar un concepto de la historia parecido al que sugiere la reseña precedente. Proclamó la realidad del cambio, del devenir, y negó validez a cualquier otro factor, y prometió presentar la historia como un proceso racional y ordenado pero creador de la emergencia de nuevos valores. Sin embargo, desmintió sus propias promesas cuando reintrodujo en la historia, aunque con diferente nombre, un orden teológico exterior.

Hegel afirmó que la historia se limita a revelar la autorrealización de la Idea Absoluta eterna, con arreglo a las leyes trascendentes de la lógica pura, de modo que, en lugar de crear nada nuevo, el proceso se encaminaba inevitablemente hacia un fin predeterminado. (Así, el resultado final de la historia política sólo podía ser una monarquía constitucional como la que efectivamente cristalizó en Prusia en 1868.) Hegel afirma que la “historia humana es un proceso de evolución que, debido a su propia esencia, no puede reconocer finalidad inteligible en el descubrimiento de ninguna «verdad absoluta»”. Pero en realidad su sistema “se presentó precisamente como la suma total de esta verdad absoluta” (Engels, Anti-Duhring, 51).

Correspondió a Marx y a Engels desembarazar a esta concepción de su misticismo teológico, y formular, bajo la forma del materialismo dialéctico, una concepción de la historia liberada del transcendentalismo y de la dependencia respecto de leyes exteriores. “Para la filosofía dialéctica nada es final, absoluto, sagrado. Ella revela el carácter transitorio de todo y en todo; ante ella nada puede sostenerse, excepto el ininterrumpido proceso de transformación y de extinción, de interminable desarrollo de lo inferior a lo superior. Y la propia filosofía dialéctica no es otra cosa que el reflejo de este proceso en la materia pensante” (Engels, Ludwig Feuerbach, 22).

Aceptemos esta concepción de la historia como un proceso creador; reconozcamos que la historia no está sometida a leyes exteriores impuestas desde fuera. De todo ello no se deduce que el proceso sea desordenado, ni la imposibilidad de la ciencia histórica, ni la exclusión del juicio racional. El ordenamiento en el espacio de puntos que se excluyen mutuamente no es el único tipo de orden; la regularidad del mecanismo de relojería no es el criterio exclusivo de un proceso ordenado. Un retrato es una composición ordenada, a pesar de que el análisis de las figuras geométricas regulares no agotará el orden aprehendido por el espectador. El desarrollo de una criatura viva es un proceso ordenado; podemos entender las interconexiones entre sus diversas etapas, así como la coherencia de todos los miembros de la criatura. La constante decadencia y renovación de las células componentes, los movimientos espasmódicos de la criatura, sin duda pueden parecer caóticos a una mirada superficial a través del microscopio; a decir verdad, falta el orden estático de la geometría. El examen más profundo revela el orden propio de la vida.

Ahora bien, si la historia no sigue una ruta prescrita, y por el contrario traza su propio camino a medida que avanza, la búsqueda de un término es, naturalmente, tarea vana. Pero el conocimiento del curso seguido en el pasado será útil guía para establecer la dirección probable de la etapa siguiente. “Nadie, ni siquiera el artista puede anticipar exactamente el aspecto del retrato acabado. Pero concurrirán a determinarlo el modelo, los colores utilizados y el carácter del artista” (Bergson). Estos datos bastan al cliente para elegir a este artista y no a aquél, según el tipo de parecido que desea ver reproducido; pero no aseguran la satisfacción frente al resultado. Si conoce el linaje y observa atentamente el desarrollo de un potrillo, el criador puede anticipar con cierto grado de confianza las futuras cualidades del animal, y sus probables “formas” adultas.

El orden histórico es mucho más sutil que el de un cuadro, y la integración harto más complicada que la de cualquier criatura viva. No existen fórmulas generales ni diagramas abstractos capaces de reflejar cabalmente dicho orden; sólo puede reproducirse en la totalidad concreta de la historia misma, que ni un libro ni una biblioteca entera, por rica que fuese, podrían contener. Afortunadamente, ciertos aspectos del proceso histórico reflejan este orden con más sencillez que el resto, y Marx señaló que esos aspectos son, precisamente, los más decisivos.

En el caso de la anatomía humana, el diagrama del esqueleto puede ser aprendido más fácilmente que el de los músculos o el de los vasos sanguíneos (y, por supuesto, mucho más fácilmente que la estructura del sistema nervioso). Es posible discernir un orden de la estructura ósea, aunque alcanzamos a comprenderlo cabalmente cuando los huesos están revestidos de carne y animados de vida consciente. A decir verdad, el esqueleto sostiene la carne, los músculos, el sistema vascular y el cerebro. No los explica -la formulación inversa quizás se acerque más a la verdad- pero sin el esqueleto, el resto no podría existir ni ser lo que es. Además, hasta cierto punto los huesos desnudos ofrecen indicios que permiten también la reconstitución de las partes blandas. Sobre la base de las articulaciones y de las uniones ligamentosas de los huesos fósiles del hombre de Neanderthal, Boule se aventuró a reconstruir la correspondiente musculatura. Si bien debemos reconocer que la reconstrucción tuvo carácter de ensayo, y fue posible sólo porque existen semejanzas entre el hombre de Neanderthal y el ser humano moderno, cuya musculatura conocemos por observación directa.

Ahora bien, el aspecto más sencillo del orden histórico es el que utilizamos como ilustración en el capítulo II, la ampliación progresiva del control de la humanidad sobre la naturaleza exterior a través de la invención y del descubrimiento de herramientas y de procesos más eficientes. Marx y Engels fueron los primeros en observar que este desarrollo tecnológico es el fundamento del conjunto histórico, porque condiciona y limita las restantes actividades humanas. Pues para poder actuar, los hombres deben vivir. Pero las invenciones y los descubrimientos del tipo que hemos mencionado en el capítulo II son los “medios de producción” a disposición de la sociedad, y constituyen el equipo que permite a los seres humanos procurarse alimento, calor, abrigo, y todo lo que, de tanto en tanto, consideran necesario para la vida y para la reproducción y multiplicación de la especie. Con arreglo a la concepción materialista de la historia, la posibilidad del cambio histórico depende de las transformaciones sufridas por este conjunto de instrumentos, los medios de producción.

De lo anterior se deduce inmediatamente el paso siguiente. Una nueva herramienta es, sin duda, fruto de la invención de un individuo. Pero, como explicamos en la página 18, la fabricación y el uso de una herramienta es normalmente un asunto de carácter social, del que participan cierto número de individuos. Indudablemente, toda la actividad productiva, en cuyo desarrollo se utilizan herramientas o máquinas para la provisión y distribución de alimentos, de calor y de otros elementos necesarios para la vida humana, en todas las sociedades conocidas y en todos los períodos históricos registrados es y ha sido social, e implica la cooperación de grupos más o menos numerosos de personas. Independientemente de nuestra voluntad, si queremos una hogaza de pan debemos asegurar la cooperación de nuestro panadero, y a través de él la ayuda de una interminable cadena de personas, hasta llegar a los cultivadores del trigo de Manitoba y de Iowa. Del mismo modo, el cazador de la Antigua Edad de la Piedra, en la Europa del período glacial, debía unirse al resto de su clan en el esfuerzo colectivo de caza si quería cenar carne de mamut.

Digamos de pasada que estas relaciones pueden ser absolutamente impersonales. Es posible que nuestro panadero sea un amigo, o un miembro de la misma congregación, pero en esencia se trata de un proveedor de pan, y por nuestra parte somos sus clientes. Fundamentalmente, la relación gira alrededor de la hogaza de pan, y, de todos modos, ésta es el único vínculo entre nosotros y los desconocidos agricultores de Iowa. Las relaciones que se establecen entre los hombres para la obtención de alimentos y de otros bienes, y para la distribución del producto, reciben el nombre de relaciones de producción.

El cazador de la Antigua Edad de la Piedra necesitaba la ayuda de los miembros del clan durante la caza del mamut, aunque sólo fuese porque el equipo utilizado entonces era muy débil, de modo que un individuo aislado poco podía hacer frente a un rebaño de mamutes. Armado de un rifle moderno, un solo europeo puede derribar fácilmente a un elefante, y desde este punto de vista es más independiente que su precursor paleolítico. Pero ha adquirido ese grado de independencia en la caza a costa de su dependencia respecto de todos los individuos ocupados en la producción y distribución de rifles y de municiones para el deporte. Se ha visto obligado a concertar relaciones impersonales e involuntarias con todas esas personas desconocidas, con el fin de obtener la herramienta que hace de él un cazador superior al salvaje de la Edad de la Piedra.

En 1859 Marx resumió así los dos puntos que acabamos de explicar: “En la producción social de sus medios de vida, los hombres entran en relaciones definidas, necesarias e independientes de su propia voluntad; estas relaciones de producción corresponden a una etapa determinada del desarrollo de sus fuerzas materiales de producción. La suma total de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, el fundamento real sobre el cual se levanta una superestructura legal y política, y al cual corresponden formas particulares de la conciencia social... Con la transformación del fundamento económico toda la inmensa superestructura se transforma más o menos rápidamente. Cuando consideramos estas transformaciones, debemos distinguir entre las condiciones materiales económicas de la producción, que pueden ser determinadas con la precisión propia de la ciencia natural, y las formas legales, políticas, religiosas, artísticas, filosóficas, en una palabra, ideológicas, por medio de las cuales el hombre cobra conciencia del conflicto entre los medios de producción y las relaciones de producción”.

Así, el marxismo afirma que todas las constituciones, las leyes, las religiones, y todos los así llamados productos espirituales de la actividad histórica del hombre, están determinados, en último análisis, por las fuerzas materiales de producción -máquinas y herramientas- conjuntamente, por supuesto, con los recursos naturales y con la capacidad para aprovecharlos. De ese modo, la concepción materialista ofrece una clave para el análisis de los datos de la historia y crea la posibilidad de reducir los fenómenos históricos a un orden fácilmente comprensible.

Esta clave no debe ser usada servilmente. Una reseña bastante superficial de la historia revelará trágicas contradicciones entre la tecnología progresista y las instituciones políticas o religiosas moribundas. En primer lugar, “en cierto estadio de su desarrollo, las fuerzas productivas de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, es decir, en términos legales, con las relaciones de propiedad, en cuyo marco han operado hasta entonces”. De formas de desarrollo de las fuerzas de producción que eran, estas relaciones se convierten en obstáculos de su ulterior desenvolvimiento.

Por ejemplo, en la Edad del Bronce, cuando el único metal disponible para la construcción de herramientas eficientes era el costoso cobre, o el bronce, más costoso aún, cada campesino individual, que vivía de la agricultura, sólo podía producir un pequeño excedente, fuera de lo que necesitaba para alimentarse y alimentar a su familia. Sólo mediante la combinación y concentración de estos reducidos excedentes era posible acumular un fondo o capital que permitiera la importación de los metales indispensables (es decir, para sostener a los mineros fundidores, herreros y obreros del transporte, que no cultivaban su propio alimento) y la realización de obras reproductivas. La necesaria concentración se vio asegurada satisfactoriamente bajo el régimen de las antiguas monarquías orientales, en las que el rey de origen divino y una clase muy poco numerosa de nobles terratenientes se apropiaban, bajo la forma de impuestos y de rentas los minúsculos excedentes producidos por centenares de miles de campesinos. Estas relaciones de propiedad suministraron condiciones apropiadas para el desarrollo de la producción, hasta que fue posible disponer de un metal industrial más barato, el hierro.

Luego, las antiguas relaciones de producción resultaron innecesarias y anticuadas, dado que un excedente menor bastaba para obtener las herramientas de metal, y que la abundancia de éstas aumentaba al mismo tiempo la productividad del trabajo, y por lo tanto el excedente que cada uno podía producir. Pero en Egipto, por ejemplo, el sistema de la Edad del Bronce, consolidado durante más de dos mil años, cobró caracteres de rigidez y persistió, y con él las herramientas y los procesos adaptados al antiguo y costoso material. De modo que cuatro siglos después del comienzo de la Edad del Hierro hallamos al herrero egipcio utilizando todavía las torpes herramientas de la Edad del Bronce (el martillo de piedra sostenido con la palma desnuda, tenazas en forma de pinzas agrandadas, etcétera) cuando ya sus colegas griegos hacía mucho tiempo que utilizaban artefactos bastante modernos (martillos de hierro especiales, con mango de madera, tenazas con bisagras, yunques de metal). En nuestro tiempo el abandono o la supresión de invenciones, la incapacidad para utilizar todas las posibilidades productivas del equipo industrial existente, la destrucción de cosechas, han sido considerados síntomas o consecuencias de una contradicción parecida entre las fuerzas de producción y las relaciones de producción.

En tales circunstancias, para posibilitar el desarrollo de nuevos progresos técnicos, para derribar los obstáculos, sostuvieron Marx y Engels, era necesario realizar una revolución. Ésta puede ser necesaria en el sentido de deseable o esencial para el progreso ulterior, pero no es inevitable. En los regímenes de despotismo teocrático de Mesopotamia, Egipto y China, las relaciones de producción adecuadas a las fuerzas productivas de la Edad del Bronce se mantuvieron hasta entrada la Edad del Hierro. Estorbaron muy eficazmente la explotación de las nuevas fuerzas representadas por el hierro, y como consecuencia de ello también se estancó la tecnología. También se estancó toda la vida de estas sociedades; a su tiempo, las dos primeras perecieron. Desde el punto de vista del análisis marxista, de esta experiencia histórica sólo podemos deducir el siguiente dilema: revolución o parálisis. La historia no ofrece un desarrollo ininterrumpido hacia un objetivo predeterminado. La concepción materialista implica que, para que la ciencia y la tecnología progresen, las relaciones de producción deben guardar cierta armonía con aquéllas. En caso contrario, el progreso científico e industrial se detendrá también, y por lo tanto se paralizarán todas las actividades incluidas en la superestructura ideológica.

En segundo lugar, la correlación entre la superestructura ideológica y las relaciones de producción ciertamente no es automática. Sin embargo, dicha superestructura -instituciones, creencias, ideales- es en realidad indispensable para el propio proceso productivo. Puede afirmarse que las instituciones por intermedio de las cuales se ha establecido y organizado la necesaria cooperación de los hombres para la producción no debieron su eficacia al reconocimiento general y espontáneo de su utilidad biológica o de sus ventajas económicas. Siempre fueron santificadas mediante ideologías y embellecidas con arreos simbólicos.

Por ejemplo, parece seguro que la monarquía de los faraones en el Egipto de la Edad del Bronce funcionó tan eficazmente y duró tanto tiempo no sólo ni esencialmente porque los cultivadores reconocieran que el gobierno de los faraones los protegía, efectivamente, de sus enemigos, les daba provechosos consejos respecto de los momentos oportunos para arar y sembrar, aseguraba la conservación de los canales de irrigación y organizaba la provisión de metal y de otras importaciones necesarias, sino más bien el pueblo egipcio creía fervientemente que el faraón era un dios, y porque experimentaba hacia él auténtica lealtad y devoción religiosas.

Por lo tanto, podemos decir que las relaciones de producción deben ser lubricadas con el sentimiento. Para que se conviertan en motores de la acción, deben revestir en la mente humana el carácter de ideas y de ideales. Y una vez que han sufrido dicha transformación, cobran cierta realidad histórica independiente. Es indudable que ninguna ideología, ningún sistema de creencias y ninguna fe puede sobrevivir permanentemente a menos que armonice con las fuerzas productivas y sea compatible con el desarrollo de las mismas. En caso contrario, la sociedad decaerá eventualmente, y con ella perecerán los ideales que alentó (precisamente como desaparecieron los dioses y las religiones de los babilonios, de los mayas y de los incas).

Pero el ajuste de cuentas puede demorarse mucho. La relación entre la ideología y las fuerzas productivas puede ser un tanto lejana. “Hacemos nuestra propia historia”, escribió Engels, “pero la hacemos en condiciones y con arreglo a premisas muy definidas. Entre ellas, las de carácter económico, son decisivas en último análisis; pero las políticas, etc., y ciertamente las propias tradiciones que pesan sobre la mente humana ejercen influjo, aunque no decisivo” (1890, Bloch, S. W., 382).

Entretanto, las ideologías, los credos religiosos, la lealtad nacional y otros factores semejantes pueden estorbar seriamente el progreso aun en la esfera científica y tecnológica, al paso que si han de eliminarse los obstáculos al progreso levantados por las anticuadas relaciones de propiedad que el derecho y las costumbres sancionan, y la mitología o la religión santifican, es preciso echar mano de lemas y de banderas apropiados. La historia abunda en ejemplos de los obstáculos opuestos por las supersticiones a la ciencia y a sus aplicaciones. El decreto de exclusión pronunciado por la Iglesia contra la teoría de Copérnico y la oposición del Islam a la imprenta son casos bien conocidos. En el mismo sentido, el desarrollo del capitalismo burgués se vio retardado por la prohibición eclesiástica de cobrar intereses por el dinero, y por numerosas prácticas e instituciones de la Iglesia Católica. Es comprensible, pues, que la batalla contra la economía feudal y en favor del capitalismo moderno (e incidentalmente por la liberación de la investigación científica) haya debido ser librada y ganada en primer término en la esfera religiosa, durante el periodo de la Reforma.

En el mismo sentido, “lejos de negar el significado y la función histórica de las ideas sociales, de las teorías, de las opiniones y de las instituciones políticas, el materialismo histórico subraya la función y la importancia de estos factores en la vida de la sociedad, y en su historia. Pero distingue entre diferentes tipos de ideas y de teorías. Hay ideas y teorías antiguas, cuya vigencia objetiva ha desaparecido, y que sirven los intereses de las fuerzas sociales moribundas. Su significado reside en su capacidad para estorbar el desarrollo y el progreso de la sociedad. Y hay ideas nuevas y avanzadas, puestas al servicio de las fuerzas avanzadas de la sociedad. Su significado reside en el hecho de que facilitan el progreso de la sociedad, y es tanto mayor cuanto más precisamente reflejan las necesidades del desarrollo de la vida material de la sociedad. Ciertamente, las nuevas ideas y teorías sociales surgen sólo cuando el desarrollo de su vida material ha planteado nuevas tareas ante la sociedad. Pero una vez que han surgido se convierten en una fuerza extraordinariamente potente, que promueve el progreso material de la sociedad. Aquí precisamente se manifiesta la tremenda fuerza organizadora, movilizadora y transformadora de las nuevas ideas, de las nuevas teorías, de las nuevas instituciones políticas” (José Stalin, Materialismo Dialéctico e Histórico, pág. 9 y siguientes).

Dentro de estas dos limitaciones, el materialismo histórico destaca el orden subyacente del proceso histórico, que es esencialmente un proceso de transformación. Indudablemente, en general y en último análisis la transformación histórica puede ser presentada y analizada bajo la forma de actos creadores concebidos por voluntades individuales; así como el progreso en el campo de la ciencia y de la tecnología puede ser reseñado como una serie de invenciones y de descubrimientos realizados por hombres de ciencia y por artesanos individuales (pág. 16). Las formas biográficas populares de la historia presentan estos actos creadores como el fruto de motivos o de conflictos de motivos.

El materialismo histórico no afirma que los únicos motivos de los actos humanos sean los del interés económico personal, más o menos esclarecido; el “Hombre Económico” fue una monstruosa abstracción conjurada por la imaginación de los humanistas italianos y de los primeros economistas ingleses (pág. 80). Menos todavía acepta que los motivos surjan del vacío, como los espíritus de las prácticas mágicas. De todos modos, no toma partido en la vacía controversia entre libre albedrío y predestinación, inventada por los teólogos.

En realidad, la historia marxista no se interesa mucho por los motivos. A decir verdad, los motivos apenas se prestan al auténtico análisis histórico. ¿Acaso hoy, pocos años después de ocurrido el hecho, alguien sabe exactamente cuáles fueron los motivos que impulsaron a Chamberlain a estampar su firma en la capitulación de Munich: ambición personal y deseo de convertirse en der Fuhrer Gross Britanniens; temor personal de que se demostrara su propia incapacidad; temor patriótico ante la posible quiebra del Imperio; temor de clase por el destino de la plutocracia y de la oligarquía en el caso de una guerra contra sus protagonistas y en alianza con los soviets revolucionarios; un deseo auténticamente humanitario de evitar la guerra, considerada el peor de todos los males? ¿Y cómo contestará el historiador una pregunta semejante con respecto a un acto realizado hace seiscientos años? Precisamente acabo de leer cuatro exposiciones mutuamente contradictorias de los motivos y las intenciones que animaron la política económica de Eduardo III, escritas por otras tantas autoridades: Cunningham, Stubbs, Tout y Unwin.

En todo caso, los actos históricos, lo mismo que las invenciones, están determinados en dos sentidos. En primer lugar, y para usar las palabras de Engels5 “los hombres hacen su propia historia, pero siempre en circunstancias muy definidas que la condicionan, y sobre la base de relaciones preexistentes. Entre estas últimas, las relaciones económicas, por mucho que puedan estar influidas por las de carácter político e ideológico, son en último análisis decisivas”. Lenin6 reconoce que “toda historia se construye con los actos de individuos, los cuales son, sin duda, figuras activas”. Podemos ver en estos actos el resultado de decisiones y de elecciones. Pero dichas elecciones se encuentran estrictamente limitadas por las circunstancias, entre las cuales las más rígidas y concretas son los instrumentos y los procesos materiales utilizables en un momento dado para la ejecución de las decisiones. Napoleón no tuvo necesidad de decidir si invadiría a Inglaterra a través de un túnel construido bajo el canal, mediante submarinos, por vía aérea o con barcos de superficie. Hitler pudo considerar las cuatro posibilidades.

Esta es la primera limitación. Como dice Marx: “Los hombres no están en libertad de elegir sus fuerzas productivas; pues cada fuerza productiva es una fuerza adquirida, el producto de la actividad previa” (es decir, un descubrimiento o invención). “Por consiguiente, las fuerzas productivas son el resultado de la energía humana aplicada prácticamente, pero en sí misma esta energía está condicionada por las circunstancias en que se encuentran los hombres, por las fuerzas productivas ya conquistadas, por la estructura social preexistente y que ellos no crearon: pues dicha formación social es el producto de las generaciones anteriores. Debido a este sencillo hecho -que cada una de las sucesivas generaciones se encuentra en posesión de las fuerzas productivas conquistadas por la generación anterior que le sirven de materia prima para una nueva producción- toma forma una historia de la humanidad que se ha hecho tanto más historia de la humanidad cuanto más se han extendido las fuerzas productivas del hombre y, en consecuencia, sus relaciones sociales” (Carta a Annenkov, 1846, S. W., 373).

Naturalmente, estas observaciones son aplicables también, con apropiadas modificaciones, a las ideas y a las instituciones políticas y religiosas, a las formas de expresión artística, al lenguaje mismo, a los hábitos de conducta, a los apetitos. Incluso un Lutero parte de las ideas que le han sido trasmitidas a través de las Sagradas Escrituras, con todos sus comentaristas escolásticos, por una parte y de los ritos y de las instituciones del catolicismo germano del siglo XVI por la otra. Shakespeare emplea el lenguaje bien diferenciado producido por cinco siglos de uso desde la época de la Conquista, las convenciones elaboradas en los dramas anteriores, desde las tragedias de Esquilo a los autos sacramentales, una gama de temas de linaje igualmente venerable, etc. Cualquier decisión individual se encuentra determinada por los hábitos de acción formados por las anteriores decisiones, y por la imitación consciente o inconsciente de la sociedad del actor, la cual incluye hoy todos los personajes históricos y ficticios que él conoce gracias a la lectura, al cinematógrafo, etc. De modo que todos los “actos de voluntad” están relacionados con todas las anteriores voliciones, y al mismo tiempo condicionados por éstas; voliciones tanto del agente individual como de todos los restantes individuos que han contribuido a la formación del mercado histórico y de la sociedad a la cual pertenece involuntariamente.

En segundo lugar, un acto aislado, ejecutado por un individuo, en el secreto y en la soledad de su habitación, y conservado allí no tiene mayor significado histórico que el de la invención enterrada (desconocida e inaplicable) junto con su autor. La historia se ocupa sólo de los actos socialmente efectivos. Por lo tanto, como dice Lenin (Collected Works, XI, 439), “cuando se juzga la actividad social de un individuo, el problema real es el siguiente: ¿Qué garantía existe de que esta actividad no será un acto aislado, perdido en una muchedumbre de actos opuestos?”.

Los libros de historia abundan en casos de tentativas fracasadas de esfuerzos frustrados y de vanas empresas. Quien ha intentado desarrollar cierta actividad social, aunque sólo haya sido en un club atlético, en un consejo de parroquia, o en una filial del sindicato, sabe cuán a menudo dicho resultado desmiente las esperanzas y las anticipaciones de quienes promovieron la acción. En los más amplios dominios de la organización urbana, nacional e internacional las dificultades son proporcionalmente mayores. Y en estas últimas esferas de la disparidad entre la intención y el resultado puede asumir proporciones trágicas. Los desastrosos efectos de la prohibición en los Estados Unidos fueron precisamente todo lo contrario de lo que se propusieron quienes trabajaron muy duramente con el fin de promover “una gran reforma”, y de los votantes que los apoyaron. La gran mayoría del electorado deseaba sinceramente disminuir la intoxicación aunque a menudo sólo en los demás, y por motivos poco estimables: nadie deseaba aumentar las ganancias de los pistoleros, ni fomentar la venta de venenos, ni alentar el consumo de alcohol en los adolescentes ¡pero ése fue precisamente el resultado obtenido!

“La historia se hace ella misma de modo tal que el resultado final proviene siempre de conflictos entre gran número de voluntades individuales. Hay pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan, una serie infinita de paralelogramos de fuerza que dan origen a una resultante: el hecho histórico. A su vez, éste puede considerarse como producto de una fuerza que tomada en conjunto, trabaja inconscientemente y sin volición. Pues lo que desea cada individuo es estorbado por otro resultando algo que nadie querría. Así es que la historia se realiza a la manera de un proceso natural”. (Engels Bloch. S. W 382).

“El conflicto de innumerables voluntades en el dominio de la historia produce un estado de cosas absolutamente análogo al que se observa en el dominio de la naturaleza inconsciente. La acción se propone ciertos fines pero los resultados producidos por dicha acción no son los que se habían buscado o cuando corresponden al objetivo perseguido en definitiva tienen consecuencias muy distintas de las que se habían anticipado” (Engels, Ludwig Feuerbach, 457). “Los propios hombres hacen su historia pero hasta ahora no la hacen con una voluntad colectiva o de acuerdo con un plan colectivo, ni siquiera dentro de una sociedad perfectamente definida. Sus esfuerzos se entrechocan, y por esta misma razón todas esas sociedades son gobernadas por la necesidad la que es complementada por, y aparece bajo la forma de azar” (Engels a Starkenber, S. W., 392).

Naturalmente, podemos imaginar, como lo hace Engels en la última cita, un orden histórico absolutamente racional, del que se habrán eliminado los conflictos, las contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones de propiedad, con lo que resultará una sociedad donde los hombres cooperarán consciente y voluntariamente en el esfuerzo colectivo destinado a desarrollar las fuerzas productivas y las actividades creadoras que dichas fuerzas liberan. Ese orden no sería estático, sino consciente e intencionalmente creador. Por consiguiente, podría ser considerado el verdadero comienzo de la historia racional. De ahí que Marx denomine a todo cuanto lo precede “capítulos de la etapa prehistórica de la sociedad humana” (en el prefacio a su Crítica de la Economía Política, S. W., 357).

Sin embargo, dicho orden no es la realidad oculta tras la historia conocida, como en el caso de las Ideas de Platón, de la Ciudad de Dios agustiniana, o de la Idea Absoluta de Hegel. Es, sin duda, una meta apropiada, pero la historia no nos conduce fatal e inevitablemente hacia ella.

Nada garantiza que nuestra sociedad no haya de desaparecer, como en el caso de los mayas, o que no se fosilice, como los chinos, y tampoco nada garantiza que el Homo Sapiens no haya de extinguirse, exactamente como el Archaeopterix o el Hipparion.

En todo caso, el orden histórico que podemos observar no ha alcanzado aún dicha racionalidad consciente. Por otra parte, las “leyes del movimiento” que Marx y Engels descubrieron en la historia no describen, como parecerían sugerirlo algunos pasajes de sus escritos, un orden mecánico, en el cual el único cambio posible sería el cambio de posición en el espacio. Tal fue, ciertamente, el orden natural planteado por Laplace, y Huxley y otros destacados hombres de ciencia del siglo pasado. Es una idea que ya no plantean ni siquiera los físicos modernos; y aunque así lo hicieran, carecería de valor para la historia.

Poca utilidad tiene la analogía entre las que ahora consideramos leyes estadísticas (descriptivas de la conducta de gran número de partículas en la masa) y las leyes históricas. Si nosotros mismos, agentes de la historia, nos colocamos en el lugar de las partículas, poca luz podremos arrojar sobre los hechos que nos conciernen prácticamente. Por otra parte, este tipo de concepción mecanicista no constituye una legítima inferencia extraída de la doctrina darwinista, y tampoco es aceptable para los biólogos modernos. En realidad, ello implicará negar la realidad del cambio histórico, precisamente la misma postura que Engels censura en Hegel.

Por consiguiente, las leyes de la historia no son otra cosa que descripciones abreviadas del modo de realización de los cambios históricos. No determinan ni gobiernan estos cambios. Sirven para limitar la gama de factores incalculables, sin excluirlos totalmente. En 1871 el propio Marx, insistió en que “la historia del mundo poseería una naturaleza por demás mística si los accidentes no desempeñaran ningún papel. Los accidentes se integran naturalmente en el curso general del desarrollo, y son compensados por otros accidentes. Pero la aceleración y la retardación dependen en gran medida de estos accidentes, entre los cuales corresponde incluir un accidente como el carácter del pueblo que primero se pone a la cabeza del movimiento” (Cartas al doctor Kugelmann, 125).

Por lo tanto, estas leyes históricas no constituyen el orden histórico, pero nos ayudan a reconocer las interrelaciones entre los acontecimientos que efectivamente constituyen dicho orden. El materialismo dialéctico, por ejemplo, revela la existencia de una suerte de “selección natural”, que asegura la “supervivencia” de las sociedades humanas “más aptas”. Pero la prueba de aptitud no es el éxito de las naciones en las guerras de destrucción o en la competencia comercial, como los racistas y los nacionalistas de la economía han pretendido sostener, a través de una perversión del darwinismo. Es algo positivo: la armonía entre los medios de producción por una parte y las relaciones de propiedad, conjuntamente con la superestructura política, religiosa y artística por la otra. Una sociedad puede progresar, y por consiguiente vivir y sobrevivir únicamente en la medida en que las relaciones de producción -es decir, todo el sistema económico y político- favorecen el desarrollo de la ciencia, el progreso de las invenciones y la expansión de las fuerzas productivas.

Ninguna teoría de la historia puede anticipar los nuevos descubrimientos que la ciencia realizará, ni las fuerzas productivas que de ese modo serán puestas a disposición de la sociedad ni precisamente qué instituciones políticas y qué organizaciones económicas permitirán la explotación de dichas fuerzas productivas. Analizada desde el Punto de vista del materialismo histórico, la historia demostrará de qué modo las instituciones y las concepciones del pasado han estado relacionadas con los desarrollos tecnológicos y científicos.

Pero esto último tampoco permitirá explicar la forma precisa asumida en casos particulares:

por qué, para tomar el ejemplo de Engels, “entre los muchos y pequeños Estados del norte de Alemania, Brandeburgo habría de convertirse en el gran poder que representó las diferencias económicas, lingüísticas y, después de la Reforma, también religiosas entre el Norte y el Sur” (S. W., 382).

Ni es necesario que así sea. La ciencia histórica no pretende convertirse en una suerte de astrología capaz de predecir el desenlace de cierta competencia o de tal o cual batalla, para beneficio de especuladores del deporte o de la guerra. Por otra parte el estudio de la historia permitirá al ciudadano sensato establecer la pauta que el proceso ha ido entretejiendo en el pasado. Y de allí deducir su probable desarrollo en el futuro inmediato. Un gran estadista de nuestro tiempo ha anticipado con éxito el curso de la historia mundial y suya es la cita que hemos incluido como ejemplo de la historiografía marxista

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(*) V. Gordon Chile, Teoría de la historia, capítulo VII. En http://www.elaleph.com/

(5) Carta a Starkenberg, 1894, Selected Works, 392.

(6) Collected Works, XI, 620.


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