martes, 1 de noviembre de 2016

Filosofía

La Dialéctica Antigua Como Forma de Pensamiento

(Tercera Parte)



Edwald V. Iliénkov

[Naturfilosofía de los primeros filósofos] 

Pensar y proceder de acuerdo a la naturaleza de las cosas: justamente en esto se encierra toda la sabiduría de las primeras concepciones teórico-filosóficas. Sabiduría, unida a la comprensión de que hacer esto no es así de fácil y sencillo, de que el pensamiento y la reflexión exigen del hombre inteligencia, voluntad y valor para mirar de frente a la verdad, no importa cuán desconsoladora le pudiera parecer. Este credo originario de la filosofía, formulado posteriormente por Spinoza como su divisa (“no llorar, no reírse, sino comprender”) trasluce con suficiente claridad a través de los ropajes verbales de cualquier sistema temprano de la antigua Grecia.

En Heráclito no hay la más mínima referencia a algún “logos” peculiar, diferente del Logos Universal, de la actividad del alma, del ser animado. El hombre desde el principio mismo está incluido en los ciclos de fuego de la naturaleza, y, quiéralo o no, él sigue su inexorable movimiento. El alma racional, comprendiendo esta situación independientemente de ella, actúa en correspondencia con el “Logos”. La irracional, al no percibirla, busca ansiosamente, se esfuerza en vano en mantenerse en lo suyo, pero de todas formas es arrastrada por el curso de los acontecimientos universales. Sabiduría expresada también en el aforismo de aquellos tiempos: el destino deseado conduce, el indeseado arrastra, y con esto no hay nada que hacer.

Análoga es la solución de Demócrito: el “alma” es una partícula de la naturaleza, formada por aquellos mismos “átomos” que forman cualquier otra cosa en el cosmos, acaso solo más movible, y, por tanto, su actividad transcurre según las mismas leyes, que las de la existencia de cualquier otra “cosa”, de cualquier otro conjunto de los mismos átomos...

En esencia, la misma significación tiene también la famosa tesis de Parménides: “Es uno y lo mismo la idea y lo que ella piensa”. Aquí no había y no podía haber todavía el sentido refinadamente idealista que la misma fórmula tendrá más tarde, en Platón, en los neoplatónicos, en Berkeley, Fichte o Hegel. Aquí, por supuesto, no había nada similar. E incluso Hegel, tan virtuoso en transformar a todos los brillantes pensadores del pasado en predecesores de su concepción de la relación del pensamiento hacia el ser, se ve necesitado de constatar que la visión de Parménides sobre la sensación y el pensamiento “puede a primera vista parecer materialista”.9 Así parece a primera vista, y a segunda, a tercera, solo si no se le adosan interpretaciones formadas muy tardíamente, puesto que la cuestión aquí se planteó de manera perfectamente clara como la cuestión sobre la relación de una de las capacidades de “lo muerto” (una diminuta partícula del “ser”) hacia todo el “ser” restante, y se resolvió clara e indiscutiblemente en el sentido de la correspondencia del conocimiento con aquello que es en realidad. La razón pensante (en contraposición con “la vista engañosa y el zumbido del oído obstruido”) por su propia naturaleza es de tal forma que no puede engañarse, no puede expresar aquello que no es en realidad, sino que es expresión de aquello que es. ¿Y qué “es”? Esto lo resuelve la razón.

En general, para los presocráticos no es característica la propia idea de la contraposición del pensamiento humano (y otro ellos no reconocían) al “ser”. El pensamiento y la idea se contraponen no al “ser”, no al cosmos, sino a la opinión, es decir, al saber falso, obtenido no por vía de la investigación independiente y de la reflexión, sino gracias a la credulidad que toma por moneda verdadera todo aquello de lo que chacharean a su alrededor... Por lo tanto, las categorías del pensamiento –tales como el “ser” o el movimiento en general– se juzgan y se investigan aquí directamente como determinaciones del mundo circundante al hombre, como características o definiciones de la realidad existente fuera de la inteligencia y fuera del hombre.

Y con la misma objetividad (independientemente de cómo se comprendían a sí mismos y cómo comprendían sus propios razonamientos los filósofos antiguos) la cuestión aquí ya se estableció, en esencia, en torno a cómo expresar el movimiento real en la lógica de los conceptos, y no en absoluto acerca de si éste existía efectivamente o no... Como un hecho empíricamente constatable, sí, incondicionalmente; y de esto no dudaría no ya un oponente de Zenón, sino el propio Zenón. Existe, sí, pero solo como existe cualquier otra cosa efímera (“mortal”), como la salud o la riqueza, como el éxito o la cosecha de olivos. Hoy las tienes, mañana no; pero siempre existe ese mundo, ese cosmos, dentro del cual surgen y desaparecen sin dejar huellas siquiera: del Ser. Aquello que siempre fue, es y será. Aquello a lo que debe dirigirse la Razón, en contraposición a la “opinión” vana.

Esto es ya un claro análisis de las categorías del pensamiento; análisis que desentraña las contradicciones en la composición de estas categorías, tan pronto como el pensamiento comienza a producirse especial, cuidadosa y honestamente. Contradicciones de las cuales está llena también toda las esfera de las vanas “opiniones”, pero que allí no son percibidas, porque sencillamente no las contemplan críticamente, no piensan en ellas como un “objeto” específico, diferente de sí mismo; sino que obstinadamente insisten en ellas, cincelando cada cual la “suya”; que en la práctica no es suya, sino algo misteriosamente tomado sin saber ni cómo ni de dónde. Esto es habitual, pero de aquí no resulta la verdad.

Precisamente a Zenón la humanidad le debe una verdad que se convirtió en divisa directiva de la ciencia en general: no creas en aquello que veas o escuches, investígalo. Puede ser que al fin y al cabo todo resulte lo contrario. Sin esta divisa no hubiera nacido ni el pensamiento de Galileo; esto lo comprendió nuestro gran Pushkin más claro que el agua:

No hay movimiento, –dijo un sabio barbudo, El otro calló y empezó a caminar frente a él ...** 

¿Quién estaba en lo cierto? ¿Quién acierta una “respuesta alambicada”? (debe ser razonada o bien pensada) Y Pushkin relaciona este “ejemplo” precisamente con Galileo: “... en verdad cada día ante nosotros pasa el sol, sin embargo, tenía razón el obstinado Galileo”.

Aquel mismo Galileo que afanosamente es transformado por los positivistas en su santo, en enemigo de cualquier “filosofía”.

Claro que la presencia de una seria crisis social, que arrastra todo a sus órbitas, todavía no explica aquella explosión de pensamiento dialéctico, ligada a los nombres de Heráclito y Zenón de Elea; y más: toda la tradición teórica despertada por ellos, todo aquel proceso que entró para siempre en la historia bajo la denominación de filosofía de la Antigua Grecia, de la dialéctica antigua, esa auténtica base de la posterior cultura teórica de Europa.

Reflexionando sobre esto no pudiera llegarse a ninguna otra conclusión que no fuera la que en relación a las condiciones del nacimiento y florecimiento de la dialéctica filosófica hiciera Hegel. La dialéctica filosófica nace en la pequeña Grecia, todavía más exactamente: en aquellas ciudades-estado donde, por alguna feliz coincidencia de circunstancias (la cuestión de cuáles circunstancias es transmitida rápidamente, precisamente, al historiador, mejor que al historiador de la filosofía) esta crisis se produce en condiciones de democracia. Sea ya decadente, incompleta, esclavista, pero democracia al fin: el régimen donde todas las cuestiones vitalmente importantes, todos los problemas cautivantes se dilucidaban no en secreto, no por una estrecha secta de honorables, sino abiertamente, en las plazas, en encendidas disputas y discusiones, donde cada uno tenía la palabra y podía prevalecer, si esta palabra era razonable y a todos convencía...

No hay por qué idealizar, claro está, esta forma de democracia: ni por asomo ella daba solamente un florecimiento hasta hoy impactante del intelecto dialéctico, sino también algún que otro plato no tan delicioso. Sócrates, por su sabiduría excesiva, según la opinión de esta democracia, fue condenado a muerte precisamente por ella; y Aristóteles se vio obligado a huir  de su ciudad natal, bajo peligro de análoga distinción. ¿Qué hacer? El pensamiento dialéctico no es un entretenimiento inofensivo incluso en las condiciones de una completa democracia. Este nació también como aguda arma en la lucha de cosmovisiones y hasta hoy se mantiene como tal. Por eso el más consecuente movimiento democrático de la historia –el movimiento comunista de nuestra época– lidiando incondicionalmente por la dialéctica guarda de todas formas en su arsenal teórico también un consejo: “Aplica a sabiendas el método este”.
  
[La sofística] 

Y saberlo “aplicar” significa saber también su genealogía, y aquellas deformaciones enfermizas monstruosas del método dialéctico, con las cuales, ¡ay! se ha enriquecido la historia de su desarrollo y aplicación. Una de tales lecciones la demuestra ante nosotros la sofística, que vulgarizó y convirtió en objeto de mercado y de intereses particulares la dialéctica limpia y valiente de los presocráticos, estos luchadores por la cosmovisión científico-teórica que se alzaron contra la concepción del mundo de la corriente pragmático-religiosa, contra la mitología que explicaba todos los acontecimientos del mundo por los caprichos de la voluntad y conciencia de dioses antropomórficos de sabiduría y poder sobrehumanos, de héroes míticos culturales.

De la historia universal es conocido que el florecimiento de la antigua cultura griega, creadora [entre otras cosas] también de la dialéctica, fue tan corto como precipitado. Sin lograr derrotar por completo el régimen patriarcal-gentilicio de vida, mucho menos los recuerdos sobre él, este nuevo tipo de cultura, inexplorado aún por los hombres, muy rápido descubrió sus contradicciones (“inmanentes” a él, si nos expresamos en el acostumbrado lenguaje filosófico), que pronto lo destruirían, o, más exactamente, que desde adentro debilitarían su fuerza al punto de que se hacía fácil botín de conquistadores.

Y uno de los rasgos perniciosos de la creciente decadencia de la cultura resultó precisamente la sofística. No hay que representársela, claro está, solo en blanco y negro: los sofistas entraron a la historia también como civilizadores, como vendedores ambulantes de la cultura intelectual ya formada en los presocráticos, de la lógica del abordaje teórico de cualquier asunto, así como sus popularizadores e, incluso, como descubridores de algunas debilidades del análisis dialéctico. Esto es así, y de todas formas la sofística se hizo de un nombre común para la forma harto característica de la desintegración del pensamiento dialéctico, e incluso sirvió de puente por el cual la dialéctica saltó a la orilla contraria del ancho torrente del pensamiento teórico: a la orilla del idealismo.

Ente los presocráticos materialistas y Sócrates–Platón se establece precisamente la sofística como eslabón de enlace (y al mismo tiempo de división). Desde este ángulo ella, evidentemente, es más que nada interesante en la historia de la dialéctica antigua.


Cayendo en manos de buhoneros popularizadores, la dialéctica presocrática muy pronto perdió el carácter de modo de asimilación de la realidad en sus principales contornos (tal y como era para Heráclito, los eléatas y Demócrito) y comienza a convertirse en técnica de la demostración falsa de tesis previamente adoptadas y presentadas de muestra, comienza a degenerar en un foco intelectual sui géneris, en arte de vencer en las luchas verbales, incluso, sencillamente en falsedad verbal, en retórica vacía. El sofista consideraba como el nivel superior de su arte la capacidad de demostrar cualquier tesis, lo mismo que su contraria directa, utilizando en esto aquellos tránsitos dialécticos reales, las modulaciones de los conceptos, que se revelaban en el pensamiento de los presocráticos. En este plano el arte de los sofistas – cirqueros del intelecto– pudiera ser comparado con el arte de los gimnastas, que hacen lo que quieren con su cuerpo...

El pensamiento interviene aquí no tanto en función del conocimiento objetivo de la realidad y de la fijación de las contradicciones contenidas en él, cuanto desde su lado formal: y precisamente en forma de discurso, de opinión, de afirmación, es decir, en su forma verbal. El objeto de “discurso”, de la conversación, del diálogo en sí, al sofista le interesa bien poco: según el principio de la sofística éste puede ser cualquiera, no está en esto el asunto. La cuestión está en saber descubrir las paradojas, la contradicción en las afirmaciones del interlocutor, ponerlo en un callejón sin salidas, disuadirlo, llevarlo a decir lo inverso a lo que había dicho un minuto atrás.

Naturalmente, que bajo esta comprensión el principio teórico fundamental de los presocráticos (el principio de la correspondencia del pensamiento con la realidad, y del discurso con la real situación de las cosas, independientemente de este) decae en general desde el pensamiento sofístico. Aquí no hay nada que hacer con él;  deja de ser interesante y necesario.

La sofística comienza justamente allí donde la dialéctica, como arte del análisis de los conceptos que expresan la realidad, da lugar al arte de construir el discurso sobre la realidad. Naturalmente que las dificultades teóricas relacionadas con la dialéctica de las categorías objetivas (tales como lo singular y lo universal, lo único y lo múltiple, la parte y el todo, el ser y el no-ser, etc., etc.) imperceptiblemente se transforma aquí en objeto de un juego de palabras y de las ambivalencias contenidas en estas palabras, es decir, con las contradicciones de un plano exclusivamente semántico...

Con esto, propiamente, es que la sofística se hace merecedora de su mala fama: la fama de Heróstrates por la dialéctica. Y si Demócrito quedó inscrito en la memoria como creador del concepto de “átomo”, la sofística es recordada bajo el aspecto y el género de esta anécdota:

“¿Dime, a ver, tienes una perra?” –“Sí”. –“¿Tiene ella cría?” –“Sí”. –“¿Quiere decir que tu perra es madre?” –“¿Cómo si no?” –“Significa que tienes una madre perra, y tú eres hermano de los cachorros”... Y continúa en este mismo espíritu. “¿Dejaste de matar a tu propio padre? Responde: ¿sí o no?” “¿Si a ti se te cae un pelo te quedas calvo?” –“No”. –“¿Y si se te cae otro?” –“No”. –“¿Y otro más?” Y así mientras que el interlocutor no descubra con amargura que, con su consentimiento, lo han hecho un calvo, y a la pregunta: “¿Y otro más?” se ve precisado a responder: “Sí”.

Claro está que la dialéctica sofística es un juego, pero un juego con cosas muy serias, y un juego irresponsable, por cuanto no hace distinción entre tales conceptos como “calvicie” y “bienestar de la patria”, distrayéndolos con una vuelta al revés, y así y asado; y por ello, en las cuestiones más serias se forma la idea, al fin y al cabo, perfectamente sin principios... No es de asombrar que los entretenimientos de los sofistas despertaran en conocidos círculos de Atenas no solo asombro, sino también temor. Temor por el futuro de su polis, de sus ciudadanos, “pervertidos” por filósofos errantes, y que encima cobraban plata por esto...

Si aplicamos a las características de la sofística los principios posteriores de clasificación de las direcciones filosóficas, lo más razonable de todo es ubicarla en la nómina del idealismo subjetivo. Para ella no hay y no puede haber una verdad común para todos. Hay solo una masa de opiniones. Hay tantas opiniones como individuos existan. Cada cual tiene su opinión. Y cada cual tiene tanta razón como el otro, su contrario, puesto que cada cual está formado, educado, y vive a su modo, y ve y comprende el mundo a su forma. Y aquello que toman por “verdad” es nomás que una opinión individual, que alguien supo imponer a todos los demás. Una de las consecuencias inevitables de tal versión de la dialéctica resultó ser el escepticismo absoluto con relación a las posibilidades del conocimiento del mundo exterior; cómo es él en sí no lo sabemos y no podemos saberlo, y no hay por qué perder fuerzas en intentos inútiles para conocerlo, para definir en el curso de los acontecimientos siquiera ciertos contornos, regularidades, siquiera cierto “Logos”. Todo lo que yo puedo decir sobre él, es lo que parezca, lo que me parezca a mí, y solo a mí. Me gusta la miel, para mí es dulce. Mi vecino está seguro de que es amarga, no es sabrosa. Puede ser. Y yo estoy en lo cierto, tanto como él; nuestros órganos de los sentidos no están estructurados de igual forma, la miel a mí me parece dulce y a él amarga. Otro dice, como yo, que la miel es dulce. En palabras él está de acuerdo conmigo, pero ¿de dónde sé yo qué se esconde en él tras la palabra “dulce”? Las palabras son las mismas, sí, pero nadie puede decir si expresan “una y la misma cosa”...

El pensamiento, fijado por los sofistas en esta forma, en la cual el pensamiento realizado individualmente existe “para otro”, como una representación conformada verbalmente, como discurso, como cuento, se interpreta, no obstante, como expresión de una vivencia estrechamente individual, estrechamente singular, de un estado del “alma” individual (o del “cuerpo”: ¿cuál es la diferencia?) irrepetible, aunque fuera por segunda vez.

Los sofistas, no obstante, por vez primera vieron en la palabra ese elemento peculiar, ese elemento en el cual se realiza el pensamiento como esa forma en la cual, según expresión de Hegel, “el espíritu solo se encuentra para sí como espíritu”. En sus ojos el pensamiento y el discurso se mezclaban (a lo que contribuía también la circunstancia de que en griego la palabra “logos” designa tanto el discurso, como su sentido, su significado). Como resultado, el aspecto lógico-filosófico de la consideración del pensamiento perfectamente se mezclaba en ellos con el lingüístico, y el análisis del “discurso”, en esencia, se sustituye por un análisis del mismo estrechamente formal, y el lugar de la lógica (la dialéctica) creada por los presocráticos, lo ocupa la retórica, la gramática, la semántica, la sintaxis.

Y no casualmente, la “semasiología”*** contemporánea lleva su genealogía de Protágoras. El análisis de las categorías (ser, movimiento, continuidad y discontinuidad, etc., etc.) cede lugar al análisis de los sentidos y significados de las palabras. Contra tal análisis nada malo hay que decir, [pero] por cuanto éste inmediatamente se adelanta tras la solución de un problema filosófico (la relación del pensamiento hacia el mundo circundante), por tanto éste no es otra cosa que su solución idealista subjetiva. Tanto en la Grecia antigua, como en nuestros días.

Sin embargo, el idealismo subjetivo de los sofistas, expresado en el aforismo de Protágoras (“El hombre es la medida de todas las cosas”: y precisamente el hombre como ser singular entendido atomísticamente, como individuo), en el curso del desarrollo de la filosofía pronto resulta solo una forma transitoria hacia el idealismo objetivo, una forma no desarrollada del idealismo como campo en la filosofía. Puesto que la realización consecuente del principio idealista subjetivo es perfectamente igual a un suicidio, a una autodestrucción de la filosofía como teoría, su conclusión inevitable se transforma aquí en un relativismo absoluto, un pluralismo absoluto de opiniones individuales que no conoce fronteras ni límites, un completo escepticismo: tanto en relación con el mundo exterior, como en relación con el propio pensamiento y en relación con otro hombre. La categoría de verdad objetiva se desvanece por completo: con ella sencillamente no hay nada que hacer...

En sus conclusiones extremas (y los griegos eran buenos en eso de que en todo sin miedo iban hasta el final), la sofística lleva precisamente a este fin: el individuo con sus irrepetibles vivencias resulta la única medida y el único criterio tanto de la “verdad”, como de la “corrección” y de la “justeza”, y el “pensamiento” se reduce al arte del engaño verbal consciente, al arte de pasar lo individual por lo universal (el cual en sí no existe y no puede existir), a la habilidad de operar con las palabras de una forma tan diestra, para imponer la propia opinión individual a todos los demás. Lo “universal”, lo “único” se torna sencillamente en ilusión, que tiene solo existencia de palabra; y la filosofía, arte de la elocuencia, de la retórica, de la “erística”. O de la “dialéctica”, ya en el peculiar sentido sofista de esta palabra...

Así mismo, el problema de la relación del saber alcanzado por el pensamiento hacia su objeto, hacia su prototipo (hacia el mundo exterior) se elimina del orden del día por esta posición como un problema insoluble y “falsamente planteado”. Esto es exactamente lo mismo que hace hoy el neopositivismo.

Pero el propio problema no desaparece por que una determinada escuela en filosofía lo declare inexistente. Por eso es que tarde o temprano la versión idealista subjetiva del pensamiento y el saber le cede el puesto al idealismo objetivo, el cual no escapa del problema, sino que lo plantea de nuevo en toda su agudeza e intenta dar combate al materialismo justamente en la cuestión acerca de la significación objetiva del saber.

En la historia de la filosofía antigua esto se produce como un viraje desde el materialismo espontáneo y la dialéctica de los presocráticos hacia el idealismo objetivo de Platón y Aristóteles. Como figura intermedia en esta evolución interviene Sócrates.  
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NOTAS 
(*) Dido: perro de Engels, sobre el cual habla en sus cartas a Marx del 16 de abril de 1865 y del 10 de agosto de 1866.
(**) No hay movimiento...: del poema de Pushkin “Movimiento” (1825). Trata de Zenón de Elea y Diógenes de Sínope.
(***) Semasiología (del gr. “semasia”: “significado”): Sección de la lingüística (en un sentido más especializado: uno de los aspectos de la semántica), que estudia el significado de las unidades de la lengua. (****) “Realismo” y “nominalismo”: Concepciones filosóficas formadas en la época medieval en torno a la famosa discusión sobre los universales. El contenido fundamental de esta discusión era la cuestión acerca del ser de los universales, es decir, de los conceptos generales, en primera instancia aquellos como género, especie, propiedad y otros. Hubo dos caminos radicalmente contrapuestos. El primero afirmaba que a los conceptos generales le correspondían una esencia objetiva universal, una realidad objetiva, una idea, distinta de las cosas singulares (esta posición llamada “realismo extremo” se expresó más agudamente en Juan Escoto Eriúgena). El segundo postulaba que los conceptos generales tienen realidad solo en la palabra, con cuya ayuda se afirma lo similar o lo convergente en las cosas singulares, de tal modo que la palabra, el nombre (del latín “nomen”) son en esencia solo signos de las cosas y de sus propiedades y fuera del pensamiento no tienen y no pueden expresa[r] ninguna realidad objetiva, ningún prototipo real. Era la vía de Roscelino y algo después de William Ockham. La posición intermedia del “realismo agonizante” fue fundamentada por Tomás de Aquino, de acuerdo con la cual los conceptos generales son significados, por cuanto en ellos se abarca la esencia de las cosas.

(9) Hegel: Obras, M. 1932, t. 9, p. 225 (en ruso).

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