Mundos Paralelos (en la Narrativa de Mario Vargas)
Julio Carmona
SERÍA REDUNDANTE
REFERIRSE a las bondades artístico-literarias de la obra de MV. Es casi un
tópico, al que se han referido —con mayor solvencia— críticos y estudiosos
renombrados de la literatura.1 Hacemos, no obstante, la salvedad
porque no es ese el tema de interés que anima a los comentarios que pensamos
hacer aquí. Obviamos incidir en él, mas no porque lo consideremos negligible,
sino porque —por su misma evidencia y contundencia— suele obnubilar o velar
algunos niveles de fondo de su labor literaria. Por ejemplo, la alusión
—directa o sesgada pero siempre, ex profeso, cizañante— a ciertos personajes
históricos (e inclusive ficticios pero emblemáticos) con la intención evidente
de devaluar su imagen. Esto hace que se pueda asumir —para calificarla— la
expresión popular de la “mala leche”, es decir: tener mala intención al
hablar de alguien. Y, en este caso, se cumple lo ya dicho respecto de la
«bondad artística», que se pone al servicio de un accionar siniestro, con el —a
veces— consiguiente «pasar por alto» del lector. Nosotros nos despojamos de la
venda y preferimos incidir, primero, en las
críticas de fondo a algunas de las novelas de MV. Mas no lo haremos en orden de
aparición de las mismas. Comenzaremos con la más celebrada: La guerra del
fin del mundo (LGFM). Luego
tendremos ocasión de ocuparnos de algunos aspectos formales.
Hay ciertas novelas
a las que se suele volver, de vez en cuando, como a hontanares a los que se
acude para calmar una sed inefable. Una de esas novelas para nuestra sed es El Quijote de la Mancha. Y es así que al
releer últimamente algunos de sus capítulos y como paralelamente estábamos
haciendo la relectura de LGFM(A-1981), resultó que tanto en una como en
otras novelas llegamos a encontrar —salvando muchas distancias— algunas
coincidencias. Y una de ellas, probablemente la más visible, es la intrincada
profusión de historias que hay tanto en la obra de Cervantes como en la de MV.
En relación con ese tapiz de arabescos de LGFM, el narrador hace decir a uno
de los personajes que: «Canudos no es una historia sino un árbol de historias»
(p. 433). Y, asimismo, hace sentir a
otro de sus personajes, el Barón de Cañabrava, que: «esas casualidades,
coincidencias y asociaciones lo ponían sobre ascuas» (p. 472).
Y, en el caso de El
Quijote, Cervantes, también sobre el particular, dice: «Cide Hamete
Benengeli, fué (sic) historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas,
y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan
rateras, no las quiso pasar en silencio, de donde podrán tomar ejemplo los
historiadores graves, que nos cuentan las acciones tan cortas y sucintamente,
que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero ya por descuido,
por malicia o ignorancia lo más sustancial de la obra» (I, 16. La negrita es
nuestra.)2 De esta cita de Cervantes destaquemos aquel ‘descuido’,
que él achaca a los ‘historiadores graves’, para referirnos a continuación a
algunas de las coincidencias acusadas, y, precisamente, sobre la base del
descuido. Veamos: En la vorágine de LGFM, en el meollo de la aventura
de uno de los personajes, este es despojado de sus alforjas que, junto con los
caballos en que viajaban él y un guía, se llevó un grupo de rebeldes de
Canudos, interceptándolos cuando Galileo Gall (que es el nombre del personaje
en cuestión) y el guía (de nombre Ulpino) se dirigían hacia allá. Y, así,
leemos: «Pero la pérdida de los caballos había sido también, la de las alforjas con provisiones y a
partir de entonces mataron el hambre con frutas secas, tallos y raíces» (p.
254.) Y para reforzar esa situación de laceria o precariedad absoluta, en la
página siguiente (255), hay un diálogo en el que Galileo «Preguntó a Ulpino [el
guía] cuándo llegarían. Al anochecer si no había percances. ¿Qué percances?
¿Acaso tenían algo qué robarles?» Sin
embargo, cuando —unas páginas más adelante— el guía abandona a Gall, este
reacciona de la siguiente manera: «Que Ulpino lo hubiera extraviado
deliberadamente, le producía tanta angustia que, apenas aparecía en su cerebro
esa sospecha, la expulsaba. Para abrirse paso en el bosque llevaba una gruesa
rama y prendida al hombro, su alforja»
(p. 279) [Todas las cursivas son nuestras]. Y aun vuelve a insistir más adelante:
«Corría acezante, rasguñado por la caatinga, bajo trombas de agua, enlodándose,
sin saber dónde iba. Conservaba el palo y la
alforja, pero había perdido el sombrero» (p. 280).
Felizmente, no se
le ocurre después hacerlo aparecer con el sombrero bien puesto, como por arte
de birlibirloque. Pero lo cierto es que la alforja ha debido ser uno de esos
«demonios» o «fantasmas» que tanto preocupan a MV, y se le escapó; de tal
suerte que no pudo controlar su desaparición y aparición mágicas. Y lo peor de
todo es que se convierte en un elemento ripioso puesto que (salvo como abalorio
de utilería) la tal alforja —existente o inexistente— no aporta nada al
desarrollo de la historia. No negligimos la posible atingencia que pudiera
hacerse a nuestra observación de que en el momento del despojo se habla de
«alforjas con provisiones»; pero es inverosímil pensar que las mesnadas de
Canudos (dirigidas por delincuentes avezados) hubieran tenido la sutileza de
discriminar qué tipo de alforjas debían llevarse; por lo demás no se nos dice
la diferencia entre las alforjas con provisiones y la de la aparición mágica,
y, finalmente, el solo hecho de andar con una
alforja habría despertado la codicia de otros asaltantes y, por lo tanto,
saldría sobrando el comentario de Galileo: «¿Qué
percances? ¿Acaso tenían algo qué
robarles?»
Y un descuido
similar recordamos de la lectura paralela que hacíamos en El Quijote. En una de las aventuras del personaje, cuando a su
escudero le roban el burro, el narrador, a poco trecho de la historia, lo hace
montar nuevamente como si nada hubiera ocurrido; resolviéndose más bien el
hecho del robo (la recuperación del burro) varias páginas más adelante.
Pero, antes de
continuar con nuestro propósito de mostrar comparativamente los descuidos
aludidos, queremos precisar que no recordamos el descuido de Miguel de
Cervantes para atenuar el yerro de MV. La comparación no trasciende los límites
de la errata. De esto somos conscientes. Más aún si se confrontan las
condiciones de uno y otro para escribir sus obras. Debemos, más bien, concluir
diciendo que los atenuantes para el caso cervantino (condiciones adversas para
escribir, presiones de los acreedores y prisiones de los calumniadores, etc.)
resultarán ser agravantes para el de nuestro coetáneo.
Pero sigamos con el
paralelo. En El Quijote, el ilustre
poeta empieza enumerando a las personas más allegadas al protagonista. Y dice:
«Tenía en su casa una ama que pasaba los cuarenta, y una sobrina que no llegaba
a los veinte, y un mozo de campo y
plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.» Y es el caso que ese
‘mozo’ (a diferencia del ama y la sobrina) no vuelve a aparecer en el discurso
narrativo. Esa mención y la omisión subsiguiente lo convierten también en un
ripio, en un elemento inútil y, por tanto, perfectamente prescindible sin
menoscabo de la obra.
Algo similar ocurre
en LGFM (salvando siempre la
distancia debida, que equivale a una distancia de vida.) Al narrar MV los
avatares de un personaje protagónico, «el Beatito», precisa que tenía
una hermana. Y subraya que: «A la niña se la llevó su madrina, que fue
a trabajar en una hacienda del Barón
de Cañabrava» (p. 20). Subrayamos lo de la ‘hacienda’ porque esa vaguedad (una hacienda, en tanto después se ve
que el mencionado barón tenía varias) ratifica nuestro planteamiento de que tal
personaje es omitido en todo el curso de la historia, pese a que puede ser
confundido con otro personaje femenino (por un lector que recuerde la p. 20
entre las quinientas y tantas del libro y sin ningún otro indicio) como veremos
a continuación. Y obsérvese que la omisión (y resultado
ripioso) debe hacerse extensiva también a la tal «madrina».
Este descuido de hacer que los personajes
desaparezcan sin «pena ni gloria» se da también en Conversación en la catedral,
donde, por ejemplo, Jacobo y Aída —dos personajes muy ligados a Zavalita, el
protagonista, en las primeras acciones—, después de que son tomados presos
cuando se reunían clandestinamente, no vuelven a aparecer más. Y lo mismo
ocurre con Trifulcio, padre de Ambrosio, a quien se menciona desde la página
111 hasta la 161, luego de lo cual desaparece, sin más explicaciones. Y algo
similar ocurre con el personaje «la tía Adelina», de La ciudad y los perros, que es mencionado en la p. 12, y de quien
no se vuelve a hablar jamás.
Pero pongámonos en
el caso del lector ‘advertido’; él tiene que inquirir por la inserción
posterior del personaje aludido en la historia, sino con todo derecho puede
considerar como un ripio su mención inicial. Y, en tal sentido, en la LGFM, a la identificación con otro
personaje femenino abona la presencia de Jurema, personaje importante que
«pertenecía al barón», dirá Galileo Gall dando cuenta de ella como esposa de
Ulpino, el guía. Y agrega Gall: «Pertenecía, sí, como una cabra o una ternera.
Se la regaló para que fuera su esposa» (p. 81.) Y puede sospecharse de Jurema
como la ‘posible hermana’ del Beatito, en tanto es ella la única criada del
barón de que se habla cuyas características son probables de ser asumidas para
tal efecto (aunque nunca llegue a precisarse, ratificarse o confirmarse esa
relación). De ella dirá el mismo narrador: «habló de su infancia en la hacienda
de Calumbí, al servicio de la esposa del Barón de Cañabrava, una mujer
bellísima y buenísima» (p. 173.) Y, por su parte, el barón —enterado de su
azaroso itinerario—, en un diálogo, pregunta: «¿Dice usted que se enamoró de
Jurema? —insistió. Tenía, de pronto, la absurda sensación de que su antigua
doméstica de Calumbí era la única mujer del sertón, una fatalidad femenina bajo
cuyo inconsciente dominio caían tarde o temprano todos los hombres vinculados a
Canudos» (p. 475).3
Pero en esa
trayectoria del personaje Jurema no se incide en el nexo familiar, en su
relación de posible parentesco con el Beatito, manteniéndosela como un
personaje independiente. Incluso cuando Jurema llega a Canudos y su acción
gravita decisivamente en los acontecimientos, despertando —por ejemplo— el amor
de Pajeú, uno de los asesinos que rodeaban al Consejero, leemos: «Maravillado,
el Beatito entiende por qué el Consejero, en ese instante supremo» (antes de
morir) «se ha acordado de los forasteros que protege el padre Joaquim» (entre
los que está Jurema). «¡Para salvar a un apóstol! ¡Para salvar el alma de
Pajeú, de la caída que podría significarle tal vez esa mujer!» (p. 480). Y es la única vez que el Beatito piensa
explícitamente en ella. Pero la última vez que se da una cercanía «física» de
ambos es cuando ‘los forasteros’, incluida Jurema: «estaban en el cuartito de
las beatas, la antesala del Consejero, y por las rendijas Jurema veía,
arrodilladas, al Coro Sagrado y a la Madre María Quadrado y los perfiles del Beatito y del León de Natuba» (p. 492).
Entonces, la
pesquisa, en el desarrollo del personaje Jurema, por buscar esa relación que
ate el cabo suelto de la hermana del Beatito, no llega a trascender el nivel de
la sospecha, la misma que, finalmente, se esfuma, pues (como ya adelantáramos)
el Barón de Cañabrava tenía no una sino muchas criadas, como así también
haciendas (Canudos lo era), y ello no indica que Jurema sea la hermana ya que
su presencia en una hacienda del
barón (como se dice en la p. 20) no es suficiente indicio para creer que se
trate específicamente de Calumbí donde es ubicada Jurema. Concluyentemente,
pues, en este caso, el deslinde definitivo (y esperado por el lector zahorí) no
es sustentado ni por la acción o pasión de los protagonistas ni, en todo caso,
por la alusión explícita del narrador (necesaria para la ratificación del hecho
inquirido); necesaria, insistimos, para que la mención inicial de la hermana
del Beatito no constituya un ripio por su omisión final. Y para demostrar la
necesidad de esta aclaración, vamos a transcribir la que hace el novelista
alemán Patrick Süskind en torno al mismo mutis de uno de los personajes de su
—por otro lado, notable— novela El
Perfume: «Dado que
abandonamos a madame Gaillard en este punto de la historia y no volveremos a
encontrarla más tarde, queremos describir en pocas palabras el final de sus
días.»4 Hasta aquí las «coincidencias» de LGFM con la obra inmortal de Cervantes.
Pero como otra de
nuestras lecturas recurrentes es también Cien
años de soledad, pudimos del mismo modo descubrir ciertas «concomitancias»
entre ambas. En este caso podríamos hablar del mimetismo de algunos recursos
técnicos. Y aunque el mismo MV, en su trabajo sobre la obra de García Márquez, Historia de un deicidio, plantea
atenuantes al respecto: «Cabe la posibilidad —dice— de que un autor utilice
hábitos de lenguaje y procedimientos narrativos de otro, y de hecho ocurre
siempre, pero aquí también la originalidad dependerá estrictamente de los
resultados...»5 Creemos nosotros que ese ‘hurto’ solventado por MV
es relativamente válido, porque hay que adosarle una fórmula que, precisando su
certeza, asegure la habilidad incuestionable del escritor metido a depredador:
«El robo en literatura es válido siempre que vaya acompañado de asesinato.» Si
no, se tiene que seguir concediendo vigencia al juicio brechtiano de que: «Los
mismos trucos nunca surten efecto en la segunda vez. Por lo común el amante del
arte está inmunizado contra una segunda invasión de ideas nuevas que se vale de
medios ya conocidos, tal vez eficaces.» Y, lamentablemente, pues, MV no llegó a
consumar el «deicidio» o, mejor, el «garcíamarquicidio», porque los «hurtos»
flagrantes e inocultables hechos a dicho autor no llegan a obviar su
paternidad. Pruebas al canto. En Cien años de Soledad hay un diálogo en
el que un personaje inquiere a otro de la siguiente manera:
«—Usted,
por supuesto, trae algún papel escrito.
—Por supuesto
—contestó el emisario—, no lo traigo.»6
Ahí se puede
apreciar cómo ha sido asimilado a la novela el recurso que en versificación se
conoce con el nombre de encabalgamiento. Ese «por supuesto» de la respuesta
(que equivale al suspenso de un final de verso cuya idea se sobreentiende
continúa en el otro y que el lector sospecha cuál será) sugiere una afirmación,
lo que será desmentido inmediatamente, pero mediando un suspenso (equivalente a
la ruptura del verso) con la
acotación del narrador: «—contestó
el emisario—», creándose así un clima de sorpresa y desconcierto cuando se
descubre que la respuesta no era la afirmación esperada, sino todo lo
contrario.
En La Guerra... se usa el mismo artificio,
pero con efecto retardado —por decir lo menos:
«—¿Le
ha dicho también que les llevará armas?
—Desde luego que no (...) (p. 81).
Por otro lado,
García Márquez también utiliza una frase que ha hecho historia. De Rebeca
Buendía, personaje de la misma Cien
años..., dice que (luego de ser poseída por el descomunal José Arcadio
Buendía): «Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido antes de perder la
conciencia.» Y en LGFM, respecto del
personaje María Quadrado (luego de un gran esfuerzo para cumplir con una
penitencia), leemos: «... y aún tuvo fuerzas para agradecer a Dios su ventura
antes de desvanecerse» (p. 50).
Y, finalmente, hay
un recurso de carácter fantástico en Cien
años...: la levitación. La
realiza el cura de Macondo elevándose algunos centímetros del suelo al solo
conjuro de beberse un tazón de chocolate hirviendo (que, a decir verdad, a
cualquiera hace levitar); y, también, Remedios la bella, que se eleva envuelta
en sábanas (como un hermoso símbolo de su «real» desaparición), perdiéndose en
las alturas del infinito. Es el mismo recurso que MV tuvo oportunidad de
explicar en la tantas veces citada Historia
de un deicido: «Esta reincidencia —dice— del tema del hombre-que-vuela
simboliza un fenómeno esencial que vive en estos relatos la realidad ficticia:
su inmersión cada vez más profunda en lo imaginario. El mundo verbal ‘despega’
cada vez más de lo real objetivo para perderse entre nubes mágicas, fantásticas
o milagrosas».
Y es un recurso que
va a ser mimetizado en LGFM. En esta
se hace, previamente, una preparación al lector. A comienzos de la novela, un
personaje femenino es asesinado. Y por su desaparición y búsqueda infructuosa
se dice: «Parecía que, como en las historias fantásticas de los troveros, se
hubiera elevado y desaparecido por el aire» (p. 30.) Y decimos que es una
‘preparación’ porque más tarde otros personajes de la novela sí pasarán por la
peripecia de la levitación, al menos como versión de otros personajes y no
directamente del narrador. Por ejemplo, Antonio Mendes Maciel, el Consejero,
por cuya gestión «mesiánica» se desatan los acontecimientos que llegan a
adquirir la apariencia de «fin del mundo», es uno de los personajes a quien se
atribuye el prodigio de la levitación: «—¿Y el Consejero, y el Consejero? —oye
decir casi a su oído—. ¿Cierto que subió al cielo, que se lo llevaron los
ángeles? (...) —Subió —asiente el León de Natuba (...)—. Se lo llevaron los ángeles» (p. 510).
Y, en otro momento,
cuando los policías, desesperados por no encontrar ni rastros de Joao Abade (uno
de los más buscados y temibles asesinos de la región) ni vivo ni muerto,
después de haber arrasado Canudos y cansados ya de interrogar a los pocos
sobrevivientes (siendo cientos los diezmados), una vieja pregunta a uno de los
jefes de la policía: «¿Quieres saber de Joao Abade?», y como él insiste en su
interrogación, ella le responde: «Lo subieron al cielo unos arcángeles
(...) Yo los vi» (p. 531). Y fin del
mundo. Mejor dicho, la frase de la anciana marca el fin de la novela.
Pero lo dicho hasta aquí no constituye el fin de los ‘descuidos’. Y solo queremos
mencionar uno último, que lo comparte también con GM, aunque en este caso con
su novela El general en su laberinto; aquí leemos que una noche le
llevaron al General a una adolescente «con una corona de cocuyos luminosos»
(especie de luciérnagas) adornándole el cabello, y se dice que: «... se quitó
la vincha [y] guardó los cocuyos en el interior de un trozo de caña de azúcar que llevaba consigo»7.
El error es evidente, a no ser que se piense que hay alguna especie de caña
de azúcar que sea hueca, para poder introducir algo en su interior. Al
menos entre nosotros, las únicas especies de caña hueca son el carrizo y
el guayaquil; pero la de azúcar, no. Y el descuido paralelo en el caso
de La Guerra..., se da al hacer la
descripción de un personaje, de quien dice que: «Vestía una camisa
desabotonada, un chaleco sin mangas,
con lamparones de vejez o de grasa, un pantalón deshilachado en la basta y
zapatones de vaquero» (p. 337). Huelga decir que, por definición, el chaleco es
una prenda de vestir que no tiene mangas, a no ser que se piense que hay
chalecos con mangas, en cuyo caso también se podrá decir que hay escarpines con
suelas (aunque nadie nos convencerá de que, así, sigan siendo chalecos y
escarpines.)
Finalmente, no
podemos dejar de señalar que LGFM es
una de las narraciones más importantes en la obra total de Mario Vargas Llosa
(y, por supuesto, también lo es en el espectro mayor de la narrativa
latinoamericana: esto —creo que queda claro— no está en cuestionamiento), pero
los descuidos descubiertos en ella no hacen sino reafirmar aquello de que al
panadero más diestro se le suele quemar el pan, y esto es refrendado por el
yerro de nuestro admirado GM y de nuestro no menos venerado don Miguel de Cervantes,
cuyas obras no nos cansamos de leer y releer.
______________
(1) Por poner solo
un ejemplo, el respetado y recordado maestro y crítico nacional Antonio Cornejo
Polar, refiriéndose a La guerra del fin del mundo, dice: «Vargas Llosa
vuelve a mostrar su aptitud para encarar proyectos narrativos muy vastos,
complejos y difíciles y para llevarlos a cabo con eficiencia e ingenio nada
comunes.» Antonio Cornejo Polar«La Guerra del fin del mundo: sentido (y
sinsentido) de la historia», en: Hispamérica Nº 31, Abril, 1982. No
obstante, y en tanto en otra crítica (a la Historia de Mayta) expresa
cierta dureza en sus opiniones, lo que generó fue la ojeriza del criticado,
como lo veremos más adelante.
(2) Cervantes
coincide en esto con el planteamiento teórico de Schiller que define al arte
épico-narrativo como ‘un demorarse con amor’ (Cf. W. Kayser, E-1970:270 y 460).
(3) De Jurema se han enamorado Galileo Gall, Pajeú y el
periodista miope (además de Ulpino.) Y, en efecto, el narrador tiene que hacer
esa aclaración porque es poco verosímil esa coincidencia de pasiones varoniles
confluyendo sobre una misma mujer. Y esto es algo que, con la misma sensación
de inverosimilitud, se puede apreciar en el
caso del personaje ‘Teresa’ de La ciudad y los perros (de quien se
enamoran el Esclavo, Alberto y el Jaguar.)
(4) Patrick
Süskind, El Perfume, Barcelona, RBA Editores, 1993. p. 29.
(5) Esta misma idea
la desarrolla en La orgía perpetua; dice ahí: «No se trata de una
imitación, por lo menos en el caso de auténticos creadores, capaces de servirse
de formas ajenas de una manera original (con lo cual esas formas dejan de ser
ajenas y pasan a ser suyas.) La imitación en literatura no es un problema moral
sino artístico: todos los escritores utilizan, en grados diversos, formas suyas
usadas, pero sólo los incapaces de transformar esos hurtos en algo personal
merecen llamarse imitadores. La originalidad no sólo consiste en inventar
procedimientos; también en dar un uso propio, enriquecedor, a los ya
inventados» (B-1975: 259).
(6) Las citas corresponden a la 16a. Edición de la Editorial Oveja
Negra, 1986.
(7) Gabriel García
Márquez, El General en su laberinto, Buenos Aires, Editorial
Sudamericana, 1989. p. 187.
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