El Verbo Eduardizar Existe
Julio Carmona
LA MAYOR ASPIRACIÓN DE TODO ESCRITOR
es encontrar su propio estilo. Hacerse de una voz propia que, si bien no lo
inmuniza del plagio, al menos lo distinguirá de otros que sí podrían ser sus
influencias.
Valgan
esas palabras introductorias para referirme a Eduardo González Viaña, de quien
se puede decir que ha inventado su propio verbo: «eduardizar», para dar ese
tono de originalidad a sus escritos. Por mi parte debo decir que además de contar
con su amistad, he tenido la suerte de haber leído sus últimas cuatro o cinco
novelas, gracias al envío generoso que de ellas me hizo. Y, especialmente,
empezando por Vallejo en los infiernos,
le hice sendos comentarios desde mi modesta apreciación crítica. Y eso motivó
dos hechos que me deparan orgullo y satisfacción. El primero que me permitió
confirmar el aserto expuesto en el párrafo precedente. Se tendría que tener un
criterio muy mezquino para regatear a las obras de Eduardo la originalidad de su
estilo, es decir, esa muy suya capacidad de «eduardizar» sus escritos.
El
otro hecho aludido es que (a partir de las notas críticas que efectué a algunas
de sus novelas) Eduardo me solicitó que leyera el original de El camino de Santiago, para que no esperara
a comentarla solo después de publicada. Y, ahora, en trance de hacer ese
comentario, en principio, huelgo tener que referirme a la calidad de su prosa y
a sus virtudes narrativas, ya referidas en los párrafos anteriores, y puestas
también de manifiesto en esta novela que, además, tiene el aval de un jurado
idóneo que la seleccionó como finalista del Premio Planeta de Novela 2016, y
por ello ha sido publicada por esa prestigiosa editorial.
Y
lo primero que, en ese sentido, acució a mi inquietud lectora es la pluralidad
de opciones significativas del título El
camino de Santiago. Porque podría tratarse de un viaje posible de hacerse
por diversos lugares con la misma denominación, Santiago: de Chile, del Estero, de Chuco, de Compostela. Y esta
connotación del título encierra la propensión poética de no dar todo servido al
lector, sino de hacerlo partícipe de esa búsqueda de sentidos que se ocultan,
se sugieren o se ponen como trampas para estimular su curiosidad que es un incentivo
para no abandonar la lectura. Y esa inquietud lectora, en este caso, podría
adoptar el famoso refrán que asegura —de manera apodíctica— que «todos los
caminos conducen a Roma».
Por
otro lado, el título hace pensar en el trayecto que sigue un personaje de la
novela del mismo nombre (que es el sentido cabal) pero que —antes de esa
verificación fáctica— el lector puede relacionarlo con el personaje de César
Vallejo, el anciano ciego de sus poemas (si no se ignora la devoción
superlativa que Eduardo tiene de nuestro poeta). Aunque, ya atrapados por la
vorágine de los hechos narrados, se descubre que el nombre corresponde
—obviamente— al protagonista de la novela, que, asimismo, tiene apellido,
Aguilar. Entonces fue que —en uno de los diálogos por teléfono que sostengo con
Eduardo— le inquirí si algo tenía que ver ese nombre, Santiago Aguilar, con el que
corresponde al poeta liberteño. Y, por supuesto, me dijo: «Es un homenaje
amical».
No
es, pues, un homenaje baladí. El protagonista de la novela tiene mucho de
poeta, de músico y de loco (¿quién, de pasar por las intensas peripecias de su
vida —que es, dígase de paso, la vida de muchos peruanos—, no llega a ese
estado de desequilibrio, sin encontrar respuesta lógica a tanta iniquidad?) No
voy, por supuesto, a contar aquí la historia de Santiago Aguilar (ni la del
poeta ficticio ni, mucho menos, la del real). Baste decir que, en ese orden de
sentidos sugeridos por el narrador, se puede destacar la presencia de dos
tragedias paralelas: la de los migrantes que cruzan las aguas ensangrentadas
del Río Bravo o Río Grande en la parte que este forma la frontera que separa a
México de USA, que es como decir la diferencia que hay entre el cielo y el
infierno, aunque —por esas triquiñuelas que suele hacerle don Sata a los
ingenuos habitantes del primero— estos se suelen encandilar por el oropel
tentador del «estilo de vida americano» (american
way of life).
Y
la otra tragedia es la que vivió el Perú en la década de los ochenta del siglo
pasado, de manera particular, la que aconteció en un lugar llamado Accomarca, en
Ayacucho, donde se perpetró la masacre más atroz infligida a los habitantes de
dicho pueblo, en número de más de sesenta, por parte de una patrulla de
veinticinco soldados que actuaba bajo las órdenes del subteniente Telmo Hurtado.
Obviamente, en la ficción hubiera resultado patético el que figurara con este
nombre real. Eduardo ha tenido el tino de modificarlo, Telmo Colina; del mismo
modo como ha hecho con su grado de militar, alférez, y con el nombre del
pueblo, Accobamba. Veamos una muestra de estos cambios, ocurridos al iniciarse
la fuga de Santiago (dice el narrador: «Santiago se convirtió en lo que había
sido siempre, desde niño, un hombre solitario que huye»). Y este peregrinaje
comenzó con esa llegada de Telmo Colina a Accobamba, cuando Santiago pudo
eludirse con Cirila, la chica que lo cuidaba, mientras su madre, la maestra de
la escuela era llevada a la presencia de Telmo Colina, quien la interroga y se
inicia este diálogo:
«—Nombres. Quiero que usted me dé
nombres…
—¿Quién es usted? ¿Quiénes son
ustedes?
—¿De veras no lo sabe? Soy Telmo
Colina, alférez del ejército peruano.
¿Quiere saber más? Los tenemos
rodeados. Estamos en todas partes. Aquí, en Accobamba, estoy comandando la
patrulla Lobo.»
De
esta breve muestra se puede destacar un ocultamiento que es, a la vez, una
develación: el apellido Colina oculta el apellido del genocida real, pero
devela el apelativo de un grupo mayor de genocidas: el Grupo Colina. Y todas
estas tácticas narrativas conducen por sí solas a revelar la terrible
deshumanización sobre la que descansa el sistema que —como dije antes— tiene
como modelo el american way of life.
Y eso explica la otra táctica —también ya formulada— de manejar dos tragedias
en paralelo: la de los migrantes de la frontera y la de los habitantes de la
sierra, ambas imbricadas por el peregrinaje de Santiago, quien siente que «Había
recorrido mucho mundo para llegar hasta allí [hasta la frontera]. Le parecía
que había caminado exactamente la mitad del planeta y un poco más de la mitad
de su vida. Sentía que caminaba en esa dirección desde siempre».
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.